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Perdón por lo que ocurra.

(Camiseta)

Justo en medio de una escena inquietante en la que una chica con un parche en el ojo intentaba convencerme de que le debía doce dólares por recoger mis dientes de la acera y ponerlos en un vaso de papel, oí otra voz. Una tan familiar, tan cercana a mi corazón que este reaccionó hinchándose de felicidad.

—¿Vas a pasarte todo el día durmiendo?

Me vi arrastrada hacia la conciencia y me cubrí los ojos con un brazo, de mala gana. Tal vez esta vez funcionaría. Tal vez esta vez le cortaría el paso a la realidad y no tendría que enfrentarme a ella, porque la realidad últimamente era una mierda.

—Interpretaré eso como un sí.

Tras un largo suspiro, abrí los ojos. O, bueno, un ojo. El otro volvía a estar pegado. Iba a frotármelo, pero no lo pensé e intenté usar el brazo izquierdo. Un dolor insoportable lo recorrió de parte a parte. Era evidente que los calmantes estaban sobrevalorados, aunque cada vez movía mejor los dedos. El angelmuertismo también tenía sus cosas buenas.

Respiré hondo, apreté los dientes con fuerza e intenté enfocar la figura del hombre que se sentaba en la barra tal como lo había hecho yo antes, al otro lado de la puerta del dormitorio. Llevaba la misma camiseta de hacía días, unos vaqueros anchos y botas. Había subido una pierna a la encimera y apoyaba un brazo en la rodilla mientras me recorría detenidamente con sus ojos grises, concentrado, como si le impresionara lo que veía.

—¿Es por mi nueva imagen? —pregunté, al ver que se había quedado mudo.

—No bromeabas —contestó—. Brillas como un faro, cálido y resplandeciente. Eres como la luz que atrae a la polilla.

Se me formó un nudo en la garganta al oírlo hablar. Se lo había arrebatado todo. Le quedaban tantas cosas por hacer, tanta vida por delante…

—Lo siento, Garrett —dije, notando cómo empezaban a escocerme los ojos y sin poder hacer nada al respecto.

Aquello de los lloros comenzaba a ser un poco ridículo, pero habría sido tan capaz de controlarlo como de impedir que lloviera.

Me llevé una mano a la cara e intenté recuperar el dominio de mis emociones.

—Charles, ¿por qué demonios crees que eres la responsable de esto? Estaba haciendo mi trabajo.

—Y tu trabajo era yo. —Volví a mirarlo—. Fui yo. Te mataron por mi culpa.

—Me mataron por mi culpa, tendría que haberme agachado.

Se me escapó una risita. Por extraño que pudiera parecer, en aquella habitación había habido dos personas que hubieran podido esquivar una bala agachándose, pero Garrett no era ninguna de las dos.

—Deberías de haber pedido refuerzos. Pensaba que el ejército te habría preparado mejor.

—Tendrían que haberme preparado mejor para gente como tú. —Miró a un lado—. Tengo que decirte que, ahora que por fin puedo ver al señor Wong, me da más repelús que antes.

—No sabes cuánto te agradezco que lo compartas conmigo. Qué lástima que vayas a pasarte toda la eternidad con esa facha.

Sonrió.

—En realidad, eso tiene remedio, lo que sí es una lástima es que tengas que pasarte toda la vida con esas patas.

Hizo un gesto para señalar mis piernas.

Ahogué un grito, sinceramente ofendida.

—¿Disculpa? ¿Tú has visto bien estas piernas? —Intenté levantar la buena, pero al hacerlo me dolió la mala. Tal vez estaba celosa de la atención que recibía su gemela—. Estas piernas son legendarias. Pregúntales a los del equipo de ajedrez del instituto. Y, por lo que más quieras, nunca te dejes engañar por las palabras «equipo de ajedrez». —En ese momento se me encendió la bombilla y me quedé mirando a Garrett, muda de asombro—. Soy indirectamente responsable de tu muerte. Eres mi guardián, la persona de quien me habló la hermana Mary Elizabeth. Es genial, no quería a un mataperros de guardián, ni a un mentiroso de cojones.

Una lenta sonrisa se dibujó en su rostro.

—No soy tu guardián.

—¿Estás seguro?

—Bastante.

—Maldita sea. Pero ¿de la muerte de cuántas personas voy a ser indirectamente responsable esta semana?

—No lo sé, pero no soy una de ellas.

Mi teléfono escogió ese momento para sonar y yo escogí ese momento para ignorarlo. Era el tono de Cookie. Ella lo entendería.

—Yo que tú respondería —dijo Garrett.

Tras lanzarle una mirada recelosa, alargué el brazo y cogí el teléfono de la mesita de noche. ¿Cómo podía un acto tan sencillo provocar aquel suplicio?

—Eso ha dolido —le dije al micro.

—Charley, Charley, ay, Dios mío.

—Se lo he oído decir a muchos hombres, pero no sabía que tú también sintieras lo mismo por mí.

—Ha vuelto. Lo han recuperado.

—Ah, genial. Me tenía preocupada. ¿De quién estamos hablando?

—Estoy en el hospital. De Garrett. Lo han resucitado. Murió en la mesa de operaciones, pero lo reanimaron y nadie nos lo dijo. Todavía están en el quirófano.

Me incorporé de un salto, apreté los dientes con fuerza mientras volvía a recostarme y luego miré a Garrett, que sonreía de oreja a oreja.

—Pero, si está aquí.

—Exacto, está aquí. No nos ha dejado. Ay, Dios del cielo, viene el médico. Te llamo ahora.

Cerré el teléfono y me lo quedé mirando de hito en hito.

Garret ya sonreía sin disimulo.

—No… ¿Cómo es que estás…? ¿Cómo es posible que…?

Señaló hacia arriba y se encogió de hombros.

—Dijeron que no me había llegado la hora.

—¿Quiénes? ¿Te refieres a…? —Me detuve para recuperar el aliento, incapaz de creerlo. Las cosas no me habían ido demasiado bien últimamente, seguro que había un pero. No, aquello era bueno, sin duda. Me volví de nuevo hacia él—. Un momento, si tú estás vivo, ¿cómo es que estás aquí?

—Este es tu mundo, Charles, yo solo vivo en él.

—¿Te importaría acercarte para no tener que gritarnos de punta a punta de la casa?

—Primero, tu casa tiene el tamaño de una de esas ruedas en la que corren los hámsteres.

—Mentira.

—Y segundo, no puedo. Tu guardiana se toma su trabajo muy en serio.

—¿Qué? ¿Dónde? —Miré a mi alrededor—. ¿Es una mujer?

Tras un nuevo intento nulo por incorporarme, conseguí arrastrarme cinco centímetros y apoyarme contra el cabecero de la cama cuando un murmullo grave retumbó en la habitación. La temperatura descendió de pronto y convirtió mi aliento en vaho, pero por mucho que miré a un lado y a otro, no conseguí ver a nadie. Alargué la mano con la palma hacia arriba en un gesto que pretendía ser una invitación a quien fuera que estuviera rondándome. En ese momento, resonó a mi lado un potente ladrido que hizo estremecer las paredes de la habitación y el colchón se hundió cuando Artemis se subió a la cama.

—¡Artemis! —exclamé, atrayéndola hacia mí para abrazarla.

Era evidente que la rottweiler tenía ganas de jugar, pero fue como si percibiera mi incapacidad para moverme con libertad y se dedicó a darme empujoncitos con el hocico tras tenderse a mi lado, mientras meneaba la cola diminuta a mil por hora.

—Hace un rato intenté entrar en el dormitorio —dijo Garrett—. Te lo aviso, se lanza directa a la yugular.

—¿Artemis? ¿Un perro? Ay, Dios mío, es cierto. Fui indirectamente responsable de su muerte cuando nos pusimos a jugar detrás del manicomio. Jamás se me hubiera pasado por la cabeza que podría tratarse de un perro. De hecho, nunca había visto el fantasma de uno. Esa película no bromeaba cuando decía que todos los perros van al cielo. —Le rasqué las orejas y la abracé. De pronto, ya no me sentía tan dolorida—. No sé si debería contárselo a Donovan.

—¿Es tu nuevo novio?

Por todos los cielos, otra vez con esas mandangas no.

—Mira, ya tengo suficiente con Reyes diciéndome lo mismo de ti.

—¿Cree que soy tu novio?

—Eso te llama.

Frunció el ceño.

—Y ¿qué soy?

—Un grano en el culo.

—Mira quién habla. ¿Cuándo vamos a echar un polvo?

—Pero ¿qué dices? Ni aunque fueras el último cazarrecompensas de la Tierra.

—Pero ¿qué…? —protestó, como si lo hubiera ofendido—. Han estado a punto de matarme por tu culpa.

—«A punto» es la palabra clave.

—Y podría decirse que prácticamente violaste a ese motero. Por cierto, ¿a qué coño vino aquello? Hay que estar muy desesperada, Charles.

—Envidia cochina. —Miré a Artemis—. Además, Donovan es legal. Me vendería al mejor postor por un carburador y ambos lo sabemos, así que cuando ocurra, cuando me mienta y me engañe y me utilice de cebo, no me sentiré traicionada como me siento cuando los demás hombres de mi vida me mienten y me engañan y me utilizan de cebo. Se llama supervivencia.

—Se llama revolcarse en la propia miseria.

—Lo que sea —contesté. En ese momento recordé que teníamos algo pendiente—. No terminaste la lista.

—Ah, sí. —Apoyó la cabeza hacia atrás, contra la pared, y preguntó—: ¿Por dónde iba?

—¿Me lo preguntas en serio? Pero si ni siquiera te escuchaba.

—Vale, déjame pensar. —Fue contando con los dedos—. Las cinco cosas que jamás deberías decirle a un ángel de la muerte: Estoy muerto de cansancio. Te quiero a morir. Eres de las que las mata callando. Esta relación va a llevarme a la tumba.

—Entonces solo queda la primera —dije, aguantándome la risa.

Sonrió y se me quedó mirando.

—La primera cosa que nunca deberías decirle al ángel de la muerte es… ¿Estás lista?

—Venga, dilo de una vez.

—Te va a encantar.

—Swopes.

—Hasta que la muerte nos separe.

Me quedé de piedra. La realidad me abofeteó en plena cara, aunque di gracias a Dios de que solo se tratara de una metáfora.

—Pensé que te gustaría —dijo, con gesto alegre—, ya que has sido casi indirectamente responsable de mi muerte y todo eso.

—Creía que habías dicho que no había sido casi indirectamente responsable de tu muerte.

—Te mentí.

—¿Lo ves?, traicionada de nuevo.

—También tengo planeado engañarte más adelante. Puede que utilizándote de cebo.

Sonrió y unió las manos por detrás de la cabeza, como si disfrutara imaginando todas las posibilidades.

—¿Sabes?, me siento mucho mejor siendo casi indirectamente responsable de tu muerte.

—Me alegro. ¿Quién es la muerta?

Miré a Miércoles, que estaba junto a mi cama. Había cambiado por completo con la entrada de Artemis. Todavía sujetaba el cuchillo como si su vida dependiera de ello, pero sonreía, y acarició el lacio y brillante lomo de la rottweiler antes de levantar la vista. Y me miraba a los ojos. Me cogió desprevenida, tanto eso como que cruzara. Sin darme tiempo a preguntar cómo se llamaba, dio un paso al frente y cruzó al otro lado a través de mí.

—Vaya —oí decir a Garrett, pero ya había cerrado los ojos y husmeaba entre los recuerdos de Miércoles en busca de información.

Se llamaba Mary. Había muerto con seis años, de fiebre. La niña no sabía en qué año había fallecido, pero por la ropa y la ambientación de sus recuerdos, calculé que debió de ser cerca de finales del siglo XIX. Quería un poni para su cumpleaños, pero su familia no podía permitírselo, así que su padre le había hecho una muñeca y ella la había tirado al río que pasaba por detrás de su casa, en plena rabieta. Arrepentida, se había lanzado al agua helada para recuperarla y a resultas de ello había muerto tres días después.

La familia había metido la muñeca en el ataúd, a su lado, aunque jamás llegó a saber lo que la pequeña había hecho. Cuando Mary oyó a los ángeles hablar sobre mí, cambió la muñeca por un cuchillo y decidió ser mi guardiana hasta que apareciera la verdadera. No tuve el valor de decirle que no era demasiado buena. Después de todo, la intención es lo que cuenta.

—Es lo más alucinante que he visto en mi vida —dijo Garrett, con cara de absoluta estupefacción—. Ha sido como un millar de bengalas seguido por la explosión de una estrella. Increíblemente hermoso.

Hice una inhalación profunda y purificadora y apoyé la cara en el cuello de Artemis.

—¿No deberías de regresar a tu cuerpo? —pregunté.

Al ver que no respondía, volví la vista hacia él.

Estaba mirándome, intentando adivinar lo que sentía.

—¿Es eso lo que quieres?

—Es donde debes estar.

Ladeó la cabeza y de pronto apareció en el vano de la puerta.

—Tienes que averiguar qué eres capaz de hacer.

Fruncí el ceño.

—No es nada nuevo.

—Oí a Farrow. Quiere que lo descubras de una vez por no sé qué guerra y pensé que exageraba, pero he oído cosas y tengo que decir que me equivocaba.

—Estoy en ello —aseguré, cansada.

Solo quería acurrucarme junto a Artemis y dormir.

—Cariño, si esa guerra es solo la mitad de mala de lo que Farrow cree, tienes que averiguarlo cuanto antes.

Genial. Enigma ataca de nuevo, Batman. Justo lo que necesitaba.

—Bueno, y ¿tú qué sabes al respecto?

—Sé que están en camino. Y, Charles —me dirigió una mirada de advertencia—, están furiosos.

Sin darme tiempo a pedirle que se explicara, se desvaneció. Con un poco de suerte, esta vez se quedaría en su cuerpo.

Me arrimé a Artemis, agradeciendo el frío que desprendía. La perra meneó la colita y enterró el hocico bajo mi cuello mientras yo echaba un último vistazo al vano de la puerta que había ocupado Garrett, antes de dejarme arrastrar por el sueño.

Hombres.