Capítulo undécimo

No nos vimos hasta la cena, angustiados ambos de haber reconquistado tan bruscamente nuestra soledad. No teníamos hambre. Los dos sabíamos que era indispensable que Anne regresara a nuestro lado. Por mi parte, no podría soportar durante mucho tiempo el recuerdo del rostro deshecho que tenía antes de marchar, ni la idea de su dolor y de mi responsabilidad. Había olvidado mis pacientes enredos y mis elaborados planes. Me sentía completamente desquiciada y confundida y veía el mismo sentimiento en el rostro de mi padre.

—¿Crees —preguntó— que nos ha abandonado por mucho tiempo?

—Seguramente se ha ido a París.

—París… —murmuró mi padre, soñador.

—Puede que no la volvamos a ver…

Me miró, confundido, y me cogió la mano por encima de la mesa.

—Me odiarás con todas tus fuerzas. No sé lo que me ha dado. Al llegar al pinar, Elsa… Bueno, la he besado, Anne ha debido de llegar en ese momento y…

No le escuchaba. Los personajes de Elsa y mi padre abrazados a la sombra de los pinos se me antojaban vodevilescos y sin consistencia, no los veía. La única cosa viva y cruelmente viva de aquel día era el rostro de Anne, aquel rostro postrero, atenazado por el dolor, traicionado. Le cogí un cigarrillo a mi padre y lo encendí. Otra cosa que no toleraba Anne: que se fumase a mitad de comida. Sonreí a mi padre:

—Me hago perfecto cargo: no es culpa tuya… Un momento de locura, como suele decirse. Pero Anne tiene que perdonarnos, bueno, que perdonarte.

—¿Qué podemos hacer? —dijo.

Tenía muy mala cara y me dio lástima. Yo también me di lástima. ¿Por qué Anne nos abandonaba así y nos hacía sufrir, por un pecadillo en definitiva? ¿No tenía deberes para con nosotros?

—Vamos a escribirle —dije—, y a pedirle perdón.

—Es una idea genial —gritó mi padre.

Había encontrado por fin una manera de salir de aquella inactividad llena de remordimientos en la que nos debatíamos desde hacía tres horas.

Sin terminar de comer, apartamos el mantel y los cubiertos, mi padre fue a buscar una enorme lámpara, plumas, un tintero y papel y nos acomodamos uno frente a otro, casi sonrientes, pues estábamos convencidos de que aquel montaje propiciaría el regreso de Anne. Un murciélago vino a describir sedosas curvas ante la ventana. Mi padre inclinó la cabeza y comenzó a escribir.

No puedo recordar sin un insoportable sentimiento de irrisión y crueldad las cartas desbordantes de buenos sentimientos que le escribimos a Anne aquella noche. Ambos a la luz de la lámpara, como dos colegiales aplicados y torpes, trabajando en medio del silencio en esta redacción imposible: «Recobrar a Anne». Hicimos, no obstante, dos obras maestras del género, cuajadas de disculpas, de ternura y de arrepentimiento. Al terminar, estaba casi convencida de que Anne no podría negarse, de que la reconciliación era inminente. Me imaginaba ya la escena del perdón, llena de pudor y de humor… Tendría lugar en París, en nuestro salón, Anne entraría y…

Sonó el teléfono. Eran las diez. Intercambiamos una mirada, primero de sorpresa y luego llena de esperanza: era Anne, llamaba para decirnos que nos perdonaba, que regresaba. Mi padre se abalanzó hacia el aparato, gritó «diga» con voz jubilosa.

Luego ya no dijo más que «sí, sí» con voz imperceptible. Yo me levanté a mi vez, mientras me invadía el miedo. Miraba a mi padre que se pasaba la mano por la cara, con gesto maquinal. Al final, colgó suavemente y se volvió hacia mí.

—Ha tenido un accidente —dijo—. En la carretera de L’Esterel. Les ha costado dar con sus señas. Han telefoneado a París y les han dado nuestro número de aquí… —Hablaba maquinalmente, con el mismo tono, y no me atrevía a interrumpirle—. El accidente ha ocurrido en el sitio más peligroso. Parece ser que ya ha habido muchos allí. El coche ha caído desde una altura de cincuenta metros. Habría sido milagroso que se salvase…

Recuerdo el resto de la noche como una pesadilla. La carretera apareciendo iluminada por los faros, el rostro inmóvil de mi padre, la puerta de la clínica… Mi padre no quiso que yo viera a Anne… Esperaba sentada en la sala de espera y miraba una litografía en la que aparecía Venecia. No pensaba en nada. Una enfermera me contó que era el sexto accidente que ocurría en aquel lugar desde principios de verano. Mi padre no regresaba.

Entonces pensé que, con su muerte, Anne se manifestaba —una vez más— distinta de nosotros. Si mi padre y yo nos hubiéramos suicidado —suponiendo que hubiéramos tenido valor para ello—, nos habríamos disparado un tiro en la cabeza, dejando una nota aclaratoria con el fin de que los responsables no volviesen a pegar ojo en la vida. Pero Anne nos había hecho el suntuoso regalo de dejarnos una enorme posibilidad de creer en el accidente: un lugar peligroso, la inestabilidad del coche… Un regalo que, por debilidad, no tardaríamos en aceptar. Y además, si hablo ahora de suicidio, no deja de ser fantasioso por mi parte. ¿Puede suicidarse alguien por seres como mi padre o como yo, seres que no necesitan a nadie, ni vivo ni muerto? Mi padre y yo, por lo demás, siempre hablamos de ello como de un accidente.

Al día siguiente, regresamos a casa a eso de las tres de la tarde. Elsa y Cyril nos esperaban sentados en la escalera. Se nos aparecieron como dos seres evanescentes y olvidados: ni uno ni otro habían conocido a Anne ni la habían querido. Estaban allí, con sus pequeños enredos amorosos y el doble atractivo de su belleza, su apuro. Cyril dio un paso hacia mí y posó la mano en mi brazo. Lo miré: nunca lo había querido. Lo había encontrado bueno y atractivo. Me había gustado el placer que me proporcionaba. Pero no lo necesitaba. Me marcharía. Diría adiós a aquella casa, a aquel chico, a aquel verano. Mi padre estaba conmigo, me tomó del brazo y entramos en la casa.

En la casa estaban la chaqueta de Anne, sus flores, su perfume. Mi padre cerró los postigos, cogió una botella de la nevera y dos copas. Era el único remedio a nuestro alcance. Nuestras cartas de disculpa danzaban por la mesa. Las empujé con la mano y volaron sobre el parqué. Mi padre, que venía hacia mí con la copa llena, vaciló y evitó pisarlas. Todo aquello me parecía simbólico y de mal gusto. Cogí la copa y la apuré de un trago. La habitación estaba sumida en la penumbra, veía la sombra de mi padre ante la ventana. Las olas batían en la playa.