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Un fogonazo cegador estalló en las profundidades del espacio como producto de una enorme explosión que ardió como un segundo sol. Un oscuro fragmento de dieciocho kilómetros de diámetro tembló con el impacto y se desvió, cambiando levemente de órbita.

El cometa resistió, aunque la fuerza de la explosión pudo haberlo pulverizado. Esta recalentó la superficie y pequeños bolsones de elementos volátiles hirvieron, lanzando chorros de gas a la oscuridad.

Puesto que las leyes de acción y reacción funcionan igualmente bien aunque la acción no sea intencional, los chorros de gas sirvieron como propulsores naturales y desviaron el cometa de su curso hacia un rumbo inesperado.

Otros chorros artificiales, sin embargo, estallaron casi de inmediato, compensando ese impulso. Los propulsores de control se activaron puntualmente mientras el cometa se aproximaba a los cuerpos celestes interiores del sistema solar.

Pronto fue evidente que se dirigía directamente hacia un planeta en concreto, un mundo pardo y azul cuyo hemisferio sur era casi todo agua y cuyo hemisferio norte era un árido desierto.

El cometa se calentó al acercarse a la estrella de ese sistema solar y su superficie comenzó a bullir y a arrojar gases y polvo al espacio, en una cola que se extendía detrás de él.

De pronto, el astro se despedazó y sus fragmentos se separaron formando una pulcra hilera semejante a las cuentas de un collar.

Los fragmentos se aproximaban al planeta.

—Pasar de factor temporal positivo cien a factor positivo diez de dilación temporal —dijo una voz en la oscuridad.

El tiempo se lentificó y poco a poco los fragmentos comenzaron a alejarse de la órbita a una fracción de su velocidad original.

—Dame una visión más próxima de Inferno —ordenó la misma voz, y la imagen creció súbitamente—. Todavía es demasiado lenta. Dilación temporal en factor negativo cinco.

Una vez más, la velocidad del reloj disminuyó, pero aun así los hechos se sucedían rápidamente. Los fragmentos del cometa se movían con increíble celeridad al chocar contra la capa superior de la atmósfera, y aun con el tiempo reducido a un quinto de su velocidad normal se requerían pocos segundos para que penetraran en la atmósfera y descendieran al planeta.

El fragmento más grande fue el primero en chocar, al norte de la costa. El segundo se estrelló al norte del primero, contra los picos de una cordillera baja. Los otros cayeron uno tras otro en una línea recta que llegaba hasta el polo norte; semejaban estrellas incandescentes y desaparecían casi al instante en nubes y humo, polvo y escombros.

—Funcionó —dijo la voz—. Detén la secuencia en ese punto, apaga la esfera de simulación y enciende las luces.

La imagen del planeta en llamas desapareció y las luces revelaron una habitación común y corriente en una residencia como cualquier otra. El único objeto inusitado era el sofisticado proyector de simulaciones ubicado en el centro de la estancia.

Davlo Lentrall se aproximó a él y tocó la parte superior con el dedo. Ni siquiera los modelos colonos más avanzados podían hacer lo que aquel objeto bajo y cilíndrico. Él lo sabía muy bien, pues era quien lo había diseñado y fabricado. Satisfecho, disfrutó del momento y de todo el esfuerzo que lo había precedido. Le pertenecía. Él había descubierto el cometa. En un arrebato de modestia no le había puesto su nombre, como exigía la tradición, sino el de Chanto Grieg, el gobernador asesinado responsable del nuevo proyecto de terraformación que había salvado el planeta, al menos por un tiempo, de modo que Davlo Lentrall y el cometa Grieg pudieran completar el trabajo que aquel había empezado. Existía cierta concordancia, una pizca de poesía que cautivaría a los historiadores. La posteridad recordaría a Davlo Lentrall, sin importar el nombre del planeta.

De nada servía comentar esos detalles con su asistente robótico. Kaelor se empeñaba en señalar las cosas que saldrían mal, pero Davlo no podía dejar pasar en silencio ese momento triunfal.

—Funcionó —dijo al fin.

—Claro que la esfera funciona, amo Lentrall. Lo ha hecho cada vez que usted la accionó. ¿Por qué iba a fallar ahora?

—No me refería al simulador, Kaelor, sino a la captura del cometa.

—Debo señalar que usted la hizo funcionar —insistió Kaelor.

—¿A qué te refieres? —preguntó Lentrall. Kaelor era un criado servicial, pero a veces se necesitaba mucha paciencia para tratar con él.

—Me refiero a que usted ha partido de ciertas premisas.

Davlo contuvo su mal genio y se dijo que debía ser tolerante. Kaelor estaba diseñado y fabricado según las especificaciones personales de Davlo, y cuando se juzgaban situaciones hipotéticas la más importante era mantener el potencial Primera Ley en el nivel más bajo posible. Un asistente con el potencial Primera Ley sintonizado en los elevados niveles de los robots infernales habría sido incapaz de ayudarlo en los experimentos que le interesaban. Antes de encontrar el cometa Grieg, Davlo había participado en la operación Bola de Nieve, un proyecto que requería tener en cuenta muchas posibilidades arriesgadas hasta encontrar el procedimiento más seguro.

En el planeta había pocos robots Tres Leyes dispuestos a trabajar en Bola de Nieve, y mucho menos a hacerlo con un simulador para probar ideas destinadas a traer el cometa Grieg. Casi ninguno estaría dispuesto siquiera a colaborar en la formulación del problema, con el argumento de que la simulación allanaría el camino para permitir que un cometa real chocara contra un planeta real, lo que pondría a los humanos en grave peligro. Por esta razón Davlo había pedido un robot personalizado para su trabajo en Bola de Nieve, y cuando comprendió cuál era el potencial del cometa Grieg, se alegró de contar con él.

Había tenido que discutir mucho con el diseñador del robot, un caballero conservador que era reacio a restringir la Primera Ley, pero el resultado fue la Primera Ley Restringida 001. La tradición y la convención habrían requerido que Davlo pusiera a CFL-001 un nombre como Céfalo o Cefalea, pero a Davlo no le gustaban, y había optado por Kaelor.

Sin embargo, fuera como consecuencia del potencial restringido de la Primera Ley o de las subsendas aleatorias normales de su cerebro positrónico, Kaelor tenía una visión pesimista y depresiva de la vida y el universo.

—¿Cuáles son esas premisas, Kaelor?

—Usted cree que puede impedir que el cometa se desintegre a causa de la explosión original —dijo Kaelor— y luego dividirlo tal y como desea, pero todavía no ha resuelto el tema del calentamiento solar y sus efectos. También tengo dudas acerca de su capacidad para controlar la expulsión de gases. Ya ha sido muy arbitrario en lo que a la cantidad de fragmentos necesarios para la tarea se refiere, y, por último, no ha resuelto el tema del control y la delicada sincronización necesarios para la trayectoria final y el ingreso en la atmósfera. El éxito requiere una precisión en estos asuntos que no veo el modo de conseguir.

—Estoy al corriente de esos problemas —repuso Davlo—. Si esperásemos a resolver todos los problemas, nunca comenzaríamos. Además, he demostrado que el plan básico funcionará, o al menos que puede funcionar. Ahora sólo debo convencer a mis superiores, pero en mi modesta opinión he demostrado que estamos en condiciones de arrojar el cometa Grieg contra Inferno y salvar el planeta.

—Dadas esas premisas, supongo que tiene razón —respondió el robot con tono de escepticismo—. Sin embargo, me pregunto si podrá lograrlo sin matar a nadie.

Justen Devray, comandante de la Policía Infernal Combinada, estaba sentado en el maltrecho aeromóvil sin marcas, mirando cómo despuntaba el sol sobre aquel parque de idílico verdor. Estaba cansado, al borde de la extenuación, pero eso formaba parte de sus obligaciones. De hecho, estaba allí para aprender a soportarlo.

Parecía una teoría muy sensata: ir a cada comisaría de la Policía Infernal Combinada a fin de interiorizarse de las tareas que en los viejos tiempos no había tenido oportunidad de llevar a cabo. Había sido idea suya, y estaba aprendiendo mucho. Ahora sabía con certeza que las misiones de vigilancia eran más aburridas y agotadoras de lo que había imaginado, y empezaba a sospechar que un cómodo trabajo de oficina tenía más ventajas de las que creía.

El aeromóvil sin marcas estaba aparcado a cien metros de la entrada de superficie del extenso complejo subterráneo llamado Ciudad Colono. La entrada tenía forma de hongo, con una columna central en la que estaba el ascensor y un techo ancho y redondo que protegía de la intemperie a quienes aguardaban para descender al interior. El pozo de entrada estaba a poca distancia de la puerta del enorme parque que los colonos, en un alarde de sus conocimientos en terraformación, habían hecho sobre la ciudad subterránea.

Pero a Justen Devray no le interesaba el diseño de Ciudad Colono. Su misión era vigilar a la gente que entraba y salía. Claro que había otras puertas para acceder a la vasta serie de cavernas y cámaras artificiales. La PIC también las tenía bajo vigilancia. Sin embargo, según la unidad de inteligencia la clave era la entrada principal, que era la que empleaban los peces gordos. Así lo exigía su rango, o al menos su tapadera.

Incluso los aficionados entraban y salían por la entrada principal.

Todos sabían que no había una sola entrada de Ciudad Colono que no estuviese bajo vigilancia. Según la mayor parte de las teorías de operación de campo, el mejor modo de pasar inadvertido consistía en usar la puerta principal para perderse en el tumulto. A veces hasta daba resultado. Sobre a media mañana, cuando el movimiento de gente era mayor. No resultaba fácil observarlo todo. Esa era otra cosa que Justen también debía aprender.

Mucha gente tenía sobrados motivos para entrar y salir de Ciudad Colono, tanto fueran espaciales como colonos, pero algunos no tenían motivos para estar allí, y estos eran los que justificaban las medidas de vigilancia.

La PIC nunca empleaba el mismo vehículo dos veces para tareas de vigilancia, aunque los auténticos profesionales del otro bando eran conscientes de que los observaban, y sin duda sabían identificar a quienes lo hacían, sin importar qué vehículo usaran. Los profesionales siempre identificarían a los agentes, por muy eficiente que fuera la PIC, pero no los aficionados ni los novatos. Si uno cambiaba el aeromóvil a menudo, así como el lugar donde aparcaba, era probable que un aficionado entrara y saliese varias veces sin identificar el vehículo de vigilancia. Justen Devray se retrepó en el asiento. Se sentía encerrado, y no sólo por encontrarse dentro del vehículo, sino por el trabajo. En los viejos tiempos, Justen era el jefe de los rangers del gobernador, con la doble responsabilidad de imponer la ley fuera de las ciudades y dirigir varios proyectos de terraformación. Hasta él estaba dispuesto a admitir que se trataba de una combinación inapropiada de responsabilidades.

Menos de cinco años atrás Alvar Kresh había reorganizado a los rangers, dejándoles sólo los proyectos de terraformación y fusionando el cuerpo, en cuanto guardianes de la ley, con el Departamento del Sheriff de Hades, para formar la Policía Infernal Combinada. Kresh había puesto a Devray a cargo del nuevo servicio.

Devray había aceptado de buena gana, pero con frecuencia lamentaba haberlo hecho. La dirección de la policía planetaria lo obligaba a vivir en Hades, y él no estaba acostumbrado a la ciudad ni a la vida urbana en general. Echaba de menos a los rangers y deseaba trabajar en un proyecto de conservación o terraformación en las altas planicies del norte de la ciudad.

A pesar de su trabajo de oficina, aún conservaba la tez bronceada, lo cual, unido a su desordenada cabellera rubia y sus ojos azules, acentuaba su aspecto de deportista. Los años pasados al aire libre habían tallado su rostro, imprimiéndole carácter. La vida en la ciudad no había conseguido borrar nada de eso. Seguía aparentando menos años de los que tenía y bastaba echarle un vistazo para comprobar que distaba mucho de ser un urbanita.

Aunque se sentía solo, Justen tenía compañía en el aeromóvil. Estaba con dos robots. Uno era Gervad 112, su robot personal desde hacía varios años. Se trataba de un GRD, un tipo de robot muy común entre los rangers años antes. El otro era un SPR, o robot de seguridad, patrulla y rescate, comúnmente llamado Zapador 323. Después de que el gobernador anterior, Chanto Grieg, fuese asesinado a pesar de las decenas de zapadores que montaban guardia, la reputación del modelo se había visto perjudicada. Quizá fuera injusto, pues lo que les había sucedido a ellos podía sucederle a cualquier clase de robot, pero aun así los servicios de seguridad ya no los aceptaban. Justen ni siquiera había intentado conservar los SPR rangers. Los agentes no se fiaban de ellos, y en consecuencia la mayor parte de los zapadores habían sido vendidos a precio de saldo a muchas organizaciones y personas de dudosa reputación. Eso significaba que un zapador constituía una tapadera excelente. Nadie que viera a Devray en compañía de un zapador pensaría que era un poli, y mucho menos el más alto oficial de policía de todo el planeta.

Lo que resultaba deprimente era que los dos robots podrían haber cumplido la tarea de vigilancia igualmente bien sin Devray, e incluso mejor; pero no tenía sentido pensar en esas cosas. Lo cierto era que los humanos ya no eran muy necesarios para casi ninguna tarea.

—El individuo de sexo masculino de pantalones rojos y túnica azul no figura en mi lista de sujetos identificados —anunció el SPR, que como todos los de su clase destacaba en trabajos de identificación. Eran casi tan hábiles como los humanos para la comparación y el cotejo de patrones o, en otras palabras, para reconocer caras y personas. Y, por cierto, tenían una memoria casi infalible. Si un zapador aseguraba reconocer a alguien o no identificarlo, convenía tomarlo en serio. En ese momento significaba que alguien que no tenía por qué entrar en Ciudad Colono estaba haciendo precisamente lo que no debía.

Justen Devray observó detenidamente al individuo en cuestión. Un corrillo de diez o doce personas esperaba el ascensor.

—¿Lo conoces, Gervad? —preguntó a su robot personal, cuyo banco de memoria contenía las fotos de todos aquellos que figuraban en los archivos policiales.

—Tengo una concordancia, señor, pero me temo que es bastante improbable.

—Eso lo decidiré yo —dijo Justen mientras procuraba seguir los movimientos del individuo, lo que no resultaba fácil en medio de la muchedumbre; si estaba bien entrenado, haría lo posible por confundirse con los demás—. ¿Cuál es tu concordancia?

—El sujeto observado concuerda con un tal Barnsell Ardosa, joven investigador de la Universidad de Hades. Como parece muy improbable que en esa área haya algo de interés para los colonos, sugiero que la concordancia es errada.

Justen estaba por dar la razón a Gervad, pero entonces volvió a divisar a su presa. Allí estaba. Era un hombre corpulento, de cara redonda y tez oscura. Tenía la coronilla totalmente calva y el pelo entrecano a los costados de la cabeza. Lucía un espeso bigote y parecía preocupado.

Por un instante Ardosa —en caso de que se tratara de él— miró en dirección a Devray, quien decidió que Gervad debía confiar más en su propia capacidad de reconocimiento.

Justen Devray nunca había pisado el Departamento de Astrofísica de la universidad, pero estaba seguro de que ya había visto aquel rostro, aunque no tenía ni idea de dónde.

Alvar Kresh, gobernador del planeta Inferno, fulminó con la mirada al joven que tenía delante.

—Usted no es buen defensor de su propia causa —espetó—. Le he dicho que tendría en cuenta su propuesta, y lo haré. De hecho, la he tenido en cuenta, pero no tomaré una decisión precipitada, y menos tratándose de un asunto tan importante.

—Las decisiones deben tomarse cuanto antes —insistió su visitante—. Ya hemos perdido bastante tiempo. Llevé a cabo mis simulaciones finales hace tres días, y desde entonces he tratado de verlo. Esto representa un peligro y una oportunidad mucho mayores de lo que usted cree o incluso pueda llegar a entender.

—Le recuerdo que está hablando con el gobernador del planeta —dijo Kresh con tono mordaz—, pero aunque el asunto escape a mi humilde comprensión, tal vez usted consiga esclarecerme.

—Lo lamento, señor, no quise expresarlo de ese modo —se disculpó Davlo Lentrall, ruborizándose un poco.

—No, tal vez no. —Kresh suspiró. Estudió a Lentrall con el ojo experto del ex policía: tez oscura, mandíbula prominente, rostro anguloso, intensos ojos pardos, cabello renegrido cortado al rape, talla y físico medianos. Entonces recordó que ya no era policía, sino político, y como tal debía juzgar el carácter de aquel sujeto. La característica más destacable de Lentrall era que poseía toda la arrogancia de la juventud.

Otras culturas, la colona, por ejemplo, podían considerar atractiva esa cualidad, y permitir que el fervor juvenil sirviera como excusa de muchos pecados; pero los espaciales no eran así. La cultura espacial era antigua, y sus tradiciones también. La mayoría de los espaciales eran longevos, y para ellos el entusiasmo y la pasión de la juventud constituían un recuerdo distante y levemente desagradable.

La juventud ni siquiera estaba de moda entre los espaciales, y Lentrall era un recordatorio del motivo de ello. El atolondramiento, la impulsividad y la altanería rara vez conquistaban amigos.

Sin embargo, existía la posibilidad de que el mensaje de Lentrall fuera importante, aunque el mensajero no lo fuese.

—Será mejor que nos tranquilicemos —le dijo Kresh—, o de lo contrario no sacaremos nada en claro.

Lentrall estuvo en un tris de protestar de nuevo, pero se lo pensó mejor.

—Muy bien, señor —concedió—. Le pido disculpas por mi exabrupto. Es la tensión. La idea de que la supervivencia del planeta pueda estar en mis manos es demasiado…

—Lo sé. —Kresh se mostró repentinamente afable—. Lo sé muy bien. Hace años que convivo con esa idea.

Una vez más, Lentrall se ruborizó un poco.

—Sí, señor; sé que es así. Es sólo el temor a desperdiciar esta oportunidad. Aun así, no debí ser tan presuntuoso…

—Tranquilo, hijo. Dejémoslo así. Hablaremos de nuevo dentro de unos días. Mañana, mejor dicho. Venga mañana por la mañana. Yo traeré a mi esposa, así usted podrá exponer el problema ante los dos. Valoro enormemente la opinión de ella acerca de todo esto. —Había otros motivos, pero no quería revelárselos al joven doctor Lentrall.

—De acuerdo, mañana a primera hora. ¿Le parece bien a las diez?

—Perfecto. Donald, acompaña a nuestro invitado a la puerta, por favor.

—Sí, señor.

Donald 111, el robot personal de Kresh, salió de su nicho en la pared, cruzó la habitación, condujo a Lentrall hasta la puerta, activó los controles y se despidió de él.

Donald, un robot bajo y redondo, con curvas suaves y sin bordes filosos, había sido diseñado para presentar una apariencia inofensiva. Era de color azul celeste, el color del viejo Departamento del Sheriff de Hades, un vestigio de los días en que Kresh era sheriff de la ciudad, y en que había un sheriff. Tal vez Kresh debiera hacerlo pintar de otro color, pero le gustaba recordar aquellos días, cuando los problemas a que debía enfrentarse eran menos importantes, aunque entonces a él no se lo pareciese.

Donald cerró la puerta y se volvió hacia Kresh.

—¿Tu opinión, Donald?

—¿Acerca de qué, señor? ¿El mensaje o el hombre que lo transmitió?

—Ambos, supongo; pero empieza por el mensajero. Un joven obstinado, ¿verdad?

—Sí, señor. Si me permite, me recuerda a usted en su juventud.

Kresh miró a Donald con recelo.

—¿Qué sabes de mi juventud? ¿Cómo puedes saberlo? Te fabricaron cuando yo ya era sheriff.

—Es verdad, señor, pero usted es mi amo desde hace muchos años, y he hecho de usted un objeto de estudio. Al fin y al cabo, cuanto mejor lo conozca, de mayor utilidad podré serle. He examinado toda la documentación existente sobre usted, y, a menos que los documentos contengan errores o falsificaciones, ese joven guarda una asombrosa semejanza con el hombre que usted era a esa edad.

—Eso se aproxima peligrosamente al sentimentalismo, Donald.

—Espero que no, señor. No poseo los protocolos de superposición emocional necesarios para experimentar sentimentalismo. Sólo he expresado una opinión objetiva.

—¿De veras? Bien, en tal caso es bastante desconcertante. —Kresh se levantó y se desperezó. Había sido un largo día y Lentrall le había dado mucho en qué pensar—. Ven, Donald, vámonos a casa.

—Sí, señor. —Donald se volvió hacia la puerta y la abrió de nuevo. Avanzaron por el pasillo hasta el ascensor privado del gobernador. La puerta del ascensor se abrió y Kresh y el robot entraron. La puerta se cerró y el ascensor los llevó a la terraza del Palacio de Gobierno, donde el aeromóvil privado del gobernador aguardaba en un hangar. Había dos plataformas de aterrizaje en la terraza, una más pequeña en lo alto del edificio, para uso exclusivo de Kresh, y otra mayor quince metros más abajo. La plataforma privada del gobernador se había añadido después del incidente de Grieg, mediante el simple expediente de construir una columna hueca de supercemento y acero de diez metros de anchura. Los constructores habían coronado la columna con un disco plano de treinta metros de diámetro y la habían afianzado con contrafuertes. A diez metros de la plataforma original había un pequeño puesto de observación que la PIC empleaba como torre de control para la zona de descenso principal.

Puertas con cerrojo, ascensores privados, hangares protegidos, pistas de aterrizaje controladas. Kresh meditó acerca de ello mientras subían en el ascensor. En ocasiones le parecía que los muros que lo separaban del planeta que debía gobernar eran demasiado altos. ¿Cómo podía desempeñarse con eficacia si todo el sistema conspiraba para mantenerlo aislado en aras de su propia seguridad?

Por otra parte, su predecesor había sido asesinado a sangre fría, de modo que existía una justificación para tanto muro y barrera. Hasta la terraza tenía muros.

Las puertas del ascensor se abrieron y Kresh salió a su pista privada, entibiada por el sol del atardecer; pero en lugar de caminar hacia el hangar, se dirigió al borde de la pista. Un murete de poco más de un metro de altura rodeaba la pista. Como todo en aquel planeta, cumplía una función protectora, pero también tenía la altura ideal para que Kresh se cruzara de brazos sobre el murete, apoyara la barbilla en los antebrazos y reflexionara. Podía recostarse contra la pared, contemplar el mundo y meditar a solas.

No totalmente a solas, por cierto. Eso nunca sucedía en un mundo espacial. Kresh oyó que a sus espaldas Donald se aproximaba para protegerlo de cada peligro imaginario por el cual el robot decidiera preocuparse: el derrumbe del murete; una improbable ráfaga de viento que, soplando desde una dirección inconcebible, succionase a Kresh antes de arrojarlo desde el borde del edificio, Kresh arrojándose al vacío por efecto de un oculto afán de autodestrucción… La cantidad de males y peligros que un robot Tres Leyes era capaz de imaginar no tenía fin.

Y eso formaba parte del problema. «No te preocupes ahora —se dijo mientras miraba el mundo que le habían encomendado gobernar—. Aprovecha el momento, mira la ciudad de Hades, el cielo, el mundo».

Kresh era un hombre macizo de hombros anchos, rasgos enérgicos, rostro expresivo, tez clara y una abundante cabellera cana. En ocasiones pensaba que los años estaban alcanzándolo, y eso precisamente pensó en ese instante, debido sin duda a la comparación que había hecho Donald entre él, en su juventud, y Lentrall. ¿Había sido Kresh tan irritante, tan obstinado, tan soberbio?

«No —pensó—. Olvídate de eso también. Deja que el viento se lo lleve muy lejos. Olvídate de tus funciones, tus deberes y tus preocupaciones. Limítate a mirar».

Pues en verdad había mucho que ver. El planeta Inferno había recorrido un largo camino en los cinco años que Kresh llevaba al frente del gobierno, y él se enorgullecía de saber que había contribuido a ello.

Respiró profundamente. Un aire fresco, dulce, límpido, vivo. Cuando Kresh asumió el mando, la ciudad de Hades se encontraba literalmente a punto de secarse y echar a volar. Los desiertos se extendían, las plantas morían, los arriates y jardines estaban cubiertos con el polvo que el viento arrastraba hasta la ciudad.

Ahora los desiertos estaban en retirada, al menos allí, en los alrededores de Hades. La brisa traía un aroma de vitalidad, vegetación y lozanía. Lo que antes era pardo y ocre, ahora era verde. La ciudad de Hades y sus inmediaciones estaban recobrando la vida.

El precio había sido alto, sin duda. Durante cinco años la gente de Inferno había soportado restricciones en el uso de los robots, hecho que habría sido impensable en otro mundo espacial; pero el planeta Inferno, el mundo mismo, necesitaba la mano de obra robot más que las personas.

Chanto Grieg, el predecesor de Kresh, había puesto a gran parte de los robots de Inferno al servicio del gobierno, alejándolos de sus deberes domésticos y destinándolos a proyectos de terraformación y recuperación de tierras. Robots que servían como asistentes de cocina y reemplazantes de chóferes, o que no cumplían más función que la de esperar a que alguien entrara o saliera de una habitación para apretar el botón que activaba la puerta automática, o que estaban desaprovechados en tareas serviles y absurdas, de pronto se encontraron plantando árboles, manejando palas mecánicas, polinizando flores y criando peces, insectos y mamíferos para poblar las zonas agrestes.

Todavía había quienes se quejaban de las terribles privaciones impuestas por las leyes de trabajo robotizado, pero eran cada vez menos. La gente estaba habituándose a la idea de vivir con menos robots. Estaba descubriendo —o redescubriendo— el placer de hacer las cosas por sí misma. Las circunstancias estaban cambiando para bien, aunque quizás ese cambio no fuera suficiente. Kresh sabía que el destino del planeta aún pendía de un hilo. En el aspecto local, las cosas estaban mejorando, pero desde una perspectiva global…

No. No importaba. Luego se preocuparía por eso. La propuesta de Lentrall lo había perturbado, sin duda. Necesitaba saber qué opinaba Fredda.

Kresh dejó de mirar la ciudad y se encaminó hacia el aeromóvil.

—Ven, Donald, vámonos a casa.

Era una suerte, se dijo Kresh mientras Donald conducía, que los espaciales tuvieran una larga tradición de respeto a la intimidad ajena y defensa de la propia. De lo contrario, la escandalosa naturaleza de su vida doméstica habría provocado innumerables controversias.

Ante todo, Alvar Kresh y su esposa Fredda Leving vivían juntos y mantenían un solo hogar. En un matrimonio espacial típico, cada cónyuge tenía su propia casa y ambos pasaban largas temporadas separados.

Se esperaba que los recién casados conviviesen durante mucho tiempo, pero lo normal era que al cabo de los años acabaran por distanciarse. En un matrimonio de varios años, el marido y la mujer se veían una vez a la semana, o incluso una vez al mes; en el caso de gente mayor, no era extraño que pasase todo un año sin que se viesen. Aunque en Inferno el divorcio era un procedimiento sencillo, muchas parejas permanecían casadas por inercia, pues no tenían ganas de iniciar trámites legales.

Alvar Kresh había descubierto, no sin sorpresa, que su matrimonio no respetaba esas reglas. Tres años después de la boda, él y Fredda todavía pasaban todas las noches no sólo bajo el mismo techo, sino, lo que era aún más escandaloso, en la misma alcoba y la misma cama.

Aunque la situación no tenía nada de malo ni de inmoral, resultaba francamente extraña en la sociedad infernal. Si se corría la voz, las buenas gentes de Inferno pensarían que el gobernador y su esposa eran «raros».

Kresh, sin embargo, no acababa de entenderlo. Miró la verde y encantadora ciudad por la ventanilla, reflexionando una vez más sobre las extravagancias de su gente. Los infernales se enorgullecían de ser muy abiertos cuando de relaciones personales se trataba, y lo eran, al menos en teoría. Con los años, no obstante, Kresh había aprendido que por tolerantes que se mostrasen en lo concerniente a las relaciones físicas, sus corazones estaban menos preparados para enfrentarse a la idea de la intimidad emocional. Un infernal podía habérselas con la sexualidad en un plano teórico aunque en un plano real le provocara sonrojo; pero la idea del amor les resultaba sencillamente excesiva.

Los infernales eran espaciales, y estos siempre habían mantenido una distancia física y emocional ante los demás; sin embargo, no habían llegado a los extremos de otros mundos espaciales, mundos en los que no había ciudades, poblados ni villorrios, sino viviendas desperdigadas habitadas por un solo humano y un ejército de robots. Aun así, no eran precisamente un pueblo gregario.

Habría sido totalmente aceptable que Kresh y Fredda durmieran juntos en ocasiones. Hacerlo todas las noches, en la misma cama, habría sido interpretado como una leve extravagancia. Pero compartir el tiempo libre y estar juntos el mayor tiempo posible, incluso mientras comían, era el colmo. Los infernales no mostraban así sus emociones ni sus sentimientos. No querían que los demás creyesen que eran vulnerables.

«Allá ellos», se dijo Kresh. Nunca conocerían la fuerza, la confianza, la sensación de seguridad que Fredda le daba. Él sólo esperaba brindarle lo mismo a ella.

Kresh conocía a los infernales, y lo que dirían si lo supieran. Sabía que pensarían que su vida hogareña anticonvencional lo hacía inepto para gobernar, que Fredda ejercía una influencia nefasta sobre él. Ya decían que ella era demasiado joven, y los infernales recelaban de la juventud. Decían también que era demasiado complaciente con los colonos. Simcor Beddle, jefe de los Cabezas de Hierro, nunca dejaba de mencionar ese dato en sus mítines, y había en ello algo de verdad. Fredda coincidía con los colonos en varios temas. Beddle ya encabezaba una campaña de rumores según la cual se sugería que ella tenía ideas extremistas y peligrosas. El mismo Kresh estaba dispuesto a creerlo. Fredda y él tenían acaloradas discusiones sobre el tema de los robots, entre otras cosas.

Si Kresh hubiera sido un ciudadano corriente, no le habría importado que el resto del universo conociera los detalles de su vida doméstica, pero a esas alturas no necesitaba que sus asuntos personales fueran objeto de controversia. Era mejor mantener esas cosas lejos de la mirada pública y evitar los rumores.

Kresh aparentaba respetar las convenciones. Seguía utilizando los aposentos de la Torre de Gobierno, aunque sólo después de los agasajos oficiales. En esas ocasiones, fingía retirarse a sus habitaciones al fin de la velada, mucho después de que Fredda hiciese ver que regresaba a su casa. En ocasiones, si era muy tarde, pasaban la noche separados, pero a menudo Donald terminaba por trasladar en secreto a uno de ellos al lugar donde esperaba el otro. Por absurdo que pareciese, esas farsas nocturnas eran preferibles a los chismes ponzoñosos que circularían si se sabía que el gobernador estaba apasionadamente enamorado de su esposa.

Alvar Kresh recordó que había discutido con Chanto Grieg horas antes de la muerte de este. Grieg había intentado explicarle que el trabajo de aparentar, fingir y limar asperezas era vital para la tarea de gobernar, que no podía consagrarse a su verdadero trabajo sin haber resuelto esas tonterías. Kresh no le había creído del todo, pero con el tiempo aprendió que era cierto. Simcor Beddle y los Cabezas de Hierro le habían enseñado una dura lección: no podía hacer nada sin neutralizar primero a estos últimos.

Los Cabezas de Hierro. Kresh sonrió al imaginar lo que Simcor Beddle y sus secuaces serían capaces de hacer si descubrían lo que en verdad sucedía en la casa del gobernador y la doctora Leving. En bien de la armonía doméstica, Kresh prefería aparentar que ignoraba ciertas cosas que tenían lugar en su ausencia, como, por ejemplo, las reuniones de robots subversivos que se realizaban en su propio hogar.

Ya era bastante malo que él mismo lo supiera; pero si Beddle lo averiguaba… Ah sí, era necesario guardar el secreto. El ruido del motor del aeromóvil cambió, y Kresh despertó de su ensoñación mientras el vehículo se ladeaba para descender. Pestañeó y miró por la ventanilla delantera. Allí estaba. Su casa.

El aeromóvil se dispuso a aterrizar.

Fredda Leving se puso de pie y miró a los dos robots.

—Será mejor que os vayáis —les dijo—. Mi esposo debe de estar por llegar.

El robot negro, el más pequeño, se levantó de la silla y miró a su anfitriona con expresión reflexiva.

—Sin duda su esposo sabe que nos reunimos aquí con usted.

—Claro que lo sabe, pero es mejor para todos que no lo hagamos en sus propias narices.

—No comprendo —dijo el robot negro, Prospero, líder de los robots Nuevas Leyes. Su cuerpo, de un metro ochenta de altura, era macizo, lustroso y metálico, como el de muchos de los de su clase. Sus ojos despedían un resplandor anaranjado que parecía realzar su intensa personalidad—. Si él sabe que venimos aquí, ¿por qué ocultárselo?

—No entiendo por qué haces preguntas cuya respuesta ya conoces —replicó Fredda. Prospero volvió la cabeza hacia su compañero y luego miró nuevamente a Fredda.

—¿Conozco la respuesta? —inquirió con tono de suspicacia.

El más corpulento de los dos robots, Calibán, también se levantó y, dirigiéndose a su compañero, dijo:

—Hay veces, amigo Prospero, en que creo que te empeñas en fingir que eres un ignorante. El gobernador no quiere tener contacto con nosotros. Tolera estas reuniones, pero no las aprueba. Cuanto menos llamemos la atención oficialmente, más probable es que continúen.

Calibán, que medía más de dos metros de alzada, tenía un cuerpo metálico de color rojo y resplandecientes ojos azules. Su aspecto era llamativo e imponente, pero no tanto como su reputación.

Algunos aún se referían a él como el robot Sin Leyes.

Calibán había sido acusado de intentar asesinar a su creadora, Fredda Leving, pero finalmente había sido exculpado.

Prospero miró por un instante a su compañero.

—La necesidad de discreción… —dijo—. Sí, ya he oído hablar de ello, pero no sé si es la respuesta correcta.

—¿De qué me serviría mentirte? —preguntó Calibán. Para un robot Tres Leyes, la sola idea de mentir era difícil de concebir, pero Calibán era un robot Sin Leyes, y por lo tanto, al menos teóricamente, tan capaz de una falsedad como cualquier ser humano.

—Tal vez no tenga sentido mentir —convino Prospero, volviéndose hacia Fredda—. Sin embargo, otros podrían tener buenas razones para engañarla.

—Hoy no actúas con mucho tacto —dijo ella—, y no sé por qué no te satisfacen nuestras sinceras respuestas. Tampoco sé qué motivo podría tener yo para mentiros a ti y a Calibán.

—Debo añadir que no entiendo por qué razón ofendes a nuestra principal benefactora —intervino Calibán.

Prospero titubeó por unos segundos.

—Mis disculpas —dijo al fin—. Hay veces en que mi comprensión de la psicología humana resulta insuficiente, aun cuando intento aprender más. Sólo procuraba evaluar su reacción emocional ante tal acusación, doctora Leving.

—Antes de reaccionar ante la acusación —observó Fredda—, tendría que creer que está fundamentada.

—Sí, por supuesto —admitió Prospero.

Fredda Leving, sin embargo, estaba segura de que Prospero no se lo había dicho todo, y era probable incluso que no le hubiera dicho nada. ¿Qué motivo podía tener para prestarse a aquel extraño juego? La idea la desconcertaba, pues estaba segura de comprender a Prospero. Hacía tiempo que sabía que era una de sus creaciones menos estables, pero se trataba del líder indiscutido de los robots Nuevas Leyes, de modo que no le quedaba más remedio que relacionarse con él.

—De todos modos —dijo Calibán—, es hora de que ambos nos marchemos. No tengo dudas, doctora Leving, de que volveremos a reunimos pronto.

—Lo espero con ansiedad —le aseguró Fredda.

El robot negro miró a la doctora, luego a Calibán.

—Muy bien —dijo—, nos despediremos; pero creo que no seré el primero ni el último robot en observar que cuanto más conozco a los humanos, menos los entiendo.

Fredda Leving suspiró. Si en ocasiones resultaba desconsolador escuchar los debates de los robots Tres Leyes sobre la conducta humana, Prospero y los demás Nuevas Leyes eran aún peores. Al menos los Tres Leyes no hacían juicios. Prospero, por el contrario, tenía una opinión sobre todo.

Fredda casi podía imaginarlo como último sacerdote de una olvidada religión humana, siempre dispuesto a debatir sobre cualquier concepto teológico intrincado, mientras no fuera de interés ni de importancia para nadie. A veces Calibán también era así. Puesto que era ella quien había diseñado y fabricado a ambos robots, bien podría haber hecho que sus cerebros no se pasaran el día absortos en minucias lógicas, pero ya era demasiado tarde.

—Al margen de lo que penséis de mis motivos —dijo—, nuevamente debo pediros que salgáis por la puerta de atrás. Nuestra próxima cita será dentro de tres días, ¿verdad?

—Sí —respondió Prospero—. Tengo otras citas que me ocuparán los próximos días.

—De acuerdo. Regresad dentro de tres días, por la tarde, y daremos por concluido nuestro asunto.

Calibán asintió, casi con una reverencia.

—Bien —dijo con tono sumamente cortés—. Hasta entonces.

En cuanto a Prospero, era evidente que no le interesaba la cortesía. Sencillamente dio media vuelta, abrió la puerta y abandonó la habitación, dejando que su compañero se encargara de la despedida. Calibán tuvo que darse prisa para alcanzarlo.

Fredda los miró marcharse, y una vez más se preguntó qué sucedía con Prospero. No sabía qué ocurría detrás de aquellos ojos resplandecientes. Había algo raro en un robot tan… reservado. Sacudió la cabeza mientras cruzaba la habitación. No tenía sentido preocuparse por ello ahora. Cerró la puerta e introdujo el código de seguridad, cuya combinación sólo conocían ella, Calibán y Prospero.

Y había momentos en que pensaba seriamente en tachar uno de esos nombres de la lista.