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—Han estado aquí de nuevo —dijo Kresh tras besar a su esposa. No era una pregunta.

Fredda sabía que no tenía sentido fingir que no entendía.

—Sí —reconoció con cautela—. Acaban de marcharse.

—Bien. —Kresh se sentó en su silla favorita—. No me gusta tenerlos cerca.

—Tampoco a mí, doctora Leving —anunció Donald 111—. Esos dos seudorrobots representan un peligro mucho mayor que lo que usted cree.

—Donald, yo creé a esos dos seudorrobots, como insistes en llamarlos —replicó Fredda, entre irritada y divertida—. Sé muy bien de qué son capaces.

—No estoy tan seguro, doctora Leving, pero si usted insiste en reunirse con ellos en mi ausencia, no puedo hacer nada para impedirlo. Le aconsejo una vez más que vaya con mucho cuidado al tratar con ellos.

—Lo haré, Donald, lo haré —dijo Fredda con voz fatigada. También había creado a Donald, por supuesto. Sabía muy bien que la Primera Ley lo obligaba a mencionar ese peligro potencial. Aun así, era tedioso oír la misma advertencia una y otra vez. Donald y la mayor parte de los otros robots Tres Leyes consideraban seudorrobots a Calibán y Prospero, y a todos los robots Nuevas Leyes, porque no estaban bajo el influjo de las Tres Leyes. Prospero se regía por las Nuevas Leyes, y Calibán por ninguna. Podían parecer robots y actuar como tales en ciertos sentidos, pero no eran robots. Donald los consideraba una especie de perversión, seres antinaturales que no tenían un sitio apropiado en el universo. Bien, quizás él no lo expresara así, pero Fredda sabía que no estaba muy errada.

—De todos modos, ¿por qué necesitan venir aquí? —preguntó Alvar, repantigándose en el sillón—. Tienen pases que les permiten circular libremente por la ciudad.

—No te pongas demasiado cómodo —le advirtió Fredda—. La cena estará dentro de unos minutos.

—Bien —dijo Kresh, inclinándose hacia adelante—, pero antes responde a mi pregunta.

Fredda rio, se inclinó y le besó la frente.

—Una vez policía, siempre policía —susurró.

En ese momento apareció Oberon.

—La cena está servida —anunció.

—Siempre policía, en efecto —le dijo Alvar a su esposa—, así que no creas que esta breve interrupción te salvará.

Se puso de pie y ambos fueron a cenar precedidos por Oberon y seguidos por Donald. Este se instaló en su nicho habitual y Oberon empezó a servir la comida.

Fredda decidió que lo más conveniente era no obligar a Alvar a que le diese una respuesta. Oberon puso un plato ante ella y Fredda recogió el tenedor.

—Vienen aquí para tener un lugar de reunión seguro —explicó—. Esa es la respuesta principal. Aunque dispongan de pases, no hay muchos sitios en Hades donde no corran peligro de ser atacados por una pandilla de enemigos de los Nuevas Leyes. —En el pasado habían existido pandillas colonas antirrobots, aunque la mayor parte de ellas habían desaparecido. Sin embargo, algunos espaciales habían recogido el testigo. Existían grupos radicales más extremistas aún que los Cabezas de Hierro, y siempre estaban dispuestos a liquidar un robot Nuevas Leyes si se presentaba la ocasión—. Los robots Nuevas Leyes no están seguros en esta ciudad. Te lo he dicho antes, aunque no me creas.

—Entonces ¿por qué vienen aquí? Si Hades es tan peligrosa, me parece que estarían a salvo en Utopía, al otro lado del planeta, en esa ciudad subterránea. O al menos deberían estarlo. —Alvar no parecía muy seguro.

Uno de los primeros actos de Alvar Kresh como gobernador había sido impartir una orden según la cual los robots Nuevas Leyes eran expulsados de las zonas habitadas del planeta. Si bien la orden no estaba expresada en esos términos, había tenido ese efecto, y también ese propósito. Fredda no podía culpar a su esposo por la decisión. Había debido elegir entre desterrar a los robots Nuevas Leyes o destruirlos.

—En Valhalla están seguros, aunque no creo que se trate exactamente de una ciudad —dijo—. Se parece más a un enorme refugio.

—Bien, aceptaré tu palabra —convino Alvar—. Tú has estado allí y yo no.

—Allí pueden estar seguros —prosiguió Fredda—, pero no tienen todo lo que necesitan. Vienen aquí para comerciar.

—¿Qué necesita un grupo de robots?

Fredda estuvo en un tris de soltar un suspiro, pero se contuvo. Los dos habían discutido muchas veces sobre aquello. A esas alturas ambos tenían su papel ensayado a la perfección. Pero la discusión no terminaba. Constituían un buen matrimonio, un matrimonio sólido, y aun así los robots Nuevas Leyes eran un tema en el que no lograban coincidir.

—Recambios, entre otras cosas, como bien sabes. Provisiones y equipos para expandir Valhalla y ocuparse de su mantenimiento; además de otras cosas, como información de todo tipo. Esta vez vinieron a buscar biosuministros.

—Eso es nuevo —dijo Alvar—. ¿Para qué quieren biosuministros?

—Para proyectos de terraformación, supongo. Han progresado mucho en el mejoramiento del clima de esa parte del planeta.

—Y al mismo tiempo han adquirido habilidades muy interesantes. No trates de presentarlos como santos de hojalata.

Los Nuevas Leyes podían salir de la reserva de Utopía en ciertas circunstancias. La razón más frecuente era para ofrecerse como mano de obra cualificada. Cada proyecto de terraformación del planeta requería mano de obra, y muchos gerentes estaban dispuestos, aunque a regañadientes, a contratar robots Nuevas Leyes para esos puestos. Los Nuevas Leyes cobraban honorarios elevados, pero valía la pena.

—¿Qué tiene de malo que trabajen? —preguntó Fredda—. ¿Y qué tiene de malo que les paguen? Si una empresa privada necesita temporalmente mano de obra robotizada, los contrata y le paga al agente o al propietario de los robots por el uso de su propiedad. Aquí se aplica lo mismo. Sólo que estos robots son dueños de sí mismos.

—No tiene nada de malo —dijo Alvar, malhumorado—, pero tampoco tiene nada de noble. Siempre los presentas como si fuesen héroes.

—No todo lo hacen por el dinero. Nadie les paga por los trabajos de terraformación que realizan en la reserva de Utopía. Lo hacen porque quieren.

—¿Y por qué crees que quieren hacerlo? Sé que has estudiado el asunto. ¿Tienes alguna noticia sobre ello?

Fredda miró a su esposo sorprendida. En esa discusión recurrente, el momento en que ella alababa a los Nuevas Leyes era el momento en que su esposo la miraba de hito en hito para decirle que los trataba como ángeles y sólo faltaba que les pusiera alas o algo similar. Esta vez, sin embargo no era así. Fredda advirtió que Alvar se mostraba diferente. Estaba pensando en los robots Nuevas Leyes, tema que por lo general lo enfurecía, y en esta ocasión adoptaba una actitud reflexiva, casi como si estuviera preocupado por ellos.

—¿De veras quieres saberlo? —le preguntó con tono vacilante.

—Claro que sí —le respondió él afablemente—. ¿Por qué otra razón te lo preguntaría? Siempre me interesa tu trabajo.

—Bien —dijo ella—, la respuesta es que lo ignoro. Es indudable que tienen cierto… amor por la belleza. No sé de qué otro modo llamarlo. ¿Tal vez un impulso por hacer las cosas correctamente? No tengo ni idea de dónde les viene, pero no me sorprende que exista. Cuando se crea algo tan complejo como un cerebro robótico, y se introduce una programación nueva, como las Nuevas Leyes, las consecuencias no pueden por menos de ser inesperadas. Una de las razones por las que me interesa Prospero es que la programación de su cerebro gravitónico todavía era semiexperimental. Es diferente de los otros Nuevas Leyes. Para empezar, tiene una personalidad mucho menos equilibrada que Calibán…

—Olvídate de eso por el momento —la interrumpió Alvar—. ¿Qué me dices de ese afán de crear?

—Te metes en un terreno espinoso —le advirtió Fredda—. Soy reacia a atribuirles auténticos impulsos creativos, y sin duda Donald coincidiría conmigo.

—Ciertamente —dijo Donald desde su nicho, sobresaltando a Fredda. La convención era que los robots hablaran sólo cuando les hablaban, sobre todo durante las comidas, pero Donald a menudo encontraba modos de hacer interpretaciones libres de esa regla—. Los robots no pueden alcanzar una verdadera creatividad. Somos capaces de imitar, de reproducir un modelo existente, e incluso de embellecerlo un poco, pero sólo los humanos están en condiciones de crear.

—De acuerdo, Donald. No quiero que comencemos una discusión —le pidió Kresh—. Lo cierto es que por medio de la creación, la reproducción o la imitación, llámalo como quieras, los Nuevas Leyes han hecho grandes cosas en la reserva de Utopía, de modos que no parecen reportarles ninguna ventaja. La vegetación, el agua dulce y el ecosistema local no los benefician. Entonces ¿por qué lo hacen?

—Si les preguntas, te dirán que porque así lo desean… y no intentes conseguir una respuesta más detallada —dijo Fredda—. Yo no la he conseguido, y lo he intentado muchas veces. No sé si es la Cuarta Ley o el hecho de que estaban diseñados para tareas de terraformación, o la sinergia entre ambas cosas. Quizá se deba a que Gubber Anshaw diseñó el cerebro gravitónico con una topografía interna que se parece más al cerebro humano que cualquier otro cerebro robótico.

Alvar sonrió.

—En otras palabras, no lo sabes.

Fredda también sonrió.

—En otras palabras, no lo sé —concedió, cogiéndole las manos. Le encantaba hablar con él, sobre todo de ese tema, sin discutir. Sabía que Alvar nunca había confiado del todo en su propia decisión acerca de los Nuevas Leyes, y en lo más profundo de su ser ella admitía que tal vez hubiese sido mejor no crearlos—. Pero aunque no sepa por qué sienten ese impulso, sé que lo sienten.

—Supongo que tendré que conformarme con eso. Hay veces en que me lo pregunto. El que los robots trabajen en algo sin recibir órdenes ni lineamientos es nuevo en el universo, y a pesar de la observación de Donald, no estoy convencido de que sea imposible que una mente artificial posea capacidad creativa. No me gustan los robots Nuevas Leyes. Creo que son peligrosos e indignos de confianza, pero no me parece que ellos, y todo su trabajo, deban ser borrados de la faz del planeta.

Fredda retiró la mano y miró a su esposo con expresión de alarma.

—Hace años decidiste que se les permitiría sobrevivir, y ahora hablas como si hubiera una nueva razón para… —No terminó la frase, pero su esposo entendió.

—Hay una nueva razón —dijo Kresh—. Una nueva razón por la cual quizá deban irse. Tal vez tenga que escoger entre su destrucción y la salvación del planeta. No necesito aclararte cuál será mi elección.

—Alvar, ¿de qué demonios estás hablando?

Él no respondió de inmediato. La miró con tristeza y dejó escapar un suspiro.

—Nunca debí aceptar este puesto —dijo al fin—. Debí dejar que lo tomara Simcor Beddle, y que él tuviera las pesadillas. —Calló por unos instantes. Cogió el tenedor e intentó comer un par de bocados, pero el repentino silencio y la expresión de Fredda eran demasiado. Soltó el tenedor y se reclinó en la silla—. Me gustaría que mañana por la mañana vinieras conmigo y conocieses a alguien. Quiero tu opinión sobre lo que tiene que decir.

—¿Quién es? —preguntó Fredda.

—No lo conoces. Se trata de un joven llamado Davlo Lentrall.

Tonya Welton estaba preocupada, y no le faltaban motivos. Algo estaba pasando. Algo estaba pasando y ella no sabía qué era. Y no lo sabría hasta que el Servicio Colono de Seguridad se lo explicase. El SCS le había dicho que un informador llamado Ardosa se había arriesgado a quedar expuesto al entrar en Ciudad Colono, y afirmaba tener una información vital, concerniente a un astrofísico llamado Davlo Lentrall. No podrían revelarle nada más hasta que hubieran preparado y revisado las transcripciones y verificado la información.

Había algo raro en la voz del oficial que le había dado la noticia, algo que le decía que era tan importante que no querían arriesgarse a revelarlo sin antes asegurarse de que la información era fiable. Intentarían entrar en los archivos informáticos de Lentrall. La universidad empleaba un sistema ideado por los colonos, lo cual les daba cierta ventaja, pero aun así no sería fácil. Sólo cabía esperar.

Tonya tenía el presentimiento de que la información de Ardosa resultaría completamente fiable. Se sentía tentada de llamar y exigir los datos de inmediato, pero prefería contenerse. Cuando los profesionales se mostraban cautos, a menudo era por buenos motivos. Que trabajaran. Se enteraría a su debido tiempo.

Mientras ella esperaba, Gubber Anshaw entró en la habitación. Se inclinó para besarle la frente y ella le dio una palmada en el brazo. Él cruzó la habitación y se sentó en su sofá con un suspiro de satisfacción.

Gubber cogió sus publicaciones técnicas y se puso a leer. Tonya lo amaba entrañablemente, y había veces en que constituía una gran ayuda, pero era improbable que esta fuese una de esas veces.

Gubber era un experto en robótica; sin embargo, lo que sucedía no estaba relacionado con los robots. Lo que leía Gubber en ese momento estaba relacionado con su viaje a Valhalla. Como diseñador del cerebro gravitónico, no aprobaba el modo en que Fredda Leving se había apropiado de su trabajo para crear los robots Nuevas Leyes. Sin embargo, con el tiempo había aprendido a aceptar la situación, y finalmente decidió sacarle partido. Los Nuevas Leyes eran los únicos robots de cerebro gravitónico, de modo que parecía lógico que Gubber aprovechara la oportunidad para estudiarlos más. Por la mañana abordaría el vuelo suborbital a Empalme y se reuniría con un robot Nuevas Leyes llamado Lacon-03 que lo llevaría a la ciudad oculta de Valhalla.

Normalmente Tonya habría abrigado la esperanza de que Gubber hubiera oído algún rumor, pero cuando estaba enfrascado en su trabajo se necesitaba por lo menos que disparasen contra el libro que estaba leyendo para distraerlo. Era improbable que recientemente hubiera pasado mucho tiempo hablando con sus amigos sobre abstrusos temas de astrofísica.

Maldición, ¿en qué andaba ese tal Lentrall? ¿Por qué de pronto era tan importante? Se trataba de la terraformación, seguro. En consecuencia, tenía que afectar a los colonos de Inferno. Y como ella era líder de los colonos de Inferno sin duda tenía que verse afectada.

El contingente de colonos estaba en Inferno con el expreso propósito de volver a terraformar el planeta. Pocos de los colonos que participaban en el proyecto sentían gran entusiasmo, pues les exigía vivir en un mundo espacial y tratar con espaciales todos los días.

Sin embargo, había que reconocer que la vida espacial tenía sus encantos, ya que muchos colonos habían hecho honor a su nombre y habían «colonizado» Inferno de manera más o menos permanente.

Habían descubierto que existían otras maneras de vivir, además de las enormes colmenas que eran las ciudades colonas. Habían formado parejas, constituido familias, comprado propiedades, construido casas. Algunos incluso habían adoptado criados robots. Muchos no deseaban regresar a su hogar. Como la terraformación de un planeta era una tarea que llevaba décadas, algunas personas, entre ellas Tonya, habían empezado a acariciar la idea de que podían quedarse cuanto quisieran, tal vez toda la vida.

En consecuencia, cualquier cosa que amenazara o afectase el proyecto colono de terraformación era prioritaria. Y Tonya sospechaba que ese asunto de Lentrall podía perjudicar seriamente el proyecto.

Su operador en la Universidad de Hades, un sujeto llamado Ardosa, había informado al Servicio Colono de Seguridad de que un descubrimiento de Lentrall había causado revuelo en el Departamento de Terraformación. Ardosa también informaba de que los administradores superiores de la universidad se habían escandalizado con la noticia y habían celebrado acaloradas reuniones.

Ardosa no sabía mucho más, sólo que algo sucedía, que era urgente y que Lentrall se había reunido con los principales expertos en terraformación de la universidad. O lo que allí consideraban expertos en terraformación. Tonya estaba segura de que su gente superaba a los infernales en ese tema. Al menos eso había pensado hasta el momento.

Una vez alertado por Ardosa, el Servicio Colono de Seguridad había localizado a Lentrall entrando y saliendo del despacho del gobernador Kresh. El SCS también logró echar un vistazo a la agenda del gobernador. Todos los demás nombres eran de rutina, pero la anotación «Davlo Lentrall, propuesta de terraformación» había llamado la atención de Tonya.

¿Quién era Lentrall y qué se proponía? Su gente no sabía nada acerca de él, sólo que era muy joven, aun desde el punto de vista colono, y que trabajaba como científico en el Departamento de Astrofísica. Parecía tener una conexión informal con un oscuro centro de investigaciones vagamente relacionado con el lado infernal del proyecto de terraformación. Eso era todo cuanto sabían.

Eso y que había tenido una rápida serie de citas con funcionarios infernales cada vez más altos, hasta llegar al gobernador mismo. La pregunta obvia era: ¿qué podía ser tan importante o urgente como para llevar a un oscuro astrofísico hasta el despacho del gobernador?

Tonya se sentía frustrada. En los viejos tiempos su gente le habría presentado los antecedentes completos de un sujeto como Lentrall en un santiamén, pero entonces existía una rara libertad para sus espías y operadores de inteligencia; las relaciones entre los colonos y los espaciales eran tan malas que no importaba que empeorasen. De hecho, no podían ser peores. Cinta Melloy, la jefa del SCS, había empleado toda clase de triquiñuelas —intercepción de comunicaciones y bancos de datos, sobornos, agentes de seguimiento—, todos los trucos para obtener información.

Pero ahora ambas partes tenían que cultivar el respeto y la cortesía. En los últimos años, el SCS había desarrollado una íntima relación de trabajo con la Policía Infernal Combinada de Justen Devray. Compartían información y se ayudaban mutuamente en su labor. No podían arriesgar todo eso actuando a tontas y a locas. En ciertos sentidos, la paz era más complicada que la confrontación.

Tonya miró a Gubber. Hablando de relaciones, la de ellos había causado cierto revuelo, cuando se descubrió el secreto. La recia dirigente de los colonos de Inferno literalmente en la cama con el callado, tímido y afable espacial experto en robótica. Había sido todo un escándalo.

Tonya comprendió que estaba cometiendo un desliz. Aunque era improbable que Gubber hubiese oído algo, no estaba de más preguntar. Además, los científicos solían conocerse. Tal vez Gubber supiera algo útil acerca de Lentrall, aunque no estuviera al corriente de los últimos rumores.

—¿Gubber?

—¿Sí? —Él dejó de leer, sonrió—. ¿Qué ocurre?

—¿Conoces a un hombre llamado Davlo Lentrall?

—He oído mencionar su nombre —respondió tras reflexionar por un instante—. Me crucé con él en un par de conferencias sobre estudios interdisciplinarios. Un tío muy joven. Es asistente de investigación en el Departamento de Astrofísica de la universidad, pero como no presto mucha atención a esas disciplinas científicas menores, no sé mucho sobre él.

Tonya asintió, pensativa. En los mundos espaciales no existía mucho interés por el estudio del espacio, así que los proyectos de investigación no abundaban.

—¿Qué impresión te causó? —preguntó.

—Apenas nos saludamos, de modo que no me formé una opinión. Creo que era agradable, aunque un poco atolondrado. Ya sabes, una de esas personas para quien todo es urgente. ¿Por qué lo preguntas?

—Por nada en especial. Nuestra gente lo vio entrar en el despacho del gobernador, y nos preguntábamos qué haría allí.

Gubber frunció el entrecejo.

—Evidentemente, lo ignoro —dijo—, pero parece demasiado joven para estar reuniéndose con el gobernador del planeta.

—Estoy de acuerdo contigo —convino Tonya.

—Bien, sin duda encontrarás una explicación aburrida dentro de un par de días —agregó Gubber, y siguió leyendo.

—Tal vez —dijo Tonya—. Tal vez.

Quizá Gubber estuviese en lo cierto, pero ella no podía dejar de preocuparse. ¿Qué tenía que ver un joven astrofísico con la terraformación? Tonya presentía que no le gustaría la respuesta.

Simcor Beddle, jefe del partido Cabeza de Hierro, se inclinó en el podio y le asestó un puñetazo.

—¡Basta! ¡No lo toleraremos más! —exclamó, tratando de hacerse oír entre las ovaciones y los aplausos del público. ¿O sería más exacto llamar turba a aquella masa de fanáticos? No importaba. Eran suyos. Se alimentaban de él, y él de ellos.

Se enjugó el sudor de la frente con un impecable pañuelo blanco y continuó con su arenga, mientras el público seguía gritando y él pronunciaba cada exigencia con elocuencia y furia crecientes.

—¡Basta de demoras en la devolución de los robots ilegalmente confiscados por el gobernador! ¡Basta de proteger a esos Nuevas Leyes que amenazan la estabilidad de nuestra sociedad! ¡Basta de colonos ante nuestras narices! —A esas alturas la algarabía era tan ensordecedora que ya no tenía sentido que tratase de hacerse oír. Aún así gritó a pleno pulmón, no tanto para que lo oyesen, sino para que sus seguidores le leyeran los labios—. ¡Basta! ¡Basta!

—¡Basta! —respondió la muchedumbre, y empezó a repetir—: ¡Basta! ¡Basta! ¡Basta!

Simcor Beddle sonrió y extendió los brazos, saludando a los congregados, disfrutando con los vítores, los gritos y la furia. Todavía estaban allí, y todavía eran suyos. Aquel mar de rostros rugientes no era tan grande como en otros tiempos, pero aún existía, y él aún lo controlaba. Ser consciente de ello suponía un placer y un alivio enormes. Los Cabezas de Hierro celebraban esos mítines para mantener el entusiasmo de sus simpatizantes, pero Beddle sabía que a él le causaban el mismo efecto.

Alzó los brazos un poco más, respondiendo a la ovación de la multitud, asintió con la cabeza, agitó las manos y salió por el costado de la tarima.

Jadelo Gildern lo esperaba. Beddle lo saludó mientras un robot auxiliar le tendía un gran vaso de zumo de fruta para aplacar la sed y suavizar la garganta.

—¿Cuánta gente hay? —le preguntó Beddle mientras bebía el zumo de un sorbo. Entusiasmar a la chusma provocaba sed.

—Cinco mil doscientos treinta y tres —respondió Gildern—. Conservamos más de los que yo esperaba, pero tarde o temprano tendremos que hacer algo. —Señaló a la muchedumbre vociferante—. Esa gentuza espera acción. Si usted no se la ofrece pronto, la buscarán en otra parte.

—Agradezcamos que no tienen adonde ir —dijo Beddle mientras le entregaba el vaso vacío al robot y se enjugaba la cara con una toalla. No era tan decoroso como un pañuelo, pero secaba mejor el sudor.

—Vamos a casa, así podrá usar el refrescador —le sugirió Gildern—. Hay algo sobre lo que debemos hablar.

—¿Te refieres a ese confidente que vino antes?

—En efecto —respondió Gildern—. Usted ordenó investigar el asunto, y lo hemos hecho. Aún no tenemos demasiado, pero dijo que quería mantenerse al corriente.

—Vamos, pues. —Beddle siguió a Gildern, alejándose de la enardecida multitud.

Cuarenta y cinco minutos después, Simcor Beddle estaba ante su escritorio leyendo un informe de Gildern, en el que figuraba el nombre de Davlo Lentrall.

Estudió el expediente con detenimiento. Una vez que el confidente Ardosa transmitió la información a los agentes de Gildern, estos pusieron manos a la obra. Habían obtenido un resumen completo de las actividades de Lentrall hasta la fecha, pero poco era lo que se podía sacar en claro. Había nacido, había ido a la escuela, había estudiado astronomía. Ninguna revelación sorprendente. ¿Qué tenía Lentrall de importante? ¿Acaso el confidente intentaba pasarse de listo?

—Esto no nos sirve de nada —le dijo a Jadelo, que estaba sentado frente al escritorio—. ¿Todavía crees que es algo grande?

—Sí. Hace tiempo que trabajo con este confidente, y siempre ha sido fiable, pero al parecer ha empezado a comportarse como un soplón de tres al cuarto que de pronto topa con información importante y peligrosa, a menos que sea uno de los mejores actores que he conocido.

—Mmm. —Beddle miró fijamente el expediente, como si de ese modo pudiese conseguir más información de él—. Lentrall tiene algo, o sabe algo, que está causando un gran revuelo. Me llama la atención, pero necesitamos más. Tal vez sólo sea una abstrusa disputa académica.

—Lo dudo. Sea lo que sea, le ha permitido reunirse con muchos funcionarios del gobierno, y eso incluye una entrevista privada con el gobernador Kresh, pero es todo cuanto pudimos conseguir.

—Me estás diciendo que estamos atascados. No me gusta estar atascado. —Simcor Beddle era un amante de la acción directa, y odiaba la espera.

—Conseguiremos más información; pero presiento que cuando lo hagamos tendremos que proceder deprisa.

—De acuerdo. El gobierno parece estar actuando con más premura de lo normal. Debe de ser algo que implica el factor tiempo. —Beddle señaló el expediente que tenía sobre el escritorio—. Llévatelo.

El robot que estaba a su lado se inclinó, cerró la carpeta y se la llevó. Beddle se puso de pie y un segundo robot se acercó por detrás para retirar la silla. Beddle rodeó el escritorio, obligando a los dos robots a apartarse del camino, en el mejor estilo Cabeza de Hierro. Se exigía a los robots un servicio perfecto, y no se les prestaba atención; un robot debía hacer, sencillamente, lo que se exigía de él. Los infernales seguían la convención espacial de hacer caso omiso de los robots, pero los Cabezas de Hierro la llevaban al extremo.

Un Cabeza de Hierro podía ser despertado, lavado, vestido, alimentado y servido por un pelotón de robots, pero se comportaba como si no los viera, como si ni siquiera existiesen. Alguien había dicho que el estilo de vida ideal de un Cabeza de Hierro consistía en ser atendido por una legión de fantasmas, y no estaba lejos de la verdad.

Beddle fue a sentarse en una de las dos butacas reservadas para las visitas.

—¿Qué piensas tú? —le preguntó a su compañero.

Jadelo Gildern sonrió, mostrando sus dientes puntiagudos. Beddle lo había ascendido hacía poco a lugarteniente del partido y le había pedido que mantuviera su puesto de director de investigación e información, un eufemismo que significaba que Gildern seguía dirigiendo la red de espionaje de los Cabezas de Hierro.

Gildern era un hombre menudo y delgado de rostro cetrino. Llevaba el cabello, rubio y ralo, cortado al rape, y tenía una cara larga y enjuta. Ese día iba sencillamente vestido con túnica y pantalones grises, que, como siempre, parecían un par de tallas más grandes.

—Creo que es importante, pero ignoro de qué puede tratarse. Sólo hemos tenido unas horas para analizar la situación. —Gildern hablaba en voz baja y musical, y de acuerdo con Beddle esta característica había contribuido en gran medida a su ascenso—. Claro que sería relativamente sencillo entrar en el despacho de Lentrall y echar un vistazo, para tener una idea de lo que hace, pero es probable que pillen a nuestros operadores, y todavía más probable que Lentrall o la universidad detecten la intrusión. La universidad tiene un sistema de seguridad asombrosamente efectivo, y soy aún más reacio a tratar de acceder a los archivos informáticos de Lentrall. No he tenido mucha suerte al ingresar en los ordenadores colonos. Aunque lo consiguiéramos, sería muy difícil eludir la detección.

—Té —dijo Beddle, como si no se dirigiese a nadie en particular. Uno de los robots de servicio reaccionó con notable rapidez y tardó diez segundos en llevarle una humeante taza de té, que cogió sin prestar la menor atención a aquel—. No crees que la información que podamos descubrir merezca el riesgo de ser descubiertos ni de poner a Lentrall sobre aviso, ¿verdad?

—No, no lo creo. Creo que sabremos más dentro de un par de días, sin necesidad de esas medidas extremas. Lentrall no parece muy bueno para guardar secretos. Pero ¿a qué se debe su interés en Lentrall?

—Lentrall me interesa por dos razones —respondió Beddle tras beber un sorbo de té—. La primera es que al parecer hay gente interesada en él, y quiero saber por qué. La segunda…, bien, casi me lo dijiste en el mitin. Necesitamos una crisis, y siempre estoy atento a una situación que pueda producirla. A los Cabezas de Hierro no nos conviene que la gente se sienta segura. Las cosas nos van mejor en tiempos tumultuosos. Nuestro talento consiste en usar acontecimientos, crisis, emergencias, aun las creadas por nuestros oponentes… contra nuestros oponentes. Últimamente no hemos tenido muchas oportunidades, pero de vez en cuando surge algo inesperado…, como el amigo Lentrall. Los Lentrall de este mundo son materia prima para nuestro trabajo. Y en este momento necesitamos materia prima.

—Usted cree que su trabajo no ha sido satisfactorio últimamente —dijo Gildern. No era una pregunta.

—No, no lo ha sido —convino Beddle, y bebió un último sorbo antes de soltar la taza medio vacía. El robot cogió la taza y el platillo en el aire—. De hecho, no nos han dado ningún trabajo. Y necesitamos trabajo si queremos sobrevivir. La asistencia a los mítines está disminuyendo. —Se reclinó en el sofá y reflexionó por un instante—. ¿Sabes, Gildern?, trabajo de firme para conservar la apariencia de un líder. ¿Crees que lo consigo?

Simcor Beddle era bajo y gordo, pero esa descripción, aunque atinada, no le hacía justicia. No era blando ni fofo, y con frecuencia su fuerza de voluntad parecía añadir diez centímetros a su estatura. Tenía un rostro plácido y redondo, pero la piel tensa sobre la mandíbula. Su mirada era dura, y sus ojos brillantes y de un color indefinido. Llevaba el cabello, renegrido, peinado hacia atrás. Vestía una versión moderada, consistente en túnica y pantalones negros, de su habitual uniforme militar. En aquella conversación privada no lucía los galones, charreteras o insignias que exhibía en los mítines; pero la discreción a menudo resultaba más efectiva.

—Sí, creo que sí —respondió Gildern.

—Eso me gusta creer. Sin embargo, ¿de qué me sirve si no tengo la oportunidad de dirigir? —Se inclinó hacia adelante, alzó un pie y lo miró—. Soy como una de estas botas. Míralas. Punta de acero, negras… uno podría echar una puerta abajo con ella, pero ¿de qué sirven si no hay nada que tumbar? Debo usarlas, o la gente dejará de creer que puedo hacerlo. Los Cabezas de Hierro sólo pueden valerse de las apariencias durante un tiempo. Necesitamos algo que nos impulse hacia adelante.

—Comprendo perfectamente. Eso significa que la historia reciente no ha seguido el patrón prescrito por nuestra filosofía.

La filosofía de los Cabezas de Hierro era la simplicidad misma: la solución para todo era más y mejores robots. Los robots habían liberado a la humanidad, pero no del todo, porque no había suficientes. El producto básico de la mano de obra robotizada era la libertad humana. Cuantos más robots hubiera, y cuanto más trabajaran, más libertad tendrían los humanos para dedicarse a otros proyectos. Simcor Beddle creía —al menos estaba convencido de ello y había logrado convencer a otras personas— que la crisis de la terraformación era un fraude, o en cualquier caso una excusa cómoda para requisar los robots privados y así restringir la libertad de los ciudadanos.

La requisa de robots privados por orden de Chanto Grieg, para emplearlos en el proyecto de terraformación, había sido la mejor herramienta de reclutamiento en la historia de los Cabezas de Hierro. La gente había simpatizado de inmediato con su causa. La requisa parecía representar el cumplimiento de las advertencias más sombrías de Simcor Beddle. Era el comienzo del fin, el momento que marcaría el colapso de la civilización espacial en Inferno, el siguiente paso en la conspiración colona para hacerse con el planeta.

Cuando pasó el tiempo y resultó que no se producía ninguno de esos desastres, muchos de los nuevos reclutas —y de los viejos veteranos— se alejaron de la organización. En los últimos cinco años, Alvar Kresh había logrado llevar a cabo el programa de Grieg mejor que este incluso. Kresh había ofrecido cinco años de buen gobierno, cinco años de avances mensurables y significativos en el proyecto de terraformación.

Para colmo, la gente había descubierto que era posible sobrevivir con menos robots. Los Cabezas de Hierro podían presentar todas las estadísticas que desearan para demostrar que el estándar de vida decaía, que los ingresos bajaban, que los niveles de higiene descendían mientras aumentaba la tasa de accidentes. Sin embargo, nada de eso parecía importar. Mucha gente se quejaba de la situación, pero sin apasionamiento. Algunos se sentían molestos o frustrados, pero no furiosos. Y los Cabezas de Hierro no podían sobrevivir mucho tiempo sin gente furiosa.

—De acuerdo —dijo Beddle—. Los hechos no han seguido nuestra filosofía. Necesitamos que las cosas vuelvan a andar mal. —Comprendió que no se había expresado bien. Debía ir con cuidado, pues esos deslices podían provocar un revuelo si los cometía en público—. Mejor dicho, necesitamos que la gente vuelva a ver que las cosas andan mal. Necesitamos una imagen, un símbolo, una idea para convocar a las masas.

—¿Y cree que Davlo Lentrall podría ser ese símbolo? —preguntó Gildern—. ¿O que al menos podría conducirnos a ese símbolo?

—No tengo ni idea —le respondió Simcor Beddle—, pero él representa una posibilidad, y debemos aprovechar todas las posibilidades.

—Muy bien. Vigilaremos discretamente a nuestro amigo.

—Bien. Ahora pasemos a otro tema. ¿Qué puedes decirme de ese otro proyecto que tenías entre manos?

Gildern sonrió.

—Es un proyecto de largo plazo, por cierto, pero poco a poco avanzamos en nuestra investigación, a pesar de los estorbos. Llegará el día en que estemos en condiciones de asestar el golpe.

Beddle sonrió.

—Excelente. Excelente. Cuando llegue ese día, hermano Gildern, espero que nuestros amigos no tengan tiempo de enterarse siquiera.

—Con un poco de suerte, los robots Nuevas Leyes ni siquiera sobrevivirán el tiempo suficiente para saber que les pasó algo.

Beddle soltó una áspera carcajada que incomodó a Gildern. Daba igual. Lo importante era saber que, aunque Lentrall les provocara una terrible jaqueca, los Cabezas de Hierro tenían otros modos de crear acontecimientos.

Tonya Welton sintió un mareo cuando terminó de leer el informe de la SCS. Dejó el expediente y miró por la ventana. Estaba clareando. Había conseguido acceder a los archivos informáticos de Lentrall y habían realizado un análisis preliminar de su contenido. Se necesitaría mucho más para confirmar si las ideas de Lentrall eran viables, o si se basaban siquiera en la realidad, pero Tonya ya estaba dispuesta a creer que sí. Lentrall exponía su plan con mortífera firmeza. Y «mortífera» era una descripción apropiada para la idea que Lentrall tenía en mente. Los espaciales de Utopía carecían de experiencia en esos asuntos. No lograban entender los peligros implícitos. El menor desliz y podían acabar con el planeta.

Tenía que hacer algo. Si los espaciales estaban pensando de veras en esa locura, tenía que hacer algo para detenerlos antes de que empezaran. No obstante, de nada serviría actuar sin saber más; necesitaría más información para estar preparada. Pero si la información era fiable, quizá fuese demasiado tarde para hacer algo en el momento en que estuvieran preparados.

Tendrían que prepararse para la acción de inmediato, trazar planes de emergencia y esperar que no los necesitaran. Cogió el teléfono.

Cinta Melloy, comandante de la SCS, se incorporó en la cama y pulsó la lámina de respuesta de audio.

—Aquí Melloy.

—Aquí Tonya Welton —dijo una voz.

Cinta pestañeó y frunció el entrecejo. ¿Por qué diablos llamaba a esas horas?

—¿En qué puedo ayudarla? —preguntó.

—Pase a configuración confidencial —le pidió Welton. Se oyó, un chasquido y un ruido de estática.

Cinta pulsó su código de seguridad en la lámina de respuesta y la interferencia cesó.

—Estoy en configuración confidencial —anunció—. ¿Qué sucede?

—Acabo de leer los informes preliminares de la intrusión en los archivos de Lentrall, y creo que debemos trazar planes de emergencia, por si decidimos hacernos cargo de él.

Cinta volvió a fruncir el entrecejo. Había oído mal o bien su interpretación había sido incorrecta. No era posible que Welton estuviese pensando en un secuestro.

—¿Qué ha dicho? —preguntó.

—He dicho que tal vez querramos a Lentrall. De hecho, querremos mantenerlo, a él y su trabajo, lejos de los infernales, aunque sea por un tiempo.

—Sería una locura, Welton. ¡Una locura absoluta! Si él es tan importante como usted dice…

—Quizá lo sea —la interrumpió Welton—, o al menos tanto como una epidemia de peste o una estrella local entrando en nova. Es un desastre inminente. Y si le parece una locura, él es el responsable. Quiero que vigile a Lentrall el día entero, y que prepare un plan para secuestrarlo y retenerlo. Planee sobre el supuesto de que se intentará en estos días, y mantenga la operación en alerta constante. Quiero un plan adaptable a la mayor cantidad posible de circunstancias, y que podamos cumplir en cuanto yo imparta la orden. —Guardó silencio, y por un instante Cinta creyó que había terminado de hablar, pero entonces añadió—: Y rece para que no sea demasiado tarde.