24
Si la vida te da limones, quédatelos. Porque, vamos a ver, ¡que son gratis!
(Camiseta)
Para cuando acabamos con el doctor Muerte, ya era tarde, estaba cansada y me dolía la cabeza. Después de todo, Luther había encajado bastante bien la noticia de que había estado a punto de perder a sus dos hermanas. Eso o sus hermanas lo habían sedado. Si era así, lo envidiaba, iba pensando mientras me arrastraba por la escalera hasta mi humilde morada con la firme convicción de que necesitaba dormir y punto. Con o sin Reyes, tenía que echar una cabezada. De modo que cuando abrí la puerta y encontré el televisor encendido, a Amber dormida en el sofá y un hombretón sentado en el respaldo, apuntando a la cabeza de la niña con una pistola y mirándome con una paciencia infinita, creo que quedó perfectamente justificado que estuviera a punto de desmayarme.
Empecé a asimilar poco a poco lo que ocurría cuando el hombre levantó una mano fornida y se llevó un dedo a los labios para indicarme que no hiciera ruido. A continuación, señaló a Amber con un gesto de cabeza. Tenía el cañón de la pistola apoyado en la sien y solo se me ocurrió rezar para que el frío metal no la despertara. Dejé el bolso y las llaves en la encimera con sumo cuidado y luego levanté las manos para demostrarle que haría lo que me pidiera. Sonrió y me hizo un gesto con la cabeza para que me acercara.
Había envejecido desde la última vez que lo había visto, pero su complexión, el cabello canoso y grasiento, aquellas manos grandes y robustas, seguían siendo las mismas de aquel día en que yo había lanzado un ladrillo a su ventana para detener la paliza brutal que estaba dándole a un crío. Su imagen se me había quedado grabada a fuego en la memoria.
—He oído que andas buscándome —susurró, y volví la vista rápidamente hacia el bulto que dormía en el sofá—. Está fuera de combate —aseguró—. Llevo horas aquí y todavía no se ha movido.
Las palabras abandonaron mis labios empujadas por una respiración agitada.
—¿Le has hecho algo?
—No. —Me miró con reprobación, frunciendo el ceño—. No me van las niñas pequeñas.
Entonces recordé qué le iba. Tenía pruebas en la otra habitación, guardadas bajo mi ropa interior. Al pensar en lo que le había hecho a Reyes cuando era niño, pude decir, con la mano en el corazón, que en mi vida había odiado tanto a nadie.
—Déjame que la lleve a su casa —susurré—, luego podrás hacer conmigo lo que quieras.
—¿Crees que soy idiota? —preguntó.
—Nada más lejos —me apresuré a contestar, intentando tranquilizarlo—, por eso lo digo. Se supone que estás muerto, así que no querrás que nadie te vea aquí. Si encuentran tus huellas, ya puedes olvidarte del jueguecito ese al que llevas jugando más de una década. No creo que eso te hiciera mucha gracia.
Me miró fijamente, de los pies a la cabeza, intentando formarse un juicio sobre mí.
—Las huellas no suelen ser un problema cuando solo quedan cenizas.
—Eso te hace un hombre listo.
—No seas condescendiente conmigo —me advirtió, en un tono inequívocamente amenazador. Se inclinó hacia delante y su cálido aliento me rozó la cara—. Vamos a despertarla y a acompañarla hasta la puerta. Si ella o su madre vuelven por aquí, las mato. Me cargaré a la primera a través de la puerta y luego iré a por la otra. ¿Entendido?
Tragué saliva.
—Entendido.
Apartó el cañón lo justo para que pudiera levantar a Amber. Si mi pellejo fuera lo único que estuviera en juego, habría echado a correr nada más verlo, pero no con Amber. Nunca habría puesto su vida en peligro.
—Amber, cariño —dije, zarandeándola con delicadeza—. Será mejor que te vayas a la cama, guapa. —Pestañeó e intentó concentrar su mirada perdida en mí—. Tu madre estará preguntándose dónde estás.
—Vale —dijo, con voz cansada y somnolienta—. Lo siento. Me he quedado dormida.
Sonreí.
—No pasa nada, cariño. Es que no quiero que tu madre se preocupe.
La ayudé a ponerse en pie y la acompañé hasta la puerta, dando gracias a Dios por que no hubiera reparado en el monstruo que empuñaba un calibre treinta y ocho de cañón corto que había en la habitación. Después de intentar atravesar primero el armario y luego la despensa, por fin dio con la puerta. En ese momento, Walker me asió del brazo para impedirme que la siguiera. Por suerte, Cookie no había echado la llave, de modo que Amber abrió la puerta y entró sin vacilar.
En el segundo del que dispuse para planteármelo, pensé en salir corriendo. ¿De verdad iría a por Amber y Cookie? Claro que no. Iría a por mí. Pero ¿y si me atrapaba? ¿Y si no conseguía escapar de él? En ese caso, estaba segura de que volvería para cumplir su promesa. Y yo estaría muerta en el aparcamiento o el callejón, incapaz de detenerlo.
Un segundo y medio después de que Amber hubiera cerrado la puerta, sentí que la cabeza me estallaba por tercera vez aquel día y supe que habían decidido por mí.
—Holandesa.
Oí la voz de Reyes a lo lejos. Intenté tenderle la mano, pero descubrí que estaba hecha de humo, una masa blanca en continuo movimiento.
—Reyes.
—Chisss —dijo Earl Walker, cuando recuperé la consciencia de golpe.
Sin embargo, no había hecho nada que me impidiera chillar. No me había tapado la boca con cinta adhesiva, ni me había amordazado de ninguna manera. Con aquel gesto, únicamente me avisaba.
Viendo que había arrastrado mi cuerpo desmadejado hasta una silla y me había atado los brazos y las piernas con bridas, empecé a sospechar que podría encontrarme en un apuro.
—¿Ya he mencionado lo poco que me gusta que me torturen? —pregunté, intentando pronunciar algo inteligible.
Dejó la pistola en la mesita auxiliar de su izquierda y me estrujó la cara entre sus dedos. Cosa que no me resultó tan insoportable como molesta.
—El asunto es el siguiente —dijo, hablando en voz baja, despacio, para que lo entendiera—. Yo corto, tú sangras. Grita si crees que eso servirá de algo, pero la primera persona que cruce esa puerta muere. Le rajaré el cuello a tu preciosa recepcionista antes de que sepa que estoy aquí. —Se acercó un poco más y noté su cálido y fétido aliento sobre mi cara—. Y ¿quién entrará corriendo a continuación?
Amber. No hacía falta que lo dijera.
—Amber.
O tal vez sí.
—Y quiero que te quede algo bien claro. —Se acercó aún más, para susurrarme al oído—. Me encanta hacer daño a los niños.
Probablemente había tenido muy malas experiencias de pequeño.
Veinte minutos después, estaba demostrando su destreza con el bisturí, una incisión tras otra, y no pude por menos que preguntarme por qué no se había hecho cirujano.
Una punzada de dolor me atravesó la pierna, como si me ardiera, cuando volvió a utilizar el escalpelo, esta vez en la cara interna del muslo. Con o sin vaqueros de por medio, le daba igual. Apreté los dientes hasta que quedaron soldados y puse los ojos en blanco al sentir cómo el filo de su arma recorría un tendón. Esta vez se trataba de un corte profundo, que pasó muy cerca de la femoral. O puede que incluso la seccionara. Ya no veía nada. La sangre que manaba de la herida del cuero cabelludo me caía sobre los ojos.
—Otra vez —insistió, como si todo aquello empezara a irritarlo.
Pues bienvenido al club, amigo.
—¿Por qué me buscas? ¿Cómo sabes que estoy vivo?
Me habría encantado explicárselo —de verdad que sí—, pero, por lo visto, mi voz era incapaz de abrirse camino a través del dolor mortificante. Sabía que si despegaba los labios para responder, gritaría. Cookie vendría, Amber la seguiría y mi mundo se vendría abajo.
Una vez más había puesto en peligro a quienes más quería. Tal vez mi padre tuviera razón. Tal vez debía dejarlo y hacerme contable o paseadora de perros. ¿Qué daño podría hacer en algo así?
Reyes siempre había acudido en mi ayuda, pero lo había encadenado. Había impedido que se quitara la vida y, con ello, había sentenciado la mía. Qué triste testimonio de mi ineptitud que no pudiera estar ni dos semanas sin necesitar que me salvara el pellejo.
—Tú eliges —dijo, un microsegundo antes de que sintiera un nuevo corte en la cara interna del brazo.
Esta vez noté cómo se rompían los tendones y eché la cabeza hacia atrás, mordiéndome la lengua para no gritar. Sin embargo, el dolor pudo más que yo y regresé junto a Reyes, al borde del desmayo.
—Holandesa —oí que me llamaba desde la oscuridad—. ¿Dónde estás?
—En casa —musité, luchando por quedarme con él.
—Desencadéname —me pidió, con voz jadeante, como si estuviera corriendo—. No llegaré a tiempo. Charley, maldita sea.
—No sé cómo…
—¡Dilo! —ordenó entre dientes—. Solo tienes que decirlo.
—Lo siento.
Me invadió una abrumadora sensación de impotencia al comprender que volvía a alejarme de él. Por primera vez en mi vida, estaba convencida de que iba a morir y de que no había absolutamente nada que ninguno de los dos pudiera hacer para evitarlo.
El bisturí hizo que una nueva sacudida eléctrica bordeara mis terminaciones nerviosas. Parpadeé entre la sangre que apelmazaba mis pestañas cuando el dolor más inimaginable que hubiera sentido jamás me devolvió a la realidad a la velocidad de la luz. Inspiré hondo, como si saliera a la superficie en busca de aire desde el fondo del mar.
Walker me había practicado una incisión a lo largo de las costillas, deslizando el bisturí sobre los huesos como un niño recorriendo los postes de una valla blanca con un palo. Temblaba de tal manera que empecé a preguntarme si no estaría sufriendo un ataque de epilepsia, intentando aferrarme a la silla y mantener los dientes apretados. Sin embargo, el empeño desesperado en conservar el control de ciertas funciones corporales me hizo perder el de otras y sentí que un cálido reguero de orina se filtraba entre mis piernas y formaba un charco a mis pies, donde se mezclaba con la sangre que ya había allí.
Se inclinó sobre mí y empezó a dar pinchacitos alrededor del corte de la pierna. A continuación, levantó la cabeza y me miró a los ojos. No conseguía enfocarlo con claridad, pero vi que me estudiaba con el ceño fruncido.
—Reyes —musitó.
Pestañeé, intentando que no se me nublara la vista.
—Eres como él. Tus heridas se cierran con la misma rapidez que las suyas. —Presionó el bisturí contra mi mejilla—. ¿Qué eres?
No esperó demasiado a que contestara antes de que la sangre afluyera a mi boca y empezara a tragarla. Sentí la tentación de escupirla, pero para eso habría sido necesario despegar los labios, un riesgo que no estaba dispuesta a correr.
—Me pregunto qué ocurriría si te cortara un dedo —dijo, obligándome a soltar el brazo de la silla.
Acababa de ponerse a ello —el candente filo metálico atravesando la carne desintegró mis últimas conexiones sinápticas al alcanzar el hueso— cuando ambos oímos que alguien subía la escalera a la carrera.
—Por fin —dijo el monstruo. Sonrió y se volvió hacia mí—. Es nuestro pequeño preso fugado, ¿verdad?
Medio segundo después, la puerta se abrió de golpe y la silueta de un hombre corpulento se recortó contra el vano de la entrada.
Reyes. No.
Antes de que pudiera abrir la boca, antes de que fuera capaz de hilar un pensamiento, oí el disparo. Walker había estado esperándolo, seguro de que vendría. Y cerré los ojos y detuve la rotación de la Tierra sobre su propio eje.
Cuando volví a abrirlos, la bala atravesaba el aire con suma lentitud, a medio camino entre Walker y Reyes. Avanzaba milímetro a milímetro y, con las últimas fuerzas que me quedaban, intenté retener el tiempo, a pesar de que se me escurría entre los dedos como el humo llevado por el viento.
Comprendí que no podía hacer otra cosa que contemplar cómo se dirigía hacia aquel objetivo que todavía desconocía su existencia y, de pronto, las palabras me vinieron a la mente.
—Rey’aziel —dije, obligándome a separar los dientes—. Te libero.
Reyes se materializó a mi lado de inmediato, en el preciso instante en que el tiempo embestía con saña contra la barrera que había alzado. Una milésima de segundo antes de que oyera el silbido metálico de la espada de Reyes, sonó otro disparo.
Su capa, densa y ondulante como una ola, engulló media habitación cuando la hoja segó la columna de Walker con el gesto elegante de un golfista experimentado.
Walker se quedó helado y bajó la vista con ojos incrédulos, preguntándose qué ocurría, porque la hoja de Reyes trabajaba en el interior. No había traumatismos externos. No había visiones desagradables de heridas abiertas o de sangre manando a borbotones. Por eso mismo, no conseguía concebir cómo era posible que, de pronto, se viera privado de movimiento, asaltado por un dolor agónico. Me habría gustado que hubiera podido ver a Reyes, la imponente presencia de la capa y lo que se ocultaba bajo esta. Sin embargo, al no ser así, era muy probable que no tuviera ni idea de que estaba levantándolo del suelo y lanzándolo a la otra punta de la habitación. Las paredes se estremecieron con el impacto y en ese momento me di cuenta de que ya no veía al Reyes de carne y hueso. Solo me quedaba rezar para que los proyectiles no hubieran alcanzado puntos tan vitales como la hoja de su espada, aunque estaba segura de que hacía falta algo más que un par de balas para acabar con él.
Se volvió hacia mí y el rostro más bello que hubiera visto jamás quedó a la vista cuando retiró hacia atrás la capucha de la capa. Se arrodilló y tomó mi mano entre las suyas.
—Holandesa, lo siento mucho.
—¿Lo sientes? —intenté decir, aunque comprendí que la sangre que me obstruía la boca y la garganta me dificultaban el habla.
Luego volví a perder el conocimiento y, por fin, me dormí.