Capítulo tercero

Al día siguiente, al encaminarme a casa de Cyril, me sentía intelectualmente mucho menos segura de mí misma. Para celebrar mi curación, había bebido demasiado durante la cena y me puse más que alegre. Le expliqué a mi padre que había decidido hacer una licenciatura en letras, que me trataría con eruditos y que quería llegar a ser una persona famosa y cargante. Se vería obligado a desplegar todos los recursos de la publicidad y del escándalo para catapultarme. Intercambiamos ideas descabelladas, riéndonos a carcajadas. Anne se reía también pero menos ruidosamente, como con indulgencia. De cuando en cuando, no se reía en absoluto, ya que mis proyectos de lanzamiento rebasaban los límites de la literatura y de la mera decencia. Pero mi padre parecía tan manifiestamente feliz de que nos reencontrásemos a través de nuestras bromas estúpidas que no decía nada. Al final, me acostaron y me arroparon. Les di vehementemente las gracias y les pregunté qué haría yo sin ellos. Mi padre no lo sabía en absoluto. Anne parecía tener una idea bastante feroz al respecto, pero cuando le supliqué que me lo dijese y se inclinó hacia mí, me quedé profundamente dormida. Por la noche, estuve enferma. El despertar fue de lo más espantoso. Con la mente confusa y el corazón vacilante, me encaminé hacia el pinar, sin prestar la menor atención al mar matinal y a las gaviotas enardecidas.

Me encontré a Cyril a la entrada del jardín. Se abalanzó hacia mí, me tomó en sus brazos, me estrechó violentamente contra él musitando frases confusas:

—Cariño, estaba muy inquieto… Hace tanto tiempo… No sabía nada de ti, si esa mujer te lo hacía pasar mal… No sabía que yo mismo pudiera ser tan desgraciado… Pasaba todas las tardes delante de la cala, una vez, dos veces… No creía que te quisiera tanto…

—Yo tampoco —dije.

A decir verdad, la cosa me sorprendía y me conmovía a un tiempo. Lamentaba estar tan mareada, no poder demostrarle mi emoción.

—Qué pálida estás —dijo—. De ahora en adelante, me ocuparé yo de ti, no dejaré que sigan maltratándote.

Reconocí la imaginación de Elsa. Pregunté a Cyril qué opinaba su madre.

—Se la he presentado como una amiga, una huérfana —dijo Cyril—. Además, Elsa es muy agradable. Me ha contado todo lo de esa mujer. Es curioso que sea capaz de tales intrigas, con esa cara tan distinguida y esa clase.

—Elsa ha exagerado mucho —murmuré débilmente—. Quería decirte precisamente que…

—Yo también tengo algo que decirte —me interrumpió Cyril—. Cécile, quiero casarme contigo.

Me invadió un instante de pánico. Había que hacer algo, decir algo. De no haber sido por aquel espantoso mareo…

—Te quiero —decía Cyril con la boca pegada a mi pelo—. He mandado a paseo el derecho, me han ofrecido un trabajo interesante… un tío mío. Tengo veintiséis años, ya no soy ningún niño, estoy hablando en serio. ¿Qué me dices?

Busqué desesperadamente alguna frase equívoca que quedase bien. No quería casarme con él. Le quería pero no quería casarme con él. No quería casarme con nadie, estaba cansada.

—No es posible —balbucí—. Mi padre…

—De tu padre me encargo yo —dijo Cyril.

—Anne no querrá —dije—. Mantiene que todavía no soy adulta. Y si ella dice que no, mi padre dirá lo mismo. Estoy tan cansada, Cyril, estas emociones me dejan hecha polvo, sentémonos. Aquí llega Elsa.

Bajaba en batín, lozana y luminosa. Me sentí mustia y flaca. Tenían ambos un aspecto sano, resplandeciente y excitado que me dejaba aún más apagada. Elsa me hizo sentarme con mil deferencias, como si saliese de la cárcel.

—¿Cómo está Raymond? —preguntó—. ¿Sabe que he venido?

Esgrimía la sonrisa feliz de la mujer que ha perdonado y espera. No podía decirle, a ella, que mi padre la había olvidado, ni a él que no quería casarme. Cerré los ojos. Cyril fue a buscar café. Elsa hablaba por los codos, me consideraba a todas luces una persona muy sutil, tenía confianza en mí. El café era muy fuerte, muy aromático, y el sol me tonificó un poco.

—Por más que he buscado, no he encontrado solución —dijo Elsa.

—No la hay —dijo Cyril—. Está encaprichado, dominado. No hay nada que hacer.

—Sí —dije—. Hay una forma. No tenéis la menor imaginación.

Me halagaba verlos pendientes de mis palabras: ¡tenían diez años más que yo y no se les ocurría nada! Adopté un aire desenvuelto.

—Es cuestión de psicología —dije.

Hablé durante largo rato, explicándoles mi plan. Me presentaron las mismas objeciones que me planteara yo la víspera y experimenté un soberano placer rebatiéndolas. Resultaba gratuito, pero puse tanto empeño en convencerlos que acabé apasionándome yo misma. Les demostré que era posible. Sólo me quedaba por demostrarles que no había que hacerlo, pero no se me ocurrieron argumentos del mismo peso.

—No me gustan estos tejemanejes —dijo Cyril—. Pero si no hay otra manera de casarme contigo, los acepto.

—No es que sea culpa de Anne —objeté.

—Sabes muy bien que si se queda, te casarás con quien ella decida —dijo Elsa.

Tal vez era cierto. Me imaginé a Anne presentándome a un joven el día de mis veinte años, licenciado también, con un brillante porvenir, inteligente, equilibrado y a buen seguro fiel. En cierto modo como Cyril, por lo demás. Me eché a reír.

—Por favor, no te rías —dijo Cyril—. Dime que te pondrás celosa cuando finja que quiero a Elsa. ¿Cómo se te ha podido ocurrir? ¿Me quieres?

Hablaba en voz baja. Elsa se había alejado discretamente. Miraba el rostro moreno, tenso, los ojos oscuros de Cyril. Me quería, lo que me producía una curiosa impresión. Miraba su boca, turgente de sangre, tan cercana… Ya no me sentía nada intelectual. Acercó un poco la cara hasta que nuestros labios se rozaron y reconocieron. Permanecí sentada con los ojos abiertos, su boca inmóvil pegada a la mía, una boca caliente y dura. Le recorrió un leve estremecimiento, se apoyó un poco más para atajarlo, luego sus labios se abrieron, su beso se animó, enseguida se tornó apremiante, hábil, demasiado hábil… Comprendí que estaba más dotada para besar a un chico al sol que para estudiar una carrera. Me desasí un poco, jadeante.

—Cécile, tenemos que vivir juntos. Representaré ese papel con Elsa.

Me pregunté si mis cálculos eran acertados. Yo era el alma, el director de aquella comedia. Siempre podría detenerla.

—Se te ocurre cada idea más rara —dijo Cyril con esa sonrisilla sesgada que le levantaba el labio y le ponía cara de bandido, de guapísimo bandido…

—Bésame —murmuré—, corre, bésame.

Y así puse en marcha la comedia. A mi pesar, por indolencia y curiosidad. A ratos, preferiría haberlo hecho voluntariamente con odio y violencia. Para poder ser yo la culpable, y no la pereza, el sol o los besos de Cyril.

Abandoné a los conspiradores al cabo de una hora, bastante apurada. Me quedaban para tranquilizarme numerosos argumentos: mi plan podía errar, o mi padre podía extremar su pasión por Anne hasta mantenerse fiel. Además, ni Cyril ni Elsa podían hacer nada sin mí. Ya encontraría un motivo para detener el juego, en el caso de que mi padre cayera en la trampa. Tenía su gracia intentarlo y comprobar si mis cálculos psicológicos resultaban ciertos o equivocados.

Y además, Cyril me quería, Cyril quería casarse conmigo: el pensar eso bastaba para mantenerme eufórica. Si podía esperar uno o dos años, lo que me costase hacerme adulta, aceptaría. Me veía ya viviendo con Cyril, durmiendo pegada a él, siempre juntos. Todos los domingos iríamos a comer con Anne y mi padre, matrimonio unido, y quizás incluso con la madre de Cyril, lo que contribuiría a crear un ambiente familiar durante la comida.

Me encontré con Anne en la terraza. Bajaba a la playa a reunirse con mi padre. Me recibió con la expresión irónica que se adopta con la gente que ha bebido la víspera. Le pregunté qué había estado a punto de decirme por la noche antes de que me durmiese, pero se negó riendo, alegando que me molestaría. Mi padre salía del agua, ancho y musculoso. Lo encontré soberbio. Me bañé con Anne, que nadaba despacio, sacando la cabeza para no mojarse el pelo. Luego nos tumbamos boca abajo los tres juntos, yo entre ellos dos, silenciosos y tranquilos.

En ese momento asomó la embarcación por el extremo de la cala, con todas las velas desplegadas. Mi padre fue el primero que la vio:

—El bueno de Cyril no aguantaba más —dijo riendo—. ¿Qué, Anne, le perdonamos? En el fondo es un buen chico.

Alcé la cabeza, venteando el peligro.

—Pero ¿qué hace? —exclamó mi padre—. Si cruza la cala. ¡Anda!, pero si no va solo…

Anne había levantado la cabeza a su vez. El barco iba a pasar delante de nosotros, dejándonos atrás. Divisé la cara de Cyril y le supliqué para mis adentros que se fuera. La exclamación de mi padre me hizo sobresaltarme. Y eso que hacía dos minutos que la esperaba:

—Pero… ¡pero si es Elsa! ¿Qué hace ahí?

Se volvió hacia Anne:

—¡Esa chica es increíble! Seguro que ha pescado a ese pobre muchacho y se ha ganado a la anciana.

Pero Anne no le escuchaba. Me miraba. Mi mirada se cruzó con la suya y volví a pegar la cara a la arena, muerta de vergüenza. Acercó la mano y la posó en mi cuello:

—Mírame. ¿Estás enfadada conmigo?

Abrí los ojos: se inclinaba hacia mí con cara inquieta, casi de súplica. Por primera vez me miraba como un ser sensible y pensante, y eso el día en que… Exhalé un gemido, volví violentamente la cabeza hacia mi padre para zafarme de esa mano. Mi padre miraba el barco.

—Pobre niña mía —prosiguió la voz de Anne, muy queda—. Cécile, cariño, en cierto modo es culpa mía, quizá no tenía que haber sido tan intransigente… No quería hacerte daño, ¿me crees?

Me acariciaba el pelo y la nuca, cariñosamente. Yo no me movía. Tenía la misma sensación que cuando la arena se me escurría a los pies al retirarse una ola. Me invadía un deseo de derrota, de dulzura, y jamás otro sentimiento, ni la ira ni el deseo, se habían apoderado de mí con tal fuerza. Renunciar a la comedia, confiarle mi vida, ponerme en sus manos hasta el fin de mis días. Nunca había sentido una debilidad tan violenta y total. Cerré los ojos. Me dio la impresión de que mi corazón había dejado de latir.