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Calibán siguió a Prospero por el túnel. Este medía unos cien metros y los dejaba al pie de un barranco al que sólo podía accederse por él. Allí estaba oculto el aeromóvil.

—Quisiera saber a qué ha venido eso —masculló Calibán mientras salían del túnel a la frescura de la noche.

—Sólo he dicho la verdad —repuso fríamente Prospero—. En parte era una prueba para ver cómo reaccionaría ante la acusación. Convendrás en que es prudente saber si es capaz de traicionarnos.

Prospero se instaló a los mandos del vehículo y Calibán ocupó el asiento del acompañante.

—Supongo que puedes alegar que dicha información sería útil en un sentido general, pero hace tiempo que tratas con la doctora Leving. ¿Por qué te preocupas por situaciones hipotéticas? Y si tu intención sólo era en parte la de obtener una prueba, ¿cuál era el resto?

—Tengo respuestas para ambas preguntas, amigo Calibán, pero prefiero no darlas ahora. Todo lo que puedo decirte es que creo que corremos peligro. La posibilidad de que nos traicionen, o ya lo hayan hecho, es muy real.

Prospero activó los controles y se elevaron en el aire nocturno. Calibán guardó silencio, pero descubrió que había llegado a una conclusión acerca de Prospero. Ya no le quedaba la menor duda de que el robot Nuevas Leyes era inestable. No sólo veía signos de traición por todas partes, sino que prácticamente la pedía a gritos. Había hecho todo lo posible para alentar la hostilidad de la doctora Leving. Parecía confundir el peligro para sí mismo con el peligro para los Nuevas Leyes.

Todo ello simplificaba la decisión de Calibán. En cuanto fuera posible, pondría cierta distancia, en todo el sentido de la palabra, entre él y Prospero.

No deseaba estar cerca de un blanco tan tentador.

Fredda Leving caminó hacia el otro extremo del recinto subterráneo y franqueó la puerta abierta. La cerró fatigosamente e introdujo el código, que sólo ella conocía. Alvar había insistido en ello. No deseaba que un robot Nuevas Leyes como Prospero —por no hablar de un robot Sin Leyes como Calibán— tuviera libre acceso a su hogar. Fredda debía admitir que en ocasiones se había alegrado de que su casa estuviese a resguardo de los robots Nuevas Leyes.

Por su parte, los Nuevas Leyes sentían lo mismo respecto de los humanos. Fredda aún ignoraba el paradero exacto de la ciudad Nuevas Leyes de Valhalla. Todo lo que sabía era que estaba bajo tierra, en el sector de Utopía. La habían llevado allí varías veces, pero siempre en un aeromóvil sin ventanas equipado con un sistema para burlar dispositivos de rastreo. Los robots Nuevas Leyes no corrían riesgos, y no podía culparlos. Fredda estaba dispuesta a colaborar con esas precauciones, y a lograr que todos las respetaran. No sólo protegían a los robots, sino a ella misma. Si no sabía algo, no podía revelarlo bajo la sonda psíquica. Los robots Nuevas Leyes tenían muchos enemigos, algunos de los cuales estarían dispuestos a transformar a la esposa del gobernador en un vegetal, sin que les preocupasen las consecuencias, si de encontrar la guarida de los robots Nuevas Leyes se trataba.

En realidad, llegaban a extremos asombrosos. No sólo los Nuevas Leyes, sino la propia Fredda, y hasta Alvar. Tomaban precauciones complicadas. Contra la posibilidad de que se descubriese el lugar, contra ellos mismos. Prospero tenía sobrados motivos para estar paranoico. Lo más probable era que las precauciones terminaran por revelarse inútiles. Las conspiraciones y los planes secretos quedaban expuestos más tarde o más temprano. Ella nunca había participado en un proyecto secreto en que eso no ocurriera, pero las previsiones hacían que todos se sintieran mejor, más seguros, al menos por un tiempo. Tal vez de eso se trataba.

Fredda revisó la puerta interior y subió al ascensor que la llevaría a la planta baja.

OBR-323 la esperaba con su solemnidad habitual.

—El amo Kresh ha llegado —anunció con su voz grave—. Vendrá aquí dentro de un instante.

—Muy bien —dijo Fredda—. ¿Cuándo estará lista la cena?

—Dentro de veinte minutos, ama. ¿Le parece aceptable?

—Sí, Oberon. —Fredda miró al robot con ojo crítico y, a la vez, autocrítico. Después de todo, ella era su creadora. Se trataba de un robot alto y macizo de color gris metálico. Aunque doblaba a Donald en tamaño, quizá sólo fuera la mitad de sofisticado.

Fredda no estaba del todo satisfecha con él, ante todo por su aspecto. En el momento de diseñarlo, había pensado que un robot grande como Oberon, que era todo ángulos y bordes filosos, podía resultar amenazador. No habría sido buena idea en esos tiempos de tensión, así que Oberon era tan redondeado como Donald. Sin embargo, a Fredda no acababa de gustarle el efecto general. Los ángulos redondeados de Donald le daban un aspecto afable. Oberon parecía medio derretido.

Se preguntó qué decía el diseño de Oberon acerca de su propia psicología. Los robots personalizados que había hecho antes que él —Donald, Calibán, Ariel, Prospero— poseían un diseño de avanzada, incluso peligrosamente experimental, con la única excepción de Donald. No era el caso de Oberon. Todo en su diseño era conservador, elemental, casi burdo. Sus otros robots personalizados habían requerido una factura refinada que incluía componentes hechos a mano. Oberon sólo representaba un ensamblaje de componentes.

—Iré a refrescarme —anunció, y se dirigió al refrescador preguntándose por qué había hecho a Oberon así. ¿Acaso las discrepancias la habían vuelto tímida? El afán de rebelarse contra la cautela la había puesto en apuros. No una sino dos veces. Pensaba en ello mientras se desnudaba y entraba en el refrescador. Los chorros de agua caliente eran justo lo que necesitaba para relajarse después de su reunión con Prospero.

Pocos años antes, Fredda Leving había sido una de las principales expertas en robótica de Inferno, famosa por su carácter aventurero, por buscar atajos, por su impaciencia.

Esos rasgos no eran adecuados en el anquilosado campo de la investigación robótica. Hacía siglos que no se producía un auténtico descubrimiento, algo que fuese más allá de una serie incesante de diminutos avances graduales. La robótica era un campo increíblemente conservador, caracterizado por la cautela, la seguridad y el respeto a las consignas.

Los cerebros positrónicos tenían grabados las Tres Leyes de la Robótica no una sino millones de veces, y cada elemento microscópico de las Leyes montaba guardia para impedir la menor infracción. Cada cerebro positrónico se basaba en una generación anterior de trabajo, y cada generación parecía incluir más sendas para las Tres Leyes. La línea de desarrollo se remontaba en una cadena ininterrumpida hasta el primer cerebro robótico construido en la Tierra, hacía ya muchos milenios.

Cada generación de cerebros positrónicos se había basado en la generación precedente, y cada generación de diseño había procurado entrelazar las Tres Leyes a mayor profundidad en las sendas positrónicas que constituían un cerebro robótico. Desde que se tenía memoria, lo más próximo a un descubrimiento decisivo era un modo de introducir más elementos microscópicos de las Tres Leyes en las sendas de un cerebro positrónico.

En principio la seguridad no era desdeñable, pero la exageración no era buena consejera. El que un cerebro positrónico efectuase un millón de controles por segundo para verificar si estaba por infringirse la Primera Ley significaba que todos los demás procesos se interrumpían un millón de veces, restando velocidad al trabajo productivo. Enormes porcentajes del tiempo de proceso y del volumen del cerebro positrónico físico se consagraban a repeticiones descabelladamente redundantes de las Tres Leyes.

Pero Fredda había querido saber cómo se comportaría un robot con un conjunto de leyes modificadas, o incluso sin leyes. Y esa era la razón de que se encontrara atascada. Para crear un cerebro positrónico que no estuviese sujeto a las Tres Leyes, habría sido necesario empezar desde cero, abandonando esos miles de años de refinamiento y desarrollo, tallando casi literalmente las sendas cerebrales a mano. Aunque lo hubiera intentado, el cerebro robótico resultante habría poseído una capacidad tan limitada que el experimento no habría significado nada. ¿De qué servía verificar los actos de un robot Sin Leyes cuyo intelecto era tan reducido que apenas podía realizar actos independientes?

El dilema parecía insoluble. El cerebro positrónico era la robótica, y la robótica era el cerebro positrónico. Se había llegado a identificar tanto el uno con el otro que resultaba dificultoso, cuando no imposible, que la mayoría de los investigadores pensaran en una cosa sin hacerlo al mismo tiempo en la otra.

Sin embargo, Gubber Anshaw no era como los otros investigadores. Encontró un modo de tomar la estructura básica de un cerebro positrónico, las sendas subyacentes que permitían que un trozo de esponja de paladio pensara, hablara y controlase un cuerpo, y de instalar esas sendas, de manera selectiva, en una estructura gravitónica.

Un cerebro positrónico era como un libro donde todas las páginas tenían escritas las Tres Leyes una y otra vez, de modo que cada información redundante ocupaba la mitad de cada página y con ello un espacio que no podía emplearse para anotar datos más útiles. Un cerebro gravitónico era como un libro cuyas páginas estuviesen en blanco, en el cual se podía escribir sin que apareciesen estorbos innecesarios. Uno podía introducir las Tres Leyes, si quería, pero estas no entorpecían al diseñador a cada instante.

Ningún otro laboratorio de robótica había querido tocar el trabajo de Anshaw, pero Fredda no había perdido la oportunidad de aprovecharlo.

Calibán fue el primero de esos proyectos frustrados. Fredda deseaba dirigir un experimento controlado y limitado acerca del comportamiento de un robot que no estuviera sujeto a las Tres Leyes. Sin embargo, durante muchos años la naturaleza de la robótica y el cerebro positrónico habían vuelto imposible el experimento. Una vez que tuvo el cerebro gravitónico en sus manos, empero, pasó rápidamente al desarrollo de un robot Sin Leyes: Calibán. Se había propuesto utilizarlo en un breve experimento de laboratorio, en el transcurso del cual viviría en un ámbito hermético y controlado. Lamentablemente, Calibán escapó antes que el experimento comenzara siquiera, provocando una crisis que había salpicado al gobierno y había estado a punto de desbaratar el programa de terraformación del cual dependía todo lo demás.

El segundo desastre se relacionaba con los robots Nuevas Leyes, como Prospero. Fredda había creado el primer robot Nuevas Leyes antes que a Calibán, pero como la gente había reparado primero en este, creía que era anterior a aquellos.

Sin embargo, tanto los Nuevas Leyes como Calibán eran producto del temor de Fredda a que los robots fabricados de acuerdo con las Tres Leyes originales atentaran contra la iniciativa humana y representasen un derroche de mano de obra. Cuanto más avanzados eran los robots, más protegían del peligro a los humanos, y menos cosas podían hacer estos. Al mismo tiempo, los humanos agravaban el problema al consagrar esa sobreabundancia de mano de obra robotizada a tareas triviales. Era normal disponer de un robot para que cocinara todas las comidas del día, o para que escogiese el vino de la cena, mientras otro cumplía con la única función de descorchar la botella. A menudo el dueño de un solo aeromóvil disponía de cinco o seis robots conductores, cada uno de ellos pintado de un color distinto, para que armonizara con el traje del propietario.

Tanto los humanos como los robots solían considerar que estos valían poco, con el resultado de que constantemente se destruían robots por razones descabelladas, intentando proteger a los humanos de peligros que eran fáciles de evitar.

Los humanos estaban convirtiéndose en zánganos. Eran improductivos y en gran medida inactivos. Los robots realizaban cada vez más tareas y gozaban de cada vez menos respeto. El trabajo mismo se tenía en baja estima. Era algo que se dejaba en manos de los robots, seres inferiores donde los hubiera.

Esta espiral descendente se realimentaba, y Fredda temía que provocara el colapso de la sociedad espacial. Por eso había desarrollado los robots Nuevas Leyes. La Primera Nueva Ley les impedía causar daño a los humanos, pero no exigía que actuaran para protegerlos. Las Segunda Nueva Ley requería que colaborasen con los humanos, no que los obedecieran ciegamente. La Tercera Nueva Ley exigía a los robots Nuevas Leyes que se protegieran a sí mismos, pero no los obligaba a destruirse por el fugaz antojo de un humano. La Cuarta Ley, deliberadamente ambigua, alentaba a los robots Nuevas Leyes a actuar por sí mismos.

A Fredda los Nuevas Leyes le habían parecido un proyecto razonable, una mejora con respecto a los Tres Leyes originales. Y tal vez habría sido una mejora, si hubiera sido posible empezar desde cero; pero los robots Nuevas Leyes aparecieron en un mundo donde ya había robots Tres Leyes, y donde no parecía haber sitio para ellos.

Los robots Nuevas Leyes habían sido los catalizadores, más que la causa, de la gran segunda crisis. Por una compleja serie de acontecimientos, la mera existencia de los robots Nuevas Leyes y la escasez de mano de obra Tres Leyes habían provocado el asesinato del gobernador Chanto Grieg. De no ser por la firme y serena mano de Alvar Kresh, esa crisis habría sido mucho más grave.

En ninguno de los dos casos los robots, Nuevas Leyes o Sin Leyes, Prospero o Calibán, habían sufrido desperfectos. Lo único que se requería para provocar un desastre y una crisis era que la gente temiera a los robots diferentes. Inferno era un mundo que rechazaba el cambio aunque este fuese insoslayable, que castigaba la audacia y recompensaba la cautela.

Y Fredda había sufrido bastantes castigos. No era de extrañar, pues, que hubiera creado un robot tan mesurado, estólido y aparatoso como Oberon. Pero tampoco era de extrañar que estuviese harta de comportarse con cautela.

Cerró la ducha y activó las toberas de aire para secarse. Sonrió al recordar que el mero acto de ducharse y bañarse representaba una revolución. Diez años antes habría sido impensable, escandaloso. Un robot doméstico se habría encargado de quitarle la ropa, abrir la ducha, activar el secador y vestirla con ropas que él mismo había seleccionado.

Salió del refrescador y se puso a escoger las prendas para la cena. Debía ser algo cómodo e informal, para una velada hogareña. Era extraño pensar que tiempo atrás había permitido que un robot eligiese la ropa por ella, cuando esto constituía un auténtico placer, un lujo delicioso.

Reanimada por la ducha, abrió el armario y seleccionó la ropa. Algo discreto, pero no excesivamente formal. Se decidió por una falda ceñida azul y un jersey negro. Se vistió y se miró en el espejo. El efecto era deslumbrante. A continuación se puso unos pendientes y un broche de plata que contrastara con el jersey negro. Se miró de nuevo en el espejo.

Fredda era menuda y de contextura delicada, con ojos azules y el cabello, que llevaba corto, negro y rizado. Tenía el rostro redondo y la nariz respingada. En síntesis, lucía como lo que era, una mujer de aspecto juvenil propensa a súbitos entusiasmos e igualmente súbitos arranques de cólera.

La sociedad infernal aprobaba la madurez y la experiencia, lo cual no le facilitaba las cosas a Fredda. Tenía apenas cuarenta años, y según las pautas de Inferno apenas empezaba a ser respetable, o lo habría sido si hubiera aparentado su edad. Su aspecto era rozagante, y se empeñaba en conservar la lozanía de la juventud, lo que era poco menos que una perversión. En un momento de la vida en que la mayoría de las mujeres infernales se contentaba con adquirir una decorosa apariencia de madurez, Fredda no aparentaba más de veinticinco años.

Al diablo con lo que pensaran. Fredda sabía que lucía bien, y mucho mejor con la ropa que ella misma escogía que con la que habría escogido Oberon. Satisfecha con su aspecto, se dirigió hacia el salón.

Tal vez pareciese una tontería, pero elegir cosas por su cuenta, por triviales que fuesen, era una liberación. Había habido una época, poco tiempo atrás, en que Fredda, Alvar y miles o millones de habitantes de Inferno eran esclavos de sus propios criados.

Despertaban a la hora que los robots consideraban conveniente, eran aseados por robots y vestidos por robots con la ropa que estos escogían. Hasta hacía pocos años, muchas prendas ni siquiera tenían botones que pudieran abrocharse o desabrocharse porque un robot se encargaba de ponerlas o quitarlas.

Una vez vestido, el humano daba cuenta del desayuno, el almuerzo o la cena, consistentes en alimentos seleccionados por el robot cocinero de acuerdo con los dictados de la Primera Ley. Luego el robot conductor lo llevaba hasta una cita u otra, todas las cuales eran concertadas por el robot secretario. No era necesario que el humano supiese adonde iba, porque estaba seguro de que el robot recordaba la dirección y conocía el mejor camino. Era probable incluso que los robots supieran mejor que él qué se proponía hacer allí. Luego el robot conductor lo llevaba de regreso a casa, porque él no habría tenido ni idea de cómo hacerlo. Al final del día, los robots lo desvestían y lo bañaban de nuevo, le ponían el pijama y luego lo metían en la cama.

Cada día, todos los días, eran los robots quienes tomaban las decisiones de los humanos y controlaban cada uno de sus movimientos. Era como vivir en una jaula de lujo, sin saber siquiera que la jaula existía.

Fredda no podía creer que se hubiera permitido vivir de ese modo. Al menos ahora era consciente de que Oberon había escogido el menú y la hora de la cena. Al menos ahora Oberon preguntaba si la hora que había elegido era la correcta, en lugar de limitarse a informarle cuándo comería. Esa noche ella había optado por permitir que los robots se encargasen de la cena. Otra noche podría elegir cada detalle de la comida. En ocasiones, escándalo de escándalos, incluso había hecho algún desaguisado en la cocina. Si el tiránico dominio de los criados no había cesado por completo, al menos se lo reconocía por lo que era, y así se debilitaba.

Fredda sabía que si había arrebatado a los robots parte del control sobre su vida, en buena medida se lo debía a sus investigaciones y discursos, y a la conmoción que habían causado. Al margen de las dudas, la presencia de los colonos también había influido, así como el que ya no hubiese tantos robots disponibles para uso privado. Esto último hacía que la gente fuese más cuidadosa con ellos y procurara no emplearlos en tareas triviales.

Claro que la revolución distaba de ser completa. Muchos infernales que no habían cambiado de actitud y seguían aferrándose a las viejas costumbres, asistían a los mítines de los Cabezas de Hierro para pedir más y mejores robots como solución para todo.

Sin embargo, fuera cual fuere la razón, y fuera cual fuere el mecanismo, el cambio estaba produciéndose. En todo el planeta los infernales habían comprendido que dependían excesivamente de los robots y habían empezado a restringir su uso. Para horror de Simcor Beddle y los Cabezas de Hierro, la gente empezaba a descubrir que le gustaba gozar de más libertad en su vida.

Desde el punto de vista de Fredda, se trataba de un cambio positivo, pero en los últimos años había aprendido que el cambio podía ser temible —y auténticamente peligroso—, aunque fuera para bien. Habría consecuencias no deseadas, algunos quedarían rezagados, otros se sentirían excluidos y amenazados, y también habría quienes no se verían perjudicados por semejante conmoción pero buscarían un modo de aprovecharla en detrimento de los demás.

Quizá fuera demasiado pesimista. Tal vez los días de turbulencia, de un planeta brincando de crisis en crisis, hubieran terminado; pero aun los cambios lentos y graduales, como el que Alvar había dirigido en los últimos años, podían tener efectos disgregadores.

Los días venideros serían… interesantes.

Oyó que su esposo y Donald entraban procedentes de la pista de aterrizaje de la terraza, y salió al encuentro de ambos.