25
Cuando mueres, uno de los deberes esenciales de cualquier amigo que se precie es borrar de inmediato el historial de tu ordenador.
(Camiseta)
—Creo que tienes razón. ¿Avisamos a un médico?
Intenté concentrarme en la voz que tenía al lado, masculina y claramente tiobobina, aunque no conseguí adjudicarle un dueño. En ese momento intervino una nueva e intenté concentrarme en ella.
—Por supuesto que sí, ve a buscar a alguien.
Cookie estaba a mi izquierda. Me tenía cogida de la mano, por lo que debíamos de parecer un poco ridículas ya que no solíamos ir de la mano, al menos en público. Iba a decir algo, pero entonces comprendí que me habían pegado los párpados y que no podía abrirlos. Maldita sea. Quise protestar; sin embargo, parecía que mis labios habían corrido la misma suerte. Después de que me hubieran llenado la boca de algodón.
Fruncí el ceño y se me escapó un gemido muy poco seductor.
—Cariño, soy Cookie. Estás en el hospital.
—Mmm… —contesté. Y lo había dicho muy en serio.
Aquello era absurdo. Nunca había estado ingresada de manera oficial en un hospital, es decir, nunca habían llegado a asignarme una habitación con vistas —o sin ellas, ya que en esos momentos no podía asegurarlo—, pero sentía la clara presencia de una cama debajo de mí.
—¿Está despierta?
Oí jaleo de gente entrando en la habitación y la voz de mi hermana.
—¿Charley? —preguntó.
Se me ocurrieron tantas respuestas que mi cerebro no daba abasto, aunque «¿La lluvia moja?» tenía bastantes puntos. Maldito fuera el inventor del pegamento.
—¿Tú qué opinas? —insistió Gemma, e iba a decirle exactamente lo que pensaba sobre aquella ridícula situación cuando una enfermera intervino antes de que pudiera abrir la boca.
—Las suturas tienen buen aspecto y la operación ha ido bien. Con un poco de rehabilitación, recuperará la movilidad completa del brazo.
¿El brazo? ¿Qué cojones le pasaba a mi brazo?
Alguien salió de la habitación y Gemma fue detrás, acribillándolo a preguntas.
—Hola, calabacita —oí que decía la voz tiobobina. Fui incapaz de adjudicarle un rostro—. ¿Me oyes?
—Mmm…
Se rio entre dientes.
—Tomaré eso como un sí.
Levanté la mano que tenía libre e intenté tocarme la cara. ¡Había desaparecido! Cookie se apresuró a guiarme el brazo un poco más a la izquierda.
—Adelante —dijo.
Uf, gracias a Dios. Me habían puesto una especie de cinta en la cabeza, cosa que resultaba un poco bochornosa ya que dejaron de llevarse en los ochenta, y tenía la mitad de la cara tapada por un vendaje bastante aparatoso. Menuda pinta que debía de tener.
¿Qué narices me había pasado? En ese momento, lo recordé todo.
—¡Oh, Dios mío! —farfullé, e intenté incorporarme.
—No, no, ni hablar —dijo aquella voz, cuyo dueño empezaba a sospechar que podría tratarse del tío Bob.
—Walker —musité, aunque sonó más a «mofa».
—¿Tú la has entendido? —el supuesto Ubie preguntó a Cookie—. Yo tampoco. —Se inclinó un poco más sobre mí y alzó la voz, bastante, pronunciando cada sílaba—. ¿Quieres un poco de agua?
Torcí el gesto, traspasada por el dolor y levanté la mano en busca de su cara.
—Estoy aquí —casi bramó.
Cuando mi mano por fin encontró su cara, le tapé la boca.
—Chisss —pedí.
A Cookie se le escapó una risita.
—Disculpa —dijo, tomándome la mano.
—No veo.
—Espera, tengo aquí una toalla húmeda.
Cookie me limpió los ojos y la cara, al menos la parte que no estaba vendada, y por fin pude abrir los párpados, aunque con sumo esfuerzo.
Pestañeé e intenté enfocar la vista. Tenía al tío Bob a mi derecha. Levanté la mano y volví a tocarle la cara. El bigote me hizo cosquillas en la palma. Cookie estaba a mi izquierda, sosteniendo mi otra mano entre las suyas, aunque no pude estrechárselas.
—Reyes —musité, y Cookie miró al tío Bob.
—Está bien, cariño. No te preocupes por él.
Así que no lo hice. Me dejé arrastrar de nuevo hacia la inconsciencia. Estuve despertándome y volviéndome a sumir en ella de manera intermitente durante horas. Unas veces veía unos rostros, a la siguiente, otros distintos… Cuando por fin me desperté sin tener la sensación de que un edificio se me hubiera desplomado encima —bueno, no es cierto, seguía teniendo la sensación de que un edificio se me había desplomado encima, pero al menos conseguí mantenerme despierta más de diez segundos—, la habitación estaba prácticamente a oscuras, la única luz procedía de la pantalla del aparato que tenía a un lado, que proyectaba un débil resplandor, y prácticamente vacía. Solo había una persona. Reyes.
Lo sentía, sentía su calor y la energía que irradiaba. Abrí los ojos como pude y lo vi al instante, subido al respaldo de una silla del rincón. Su capa se arrastraba por el suelo como un banco de niebla negra, trepaba por las paredes y se arremolinaba alrededor de las máquinas. Llevaba puesta la capucha y me observaba, fijamente.
—¿Estás bien? —pregunté, a pesar de que seguía con la boca llena de algodón.
La capa retrocedió hasta envolverlo solo a él, cuando Reyes saltó al suelo y volvió la cabeza hacia la ventana y las luces de la ciudad, o hacia los contenedores de la parte de atrás, a saber.
—Es culpa mía.
Fruncí el ceño.
—Tú no has tenido la culpa.
Echó un vistazo atrás, sin volver el cuerpo.
—Es necesario que averigües de una vez por todas lo que puedes hacer —dijo, recorriendo mi cuerpo con la mirada.
De pronto, me sentí cohibida. Tenía un corte profundo en la cara y no podía mover uno de los brazos, pendiente de rehabilitación. Walker me había seccionado los tendones, tanto los del brazo como los de una pierna, aunque en este último caso no había llegado a cortarlos del todo. Hablando de Walker…
—¿Dónde está? —pregunté.
—¿Walker?
Asentí.
—En este mismo hospital.
Una alarma se disparó en mi interior. Nunca había tenido miedo de nadie —bueno, salvo de Reyes—, pero me encogí ante la sola mención del nombre de Walker y, por eso mismo, tuve la sensación de que me había arrebatado una parte de mí muy valiosa, algo de inocencia, o tal vez de arrogancia. Tanto daba.
—No irá a ninguna parte ni volverá a hacer daño a nadie nunca más.
Estaba segura de que tenía razón, pero, por algún motivo, aquello no logró tranquilizarme. Se acercó a mí y me acarició el brazo que ya empezaba a sentir cómo se recuperaba. También podía mover los dedos, aunque de manera casi imperceptible.
—Lo siento mucho.
—Reyes…
—Nunca hubiera imaginado que sería capaz de llegar tan lejos cuando diera contigo.
Mis pensamientos se detuvieron en seco y retrocedí un paso mentalmente. Aquello había sonado un poco raro.
—¿A qué te refieres?
—Sabía que haría algo —confesó, cerrando los ojos como si lo asaltaran los remordimientos—, pero esto… Jamás lo hubiera imaginado. Y, claro, como estaba encadenado…
—¿A qué te refieres con eso de «cuando diera contigo»?
Reyes bajó la mirada y en ese momento lo comprendí, igual que si un bate de béisbol me hubiera golpeado en la coronilla.
—Oh, Dios mío, a veces soy tan lenta que incluso me sorprendo a mí misma.
—Holandesa, si lo hubiera sabido…
—Me tendiste una trampa.
Agachó la cabeza y se apartó de mí.
—Me utilizaste de anzuelo. ¿Cómo he podido ser tan tonta?
Intenté incorporarme, pero una punzada de dolor me atravesó el brazo, y las costillas, y la pierna, y, por raro que sonara, la cara. Todavía era demasiado pronto, incluso para mí.
—No sabía dónde estaba ni cómo dar con él. Tú me habías encadenado, ¿recuerdas? Sin embargo, sabía que si hacíamos suficiente ruido, acudiría a la carrera. Tenía que estar contigo cuando eso sucediera, por eso te seguía a todas partes, pero luego te perdí la pista.
—Reyes, amenazó a Cookie y a Amber. Las habría matado.
—Holandesa…
—No me pusiste en peligro solo a mí. O a ti, para el caso.
—De haberlo sabido… Si por un solo momento hubiera pensado que…
—No pensaste. Ese es el problema.
Se dejó llevar por la ira.
—Tú me encadenaste —se defendió.
—Te encadené hace dos semanas —repliqué. La parte de la cara que no llevaba vendada palpitaba por el esfuerzo—, ¿por qué no fuiste antes de eso a por él?
—Porque no lo sabía. —Se pasó los dedos por el pelo, desesperado—. Creía que estaba muerto, igual que todo el mundo.
—Entonces, ¿cómo te enteraste de que seguía vivo?
Parecía incómodo.
—El hecho de que hubiera pasado diez años de mi vida humana entre rejas por un delito que no había cometido les hacía bastante gracia a los demonios que me torturaron. No sabía nada hasta que ellos me lo dijeron, pero entonces tú me encadenaste y no pude ir tras él.
—¿Y por eso me tendiste una trampa?
—Nos tendí una trampa a ambos, Holandesa. Iba a estar contigo en todo momento, pero siempre tenías a tu novio pegado al culo. Si me hubiera quedado a tu lado, habrían acabado deteniéndome.
Captaba la ironía. Primero mi padre y luego Reyes. ¿Cuándo aprendería? ¿Qué hacía falta para que comprendiera de una vez cómo eran los hombres? Yo, precisamente yo, la única que podía desnudar su alma, que podía sentir sus miedos más profundos y ver el color de su aura.
—Solo tengo una pregunta más.
—Adelante.
—¿Por qué no me lo contaste? De verdad, eres igual que mi padre. ¿Qué les pasa a los hombres que son incapaces de ser francos y decir la puta verdad?
Apretó los labios antes de contestar.
—No me fiaba de ti.
—¿Qué?
—Me encadenaste, Holandesa. Y, sinceramente, la cosa no habría quedado solo en eso si tuvieras la más mínima idea del alcance de tus poderes. Algo que, por cierto, será mejor que averigües cuanto antes. —Me lanzó una mirada gélida—. La guerra es inevitable.
—¿Qué guerra? —pregunté, consternada—. ¿Tu guerra? ¿La que tus viejos amigos del averno han iniciado? —Sacudí la cabeza tanto como me atreví—. No quiero tener absolutamente nada que ver en eso… ni contigo. Se acabó. Todo.
—Holandesa, solo te quieren a ti. Quieren el portal y el portal eres tú. Además, han encontrado el modo de dar contigo, saben cómo llegar hasta ti. —Se acercó un poco más, con el ceño fruncido a causa de lo que podría haber sido rabia o dolor, o ambos—. Tienes que descubrir qué eres capaz de hacer y tienes que hacerlo ya. Deja de hacer el tonto con esos humanos. Debes concentrarte en tu verdadera misión.
—Esos humanos son mi verdadera misión.
—No por mucho tiempo —replicó, apenas medio segundo antes de que volviera la vista hacia la puerta y desapareciera.
Típico de los hombres. Completamente incapaz de hacer frente a una discusión.
Yo también miré hacia a la puerta y vi a un agente de policía. No estaba de humor para prestar declaración, así que cerré los ojos y fingí que dormía.
—Estás despierta —dijo el agente.
—No, no lo estoy.
Abrí los ojos y lo miré, pero la luz del pasillo relegaba sus facciones a las sombras, por lo que no conseguí distinguir de quién se trataba. Entró en la habitación y el resplandor de la pantalla del aparato que había junto a la cama iluminó el rostro de Owen Vaughn, mi archienemigo. Seguro que había venido porque patear a una chica incapaz de moverse debía de resultarle divertido.
Le echó un vistazo a mi gráfica.
—Veo que te recuperas —dijo, evidentemente sorprendido—. No haces más que desmayarte y volver a la consciencia.
—¿Has venido a darme la puntilla?
Me miró confuso, aunque la sorpresa no tardó en convertirse en resolución.
—Supongo que no es difícil imaginar por qué podrías creer algo así.
Después del día que había tenido, hacerme la simpática con el tipo que había intentado matarme y/o dejarme paralítica para toda la vida en el instituto se encontraba bastante cerca del final de la lista de las cosas-que-más-me-gustaría-hacer. En realidad, venía justo detrás de «clavarme astillas de bambú bajo las uñas» y antes de «ser traicionada por alguien a quien amas. Otra vez». Era evidente que se trataba de una lista bastante larga.
Me lo quedé mirando presa de la curiosidad, a pesar de la posición que ocupaba en la lista.
—¿Qué te hice en el instituto? —pregunté, sin apenas mover los labios.
Sacudió la cabeza.
—Nada. Ha pasado mucho tiempo. Ya no importa.
Al final el dique se rompió dentro de mí, y emociones de todo tipo y condición empezaron a manar a raudales.
—Dímelo, por favor —le pedí, al borde de la súplica—, dime lo que te hice para no volver a hacerlo. Explícame qué es eso que hago mal una y otra y otra y otra vez.
Me entró un hipido acongojado que puso fin a la ristra de «otras».
—Charley…
—Owen… —me tapé la cara con la única mano que podía levantar y apreté los dientes para reprimir las lágrimas—, dímelo, por favor.
Dejó escapar el aire poco a poco.
—Me quitaste los pantalones.
Bajé la mano lo suficiente para mirarlo por encima de los dedos.
—¿Qué?
—Más o menos un mes antes de que intentara atropellarte para que tuvieras una muerte lenta y agónica, me había caído zumo de naranja en los pantalones. Cuando fui al lavabo, me los quité para lavarlos en el lavamanos, pero un chico los cogió y empezó a hacer el tonto con ellos. Salió corriendo y los lanzó al lavabo de las chicas. Y tú te los llevaste.
—Ni siquiera… Un momento, tienes razón. Larry Vigil abrió la puerta del lavabo y lanzó dentro unos pantalones de chico. Así que… —lo miré, acongojada— me los llevé. Creía que eran del vestuario. Y al día siguiente —proseguí, por poco que me gustara decir aquello en voz alta—, me los puse. En plan de broma. Owen, no tenía ni idea de que eran tuyos. Supuse que los habían sacado de la taquilla de alguien y que su dueño tendría unos pantalones de deporte o cualquier otra cosa que ponerse.
—No los sacaron de ninguna taquilla y no tenía más pantalones. Me dejaron allí, y más tarde, cuando te vi con ellos, pensé que sabías que eran míos. —Bajó la vista, incómodo—. Al día siguiente, me miraste a la cara y te reíste.
Me pasé una mano por el pelo y torcí el gesto cuando mis dedos rozaron los puntos de sutura.
—Owen, no me reí de ti, solo estaba, no sé, riéndome. Seguramente de algo que habría dicho Jessica.
Jessica había sido mi mejor amiga hasta que cometí el error de contarle demasiadas cosas acerca de mí.
—Bueno, eso lo sé ahora —dijo.
Se levantó y se acercó a la ventana que daba al campus universitario.
—Pero, hay algo más, ¿verdad?
Asintió y se dio la vuelta.
—No podía salir del lavabo. Las clases se acabaron y todo el mundo se fue a casa, pero yo seguía allí, en el lavabo, sin pantalones. Esperé a que arrancaran todos los autobuses, me anudé la chaqueta alrededor de la cintura y me fui a casa.
Se me encogió el estómago. La vergüenza que debió de pasar.
—¡Oh, Dios mío! —exclamé, al recordar algo de pronto—, fuiste tú. Los South Nines te dieron una paliza.
Asintió con la cabeza tras un largo silencio.
—Me acorralaron en un callejón y me patearon el culo por no llevar pantalones.
—Pero al día siguiente fuiste a clase.
Se encogió de hombros.
—No se lo conté a nadie. Le dije a mi madre que me había caído de la bicicleta. Si los Nines hubieran mantenido la boca cerrada, nadie se habría enterado jamás. Luego, cuando al día siguiente vi que llevabas mis pantalones y que todo el mundo se reía…
Me tapé los ojos con la mano, intentando detener el recuerdo.
—Por si no habías tenido suficiente…
—No te lo perdoné jamás. Después de eso, los Nines no me dejaron en paz. Tuve que enfrentarme a ellos a diario.
—Owen, lo siento de veras. Por eso te retrajiste. Neil Gossett dijo que fue como si te apartaras de ellos.
—Es lo que tiene que te acosen a diario. Aun así, eso no cambia el hecho de que seas una zorra.
—En eso tienes razón.
Se volvió hacia mí.
—Pero tú no haces más que recibir palos, una y otra vez, y vuelves a por más. Los tipos de mi división no saben si es que eres muy buena o completamente idiota.
Lo miré a hurtadillas por entre los dedos.
—La línea es muy delgada.
Bajó la mirada.
—Quería que te murieras.
—Sí, ya me di cuenta cuando viniste a por mí con el monovolumen de tu padre.
—Quería arrastrar tu cuerpo sin vida por toda la calle, mientras tus miembros iban quedando repartidos sobre el asfalto.
—Vale, aunque ya lo has superado, ¿no?
—No del todo, pero ahora estás muy jodida y será mejor que te deje en paz. Ya volveremos a hablar del asunto cuando te recuperes.
—Quedamos así.
Cuando desperté al día siguiente, la suave luz del sol del atardecer se colaba por la ventana. Todo seguía igual, el tío Bob, Cookie, aunque lo de los ojos enrojecidos era nuevo.
—¿Ya duermes lo suficiente? —pregunté.
—Mira quién habla —contestó ella, con una sonrisa apagada—. Ha venido a verte todo el mundo. Y en las noticias no se habla de otra cosa que del hombre encarcelado por un asesinato que no cometió. Creo que Reyes va a hacerse famoso.
—Entonces, ¿no tiene que volver a la cárcel?
—He hablado con tu amigo, Neil Gossett —intervino el tío Bob—. Lo tendrán en mínima seguridad hasta que acaben con el papeleo.
—Pero ¿por qué no lo sueltan ya? —insistí, indignada—. El hombre por cuyo asesinato fue a la cárcel ni siquiera está muerto.
—Para empezar, tienen que demostrar que se trata realmente de Earl Walker. Luego hay que rellenar un montón de papeles y un juez ha de revisar el caso. No es como en las películas, cariño.
—Bueno, y ¿cómo está? —pregunté.
—Farrow está bien —contestó Ubie—. Había llamado a la policía antes de llegar a tu casa y seguía allí cuando aparecimos nosotros. Se entregó sin oponer resistencia. ¿De verdad ese es el hombre por quien ha cumplido condena? —se decidió a preguntar.
Sabía que le costaría encajarlo. Era fácil que haber enviado a un hombre a prisión por un asesinato que no ha cometido desestabilizara el estricto código moral de un poli bueno.
—Era imposible que lo supieras, tío Bob. Espera. —Fruncí el ceño—. ¿Qué quieres decir con eso de que se entregó? En su estado, tampoco le hubieran quedado muchas más alternativas, ¿no?
—De hecho, los primeros agentes que llegaron a la escena se quedaron un poco desconcertados. No sabían quién era. Se identificó y les informó de que el guiñapo humano del rincón era Earl Walker.
—¿Les informó? ¿Incluso herido de bala?
Ubie y Cookie intercambiaron una mirada.
—No estaba herido, cariño —dijo Cookie.
—Por todos los cielos, es más rápido de lo que creía. Hubiera jurado que le disparó. Es que vi a Walker apretar el gatillo. Vi las balas dirigiéndose directas a su corazón.
Otra vez aquellas miraditas. Cookie me tomó la mano.
—Cariño, ese no era Reyes. —Se mordió el labio antes de seguir—. Ese era Garrett Swopes.
Parpadeé, confusa, cerré los ojos y rememoré la escena. Un hombre alto entró por la puerta como un torbellino y Reyes estaba de camino. Simplemente asumí que uno y otro eran el mismo.
—¿Swopes? —musité, al fin—. ¿Fue Garrett quien entró por la puerta?
—Sí —dijo el tío Bob.
—¿Disparó a Garrett Swopes? —no conseguía hacerme a la idea—. No, era Reyes. Tenía que ser Reyes. Echó la puerta abajo y… se oyó un disparo.
—Cariño, ¿por qué no descansas un poco?
—Os equivocáis. —La conmoción y la incredulidad se rifaban el asiento delantero de mi descapotable hacia mis mundos de fantasía. Tenían que estar equivocados. ¿Disparó a Garrett? ¿Por mi culpa? Intenté salir de la cama—. ¿Está aquí? Tengo que verlo.
El tío Bob me empujó hacia atrás, hasta que mi espalda volvió a descansar contra la montaña de almohadas.
—Charley…
—No puedo creer que le dispararan por mi culpa. Otra vez. Tengo que verlo. Seguro que está cabreadísimo.
—No puedes, cariño.
El tío Bob bajó la cabeza. El dolor y los remordimientos batían contra mí en oleadas incandescentes.
Miré a Cookie, a sus ojos enrojecidos, y la angustia me atenazó la columna vertebral en un abrazo tan gélido y demoledor que me engulló por completo. Me obligué a mirar al tío Bob. Y esperé.
Era evidente que no sabía ni qué decir ni cómo decirlo. Al final, levantó la vista y se decidió:
—No hay nada que hacer, cariño.
Y el mundo se me escapó de entre las manos.