Capítulo octavo

Al día siguiente me desperté perfectamente bien, apenas cansada, aunque con la nuca un poco dolorida por los excesos. Como todas las mañanas, el sol inundaba mi cama. Aparté las sábanas, me quité la chaqueta del pijama y me tumbé al sol con la espalda desnuda. Pegada la mejilla al brazo doblado, veía en primer plano la rugosa superficie de la sábana y, más allá, en el suelo, las vacilaciones de una mosca. El sol era suave y cálido, me daba la impresión de que hacía aflorar mis huesos bajo la piel, de que ponía especial esmero en calentarme. Decidí pasar la mañana así, sin moverme.

La noche anterior se perfilaba poco a poco en mi memoria. Recordé haberle dicho a Anne que Cyril era mi amante y la cosa me dio risa: cuando has bebido, dices la verdad y nadie te cree. Me acordé también de la señora Webb y de mi altercado con ella. Conocía bien a ese tipo de mujeres: en ese ambiente y a esa edad, la inactividad y las ganas de vivir suele convertirlas en seres odiosos. El contraste con la serenidad de Anne me había hecho juzgarla mucho más pesada y cargante de lo habitual. Por lo demás, era previsible. Desde mi punto de vista, ninguna de las amigas de mi padre podía compararse con Anne. Para que las fiestas resultaran gratas con aquella gente, o había que haber bebido más de la cuenta y disfrutar peleándose con ellos, o mantener relaciones íntimas con uno u otro de los cónyuges. Para mi padre, la cosa era más fácil: tanto Charles Webb como él eran unos ligones. «¿A que no adivinas quién cena y se va a la cama conmigo esta noche? La joven Mars, la de la película de Saurel. Volvía de casa de Dupuis y…». Tras lo cual mi padre se reía y le palmeaba el hombro: «¡Dichoso tú! Es casi tan guapa como Elise». Conversación de colegiales. Lo que me gustaba de ellos era la excitación, el entusiasmo que ambos ponían. Incluso me gustaban, durante aquellas interminables noches en las terrazas de los cafés, las tristes confidencias de Lombard: «¡Sólo la quería a ella, Raymond! ¿Recuerdas aquella primavera, antes de que se marchase…? ¡Qué estupidez, dedicarle la vida a una mujer!». Tenía un aspecto indecente, humillante pero fervoroso el presenciar las confidencias de dos hombres ante un vaso de alcohol.

Los amigos de Anne no debían de hablar nunca de sí mismos. Sin duda desconocían esa índole de aventuras. O si hablaban de ellas, lo harían riéndose por pudor. Yo me sentía dispuesta a compartir con Anne esa condescendencia que debían de inspirarle nuestras amistades, esa condescendencia amable y contagiosa… Sin embargo, me veía a mí misma a los treinta años más parecida a nuestros amigos que a Anne. Su silencio, su indiferencia, su reserva terminarían ahogándome. Por el contrario, pasados quince años, cuando ya estuviera un poco hastiada, me buscaría a un hombre seductor que también lo estuviera un poco:

«Mi primer amante se llamaba Cyril. Yo tendría unos dieciocho años, hacía calor en el mar…».

Me entretuve imaginando el rostro de aquel hombre. Tendría las mismas arruguillas que mi padre. Llamaron a la puerta. Me puse precipitadamente la chaqueta del pijama y grité: «¡Adelante!». Era Anne, que sostenía con precaución una taza.

—He pensado que te sentaría bien un poco de café… ¿Te encuentras muy mal?

—Perfectamente —dije—. Creo que anoche estaba un poco achispada.

—Como cada vez que te sacamos… —Se echó a reír—. Pero debo reconocer que me reí contigo… Era una noche muy pesada.

Yo había dejado de fijarme en el sol o en el sabor del café.

Cuando hablaba con Anne, su presencia me absorbía por completo, dejaba de sentirme existir, y eso que ella era la única persona que me ponía en entredicho y me obligaba a juzgarme a mí misma. Me hacía vivir momentos intensos y difíciles.

—¿Tú te lo pasas bien, Cécile, con gente como los Webb o los Dupuis?

—La mayoría me carga, pero estos son divertidos.

También ella miraba las evoluciones de la mosca por el sol. Pensé que la mosca debía de estar achacosa. Anne tenía los párpados largos y pesados, y le resultaba fácil mostrarse condescendiente.

—Es increíble hasta qué punto su conversación llega a ser monótona y…, ¿cómo decirlo?…, pesada. Esas historias de contratos, de mujeres, de fiestas, ¿no llegan a aburrirte?

—Verás —dije—, me he pasado diez años en un convento y el que esa gente no tenga principios me sigue fascinando…

No me atreví a añadir que me gustaba.

—Y han pasado dos años… —dijo Anne—. De todas formas, no es cosa de razonamiento ni de moral, sino de sensibilidad, de sexto sentido…

Yo no debía de tenerlo. Advertía claramente que algo me fallaba por ese lado.

—Anne —dije bruscamente—, ¿te parezco inteligente?

Se echó a reír, sorprendida por la brutalidad de la pregunta.

—¡Pues claro, mujer! ¿Por qué me lo preguntas?

—Si fuera tonta me contestarías lo mismo —suspiré—. Tantas veces me das esa impresión de estar por encima de mí…

—Son los años —dijo—. Aviada estaba si no tuviera un poco más de seguridad que tú. ¡Influirías en mí!

Soltó una carcajada y me dolió.

—Pues a lo mejor tampoco sería tan malo.

—Sería una catástrofe —dijo.

Abandonó bruscamente ese tono frívolo para mirarme a los ojos. Yo me moví, incómoda. Todavía no puedo soportar esa manía que tiene la gente de mirarte con fijeza cuando te habla o de acercarse mucho a ti para asegurarse de que les escuchas. Cálculo equivocado por lo demás, porque cuando me veo en esa situación sólo pienso en escaparme, en retroceder, digo «sí, sí», multiplico las maniobras para cambiar de pie y huir al otro extremo de la habitación. Me sublevan su insistencia, su indiscreción, esas pretensiones de exclusividad. Anne, por fortuna, no se creía obligada a acapararme de esa manera, sino que se limitaba a no despegar los ojos de los míos, con lo que me costaba mantener ese tono distraído y desenvuelto que me gusta utilizar.

—¿Sabes cómo acaban los hombres como Webb?

«Y como mi padre», pensé para mí.

—En el arroyo —dije alegremente.

—Llega una edad en que ya no son seductores, ni están para muchos trotes, como suele decirse. No pueden beber y siguen pensando en las mujeres. Sólo que se ven obligados a pagarlas, a aceptar multitud de pequeños compromisos para escapar a la soledad. Se sienten burlados, infelices. Eligen ese momento para volverse sentimentales y exigentes… He visto a muchos convertirse en auténticas ruinas.

—¡Pobre Webb! —dije.

Me dio un vuelco el corazón. ¡Tal era el final que le esperaba a mi padre, seguro! Al menos el final que le hubiera amenazado de no ser por Anne.

—A ti eso ni se te pasa por la cabeza —dijo Anne con una pequeña sonrisa de conmiseración—. No sueles pensar en el futuro, ¿verdad que no? Es el privilegio de la juventud.

—Por favor —dije—, no estés siempre echándome en cara mi juventud. La utilizo lo menos posible. No creo que me dé derecho a todos los privilegios y a que se me disculpe todo. Para mí no cuenta.

—¿Y qué cuenta para ti? ¿Tu tranquilidad, tu independencia?

—Nada —dije—. No pienso mucho, ¿sabes?

—Me irritáis un poco tu padre y tú. No pensáis nunca en nada… no servís para gran cosa… no sabéis… ¿Te gustas así?

—No. No me gusto, ni lo intento. Muchas veces me obligas a complicarme la vida y eso me molesta un poco de ti.

Se puso a tararear con aire pensativo. Me sonaba la canción pero no recordaba qué era.

—¿Qué canción es esa, Anne? Me pone nerviosa…

—No lo sé —sonrió de nuevo, con cierto desánimo—. Quédate en la cama y descansa. Proseguiré en otro sitio mi investigación sobre el intelecto de la familia.

«Claro», pensé, «con mi padre la cosa es fácil». Me parecía estar oyéndolo: «No pienso en nada porque te quiero, Anne». Por inteligente que fuese, a ella la razón debía de parecerle de primera. Me estiré cuidadosamente y hundí la cabeza en la almohada. Cavilé mucho, a pesar de lo que le había dicho a Anne. En el fondo, ella dramatizaba, desde luego. Pasados veinticinco años, mi padre sería un amable sexagenario de pelo blanco, un poco propenso al whisky y a los recuerdos brillantes. Saldríamos. Yo le contaría mis calaveradas y él me daría consejos. Me di cuenta de que excluía a Anne de aquel futuro. No podía, no lograba incluirla en él. En aquel piso hecho una leonera, tan pronto desolado como lleno de flores, resonante de escenas y voces forasteras, regularmente atestado de maletas, el orden, el silencio, la armonía que siempre traía consigo Anne, mal podían aparecérseme como el más preciado de los bienes. Me daba mucho miedo morirme de aburrimiento. Sin duda temía menos su influencia desde que amaba real y físicamente a Cyril. Aquello me había liberado de muchos miedos. Pero me asustaban el aburrimiento y sobre todo la tranquilidad. Mi padre y yo, para estar interiormente tranquilos, necesitábamos la agitación exterior. Y eso Anne era incapaz de admitirlo.