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A veces, la luz al final del túnel es un tren.

(Camiseta)

Despacio, con un dolor agudo que resonaba en las cavidades de mi corazón, fui asimilando que habían asesinado a un hombre por mi culpa, a un amigo. Llega un momento en la vida de toda mujer que tiene que replantearse sus prioridades. ¿De verdad quería cargarme a todos mis amigos, uno tras otro?

Un nuevo pensamiento acudió a mi mente, y no era más que la constatación de que todos los hombres de mi vida me consideraban incapaz de caminar y mascar chicle al mismo tiempo. Cierto, mi historial no inspiraba demasiada confianza, pero había resuelto todos los casos que se me habían presentado, había superado obstáculos inverosímiles y, maldita sea, no se me había dado mal.

De pronto, me sentí henchida de orgullo, hasta que volví a recordar que habían asesinado a un hombre por mi culpa. Y no a un hombre cualquiera, sino a Garrett Swopes. Mi Garrett Swopes. Un cazarrecompensas con más talento en su meñique que yo en todo mi cuerpo. Reviví la escena, las balas dirigiéndose hacia él, demasiado veloces para poder eludirlas. Y yo me había quedado mirando, como una voyeur. Había dado por sentado que se trataba de Reyes y que, por tanto, reaccionaría a tiempo, que podría defenderse a pesar de las circunstancias. De haber sabido que se trataba de Garrett, ¿qué más hubiera hecho? ¿Hubiera puesto más empeño? ¿Hubiera podido?

Ojalá Reyes hubiera confiado en mí, otro de los pensamientos que se negaban a abandonarme. Ojalá hubiera confiado en mí. Ojalá me hubiera contado el maldito plan. Sinceramente, por mí, Reyes Farrow ya podía irse al infierno.

Al ver que empezaba a arrancarme las agujas y las vías de todas las partes de mi cuerpo, el tío Bob abandonó la silla del rincón de un salto.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó, intentando detenerme.

Y consiguiéndolo sin demasiado esfuerzo.

—Tengo que ir a casa.

—Lo que tienes que hacer es descansar.

—Tío Bob, ya sabes lo rápido que me curo y me curaré aún más rápido en casa. Quiero irme. Ya llevó aquí dos semanas.

—Cariño, llevas dos días.

—¿En serio? —pregunté, horrorizada—. Pues se me han hechos eternos.

—Charley, deja que primero hablemos con el médico, ¿de acuerdo? Pasará visita de aquí a una hora, más o menos.

Me volví a tumbar con un hondo suspiro, abrí la boca en un grito mudo cuando el dolor atravesó hasta la última molécula de mi ser y volví a cerrarla con fuerza, porque gritar en silencio también dolía. La madre del cordero, qué poco me gustaba que me torturaran. Qué poco me gustaba que Reyes no confiara en mí. Y por encima de todo, qué poco me gustaba que mataran a mis amigos.

—Yo lo maté, tío Bob.

Me tapé los ojos con una mano para que no viera hasta qué punto podía llegar a dar lástima.

—Charley —dijo, con voz suave—, tú no tuviste la culpa.

—¿Quién si no? Tal vez mi padre tenga razón. Puede que lo mejor sea que me haga lampista.

—¿Tu padre quiere que seas lampista?

—No —dije, entre hipidos acongojados—, solo quiere que deje este negocio.

—Lo sé, pero teniendo en cuenta que fue él quien te metió en esto, me cuesta entenderlo.

Su voz traslucía una cierta dureza y lo miré a través de las lágrimas, que aparté con un parpadeo.

—No quiero que te enfades con él.

Sonrió.

—No estoy enfadado, corazón. Es solo que él te mete en esto, te hace resolver todos sus casos y cuando llega el momento de colgar la chapa, ¿de pronto decide que es demasiado peligroso para ti? No sé si sería por eso que se jubiló cuando lo hizo.

Un nuevo hipido.

—¿A qué te refieres?

—Se retiró mucho antes de lo que nadie esperaba. Me temo que se sentía culpable por utilizarte de aquella manera. En cualquier caso, hablaré con él, calabacita. No te preocupes.

El médico apareció poco después y se pasó media hora discutiendo, pero al final ganamos nosotros y me dieron el alta bajo mi propia responsabilidad.

—¿Adónde vas?

Levanté la cabeza cuando entró mi padre. El tío Bob estaba ayudándome a ponerme un par de zapatillas y Cookie sacaba una bata del armario.

—Eh, papá, ya me dejan caminar. Es de locos. Por lo visto no tienen ni idea de lo peligrosa que soy. —A mitad de «locos», me di cuenta de que mi padre parecía malhumorado—. ¿Qué ocurre? —pregunté, al ver que nos miraba con el ceño fruncido.

El tío Bob se levantó.

—Leland, quiere irse a casa.

—Eso, tú anímala, como siempre. Ha muerto un hombre, y ella está en el hospital después de que la hayan torturado y haya estado a punto de morir, una vez más.

—No es el mejor momento.

—Ya lo creo que lo es. Se niega a escuchar a nadie, ni siquiera a su médico. —El aura de mi padre chisporroteaba de rabia—. De esto, es de esto de lo que hablo —insistió, señalando las máquinas que me rodeaban mientras yo seguía sentada en el borde de la cama, tratando de controlar las palpitaciones punzantes del brazo y la pierna.

No tenía fuerzas para discutir con él. El dolor las disolvía tan rápido como mi cuerpo las reunía.

En ese momento entró Gemma con mirada preocupada y comprendí que ocurría algo más y que aquello no era un simple berrinche de mi padre.

—He intentado hacerle cambiar de opinión, Charley.

—¿Por qué? —Mi padre se volvió hacia ella, con la mandíbula tensa por la rabia. Nunca lo había visto de aquella manera. Él siempre era el sereno, el equilibrado—. ¿Para que acabe en el hospital una semana tras otra? ¿Es eso lo que quieres para ella?

—Papá, lo que quiero es que sea feliz. Le gusta su trabajo y es buena en lo que hace. Además, no nos corresponde a nosotros decidir algo así.

Le dio la espalda, como si estuviera indignado. Me pregunté dónde estaría Denise, la madrastra del infierno, hasta que la vi en el pasillo, con cara de preocupación. Levantó la cabeza cuando dos agentes pasaron junto a ella y entraron en la habitación. Y, cómo no, uno de ellos era Owen Vaughn, así que estaba claro que aquello iba a empeorar.

—¿Charlotte Davidson? —preguntó el agente que no conocía y que nunca había intentado matarme.

—Papá, por favor, piensa lo que vas a hacer —suplicó Gemma.

—Es esa —dijo Vaughn, de mala gana.

—Leland, ¿qué estás haciendo? —intervino el tío Bob, sin tenerlas todas consigo.

—Lo que tendría que haber hecho hace mucho tiempo.

—Señorita Davidson —dijo el agente—, hemos venido a detenerla por ayudar y secundar a un preso fugado, y por obstrucción a la justicia en el arresto y detención de dicho convicto.

Los miré boquiabierta. Me volvía hacia mi padre y luego de nuevo hacia ellos.

—Papá, por favor —insistió Gemma.

—Debido a su estado físico, le rogamos que se presente en comisaría de manera voluntaria en el plazo de una semana para proceder a su detención oficial. Sus derechos y privilegios como detective privado autorizado quedan suspendidos hasta que una investigación determine en qué medida estuvo implicada en la fuga y huida posterior de Reyes Farrow.

Incapaz de respirar, me quedé sentada en silencio, aturdida, mientras él seguía hablando. Mi propio padre. La única persona en la que siempre había podido confiar. Mi roca.

En medio del goteo de un grifo mal cerrado en algún lugar cerca de allí, me vi arrastrada hacia un estado de conciencia que bordeaba el surrealismo. Oía a mi padre y al tío Bob discutiendo acaloradamente, a las enfermeras entrando y saliendo a la carrera, a Gemma y Cookie hablándome con voz suave y tranquilizadora. Sin embargo, el mundo se había teñido de rojo. Mi padre. Reyes. Nathan Yost. Earl Walker. ¿Qué chica no se habría puesto furiosa?

Mi cólera repentina debió de invocar a Reyes porque de pronto estaba allí, envuelto en su capa ondulante. Se volvió hacia la gente que discutía, luego me miró y se volvió de nuevo hacia ellos. Y no se trataba de alguien a quien deseara ver. En realidad, se trataba de alguien a quien deseaba castigar, porque al mirarlo, veía traición, y un comportamiento inadmisible, y un asesinato.

—Rey’aziel —musité con un hilo de voz, completamente decidida a devolverlo a su cuerpo para siempre jamás, cuando de pronto lo tuve cara a cara.

—Ni te atrevas —me advirtió, con un gruñido ronco.

Lo fulminé con la mirada.

—Ni se te ocurra darme órdenes.

Su rostro, extraordinariamente bello, se encontraba a escasos centímetros del mío cuando se retiró la capucha hacia atrás.

—¿Qué vas a hacer? ¿Castigarme? ¿Me desencadenas cuando me necesitas y vuelves a encadenarme cuando ya no te hago falta?

Estaba tan cerca que percibía la tormenta eléctrica que se agitaba en su interior, ese olor a tierra húmeda que impregna el rocío de la mañana al evaporarse bajo el calor del sol.

—Pues entonces, vete a la mierda.

Sentí una sacudida en lo más profundo de mi ser, y la rabia que hasta ese momento había chisporroteado en mi interior prendió fuego y liberó un torrente de energía imparable que lo inundó todo. En otras palabras, me dio un ataque.

—¿Qué es eso? —oí que preguntaba alguien.

Levanté la vista y miré a mi alrededor con cierta curiosidad, viendo cómo todos se agarraban a los muebles, al marco de la puerta, a quienes tuvieran más cerca…, a lo que fuera con tal de no caerse. El tío Bob dio un traspié y se acercó corriendo. Él lo sabía. De algún modo, él lo sabía.

—Charley… —dijo, alzándome la barbilla.

Las luces parpadearon sobre nuestras cabezas y una cortina de chispas llovió a nuestro alrededor. Oí gritos en el pasillo.

—Charley, cariño, tienes que parar.

Con los ojos desorbitados por el miedo, Cookie apareció en mi campo de visión, asida al carrito de una máquina.

—Charley —insistió el tío Bob con voz suave, tranquilizadora, y volví a la realidad al instante, con un leve parpadeo.

Lo tenía delante de mí y yo había regresado a mi ser de carne y hueso. Me obligué a calmarme, a inspirar hondo, a controlar los arcos de energía voltaica que despedía mi cuerpo.

En el pasillo todavía resonaban los gritos y los chillidos. La gente empezaba a ponerse en pie con cierta vacilación. Había equipos derribados y fluorescentes que colgaban del techo por los cables.

Mi padre me miró… y lo comprendió.

De pronto, Reyes apareció una vez más a escasos centímetros de mi cara. Una mezcla de rabia y satisfacción animaba sus bellas y traicioneras facciones.

—Por fin —dijo, un instante antes de evaporarse.

A continuación, el silencio; el tío Bob sacándome del hospital, ayudándome a subir la escalera de mi casa y a tumbarme en el sofá, donde Cookie había improvisado una cama con sábanas y mi edredón de Bugs Bunny, y junto a la que había dejado un refresco, en la mesita auxiliar que había acercado para que pudiera alcanzarlo con facilidad. Volvía a estar en casa, con mis puntos de sutura, mi cabestrillo, mi pierna entablillada y todo lo demás.

—Están diciendo que ha sido un terremoto —comentó Cookie, con alivio evidente.

Como si pudieran sospechar que el epicentro de la onda expansiva fuera una persona, sobre todo alguien incapaz de caminar y mascar chicle al mismo tiempo. No tenía de qué preocuparse.

—Y ha llamado Neil Gossett, de la prisión. Tiene información sobre la situación de Reyes y quiere saber cómo estás.

Por extraño que pudiera parecer, no me importaba.

—Le he dicho lo de siempre, pero aquí tienes el teléfono, por si quieres llamarlo más tarde.

Lo dejó en la mesa, junto al refresco.

—Yo me encargo de todo, cariño —dijo el tío Bob, tan solícito como Cook—. No te preocupes por lo que hizo tu padre. Haré que retiren los cargos.

Se fue, intranquilo y enfadado, y quise advertirlo sobre los peligros de conducir en ese estado, pero estaba tan embotada que ni siquiera me apetecía hacerme la graciosa.

Así que me tumbé largo rato a revolcarme en mi propia miseria antes de caer dormida, con Cookie al lado. Al menos ahora podría dormir y, de pronto, dormir fue lo único que me apeteció.

Alguien llamó a la puerta, pero no tenía fuerzas para invitar a pasar a nadie. Las había utilizado para ir hasta la barra a la pata coja, a la que me había encaramado con la pierna buena. Luego había subido la otra rodilla y me había sentado en la dura superficie de los azulejos, con la espalda apoyada contra la pared. El frío caló en las heridas. No me merecía estar cómoda, tumbada en un sofá viendo culebrones todo el día, aunque llevara varias décadas de retraso.

Miércoles estaba sentada con las piernas cruzadas en el otro lado de la encimera, con el cuchillo en el regazo, y me pregunté si lo llevaría para protegerse, para evitar que la traicionaran los hombres a quienes quería. Seguramente no.

Los calmantes habían hecho efecto y la palpitación de la pierna y el brazo había disminuido, aunque también era evidente que habían ofuscado mi entendimiento cuando decidí realizar aquel peligroso viaje hasta la barra y coronarla como una novata escalando el Everest. No tenía ni idea de cómo iba a bajar de allí.

Sentía la presencia de Reyes, entre las sombras, atento, observante, paciente. Estaba a punto de pedirle que se largara cuando la puerta se abrió y mi motero, Donovan, entró como Pedro por su casa. El mafioso y el príncipe lo siguieron. Volví el rostro hacia el otro lado, incómoda. Dudaba mucho que las suturas faciales resultaran muy seductoras, aunque, por fortuna, un aparatoso vendaje blanco me cubría media cara. Puede que no se diera cuenta. Sería una pena que se desengañara tan pronto, con lo poco que hacía que estaba enamorado.

Me miró con curiosidad y luego inspiró aire a través de los dientes cerrados.

Me tapé la cara con una mano. Todavía era incapaz de levantar la otra sin ponerme a chillar.

—¿Qué coño te ha pasado? —preguntó. Apartó un taburete para verme mejor—. ¿Ha sido Blake?

—¿Quién? —pregunté, atisbando entre los dedos.

El príncipe parecía muy interesado en el entablillado. Me había puesto unos pantalones cortos con la ayuda de Cookie, quien me había vuelto a colocar el aparato para que no doblara la pierna. Por lo visto, primero tenían que curarse los tendones. Las vendas que cubrían la incisión se veían por entre las tiras del entablillado. Las tocó con una mano y luego levantó la vista, preocupado.

El mafioso se quedó apoyado en la pared que tenía enfrente, con las manos en los bolsillos. Era evidente que se sentía incómodo.

—Blake, el tipo a quien le salvaste la vida la otra noche.

—Ah, no. —Volví a cerrar los dedos—. Esto me lo he hecho yo solita.

—Pues eres un poco dura contigo misma, ¿no crees?

—¿Cómo está Artemis? —pregunté, aunque no hizo falta que contestara.

El mismo dolor condensado en el aire. La misma desolación que cuando Cookie me contó lo de Garrett.

—Ha fallecido.

Apreté los labios. Estaba servida de muertes para una temporada.

—Lo siento mucho —dije, tras respirar hondo.

—Yo también, cariño.

—¿Habéis encontrado al tío que lo hizo?

—¿A quién, a Blake? Se lo pensó dos veces y se entregó a la poli.

—Yo también lo hubiera hecho, sabiendo que iríais a por mí.

—No sé por qué, pero lo dudo.

Me acarició el antebrazo con los dedos y se detuvo en la muñeca. Con suma delicadeza, me apartó la mano de la cara. Subida a la barra, mi cabeza quedaba unos centímetros por encima de la suya, y bajé la vista. No estaba mal, para ser un motero desaliñado, aunque, claro, los moteros desaliñados eran precisamente mi tipo.

—¿Qué hacéis aquí? —pregunté.

Entrelazó sus dedos con los míos mientras buscaba algo en el bolsillo con la otra mano.

—Te he traído una llave.

Parpadeé, sorprendida, cuando me la dejó en la palma de la mano.

—Una llave ¿de qué?

—Del manicomio —dijo el príncipe, con voz cortante.

—Cuando quieras visitar a Rocket —dijo Donovan, fulminando a su adlátere con la mirada—, puedes entrar por las puertas delanteras. Se acabó lo de escalar vallas y entrar por las ventanas.

—Lo estás estropeando todo —añadió el príncipe.

Era evidente que no le gustaban mis visitas, y eso que yo creía que éramos amigos.

—Lo siento. No entraría si la información de Rocket no fuera esencial.

—No está enfadado por lo que crees —me advirtió Donovan.

—Estamos.

El mafioso parecía tan molesto como el otro. Donovan sonrió.

—No quieren que te dé la llave porque ver cómo te tumbas en el suelo y te arrastras hasta esa ventana diminuta es uno de sus pasatiempos preferidos.

Representó el reducido tamaño de la abertura con un par de dedos enguantados.

El príncipe sonrió.

—Sobre todo cuando la ventana se cierra a la mitad y te quedas atascada, con el trasero fuera.

Chocó los cinco con el mafioso.

—No me lo puedo creer —dije, sin podérmelo creer—. ¿Lo sabíais desde el principio? ¿Y me observáis?

—El culo, básicamente —contestó el príncipe, guiñando un ojo. Qué encanto.

—¿Qué te ha pasado, cariño?

Me volví hacia Donovan, hacia la lástima que destilaba su mirada, y todo volvió a mí con la fuerza de un huracán. Se me formó un nudo en la garganta y se me empañó la visión.

—Uno de mis mejores amigos ha muerto por mi culpa.

Seguía con los ojos clavados en Donovan cuando unas lágrimas delatoras se abrieron paso entre mis pestañas. Al menos con un motero siempre sabías el lugar que ocupabas, cosa que solía ser a unos tres metros de su moto. No valía la pena hacerse ilusiones, tú nunca serías su prioridad. Nada de promesas, ni compromisos, ni palabras de amor susurradas al oído.

Sentí que me costaba respirar y él dio un paso al frente, poniéndose a mi alcance.

Y alcanzarlo fue lo que hice.

Lo así por la camisa y lo atraje hacia mí. Debería de haber pensado en el aspecto que tenía, considerando que habían estado a punto de desfigurarme a tajos, pero lo único que deseaba era volver a probar su sabor. Me acerqué un poco más y apreté mis labios contra los suyos. Él se inclinó hacia delante y me dejó besarlo. Un beso delicado, lento, levemente apasionado.

Pasé la mano por debajo de su chaqueta y lo atraje hacia mí un poco más. Él respondió a mis ansias, con cautela, intentando por todos los medios no hacerme daño.

—¿Esto es por mí, Holandesa? —gruñó Reyes, tan cerca que sentí que su calor me envolvía como una manta.

Le dediqué un vete a la mierda mental y desapareció. Sin embargo, el dolor que arrastró tras él justo antes de desvanecerse me cortó la respiración con un grito ahogado.

Donovan se apartó de inmediato.

Cuando abrí los ojos, el príncipe había colocado una mano en el hombro de Donovan, como si lo advirtiera de que debía parar. Donovan asintió, dando a entender que estaba todo controlado, y el príncipe retiró la mano.

—Cariño, no sé dónde tocarte sin que te duela y lo último que ahora mismo necesitas es que te hagan más daño —dijo Donovan, con un brillo en la mirada mientras me acariciaba la mejilla buena con la punta de los dedos—. Aunque mentiría si dijera que no me tienta más de lo que puedas imaginar.

—Lo siento. No tendría que haberlo hecho —me disculpé, repentinamente avergonzada.

La niñita me miraba con los ojos como platos, teniendo en cuenta que aún le quedaban algunos años para presenciar escenas clasificadas NR-16 con total impunidad. Empezaba a ser imperativo deshacerme de ella.

Donovan me cogió en brazos con la ayuda de sus dos guardaespaldas.

—¿Cómo os llamáis? —les pregunté al príncipe y al mafioso mientras me trasladaban a la cama, lo cual era un poco absurdo, teniendo en cuenta que las sábanas y todo lo demás estaban en el sofá, pero echaron un par de mantas por encima y lo dieron por bueno.

El príncipe fue el primero en responder.

—Eric —dijo, dedicándome un nuevo guiño—. Y el gorila que tienes a los pies se llama Michael.

—Gorila, ¿eh? —dijo Michael—, ¿eso es lo mejor que se te ocurre?

Tuve que admitir que Michael tenía ese aire descarado a lo Brando que, me hubiera jugado las suturas, lo convertía en un imán para las chicas.

El príncipe Eric se echó a reír.

—Uno tampoco tiene muchos estudios.

—Eso parece.

Una vez que me remetieron las sábanas y Eric y Michael salieron de la habitación, Donovan se arrodilló junto a mí.

—Yo me llamo Donovan.

Sonreí, pese a lo que dolía.

—Lo sé.

—Me gustas.

Me llevé una mano al pecho, como si me hubieran insultado.

—Lo último que había oído era que estabas perdidamente enamorado de mí.

—Sí, bueno, así empiezan los rumores —contestó, encogiéndose de hombros, un tanto cohibido—. Nadie quiere por cabecilla a un pasmarote con el seso sorbido. Lo siguiente sería el amotinamiento, el caos, camisetas a conjunto. —Me besó el dorso de la mano—. Descansa.

No bien acababa de irse cuando el dolor volvió a instalarse en mí, una mezcla de vacío y traición que se agitaba en mi interior. Reyes podía irse al infierno. Mi padre podía irse al infierno. El tío Bob podía… Bueno, no, el tío Bob todavía me gustaba. Estaba en pleno revuelco autocompasivo cuando mis párpados volvieron a cerrarse. Había que ver cómo la depresión hacía que uno quisiera dormir a todas horas. Quién lo hubiera dicho.