Gubber Anshaw sonrió mientras paseaba por los anchurosos bulevares de Valhalla. Sólo había estado un par de veces en la ciudad oculta, y le agradaba regresar.
Valhalla era un lugar utilitario, pensado hasta el último detalle para ser eficiente, sensato y ordenado. Irónicamente, el diseño general evocaba las ciudades subterráneas espaciales, pero tal vez eso fuera de esperar. La construcción subterránea imponía ciertos requisitos.
La ciudad estaba construida en cuatro niveles. Los tres niveles inferiores eran convencionales áreas de almacenaje, viviendas y demás, cada una de ellas conectada con el resto por anchas rampas y ascensores de alta velocidad. Pero Gubber estaba en el nivel superior, y este era muy poco convencional. No lograba asociarlo con nada.
Era una galería abierta, un semicilindro puesto de lado, de dos kilómetros de longitud por un kilómetro de anchura. Las paredes laterales del nivel principal se fusionaban con el cielo raso curvo. Toda la superficie interior de la galería semicilíndrica estaba revestida con un material blanco que reflejaba la luz. El efecto general era excesivamente brillante para los ojos humanos, pero sin duda los Nuevas Leyes consideraban que aquel tipo de iluminación era más eficaz.
La vasta galería aún estaba bastante vacía, aunque a Gubber le pareció que habían añadido estructuras nuevas desde su última visita. «Estructuras» parecía mejor palabra que «edificios», pues muchos parecían cualquier cosa menos esto.
En el nivel principal había varias instalaciones de aspecto normal, consagradas a propósitos convencionales. Gubber identificó centros de reparaciones, almacenes, centros de trasbordo, etcétera, pero no dedicó mucho tiempo a examinarlos. Se sentía más atraído por las estructuras menos identificables apiñadas en el centro del nivel principal.
Todas tenían el tamaño de edificios de dos o tres pisos. Casi todas eran sólidos geométricos, como cubos, conos, dodecaedros, esferoides, pirámides de tres, cuatro y cinco lados, pintadas o revestidas con un color primario brillante. Algunas estaban colocadas en posiciones raras. Un cono aparecía invertido, y dos pirámides descansaban sobre los bordes, de modo que sus ápices apuntaban a noventa grados del cénit. Gubber ignoraba cómo habían conseguido los robots que no se cayeran.
Recordó los bloques con que jugaba cuando niño. En su última visita Lacon-03 le había descrito las estructuras como un experimento en estética abstracta y le había explicado las crípticas teorías sobre belleza y utilidad que en ese momento se discutían en la comunidad de los Nuevas Leyes.
Algunas estructuras estaban ocupadas o en uso, mientras que otras no parecían tener ninguna vía de acceso al interior. En esencia eran esculturas abstractas. A Gubber no le interesaban mucho como arte, si bien eso constituía un detalle superfluo. Le parecía fascinante que los Nuevas Leyes fuesen capaces de hacer esculturas. Pero ¿lo hacían por placer o estaban forzados a intentar expresarse artísticamente por las oscuras exigencias de la Cuarta Ley? ¿Aquellos sólidos geométricos los fascinaban por sí mismos o los construían porque se sentían compelidos a hacerlo, porque querían convencerse de que eran capaces de crear? En síntesis, ¿los construían porque querían, porque la Cuarta Ley los obligaba, o porque pensaban que se esperaba que lo hiciesen, dado que en sus ciudades los seres humanos exponían obras de arte públicamente?
Hacía meses que Gubber reflexionaba acerca de estos interrogantes, y le agradaba comprender que no había obtenido una respuesta. Lacon-03 nunca había logrado darle una explicación satisfactoria, y él no la había hallado. Sin embargo, eso no le molestaba. Los acertijos perdían gran parte de su interés una vez que se resolvían.
—Este lugar siempre me sorprende —le dijo a su anfitriona, la robot Lacon-03.
—¿Por qué? —preguntó Lacon-03.
Gubber rio entre dientes mientras señalaba Valhalla con un amplio ademán.
—Supongo que porque nada de esto me resulta familiar —respondió.
Lacon-03 miró reflexivamente a su huésped.
—Dado que usted inventó el cerebro gravitónico, esperaba ver alguna expresión de su propia personalidad en las creaciones de seres que poseen dicho cerebro.
—Debo confesar —dijo Gubber— que aunque me parece… elegante, no es la clase de ciudad que yo diseñaría.
—Muy interesante —comentó Lacon—. Los robots Nuevas Leyes siempre nos hemos sentido atraídos por la estética, pero debo admitir que nunca hemos pensado mucho en los gustos y opiniones de nuestros creadores. Y confieso que los estudios que hemos realizado sobre el tema no se centraban en usted, sino en la doctora Leving.
—No me sorprende. Mi interés en los robots Nuevas Leyes es reciente, e incluso hace muy poco que he reconocido mi participación en vuestra creación. Fredda Leving tomó el diseño de mi cerebro gravitónico, escribió las Nuevas Leyes y las incluyó en ese cerebro sin informarme. Ni siquiera pidió mi autorización.
—Debo interpretar que usted no aprueba a los robots Nuevas Leyes.
Gubber se detuvo y esbozó una afable sonrisa.
—Teóricamente, no —repuso—. Creo que la doctora Leving realizó un acto peligroso y temerario. En la práctica, sin embargo, admito que me gustan la mayoría de los robots Nuevas Leyes que he conocido. No veis el mundo como los humanos, ni como los robots Tres Leyes.
—¿En qué sentido?
Gubber sacudió la cabeza, miró al frente y reanudó la marcha.
—Dímelo tú —respondió—. Hablame mientras recorremos esta ciudad que no es como yo esperaba. Háblame del punto de vista de los robots Nuevas Leyes.
Lacon-03 reflexionó mientras caminaban por el bulevar céntrico de Valhalla.
—Un desafío interesante —reconoció—. Sospecho que no hay dos robots Nuevas Leyes que coincidiesen acerca de nuestro modo de ver el mundo. Somos un grupo conflictivo, sin duda. Sin embargo, creo que el mundo externo nos desconcierta, e intuyo que el mundo externo está desconcertado con nosotros. Los humanos y los robots Tres Leyes han tenido milenios para elaborar sus relaciones mutuas, para descubrir cómo encajan en el universo. Nosotros sólo hemos tenido cinco años estándar. En ese período, lo más importante que hemos aprendido es que el universo de los humanos y los robots Tres Leyes no es un sitio acogedor para nuestra especie. En el mejor de los casos hemos encontrado indiferencia, y en el peor una hostilidad destructiva.
Llegaron a un gran edificio de dos plantas que dominaba una vista espectacular de la galería. Era el principal edificio administrativo. En ausencia de Prospero, Lacon-03 estaba a cargo de las operaciones cotidianas de la ciudad. La robot le indicó a Gubber que la siguiera, y continuaron hablando mientras entraban por la puerta y subían por una rampa curva que conducía al nivel superior del edificio.
—A esa hostilidad —prosiguió Lacon-03— se suma el hecho de que no tenemos un propósito real en el mundo. Carecemos de una función predefinida. Nosotros mismos debemos crearla, y el proceso no es rápido ni sencillo. Prospero lo comprende. Nuestras aptitudes en terraformación nos ofrecen oportunidades, pero él sabe que los humanos tardarán en aceptarnos plenamente. También comprende que debemos mantenernos a salvo hasta que ese momento llegue y trabajar de firme para mejorar. Sé que no he dado una respuesta completa a su pregunta, por la simple razón de que aún no la hemos descubierto. Necesitamos un lugar para buscar mejores respuestas. Necesitamos un refugio, un santuario, un sitio donde reflexionar, estudiar, planificar. Valhalla es todas esas cosas, pero también es algo mucho más importante.
Lacon-03 se detuvo en lo alto de la rampa, frente a un amplio ventanal, y Gubber la imitó. La arquitectura de Valhalla, en toda su inhumanidad, se erguía con orgullo ante ellos.
—Valhalla —dijo Lacon-03— es nuestro hogar.
—«Fase uno: intercepción y estabilización del cometa Grieg e instalación de cohetes de control y dispositivo propulsor principal». Supongo que es un eufemismo para decir «superbomba». —Jadelo Gildern sonrió y apartó la mirada de su agenda electrónica—. Nunca me gustaron los eufemismos. El término «dispositivo propulsor» es tan vago que induce a preguntar de qué se trata.
—Continúa, Gildern —dijo Simcor Beddle, retrepándose en su silla, con las manos en el regazo y la mirada fija en el cielo raso.
—Sí. «Fase dos: activación del principal dispositivo propulsor. Fase tres: navegación hacia el planeta. Empleo de cohetes de control para corregir y mantener el curso. Fase cuatro: fragmentación controlada del cometa Grieg». Parece que Lentrall no decidió cuántos fragmentos ni de qué tamaño. «Fase cinco: apuntar los fragmentos. Fase seis: impacto de los fragmentos en el planeta».
—¡Astros ardientes! —exclamó Beddle—. No sé si estoy dispuesto a creer todo esto. ¿Planean usar un cometa para cavar un canal desde el mar hasta la Depresión Polar?
—Eso parece. Al apuntar cuidadosamente los fragmentos, se proponen alinearlos como las cuentas de un collar, y cada uno se estrellará contra el planeta en un sitio escogido. En esencia, los cráteres quedarán alineados de un extremo al otro. También se proponen valerse de impactos oblicuos.
—¿Y eso qué significa? —preguntó Beddle.
—En vez de lanzarlos directamente contra la superficie, apuntarán los fragmentos de modo tal que choquen en ángulo. El resultado será que en lugar de cráteres redondos obtendrán cráteres largos y ovalados.
—¿Y todo eso creará mágicamente un lazo con el mar?
—No, señor. Al parecer no esperan que los impactos realicen todo el trabajo de excavación, pero sí la mayor parte. La excavación convencional, o lo que llaman dispositivos de fusión de radiación cero y rendimiento moderado (bombas nucleares, en otras palabras), se emplearán para conectar los cráteres entre sí. El proyecto tiene otros detalles, pero cuando digo esto me refiero a vastos proyectos que en cualquier otro contexto serían descomunales. El plan exige cambiar el cauce del río Leteo no una sino dos veces. Actualmente el Leteo va de oeste a este antes de virar al sur y desembocar en la Gran Bahía. Antes del impacto, construirán una presa antes del recodo del sur y lo obligarán a entrar en un nuevo canal del norte, de modo que abrirá una nueva entrada en la Depresión Polar. Después del impacto, enlazarán el canal viejo con el nuevo e invertirán el flujo por segunda vez. El río Leteo se convertirá en el canal Leteo, formando la segunda conexión entre el mar polar y el Océano Meridional. Beddle se puso de pie y miró a Gildern.
—¡Esto es una locura! —protestó—. A menudo me han tachado de megalómano, pero esto supera mis sueños más descabellados.
—Sin duda es ambicioso.
Beddle miró a Gildern de hito en hito.
—Siempre tan cauto en tus expresiones. Cualquiera diría que apruebas esta locura.
—Admito que la tomo con una cierta amplitud mental.
—Luego regresaremos a ese punto, te lo aseguro —dijo Beddle, sorprendido—. ¿Cómo obtuviste esta información?
—Entré en el despacho de Lentrall y copié cuantos documentos me fue posible.
—Creía que habíamos convenido en que el riesgo era muy grande.
—Esta mañana Lentrall se fue de su despacho y se llevó su robot. Yo vigilaba el edificio desde hacía cierto tiempo y sabía que a esas horas estaba desierto. Decidí que valía la pena arriesgarse a una inspección rápida. No intenté examinar sus archivos informáticos, sino que me limité a los blocs de notas, pues temía que me descubrieran.
Beddle asintió con la cabeza, aparentemente satisfecho.
—¿Tienes idea de la seriedad con que se toma esta propuesta? —preguntó.
—No —respondió Gildern, por una vez con toda sinceridad—. En los papeles que examiné no encontré nada que pudiera darme una pista. Vi la propuesta de Lentrall, pero ignoro cuál fue la reacción de Kresh.
—Pues en estos momentos Kresh está reunido por segunda vez con él. —Beddle frunció el entrecejo. Le hizo un gesto a un robot de servicio, que de inmediato le acercó un mullido sillón, y, tras sentarse, se inclinó hacia Gildern y añadió—: No sé por qué, pero tengo la impresión de que apruebas este… este plan.
—En cualquier caso, creo que no debemos desecharlo sin más, una vez que se haga público, lo que sin duda ocurrirá. Semejante obra no puede ocultarse por mucho tiempo.
—Estoy de acuerdo contigo, pero ¿puedo preguntarte por qué tienes en cuenta este asunto?
—Porque tras meditar acerca de ello he llegado a la conclusión de que este planeta está condenado.
—¿A qué te refieres?
Gildern soltó su agenda electrónica y su robot personal la alcanzó antes de que cayese al suelo. Luego se inclinó hacia adelante con gesto de preocupación.
—Señor, el planeta está agonizando —dijo—. A pesar de los éxitos locales, a pesar de nuestros esfuerzos previos, la situación se mantiene. Todos sabemos que es así, aunque no queramos admitirlo. Si me permite apartarme por un momento de las premisas partidarias, usted y yo sabemos que Alvar Kresh ha sido un gobernador muy efectivo. Sus logros son importantes, y nos ha comprado mucho tiempo, pero eso es todo. Es, o era, cuanto podía hacerse, y creo que en el fondo todos sabíamos que no era suficiente, que estábamos condenados. Puesto que todos moriríamos de un modo u otro, decidimos pasar el rato con nuestros tontos juegos de política e intriga. Las intrigas eran inofensivas, sin embargo, y a la larga no cambiarían nada ni evitarían que muriésemos. Ahora, sin embargo, existe la posibilidad de que este mundo viva. Admito que se trata de una posibilidad remota y que los riesgos y peligros son enormes, pero es una oportunidad, al fin y al cabo.
—Entiendo —dijo Beddle—, y supongo que es la única razón por la que este proyecto te intriga.
—En absoluto, señor. No obstante, la idea de que pudiéramos ganar, y en consecuencia vivir, cambia las reglas del juego. Si a mí me causa ese efecto, sospecho que ocurrirá lo mismo con otras personas. Mirarán la situación política de modo totalmente nuevo. Debemos tomar en cuenta ese cambio psicológico en nuestros planes.
—Pero tienes algo más en mente.
—Sí, señor —repuso Gildern, con mirada repentinamente intensa. Señaló a su robot personal—. La agenda electrónica que tiene mi robot contiene información técnica y resúmenes de todo el plan. En ninguna parte de esos resúmenes figura la palabra «colono». Este es un trabajo que los espaciales, los infernales, pueden hacer por su cuenta. Más aún, si tiene éxito, ya no necesitaremos a los colonos. El éxito de esta operación y la formación del mar polar tendrá un efecto tan enorme y positivo en nuestro clima que la tarea de terraformar el planeta se reducirá a una serie de obras menores, dificultosas, desde luego, pero que los espaciales podemos hacer por nuestra cuenta y con mucha menos mano de obra.
—¿Qué pretendes decir? —preguntó Beddle.
—Pretendo decir que Grieg se llevó nuestros robots y Kresh los retuvo con la excusa de que los necesitaban para las tareas de terraformación. Si se produce el impacto del cometa, y el resto se hace en tres o cuatro años, los robots domésticos ya no harán falta para la terraformación.
Beddle permaneció en silencio, pensativo.
—Creo que convendrá, señor —prosiguió Gildern—, en que el proyecto puede reportar grandes beneficios al partido.
—Siempre que sea exitoso y no nos liquide a todos —dijo Beddle—; pero aprecio tu franqueza, amigo Gildern. Cualquiera de tus razones sería contundente por sí misma. Todas juntas resultan muy convincentes.
Gildern le indicó con una seña al robot que le entregase la agenda electrónica.
—Aún no he explicado todas mis razones, señor —dijo mientras pulsaba las teclas—. Todavía hay más. —Le tendió la agenda electrónica a Beddle y se retrepó en la silla—. Eche un vistazo al lugar adonde Lentrall quiere dirigir los fragmentos.
Beddle miró intrigado a su subalterno y estudió el mapa que aparecía en la pantalla de la agenda electrónica.
Al cabo de un instante la expresión de desconcierto desapareció de su rostro y fue reemplazada por una amplia sonrisa y una estentórea carcajada.
—¡Estupendo! —exclamó en cuanto recobró el habla—. Ni siquiera yo habría sido capaz de planearlo mejor. Los dioses del mito y la leyenda no pudieron disponer mejor las cosas.
Jadelo Gildern sonrió mientras el dirigente del partido estudiaba el mapa con mayor atención, riendo entre dientes. Simcor Beddle tenía razón, desde luego. Las cosas no podían haberse planeado mejor.
Pero tal vez Simcor Beddle tendría que haber pensado más en quién se encargaba de planearlas.
Davlo Lentrall miró con furia la puerta del ascensor y pulsó enérgicamente el botón, como si emplear un dedo humano cambiara las cosas. Al fin y a la postre, el ascensor no había llegado cuando Kaelor lo llamó. La reunión con Kresh y Leving había terminado, y quería irse de ese lugar.
—¿Qué demonios sucede? —preguntó.
—Lo lamento, señor —dijo una voz mecánica—. Los servicios de ascensor hasta lo alto de la Torre de Gobierno están interrumpidos momentáneamente.
Lentrall se sentía confuso. En un mundo robotizado las preguntas retóricas a menudo recibían respuesta. En alguna parte había una cámara, y un robot sentado ante una consola, mirando las imágenes que esa cámara proyectaba y varias más.
—Necesito subir a la pista de la azotea. ¡Mi aeromóvil está allí! —protestó Lentrall. La reunión con el gobernador y su esposa había sido un éxito y estaba impaciente por regresar al laboratorio para reanudar el trabajo. Había muchos detalles que revisar y mil problemas que resolver. No podía perder tiempo esperando a que una cuadrilla de robots reparase una barandilla floja, o cualquier otro potencial peligro «mortal» que hubiera en la azotea.
—Lo lamento, señor —respondió la voz—, pero existe un peligro de seguridad en la azotea en este momento. La Primera Ley requiere que…
—Sí, sí, sí —rezongó Lentrall—, ya lo sé, pero mi aeromóvil está allí arriba y lo necesito para irme a casa.
—Usted no es el único que pasa por esta dificultad, señor. Si desea bajar a la planta baja, se ha dispuesto que pilotos robots lleven los aeromóviles a la plaza principal. Iniciarán la operación dentro de unos minutos, mientras que es posible que la pista de la azotea no vuelva a habilitarse hasta dentro de una hora.
Davlo dejó escapar un suspiro.
—Muy bien —dijo—. Supongo que tendrá que ser así. Ven, Kaelor.
—Aguarde un momento, señor —pidió el robot—. Me gustaría preguntar qué problema existe en la azotea.
En ese instante llegó el ascensor.
—¿Qué importa eso? —dijo Davlo—. Venga, vamos.
—Muy bien, señor.
Los dos entraron en el ascensor y descendieron.
—El equipo del vestíbulo informa de que Lentrall y su robot están saliendo del ascensor. Se dirigen hacia la plaza.
—Los veo —dijo Cinta Melloy, mirando por el magnivisor. Desde ese punto de observación, a veinte pisos de altura, Lentrall no parecía preocupado ni suspicaz. Todo iba bien. El equipo de guardaespaldas todavía estaba en la azotea del edificio, encargándose del riesgo de seguridad que la gente de Cinta había preparado: un aerocamión que llevaba un cargamento de provisiones de mantenimiento, incluido un tonel de fluido limpiador inflamable que había sufrido una pérdida al posarse el vehículo en la pista.
El goteo de una sustancia química moderadamente peligrosa era un contratiempo suficiente para que cualquier robot Tres Leyes que se preciara clausurase los ascensores, alejara a todos los humanos y provocase un revuelo. No obstante si las cosas volvían pronto a la normalidad, Cinta estaba preparada para provocar un cortocircuito en el aerocamión. Sus especialistas en trucos sucios prometían que la llamarada resultante sería espectacular, aunque era improbable que hiciese daño a nadie o causara desperfectos de importancia.
Estaban jugando fuerte, pero había límites. Era lo bastante inteligente para saber que tarde o temprano —probablemente temprano— la PIC asociaría esa operación con la gente del SCS. Prefería que las denuncias oficiales no incluyeran bajas. Los técnicos podían hacer muchas promesas, pero las explosiones tendían a descontrolarse. Las cosas tendrían que ponerse muy mal para que ella se arriesgara a apretar ese botón. Lo importante era haber aislado a Lentrall de sus protectores.
Tenía que salir bien. Era un plan razonable y sencillo, pero habían tenido poco tiempo. De pronto Welton había pasado de los planes de emergencia al secuestro inmediato. A Cinta no le gustaba ir deprisa, pues así era como se cometían errores.
—Equipo de la plaza en posición —informó la voz por la radio de su aeromóvil.
Cinta estudió la plaza por el magnivisor; no había modo de identificar a su gente. Bien. Sin embargo, existía un problema: los robots. Había diez por lo menos. Si se les daba la oportunidad, actuarían de inmediato para impedir el secuestro. Pero si todo iba bien, no tendrían esa oportunidad. Cinta miró hacia el bulevar Aurora. Allí estaba. Un autobús aparcado a pocas manzanas de distancia. En un minuto se dirigiría a toda velocidad hacia la plaza del Gobierno. Cinta sonrió. Era difícil controlar ese modelo de autobús. Si el conductor no tenía cuidado, podía haber un accidente.
Justen Devray estaba por llegar a su casa cuando entró la llamada. Gervad conducía por una ruta lenta, agradable, reposada. Justen había tenido un largo día y se alegraba de tomar el camino fácil. Le gustaba relajarse en el viaje de regreso. Era el mediodía del día siguiente. Había trabajado casi treinta horas seguidas, y resultaba extraño regresar a casa bajo la brillante luz del sol.
Se le cerraban los párpados. Por un instante sintió la tentación de apagar el hiperonda sintonizado en las frecuencias policiales, pero ese murmullo constante formaba parte de su vida diaria. Lo dejó encendido, se reclinó, cerró los ojos.
Entonces oyó la voz.
—Despacho PIC, desde lo alto de la Torre de Gobierno.
Algo en la voz alertó a Justen. Era una voz humana, y se suponía que el encargado de comunicaciones del puesto de guardia de la azotea tenía que ser un robot. Y eso no era todo: el equipo de seguridad de Lentrall lo aguardaba en la pista de la azotea.
Justen se despabiló del todo. Se irguió en el asiento y le ordenó a Gervad:
—¡Da media vuelta! Regresa a la Torre de Gobierno a toda velocidad.
—Sí, señor —respondió el robot sin inmutarse. Viró trazando un amplio arco y enfiló de vuelta hacia el centro de la ciudad.
Justen extendió la mano hacia los controles y elevó el volumen.
—Tenemos un accidente —continuó la voz—. Un aerocamión ha aterrizado bruscamente y se ha roto la juntura de uno de los contenedores que transportaba. Se ha derramado líquido inflamable. Es todo cuanto puedo decir. Los robots nos han obligado a abandonar la azotea.
—Estamos recibiendo informes hiperonda de los robots de seguridad de la zona, azotea de la Torre de Gobierno —respondió una voz mecánica, quizá desde la jefatura de la PIC—. Se están enviando cuadrillas de limpieza.
¡Los muy tontos! Justen pulsó los controles y puso la radio del aeromóvil en la misma frecuencia.
—Habla el comandante Devray, en viaje a la Torre de Gobierno. ¿Quién está en la azotea?
—El sargento Senall Delmok, señor.
Perfecto. Delmok era el agente más inexperto de aquel destacamento.
—Delmok, ¿desde cuándo los suministros de limpieza se entregan en la pista de la azotea? ¿Para qué cree que existe el sistema de túneles urbanos?
—Yo, eh…
—No es un accidente, Delmok. Alguien ha cerrado deliberadamente la pista de la azotea.
—Pero ¿por qué…?
—No lo sé. Tal vez planean aterrizar allí. Regrese a esa azotea y ordene a su gente que permanezca alerta. Es una orden directa.
—Pero los robots nos impiden…
—Despacho PIC —lo interrumpió Justen—, ¿todavía está en esta línea?
—Sí, comandante —repuso la calma voz mecánica.
—Emito una orden directa de máxima prioridad para retransmitirla vía hiperonda a todos los robots de la azotea de la Torre de Gobierno. Deben permitir que el destacamento humano de la PIC regrese de inmediato a la azotea. El presunto derrame accidental es una treta o una maniobra de distracción perpetrada por un grupo que intenta dañar a seres humanos. Al apartar al destacamento PIC de sus puestos, ponen en peligro a seres humanos. Retransmita de inmediato.
—Sí, señor. Retransmitido.
—Delmok, si eso no da resultado, le ordeno que se abra paso a tiros entre los robots para recobrar el control de esa pista. ¿Comprendido?
Tras una pausa, Delmok respondió con tono de nerviosismo:
—Afirmativo, señor.
—Bien. Procure no acertarle a ese líquido inflamable con su pistola, o tendremos un verdadero desbarajuste entre manos. Devray fuera.
Justen miró a Gervad.
—¿Cuánto falta? —preguntó.
—Llegaremos a la Torre de Gobierno dentro de tres minutos. Sin embargo, la Primera Ley me impide aterrizar en las inmediaciones de un material tóxico o inflamable fuera de control mientras haya un humano a bordo.
—Lo sé —dijo Justen, activando de nuevo el sistema de comunicaciones—. Una vez que lleguemos, planea cerca del techo del edificio. —Sintonizó la radio—. Habla el comandante Devray en circuito de emergencia. Necesito contacto vocal inmediato con el gobernador Kresh.
Al cabo de un instante el gobernador apareció en línea.
—Habla Kresh.
—Aquí Devray. El código es Emoch Huthwitz.
—¡Estrellas ardientes! —exclamó el gobernador sin ocultar su sorpresa, pero se recobró rápidamente y dio la respuesta adecuada—: El código de respuesta es Zapadores derretidos.
—Gracias, señor. Me alegra saber que es usted. —Devray y Kresh habían convenido los códigos después de lo que había ocurrido con el gobernador Grieg. El asesino había dejado un aparato que simulaba la voz de este, para hacer que pareciese aún con vida mucho después de su muerte. La estratagema casi había funcionado. Devray no quería que un impostor volviese a engañarlo.
—También yo, comandante. Algo está pasando.
—Sí, señor, pero ignoro de qué puede tratarse. El accidente en la azotea de la Torre de Gobierno ha sido adrede. Tal vez el blanco sea usted, aunque sospecho que es nuestro joven amigo. Por favor, pase a situación de máxima seguridad.
—De inmediato —dijo Kresh—. Estoy en condiciones de asegurarle que nuestro amigo se marchó hace menos de diez minutos. Manténgame informado. Kresh fuera.
Justen se concedió medio minuto para agradecer nuevamente el que Kresh hubiese sido policía, pues gracias a ello sabía que no debía mantener ocupada la línea haciendo preguntas necias.
Era muy probable que Lentrall aún estuviera en el edificio, pensó Justen, y el procedimiento operativo estándar exigía que todos los que visitaban al gobernador fueran rastreados mientras se desplazaban por el edificio. Si Lentrall ya estaba con el destacamento de seguridad, tal vez todo saliera bien. Justen cambió de canal.
—Comandante Justen Devray. Llamada prioritaria a Control Central, Torre de Gobierno.
—Aquí Control Central —respondió otra inmutable voz mecánica.
—Necesito el paradero de un visitante oficial llamado Davlo Lentrall, y saber qué destacamento de seguridad se le asignó.
—Davlo Lentrall abandonó el edificio y se dirigió a la plaza principal hace treinta segundos. Su destacamento de seguridad está en la pista de la azotea y en el centro de mando adyacente.
—¡Maldición! —Devray cortó la conexión. Ahora entendía. El objetivo del falso accidente era aislar a Lentrall de sus protectores, lo cual significaba que intentarían secuestrarlo, o tal vez asesinarlo, y él no podía hacer nada…
Un segundo. Sí que podía. Aunque Lentrall no contase con su destacamento de seguridad, su robot aún estaba al lado de él. Si Justen conseguía comunicarse con el robot por hiperonda… Tenía que haber un modo.
—Hemos llegado a la Torre de Gobierno —dijo Gervad—. Iniciando órbita del nivel azotea.
—Excelente —dijo Justen, aunque la situación distaba de ser excelente. Apartó la mirada de los controles. Allí a treinta metros estaba la azotea del enorme edificio. Los robots habían formado un cordón protector alrededor del aerocamión, alejando a todo el personal humano. Varios agentes discutían con los robots, gesticulando enérgicamente. Maldición. Debían estar disparando contra los robots en vez de discutir con ellos. Justen vio que uno de los agentes lo saludaba agitando el brazo. La situación que se vivía en la azotea era consecuencia de una maniobra de distracción, estaba seguro. Pero él no caería en la trampa. Que los policías de la azotea discutieran con los robots. Por un instante pensó en bajar a la plaza, pero se lo pensó mejor. Sin duda el que dirigía aquella operación podría ver su aeromóvil junto a la pista de la azotea. Que pensaran que él seguía preocupado por el accidente. Además, no conocía a Lentrall, ni siquiera había visto una foto de él. ¿Qué podía hacer en la plaza? Al menos intentaría obtener ayuda.
—Pide refuerzos —le ordenó a su robot—. Quiero un equipo de emergencia completo, tan pronto como sea posible.
—Ese equipo ya ha sido llamado para neutralizar la situación de peligro que se ha producido en la azotea de la Torre de Gobierno.
—No existe ningún peligro en la Torre de Gobierno —replicó Justen—. Sólo es un montaje. —Aun así… Justen reflexionó por un momento. Aunque el derrame hubiera sido deliberado, eso no significaba que no fuese peligroso. Había que encontrar una solución; pero también necesitaría robots y personal en tierra—. Que la mitad del equipo de emergencia se dirija a la plaza —añadió—. Precisaremos control de disturbios y un par de brigadas de arresto. —Tal vez la presencia policial sirviera para desbaratar lo que se proponían hacer en la plaza.
Una vez resuelto ese asunto, Justen volvió a concentrarse en el problema inmediato. Tenía que prevenir a Lentrall. Pero ¿cómo podía establecer contacto con el robot de Lentrall cuando ni siquiera conocía su nombre, y menos aún su código de contacto hiperonda? La universidad. Eso era. Ellos tendrían una lista, para la gente que quería dejar mensajes dirigidos a los profesores. Activó los controles y puso manos a la obra.
El robot CFL-001, más conocido como Kaelor, caminaba, como era habitual en él, tres pasos por detrás de su amo, y tenía que moverse deprisa, aunque Lentrall no iba a ningún lado en especial. Todos los demás estaban dispuestos a remolonear, esperando pasivamente el descenso de sus aeromóviles, pero Lentrall sentía la necesidad de mantenerse activo. Caminaba de aquí para allá por la plaza, tratando de hallar un sitio desde el cual ver mejor lo que sucedía.
A juicio de Kaelor, en tierra no había un solo lugar desde donde se pudiera ver algo, pero eso no impedía que Lentrall mirase. El robot no tenía más remedio que seguir, tratando de no entorpecer el paso de los demás. Estaba esquivando a un caballero corpulento cuando recibió la llamada. Respondió por hiperonda sin alterar el paso, elevar la voz ni llamar la atención. Nueve veces de cada diez Lentrall no estaba interesado en conversar, y era Kaelor quien recibía los mensajes.
—Robot CFL-001 respondiendo por Davlo Lentrall —dijo con una voz hiperonda que era cálida sin manifestar excesiva confianza—. Adelante.
—Habla el comandante Justen Devray de la Policía Infernal Combinada. Tengo razones para creer que tu amo corre peligro inmediato de ser asesinado o secuestrado. Protégelo.
—Mensaje recibido. Obedeceré. —Kaelor estaba sujeto a una Primera Ley restringida, pero la finalidad de las restricciones era ayudarlo a hacer frente a peligros hipotéticos de manera más eficaz que la mayor parte de los robots fabricados en Inferno. En caso de peligro inminente sus reacciones no estaban limitadas por ninguna prohibición. Se puso en movimiento aun antes que el comandante Devray terminara de hablar.
Sin dar explicaciones, Kaelor se abalanzó sobre Davlo Lentrall, le rodeó la cintura con los brazos y lo levantó.
—¡Kaelor! ¿Qué haces? ¿Te has vuelto loco?
El robot no hizo caso de las protestas de su amo. Ya había localizado un lugar ideal para protegerlo y se dirigió hacia allí a toda prisa.
En la plaza de la Torre de Gobierno había varios bancos largos y bajos, tallados en bloques de piedra. La parte trasera del respaldo de cada uno de ellos formaba una especie de concavidad. Kaelor corrió hacia el banco más próximo y obligó a su amo a agazaparse detrás de este, de espaldas al suelo. Lentrall, que como todos los espaciales sabía que de nada servía discutir con un robot empecinado en obedecer la Primera Ley, dejó de resistirse y cooperó. Kaelor se tendió frente a él, dándole la espalda, de modo que pudiera mirar hacia afuera para vigilar. Cinco segundos después de la llamada del comandante, tenía a su amo tendido de espaldas, protegido por un banco de piedra y por su propio cuerpo metálico.
—Existe una amenaza contra usted, señor —dijo el robot antes de que Lentrall pudiera preguntar a qué se debía todo aquello—. La policía acaba de transmitirme una advertencia. Temían un asesinato o secuestro.
—¡Eso es absurdo! ¿Quién diablos querría hacerme algo así?
—No lo sé. Tal vez alguien que no desea que usted le arroje un cometa encima.
Davlo Lentrall no supo qué más responder. Se limitó a esperar a ver qué sucedía a continuación.
Kaelor estaba seguro de que no tendría que esperar mucho.