Transcurrieron dos días: le daba mil vueltas a lo mismo, me agotaba. No podía liberarme de aquella obsesión: Anne iba a destrozar nuestra existencia. No intenté ver a Cyril. Me habría tranquilizado, me habría hecho disfrutar de algún momento de felicidad, y no me apetecía. Incluso hallaba cierta complacencia en plantearme cuestiones insolubles, en recordar los días pasados, en temer los venideros. Hacía mucho calor. Mi habitación estaba en la penumbra, los postigos cerrados, pero aun así el aire era insoportablemente pesado y húmedo. Me quedé en la cama, la cabeza echada hacia atrás, los ojos fijos en el techo, moviéndome apenas para encontrar un trozo de sábana fresca. No dormía. Ponía en el tocadiscos, instalado al pie de la cama, discos lentos, sin melodía, todo ritmo. Fumaba mucho, me encontraba decadente y eso me gustaba. Pero ese juego no bastaba para engañarme: me sentía triste, desorientada.
Una tarde llamó la asistenta a mi puerta y me advirtió con cara misteriosa que «había alguien abajo». Pensé de inmediato en Cyril, pero no era él. Era Elsa. Me estrechó las manos con efusión. La miré y me sorprendió su recompuesta belleza. Por fin se había puesto morena, con un color claro y regular, muy cuidado, y estaba pletórica de juventud.
—He venido por las maletas —dijo—. Juan me ha comprado algunos vestidos estos días, pero no son suficientes.
Me pregunté un instante quién era Juan pero lo dejé estar. Me gustaba volver a ver a Elsa: traía con ella un aire de mujer mantenida, de bares, de fiestas frívolas que me hacían evocar días felices. Le dije que me alegraba de verla y me aseguró que siempre nos habíamos llevado bien porque teníamos puntos en común. Disimulé un leve escalofrío y le propuse que subiese a mi habitación, lo que le evitaría encontrarse con mi padre y con Anne. Cuando le mencioné a mi padre, no pudo evitar un pequeño movimiento con la cabeza y pensé que a lo mejor seguía queriéndolo… a pesar de Juan y sus vestidos. Pensé también que, tres semanas antes, se me habría pasado por alto aquel gesto.
En mi habitación, se puso a hablarme con gran animación de la vida mundana y subyugante que había llevado en la costa. Yo notaba confusamente que me asaltaban curiosas ideas inspiradas en parte por su nuevo aspecto. Por fin, se interrumpió por su propia cuenta, tal vez por mi silencio, dio unos pasos por la habitación y, sin volverse, me preguntó con tono de despego si «Raymond era feliz». Me dio la impresión de haber dado en el blanco, y de inmediato comprendí por qué. De pronto, una multitud de proyectos bulló en mi cerebro, afloraron planes, me sentí sucumbir bajo el peso de mis argumentos. Con igual presteza, supe lo que había que decir:
—¡«Feliz» es mucho decir! Eso es lo que le hace creer Anne. Es muy hábil.
—Mucho —suspiró Elsa.
—Jamás adivinarías de lo que le ha convencido… Van a casarse…
Elsa se volvió hacia mí con cara horrorizada:
—¿A casarse? ¿Y Raymond quiere casarse?
—Sí, Raymond va a casarse.
Bruscamente, me entraron ganas de reír. Me temblaban las manos. Elsa parecía anonadada, como si le hubiera asestado un mazazo. No había que dejarla meditar y deducir que, al fin y al cabo, mi padre ya era mayor y no podía pasarse la vida con mujeres galantes. Me incliné hacia adelante y bajé de improviso la voz para impresionarla:
—Eso no debe ser, Elsa. Mi padre está sufriendo ya. Es algo que no es posible, y tú lo sabes.
—Sí —dijo.
Parecía fascinada, cosa que me daba ganas de reír y acrecentaba mis temblores.
—Te estaba esperando —proseguí—. Tú eres la única capaz de medirte con Anne. La única con suficiente clase.
Se echaba de ver que no deseaba otra cosa que creerme.
—Pero si se casa con ella será porque la quiere —objetó.
—Vamos, Elsa —dije suavemente—, si a quien quiere es a ti. No intentes hacerme creer que lo ignoras.
La vi parpadear y volver la cabeza para disimular la satisfacción, la esperanza que le infundían mis palabras. Yo actuaba en una especie de vértigo, intuyendo exactamente lo que había que decir.
—Como puedes imaginarte —dije—, le ha salido con el cuento del equilibrio conyugal del hogar, de la moral, y se lo ha metido en el bolsillo.
Me abrumaban mis palabras… Porque, en definitiva, lo que expresaba en aquel momento eran mis propios sentimientos, de un modo tosco y elemental sin duda, pero fiel a lo que yo pensaba.
—Como se celebre ese matrimonio, Elsa, nos destroza la vida a los tres. Hay que defender a mi padre, es un niño grande… Un niño grande…
Repetía «niño grande» con energía. Aquello me parecía un tanto melodramático pero ya los bonitos ojos verdes de Elsa se empañaban de compasión. Concluí como en un cántico:
—Ayúdame, Elsa. Te lo pido por ti, por mi padre y por vuestro mutuo amor.
Agregué para mis adentros: «… y por los chinitos».
—Pero ¿qué puedo hacer yo? —preguntó Elsa—. Lo veo imposible.
—Si te parece imposible, déjalo —dije, con esa voz que llaman entrecortada.
—¡Menuda zorra! —murmuró Elsa.
—Es la palabra exacta —dije, y volví la cara yo también.
Elsa se iba animando a ojos vistas. Se la habían jugado, pero ahora vería esa intrigante de lo que era capaz ella, Elsa Mackenbourg. Y mi padre la quería, siempre lo había sabido. Ella misma no había podido olvidar junto a Juan la seducción de Raymond. Eso sí, ella no le hablaba del hogar, pero al menos no le aburría, no intentaba…
—Elsa —dije interrumpiéndola, porque ya no la soportaba—, vete a ver a Cyril de mi parte y le pides que te aloje. Ya se apañará con su madre. Dile que, mañana por la mañana, iré a verle. Discutiremos el asunto los tres. Elsa, estás defendiendo tu destino —agregué con pitorreo en el umbral de la puerta.
Elsa asintió gravemente, como si no tuviera por lo menos una docena de destinos, tantos como hombres que la mantendrían.
La miré alejarse al sol, con su andar contoneante. Le di una semana a mi padre para volver a desearla.
Eran las tres y media: en aquel momento estaría durmiendo en los brazos de Anne. Ella misma, colmada, rendida, tumbada al calor del placer, de la felicidad, se estaría abandonando al sueño… Me puse a trazar planes muy rápidamente sin detenerme un instante. Deambulaba por el cuarto sin interrupción, caminaba hasta la ventana, dirigía una mirada al mar perfectamente tranquilo, aplastado sobre la arena, volvía a la puerta, daba la vuelta. Calculaba, sopesaba, eliminaba sobre la marcha todas las objeciones. Nunca me había dado cuenta de la agilidad de la mente, de sus arranques. Me sentía peligrosamente hábil y a la oleada de asco que se había apoderado de mí, contra mí, nada más empezar a hablar con Anne, se sumaba un sentimiento de orgullo, de complicidad interior, de soledad.
Todo eso se vino abajo —¿hace falta decirlo?— a la hora del baño. Temblaba de remordimiento ante Anne, no sabía qué hacer para reparar mi falta. Le llevaba la bolsa, me precipitaba a tenderle el albornoz cuando salía del agua, la colmaba de atenciones, de palabras amables. Tan brusco cambio, tras mi silencio de los últimos días, no dejó de sorprenderla e incluso le gustó. Mi padre estaba encantado. Anne me daba las gracias con una sonrisa, me contestaba alegremente y yo me acordaba del «Menuda zorra». «Es la palabra exacta». ¿Cómo había podido decir semejante cosa y escuchar las tonterías de Elsa? Al día siguiente le aconsejaría que se marchase, confesándole que me había equivocado. Todo volvería a ser igual y, bien mirado, aprobaría ese examen. Seguro que tiene alguna utilidad el bachillerato.
—¿Verdad?
Le hablaba a Anne.
—¿Verdad que es útil el bachillerato?
Me miró y soltó una carcajada. La imité, feliz de verla tan contenta.
—Eres increíble —dijo.
Es cierto que era increíble, ¡sobre todo si hubiera sabido lo que había proyectado hacer! ¡Me moría de ganas de contárselo para que viera hasta qué punto era increíble! «Imagínate que le hiciese representar una comedia a Elsa: ella fingiría estar enamorada de Cyril, viviría en su casa, los veríamos pasar en barco, nos los encontraríamos en el pinar, en la costa. Elsa se ha puesto otra vez muy guapa. Sí, bueno, no posee tu belleza pero es ese tipo de hembra despampanante que hace volverse a los hombres. Mi padre no lo habría soportado mucho tiempo: nunca ha consentido que una mujer guapa que ha sido suya se consuele tan deprisa y, por así decirlo, ante sus ojos. Sobre todo con un hombre más joven que él. Comprenderás, Anne, que la habría deseado enseguida, por más que te quiera, para tranquilizarse. Es muy vanidoso o muy poco seguro de sí mismo, como quieras. Elsa, bajo mis directrices, habría hecho todo lo necesario. Un día, mi padre te habría engañado y no habrías podido soportarlo, ¿a que no? No eres de esas mujeres que comparten a un hombre. Entonces te habrías marchado, que era lo que yo quería. Sí, es una estupidez, te había cogido manía por culpa de Bergson, del calor. Me imaginaba que… Es algo tan abstracto y ridículo que ni me atrevo a decírtelo. Por culpa de ese bachillerato habría podido hacerte romper con nosotros, a ti, la amiga de mi madre, nuestra amiga. Y, sin embargo, es útil el bachillerato, ¿verdad?».
—¿Verdad?
—¿Verdad qué? —dijo Anne—. ¿Que es útil el bachillerato?
—Sí —contesté.
Bien mirado, era preferible no decirle nada. Seguramente no lo habría entendido. Había cosas que Anne no entendía. Me zambullí en el agua en pos de mi padre, luché con él, reconquisté los placeres del juego, del agua, de la buena conciencia. Al día siguiente, me mudaría de habitación. Me instalaría en el desván con mis libros de texto. De todas maneras, no me llevaría a Bergson. ¡Tampoco había que exagerar! Dos buenas horas de trabajo, en la soledad, el esfuerzo silencioso, el olor a tinta, a papel. El éxito en octubre, la risa atónita de mi padre, la aprobación de Anne, el título. Sería inteligente, culta, un poco displicente, como Anne. A lo mejor tenía posibilidades intelectuales… ¿Acaso no había elaborado en cinco minutos un plan lógico, despreciable desde luego, pero lógico? ¡Y Elsa! Me la había ganado a través de la vanidad, del sentimiento, la había convencido en unos instantes, cuando venía sólo a recoger las maletas. Era curioso, además: había puesto la mira en Elsa, vislumbrado el punto débil y ajustado mis tiros antes de hablar. Por vez primera conocía ese placer extraordinario: calar a un ser, descubrirlo, sacarlo a la luz y, entonces, darle de lleno. Al igual que apretamos con precaución un resorte, había intentado encontrar a alguien y al punto el mecanismo se había puesto en marcha. ¡Tocado! Nunca había conocido tal cosa, era demasiado impulsiva. Si llegaba al corazón de una persona era por descuido. De pronto entreveía todo ese mecanismo de los reflejos humanos, todo ese poder del lenguaje… Lástima que fuese a través de la mentira. Un día amaría a alguien apasionadamente y buscaría un camino hacia él, con precaución, con dulzura, temblándome la mano…