Capítulo séptimo

A los pocos días, mi padre recibió unas líneas de un amigo nuestro que le citaba en Saint-Raphaël a tomar el aperitivo. Se apresuró a comunicárnoslo, encantado de evadirse un poco de aquella soledad voluntaria y un tanto forzada en que vivíamos.

Anuncié, pues, a Elsa y a Cyril que estaríamos en el Bar du Soleil a la siete y que, si querían acudir, allí nos encontrarían. Por desgracia, Elsa conocía al amigo en cuestión, lo que acrecentó su deseo de acudir. Entreví complicaciones e intenté disuadirla, pero fue en vano.

—Charles Webb me adora —dijo con simplicidad infantil—. Cuando me vea, hará todo lo posible por conseguir que Raymond vuelva conmigo.

A Cyril le tenía sin cuidado ir a Saint-Raphaël. Lo principal para él era estar donde yo estuviera. Lo advertí en su mirada y no pude por menos de sentirme orgullosa.

Salimos en coche a eso de las seis de la tarde. Anne nos llevó en el suyo, que me encantaba: era un descapotable americano que cuadraba más con sus imperativos publicitarios que con sus gustos. Con los míos sí que cuadraba aquel coche lleno de objetos brillantes, silencioso y distante, que se inclinaba en las curvas. Además, íbamos los tres delante, y en ningún sitio como en un coche me sentía tan amiga de alguien. Los tres delante, con los codos un poco apretados, sometidos al mismo placer de la velocidad y del viento, acaso a una misma muerte. Conducía Anne, como para simbolizar la familia que íbamos a formar. No había vuelto a subir a un coche desde la fiesta de Cannes, lo que me dejó pensativa.

En el Bar du Soleil nos reunimos con Charles Webb y su mujer. Él se dedicaba a la publicidad teatral, su mujer a gastar el dinero que él ganaba. Lo hacía a una velocidad vertiginosa y con muchachos. Webb estaba totalmente obsesionado por la idea de quedarse a dos velas, lo que le hacía correr sin cesar tras el dinero. De ahí su aspecto inquieto, presuroso, que tenía algo de indecente. Había sido durante mucho tiempo amante de Elsa, pues esta no era, a pesar de su belleza, una mujer particularmente ambiciosa, y a Webb su indolencia sobre ese punto le gustaba.

Su mujer era mala. Anne no la conocía y vi al punto que su hermoso rostro adoptaba ese aire despectivo y burlón que le era habitual en sociedad. Charles Webb hablaba mucho, como de costumbre, al tiempo que lanzaba miradas inquisitivas a Anne. Se preguntaba a todas luces qué pintaba allí con el calavera de Raymond y su hija. Yo me sentía llena de orgullo pensando que no iba a tardar en saberlo. Mi padre se inclinó un poco hacia él en el momento en que recobraba el aliento y declaró de sopetón:

—Tengo que darte una noticia, muchacho. Anne y yo nos casamos el 5 de octubre.

Webb los miró sucesivamente a ambos, con cara de pasmo. Yo no cabía en mí de gozo. Su mujer estaba desconcertada: siempre había tenido debilidad por mi padre.

—Enhorabuena —gritó por fin Webb con voz estentórea—. ¡Es una idea magnífica! Querida señora, cargar con semejante golfo es un acto sublime… ¡Camarero! Esto hay que celebrarlo.

Anne sonreía, desenvuelta y tranquila. De pronto vi que a Webb se le iluminaba la cara y no me volví:

—¡Elsa! Pero si es Elsa Mackenbourg. No me ha visto. ¿Te has fijado, Raymond, lo guapa que se ha puesto esa chica…?

—¿Verdad que sí? —dijo mi padre con voz de feliz propietario.

Luego se acordó y cambió de expresión.

Anne tenía que haber reparado en el tono de mi padre. Volvió la cara con un rápido movimiento, de él hacia mí. Cuando abría la boca para decir algo, me incliné hacia ella:

—Anne, tu elegancia está causando estragos. Ahí hay un hombre que no te quita ojo.

Lo dije con tono confidencial, o sea, lo bastante alto para que lo oyese mi padre, que se volvió de inmediato y divisó al hombre de marras.

—No me hace gracia —dijo, y cogió la mano de Anne.

—¡Qué encantadores! —se emocionó irónicamente la señora Webb—. Charles, no tenías que haber molestado a estos tortolitos. Tenías que haber invitado sólo a la niña.

—La niña no habría venido —contesté sin contemplaciones.

—¿Y por qué? ¿Tienes amores con algún pescador?

Me había visto una vez hablando con un cobrador de autobús sentada en un banco y desde entonces me trataba como a una desclasada, como lo que llamaba ella una «desclasada».

—Pues sí —dije, esforzándome en aparentar alegría.

—¿Y pescas mucho?

El colmo era que se creía graciosa. Poco a poco, empezaba a encendérseme la sangre.

—Lo mío no son los macarras[1] —dije—, pero pesco.

Reinó un silencio. Se alzó la voz de Anne, siempre tan serena:

—Raymond, ¿quieres pedirle una paja al camarero para el zumo de naranja?

Charles Webb se apresuró a empalmar con el tema de las bebidas refrescantes. Mi padre se moría de risa, lo vi por su manera de concentrarse en el vaso. Anne me dirigió una mirada suplicante. Decidieron de inmediato que cenaríamos juntos, como personas que han estado a punto de pelearse.

Bebí mucho durante la cena. Necesitaba olvidar la expresión inquieta de Anne cuando miraba a mi padre, o vagamente agradecida cuando sus ojos se detenían en mí. Cada vez que la mujer de Webb me lanzaba una pulla, la miraba con una sonrisa radiante. Enseguida se puso agresiva. Anne me hacía señas de que no chistase. Le horrorizaban las escenas públicas y notaba que la señora Webb estaba dispuesta a montar una. Yo, en cambio, estaba acostumbrada, era cosa habitual en nuestro ambiente. Por eso no estaba absolutamente tensa oyéndola hablar.

Después de cenar, fuimos a una boîte de Saint-Raphaël. Al poco de llegar nosotros, aparecieron Elsa y Cyril. Elsa se detuvo en la puerta, habló con la mujer del guardarropa alzando mucho la voz y penetró en el local, seguida del pobre Cyril. Pensé que se comportaba más como una fulana que como una enamorada, pero era lo bastante guapa como para permitírselo.

—¿Quién es ese remilgado? —preguntó Charles Webb—. Es muy joven.

—El amor —susurró su mujer—. El amor, que le prueba bien…

—¡Imagínate! —dijo mi padre con violencia—. Un capricho y nada más.

Miré a Arme. Examinaba a Elsa con tranquilidad y despego, como miraría a las modelos que presentaban sus colecciones o a las mujeres muy jóvenes. Sin la menor acritud. Durante un instante la admiré apasionadamente por aquella ausencia de mezquindad, de celos. Por otra parte, no entendía que pudiera sentir celos de Elsa. Ella era cien veces más guapa y elegante que Elsa. Como estaba borracha, se lo dije. Me miró curiosamente.

—¿Que soy más guapa que Elsa? ¿Tú crees?

—¡Desde luego!

—Siempre es agradable. Pero estás bebiendo demasiado otra vez. Dame tu vaso. ¿No te da pena ver ahí a tu Cyril? Se está aburriendo.

—Es mi amante —dije alegremente.

—¿Estás completamente borracha? Menos mal que ya es hora de volver.

Nos separamos de los Webb con alivio. Me despedí de la mujer de Webb con un solemne «señora». Condujo mi padre. Yo recliné la cabeza en el hombro de Anne.

Pensé que la prefería a los Webb y a la mayoría de la gente que veíamos habitualmente. Que era mejor, más digna, más inteligente. Mi padre hablaba poco. Seguramente se acordaba de la aparición de Elsa.

—¿Duerme? —preguntó a Anne.

—Como una criatura. Se ha portado relativamente bien. Excepto la alusión a los macarras, que era un poco directa…

Mi padre se echó a reír. Hubo un silencio. Luego oí de nuevo la voz de mi padre.

—Anne, te quiero, sólo te quiero a ti. ¿Me crees?

—No me lo digas tanto, que me asusta…

—Dame la mano.

Estuve a punto de incorporarme y protestar: «No, que hay precipicios». Pero estaba un poco borracha, el perfume de Anne, el viento del mar en mi pelo, el pequeño arañazo que me había hecho Cyril mientras nos amábamos eran otras tantas razones para ser feliz y callarme. Me vencía el sueño. Mientras tanto, Elsa y el pobre Cyril estarían saliendo penosamente en la moto que le había regalado su madre por su cumpleaños. No sé por qué eso me emocionó y me entraron ganas de llorar. ¡Aquel coche era tan suave, tan cómodo, tan apropiado para el sueño…! Sueño que la señora Webb no podría conciliar en aquel momento. Seguramente, a su edad, yo también pagaría a jóvenes para que me amaran porque el amor era la cosa más dulce y más viva, más sensata. Y porque el precio poco importa. Lo que importa es no agriarse y tener celos. Como los que tenía ella de Elsa y de Anne. Me reí muy bajito. El hombro de Anne se ahuecó un poco más. «Duerme», dijo con firmeza. Y me dormí.