23
En ese momento parecía una buena idea.
(Camiseta)
—¿Tenías que decirlo gritando? —preguntó Cookie, sin dejar de refunfuñar hasta la salida de la maldita mina—. ¿A pleno pulmón?
Íbamos cubiertas de tierra y de raíces de la cabeza a los pies.
—Ahora no es el momento, Cook —mascullé entre dientes, haciendo lo posible para sacar a Teresa de allí de una vez por todas.
—Yo me quedo aquí —anunció Hardy.
Iba a protestar, pero se tocó el casco a modo de saludo y, con un suave «señora», desapareció.
El tío Bob entró a toda prisa justo en ese momento, cosa que me produjo un inmenso alivio. Sin embargo, la conmoción que se reflejó en su rostro demostraba a todas luces que, o bien no tenía ninguna fe en mi y le sorprendía que hubiera conseguido encontrar a Teresa Yost, o bien tenía peor pinta de la que imaginaba.
La agente Carson le pisaba los talones y, a pesar de que no nos habíamos visto nunca, la reconocí al instante. Su aspecto se correspondía con su voz a la perfección: melena corta, morena, complexión robusta, mirada astuta. Se adelantó y se hizo cargo de Teresa con la ayuda del tío Bob, aunque no habían dado ni dos pasos cuando Luther Dean irrumpió en la mina, agachó la cabeza hasta llegar a nuestro lado y sustituyó a la agente Carson.
—Luther —musitó Teresa, sorprendida de verlo allí.
La sonrisa que animó el rostro del hombre fue sencillamente encantadora.
—No llamas, no escribes…
A pesar de las circunstancias, a Teresa se le escapó una risita.
Intenté tenderle la mano para estrechar la suya cuando Carson se volvió hacia mí, pero mis músculos se habían dado por rendidos, aunque de vez en cuando les entraba un tic. Un agente de policía ayudó a salir a Cookie mientras Carson hacía otro tanto conmigo. La mujer me agarró del brazo, pese a que procuró no acercarse demasiado. El polvo todavía se suspendía en el aire a causa del último hundimiento.
—No me puedo creer que lo haya conseguido —comentó, sacudiendo la cabeza cuando nos envolvió la luz del día.
—Me lo dicen mucho.
Tenía el pelo tan apelmazado por culpa de la tierra y las piedras que hasta me dolía. Aunque tampoco había que olvidar que me había caído encima una roca del tamaño de Long Island.
—Ay, me he dejado la linterna dentro —dijo Cookie, acordándose de pronto y volviendo la mirada hacia la mina.
—Bueno, pues será mejor que entres a buscarla. Como si pudiera comprarme otra en prácticamente cualquier tienda de aquí a Albuquerque.
Resopló, dando a entender que ya podía esperar sentada. Estaba impaciente por contarle lo de Hardy. Tenía que volver algún día para conocerlo mejor —se oyó el estruendo de un nuevo derrumbamiento en el pozo de la mina y la entrada escupió una nube de polvo—, o no.
Vi que un equipo de rescate subía a toda prisa por el sendero, acarreando una camilla de aluminio, mochilas con material de primera intervención y una linterna que acabaría siendo mía con un poco de persuasión. Un equipo vigoroso. Los tres hombres lo eran, en realidad: altos, buen tono muscular, buena actitud en general.
—¿Quiénes son? —le pregunté a Carson.
—Los ha traído su tío.
—Qué detalle.
Nos detuvimos un momento para disfrutar de las vistas.
—Y que lo diga —convino—. Por cierto, no he podido conseguir una copia del mensaje que la primera mujer de Yost dejó en el contestador automático del médico antes de su misteriosa muerte en las islas Caimán. Parece ser que el inspector tampoco lo oyó, sino que se fio de la palabra de Yost, teniendo en cuenta que no había motivos para sospechar que se tratara de un asesinato.
—Qué raro —musité, sin poder apartar los ojos de Búsqueda, Salvamento y Buenorro Sin Más—. Sin embargo, creo que esta vez no tenía intención de matar a su mujer, sino a otra persona, y que ella acabó adivinándolo.
—¿Le importa si le pregunto a quién?
—¿Podría darme media hora para confirmar mis sospechas?
Se volvió hacia mí.
—¿Qué le parecen treinta minutos?
Le dediqué una sonrisa radiante.
—Hecho.
Luther ayudaba a Teresa a subirse a la camilla con suma delicadeza cuando su otra hermana, Monica, subió corriendo por el sendero. Al verla, se me encogió el corazón. Sentí el impulso de acercarme y explicarle lo ocurrido, pero la mujer estaba demasiado alterada.
—¡Teresa! —gritó. Las lágrimas rodaron por sus mejillas—. Oh, Dios mío.
Apretó el paso hasta llegar junto a ellos, abrazó rápidamente a Luther y luego estrechó la mano de su hermana entre las suyas, mientras uno de los técnicos de salvamento sujetaba a Teresa a la camilla con unas correas y le tomaba una vía. La emoción que emanaba de Monica fue como un torrente de agua fresca, pura y vigorizante.
Luther se acercó a mí, completamente asombrado. Menudo vapuleo que llevaba mi ego.
—Lo ha hecho —dijo.
Sonreí sin ambages. La agente Carson se despidió con un breve asentimiento de cabeza y se alejó.
—Eso he oído.
Sacudió la cabeza.
—No sabe cuánto le debo.
—Recibirá una factura —prometí.
Soltó una carcajada, demasiado feliz como para preocuparse de nada que no fuera su hermana.
Me volví hacia Cookie y le hice un gesto de victoria.
—Este mes nos llegará para comer.
—¡Genial! —exclamó, mientras el tío Bob la ayudaba a salvar un peñasco—. Le he echado un ojo a una dieta baja en carbohidratos que te va a encantar.
—He dicho que nos dará para comer, no que tuviéramos que comer sano.
El tío Bob se acercó a mí.
—¿Y bien?
—Y bien, ¿qué?
—¿Lo hizo Yost?
—De manera indirecta, sí.
Puede que Yost no hubiera utilizado el todoterreno y el cabrestante para sabotear la mina como había sospechado en un primer momento, pero sí había conducido a Teresa a la desesperación valiéndose de tácticas de las que dudada que ni siquiera ella fuera consciente. Me llevé al tío Bob aparte, entre los árboles, mientras los demás iban de un lado a otro, concentrados en su trabajo.
—Procura mantener una mentalidad abierta en este asunto, ¿de acuerdo? —le pedí, en voz baja.
—Siempre la tengo abierta —contestó, un tanto ofendido—, a todas horas y en todo momento. —Al ver que me lo quedaba mirando con una ceja enarcada, rectificó, evasivo—: Bueno, puede que cierre los fines de semana.
Acerqué mi cabeza a la suya.
—Creo, y es un «creo» en mayúsculas, que Nathan Yost está haciendo de las suyas. Intenta controlar a Teresa vigilando su entorno. —Descansé una mano en el brazo de Ubie, suplicándole un poco de confianza—. Creo que quiere matar a Monica, la hermana de Teresa.
El tío Bob frunció el ceño y miró a la gente que se reunía en la boca de la mina antes de volverse hacia mí.
—Eso podría ser difícil de demostrar.
Tras dejar escapar el aire que había estado conteniendo, intenté reprimir el impulso de colgarme de su cuello. Las demostraciones de afecto lo incomodaban, razón por la cual se las ofrecía con tanta asiduidad. Sin embargo, esta vez me interesaba tenerlo de mi lado.
—Tengo un plan, pero no podemos dormirnos en los laureles —dije, viendo que el doctor Nathan Yost subía corriendo por el sendero, ataviado con su bata blanca.
Angel venía detrás, me vio, me lanzó un saludo y desapareció. Por lo visto, consideraba que ya había cumplido con su parte. Seguramente yo habría hecho lo mismo. Al fin y al cabo, era un adolescente y confinarlo a un mismo lugar demasiado tiempo equivalía a torturarlo.
Le eché un vistazo a Yost. A pesar de que la estudiada expresión de su rostro pretendía transmitir alivio, la emoción soterrada no se parecía en nada a la felicidad, aunque tampoco a la decepción, como cabría esperar de haber sido él el responsable del hundimiento de la mina. No se trataba ni de rabia, ni de rencor, ni de miedo, sino de… absolutamente nada. No percibí ni la más mínima emoción, al menos hasta que vio a Luther y a Monica. Entonces sí que algo se removió en su interior con fuerza huracanada y, sin ningún género de dudas, se trataba de un rencor exacerbado. En ese momento comprendí cómo los veía: como a enemigos, barreras, obstáculos que debía salvar.
Aun así, si mis sospechas se confirmaban, Teresa había hecho todo aquello para dejar a su marido, lo cual la colocaba en una situación delicada. Las palabras que Yost había dirigido a Yolanda Pope años atrás, cuando ambos iban a la universidad, se abrieron paso hasta la superficie de mi cerebro rebozado de tierra: «Solo hace falta un palito».
—Todavía no está fuera de peligro, ponle protección —le dije al tío Bob.
—De acuerdo.
Dirigió a Yost esa mirada acerada típica de él que tanto apreciaba y conocía tan bien, salvo cuando era su destinataria.
—Ah, y necesito que te hagas con unas cuantas cosas y te reúnas conmigo en el hospital, entre otras una botella de agua carbonatada con sabor a limón.
Se volvió hacia mí.
—¿Ahora te preocupas por tu salud?
Solté un gruñido.
—Ni hablar. En cuanto todo esto haya acabado, me voy directa a Margaritaville.
Puesto que había tardado más de una hora en volver a Albuquerque, un poco más de la mitad en ducharme y cambiarme de ropa, y luego había tenido que esperar otros cuarenta y cinco minutos hasta que el tío Bob había conseguido una orden para registrar la casa de Yost, no me quedó más remedio que llamar a la agente Carson y comunicarle las malas noticias: había sobrepasado los treinta minutos que habíamos acordado en un principio para encontrar la manera de demostrar que el médico era culpable. Sin embargo, teniendo en cuenta lo que duraba el trayecto y que la limpieza era para el cuerpo lo que la pureza para el alma, dijo que no me lo tendría en cuenta. Uf, menos mal.
Teresa no precisó pasar por quirófano por la pierna. Habían reforzado el entablillado y la habían llevado en silla de ruedas a una habitación privada cuando, de pronto, tuvieron que ir a hacerle más pruebas gracias al tío Bob y a su mano izquierda con las mujeres. Concretamente con una enfermera que miraba a Ubie como si fuera un dulce mojado en chocolate.
Un par de polis que se hacían pasar por camilleros la trasladaron a una sala de partos con un mobiliario muy interesante. En cuanto a sensación de incomodidad, solo lo superaba aquella vez que me senté en una silla eléctrica de verdad, por hacer la gracia. En cuanto los hombres salieron de la sala, los saludé con un breve gesto de cabeza, entré y cerré la puerta. Habían bajado las luces y Teresa estaba tumbada en la camilla, medio dormida a causa de la penumbra. Llevaba una bata de hospital azul claro y le habían entablillado la pierna de manera provisional, elevada ahora sobre unas almohadas, hasta que la hinchazón bajara lo suficiente para que pudieran enyesársela.
—¿Teresa? —la llamé, acercándome a ella despacio.
Abrió los ojos con un parpadeo y frunció el ceño.
—Soy Charlotte Davidson. ¿Me recuerdas de la mina?
Por su mirada, vi que me reconocía.
—Sí, tú me encontraste.
Asentí y me acerqué un poco más.
—No sé lo que recuerdas. Soy detective privado y Luther y Monica me contrataron. Más o menos.
Sonrió somnolienta al oír sus nombres.
Tenía que apresurarme. Yost averiguaría que no había razón para que Teresa estuviera en una sala de parto salvo que le estuviera ocultando más cosas de las que sospechaba. Por suerte, Yost tenía que pasar visita.
—No disponemos de demasiado tiempo, Teresa, así que voy a hacer un resumen de lo que sé y de lo que imagino que ocurrió y seguiremos a partir de ahí. ¿Te parece bien?
Apretó los labios con gesto de preocupación, pero asintió.
—Primero, sé que fuiste tú quien saboteó la mina. —Al ver que apartaba la mirada y no protestaba, proseguí—. Utilizaste el todoterreno y el cabrestante para descalzar las vigas de las paredes del pozo, pero dudo que planearas encontrarte dentro cuando se derrumbó.
—Olvidé dejar el móvil —dijo, con un hilo de voz, abrumada por la vergüenza—. Volví dentro para ponerlo junto a mis cosas y que pensaran que estaba allí dentro.
—Y fue entonces cuando se derrumbó.
Confirmó las palabras del minero con un tímido cabeceo.
—Las minas son muy profundas y al final habrían abandonado la búsqueda.
—Pero antes de todo eso, contrataste un seguro de vida a tu nombre y pusiste a tu hermana de beneficiaria para que pudiera disfrutar de una buena asistencia médica.
Se volvió hacia mí, atónita.
—No sé cómo —proseguí—, averiguaste lo de la primera esposa de Nathan. Descubriste que la había matado cuando quiso abandonarlo.
Me miró impertérrita.
—Te asfixia. Intenta controlar todos los aspectos de tu vida.
El asomo de un rubor tiñó su rostro.
—Y te preguntas cómo has podido llegar a esto, como has dejado que fuera tan lejos.
—Sí —admitió en un susurro.
La barbilla arrugada delató su humillación.
—Teresa, tu marido conoce muy bien su oficio y maneja el bisturí con maestría, tanto en lo físico como en lo emocional. Sabía lo que estaba haciendo. Sabía cómo controlarte. Que no le dirías a tu hermano nada de lo que estaba ocurriendo por miedo a su reacción.
Un débil grito ahogado resonó en la habitación, confirmando mis palabras.
—¿Por qué tenía que cargar tu hermano con tus errores, no? Le habría hecho daño a Nathan. Probablemente lo hubiera matado y entonces tendría que pagarlo el resto de su vida.
Asintió con la cabeza de manera casi imperceptible.
—Así que contrataste la póliza de seguro, planeaste tu fuga e intentaste desaparecer. Sin embargo, nunca hubieras perdido el contacto con tus hermanos por completo. De algún modo, te habrías asegurado de que supieran que estabas bien y Nathan hubiera acabado averiguándolo, cariño. Habría ido a por ti. O Luther habría terminado por matarlo cuando hubiera descubierto por qué te habías ido. En cualquier caso, la cosa habría acabado mal.
Apretó los labios y cerró los ojos, intentando retener las lágrimas.
—Pero has demostrado mucho valor al hacer lo que hiciste, Teresa, por lo que te admiro más de lo que te puedas llegar a imaginar.
—Fue una estupidez.
—No. —Coloqué una mano sobre las suyas—. No lo hiciste por ti, sino por ellos.
Se tapó la boca con la sábana y empezó a sollozar desconsoladamente. La tristeza que la envolvía era como un campo de fuerza a su alrededor que me obligaba a retroceder. Inspiré hondo y opuse resistencia para poder continuar a su lado.
—Estuve embarazada —dijo, entre pequeños hipidos—. Creo que… Creo que me dio algo. Una noche empecé a encontrarme mal y al final perdí el bebé.
Cerré la boca de golpe y apreté los dientes. Aquello no lo sabía y la compadecí enormemente.
—No me extrañaría que hubiera tenido algo que ver. —Le tomé la mano—. Teresa, tengo que decirte algo, pero tienes que ser fuerte. Además, quiero que sepas que trabajo con la policía y el FBI para que no vuelva a ocurrir.
Asintió sin mirarme, concentrada en su dolor. Hubiera preferido decírselo en otro momento, pero tenía derecho a saberlo.
—Creo que ha estado envenenando a tu hermana. —Recuperé su atención de inmediato.
Me miró, sobrecogida.
—Con el agua mineral con gas que le llevas cada día. Seguro que Nathan sabía que no te la bebías, porque no enfermabas, pero tu hermana sí.
Se tapó la boca con ambas manos, horrorizada.
—Hemos conseguido una orden de registro —proseguí, apresurándome a tranquilizarla— y ahora mismo están analizándola.
—¿Cómo…?
—Por las uñas. Tiene lo que se llama líneas de Aldrich-Mees. —Vi que intentaba hacer memoria y asentía distraídamente—. Son síntomas de envenenamiento por metales pesados. Podría tratarse de talio o incluso de arsénico.
Antes de que Teresa pudiera decir nada, oímos a una enfermera en el pasillo.
—¡Doctor Yost! —exclamó la mujer, como si se sorprendiera.
Corrí a la puerta y la abrí un resquicio.
—¿Ha visto a mi mujer? —preguntó él, mirando a su alrededor con aire desconcertado.
Frunció el ceño al ver a los dos camilleros que andaban por allí de brazos cruzados. Uno de ellos se aclaró la garganta y se recolocó la cinturilla de los pantalones del uniforme, incómodo.
—No —aseguró la enfermera, atrayendo la atención del médico hacia ella—. ¿No está en su habitación?
—Estaba, pero… No importa. Volveré a mirar.
—Que tenga un buen día —se despidió ella, con una sonrisa.
A continuación, la mujer se volvió hacia la puerta y puso los ojos en blanco, atisbándome a través de la rendija.
Le hice un gesto para que se acercara y volví corriendo junto a Teresa.
—Tengo que llevarte a tu habitación.
—¿Cómo he podido ser tan tonta? —preguntó, cuando la enfermera le quitó el freno a la camilla para que los hombres pudieran trasladarla.
—Esa barbilla bien alta, cariño —dije, comprobando el perímetro antes de pasarla de extranjis por la sala de espera de partos—. No volverá a hacerlo nunca más.
El hecho de que el doctor Yost hubiera arremetido contra la familia de Teresa lo resumía todo para mí. Yost había hecho lo posible por controlarla. Y lo mismo había ocurrido con la primera esposa, Ingrid. Albergaba la leve sospecha de que también había asesinado a la madre de Ingrid y que su mujer había huido al descubrirlo. En respuesta, Yost había recurrido a lo único que sabía hacer en esas situaciones y la había matado; y habría hecho lo mismo con Teresa si esta no hubiera estado protegida y amparada por una familia que se preocupaba por ella.
Teresa había llegado a la misma conclusión, sabía qué le había hecho a su primera esposa, cuáles habían sido las consecuencias de abandonarlo, pero jamás se le había pasado por la cabeza que pudiera estar intentando controlarla de algún modo que ella desconociera. Él sabía que se veía con su hermana. Sabía que le daba el agua mineral a Monica, así que añadió el arsénico justo para que enfermara. De esa manera castigaba a Teresa por desafiarlo y, al mismo tiempo, se quitaba un obstáculo de en medio. Por eso los médicos no conseguían dar con el problema, porque estaba siendo lenta y metódicamente envenenada.
Dejé a Teresa en buenas manos, concretamente en las de dos policías con uniforme de camilleros, y salí disparada para asegurarme de que la escena estaba preparada. Gracias al tío Bob, así era. Media hora después, me encontraba en un tranquilo rincón del hospital presbiteriano, con una revista tras la que ocultaba media cara y con la que llamativamente intentaba no llamar la atención, cuando vi que aquel diablo rubio de ojos azules venía hacia mí. Se detuvo junto al puesto de enfermeras para firmar un parte y luego continuó en mi dirección.
—Señorita Davidson, no sé cómo agradecerle todo lo que ha hecho por mí —dijo Yost.
Una lenta y calculada sonrisa se dibujó en mi rostro.
—Ya, me lo imagino. ¿Podemos hablar?
Frunció el ceño y luego miró a su alrededor.
—¿Ocurre algo…?
—Mire, Keith… —dije, dándole tiempo para encajar el golpe antes de sacar un sobre de papel manila de entre las páginas de la revista, sostenerlo en alto con las cejas enarcadas y esperar. Al ver que su expresión se relajaba y que, tras el desconcierto inicial, adoptaba el aire de un avezado vendedor de coches dispuesto a regatear, le señalé el almacén y me dirigí hacia allí—. ¿Viene? —pregunté, volviendo la vista atrás.
Me siguió.
En cuanto entramos, cerró la puerta y se asomó por detrás de las estanterías para asegurarse de que estábamos solos. A continuación, se acercó a mí, aunque su fachada, sus modales exquisitos habían desaparecido por completo y habían sido sustituidos por los movimientos calculados de un criminal.
—¿De qué va esto? —preguntó, con la clara esperanza de que no lo supiera todo.
Un empeño infructuoso, teniendo en cuenta el fruto que habían dado mis investigaciones.
—De varias cosas, Keith. No le importa que lo llame Keith, ¿verdad?
—Sí, de hecho sí me importa. ¿Qué quiere?
Despacio, una sonrisa fue dibujándose en mi rostro.
—Dinero.
—¿Qué, sino? Todas las zorras sois iguales —dijo, mirándome fijamente, intentando juzgar a quien se enfrentaba.
Acto seguido, me asió por la chaqueta y me empujó contra las estanterías metálicas. Le dejé hacer. Incluso apoyé los codos en uno de los estantes que tenía detrás mientras me cacheaba.
No era la lujuria lo que guiaba sus movimientos, nada más lejos, sino más bien su instinto de supervivencia. Sin embargo, me abrió la chaqueta y me desabrochó la camisa sin dejar de mirarme a los ojos. Cuando llegó al último botón, sacó los faldones de un tirón, me pasó las manos por la espalda y los dedos por la cinturilla del pantalón y la banda trasera del sujetador. Tuve que reprimir un pequeño grito ahogado al sentir el roce de aquellas manos en las partes más sensibles de mi espalda, pero él no se percató. Por suerte, era médico y veía mujeres medio desnudas a diario; de lo contrario, aquella situación podría haber resultado un poco embarazosa.
Una vez que se convenció de que no llevaba un micro, me quitó el sobre de papel manila de la mano y lo abrió. Contenía toda la información que había reunido sobre él. Copias de la investigación sobre el hombre que le había proporcionado una identidad falsa, donde aparecía el nombre de Keith Jacoby escrito justo al lado del suyo, una factura de hotel con el mismo nombre que demostraba que estaba allí el día en que su primera mujer había muerto, una copia de un informe policial acerca del hospital en que nos encontrábamos donde se reflejaba que varios viales de un relajante muscular muy potente, cuyo nombre no habría sabido pronunciar, habían desaparecido el mismo día en que la sobrina de Yolanda Pope había estado a punto de morir, etcétera, etcétera, etcétera.
Me abroché la camisa mientras examinaba la documentación. Decir que estaba sorprendido habría sido un insulto. Estaba perplejo, le costaba creer que yo hubiera sido capaz de atar todos aquellos cabos sueltos. Vale, con la ayuda de un montón de gente, pero eso no me restaba méritos.
Volvió a meterlo todo en el sobre, impertérrito, como si controlara sus emociones a la perfección, salvo, claro está, por esos pequeños reflejos involuntarios por cuya eliminación hasta el último jugador de póquer estaría dispuesto a pagar una fortuna.
—Esto no tiene nada que ver con la desaparición de Teresa.
—Yo creo que sí. Demuestra hasta dónde está dispuesto a llegar para no dejar de ser ese homicida maniático del control que todos conocemos y amamos.
Alzó ante mí uno de los documentos. Era la póliza de seguros que Teresa había contratado.
—Ya se lo dije a la agente Carson. Yo no contraté esta ridícula póliza a nombre de Teresa. Fue ella. Contrató una para mí y otra para ella. Yo no tuve nada que ver en este asunto.
—Puede que sí —dije, encogiéndome de hombros con indiferencia, haciendo lo posible por proteger a Teresa— o puede que no, pero, desde mi punto de vista, es bastante sospechoso.
Si se enteraba de que ella había intentado abandonarlo, ¿quién sabía lo que sería capaz de hacerle?
—¿Cuánto quiere? —preguntó.
Me moví para que, cuando me mirara a la cara, la cámara oculta lo enfocara de frente. Estaba en el reloj de la pared; un truco viejo, pero efectivo. Me acerqué a la pared y me apoyé contra ella, justo debajo de aquel chisme.
—Bueno, Keith —dije (no pude reprimirme)—, parece que las cosas le van bastante bien. ¿Qué le parece un millón limpio?
Soltó un bufido burlón y me fulminó con la mirada.
—Está de guasa.
Dobló el sobre y se lo metió en la cinturilla de los pantalones, a la espalda. Las emociones que lo dominaban le teñían la pálida tez de un rojizo tono escarlata.
—Tengo otra copia, no se preocupe.
La rabia y el pánico se apoderaron de él.
—¿Cómo puedo quedarme esa también?
—Ya se lo he dicho —insistí, con una sonrisa—, haciéndome muy, muy rica.
Me dio la espalda. Apenas era capaz de controlar su ira. Después de todo, parecía que el angelito también tenía mal genio.
—No tengo tanto dinero —admitió, dejando de fingir—. ¿Por qué coño…?
Se mordió la lengua antes de seguir incriminándose.
Tenía que animarlo a hablar. Tal vez funcionara la amenaza de una muerte inminente.
—Le aseguro que solo tengo una copia, una única copia, de esa carpeta —dije, adoptando mi propia cara de póquer— y que no pienso hacer más. Se la quedará el mejor postor.
Sorprendido, retrocedió y empezó a recorrer el suelo con la mirada, desesperado, intentando buscar una salida, antes de volverse hacia mí.
—Es un farol. La poli no compra información. —Una sonrisa triunfante se dibujó en su rostro—. La detendrán por ocultar pruebas y no podrán utilizarlo en un juicio.
Nunca había sentido tantas ganas de soltar un resoplido. ¿Que no podría utilizarlo? Iba listo. ¿Pretendía jugar conmigo? Pues jugaríamos.
—No tengo ni la más mínima intención de entregar esta información a la policía. He dicho al mejor postor, no al más desesperado.
El tío Bob iba a matarme por aquel comentario.
Frunció el ceño y me miró con recelo.
—¿De quién está hablando?
—Ahora mismo se me ocurre alguien que estaría dispuesto a pagar muchísimo dinero por todo eso. —Indiqué la carpeta que se había quedado con un gesto de cabeza—. Un hombre con un interés personal en la salud de su esposa.
En cuanto comprendió de quién hablaba, un terror paralizante disparó sus sinapsis e inundó su sistema nervioso. Sentí cómo lo arrastraba hacia el fondo, como un hombre ahogándose con los pies metidos en bloques de cemento. Pese a todo, decidió continuar la farsa.
—No sé a quién se refiere.
—De acuerdo.
Me encogí de hombros y eché a andar hacia la puerta, cuando me asió del brazo sin demasiada delicadeza y tiró de mí con brusquedad.
—¿De quién está hablando? —quiso saber, esta vez presa de la curiosidad, preguntándose si de verdad sabía quién estaría dispuesto a pagar mucho dinero por su vida.
—Luther, doctor Yost. Luther Dean —contesté, poniendo los ojos en blanco.
Sería difícil describir lo que se revolvió en su interior, pero si tuviera que hacerlo, diría que tenía un tercio de estupefacción y dos de miedo irrefrenable. En ese momento comprendí que ya había tenido algún roce previo con Luther, si no, ¿a qué se debía aquel pánico? Lo encontré fascinante. Era evidente que Luther me había estado ocultando cosas.
No le quedó más remedio que aferrarse a lo que sabía. La caída del telón dio por finalizado el segundo acto, y el tercero se abrió paso hacia el escenario, bajo la luz de los focos. Apretó los labios. La vergüenza y los remordimientos le entristecieron la expresión, que poco a poco se convirtió en la del perro desvalido que tan buenos resultados le había dado a lo largo de su vida. Intenté aguantarme la risa.
—Charlotte —dijo, con voz suave, insegura—, sé que no tienes por qué creerme, pero sentí que conectábamos de manera especial cuando nos conocimos. Si me dejas, puedo explicarlo todo.
—¿En serio? —Me acerqué a él un poco más, con cara de corderita degollada. Se me aceleró la respiración (básicamente porque me daban arcadas) y me mordí el labio, vacilante, antes de añadir—: Porque habría que ser tonta de remate para confiar en ti justo ahora, Keith.
Apretó los dientes y me dio la espalda.
—¿Cuántas personas has asesinado ya? Contémoslas —propuse, levantando el pulgar—: bueno, tenemos a Ingrid, pero eso ya lo sabe todo el mundo.
—Cierra la boca —dijo, con voz cortante.
—Pero si acabo de empezar. La madre de Ingrid —proseguí, levantando el dedo índice—. La sobrina de Yolanda. —Al ver que se quedaba completamente mudo de sorpresa, añadí—: Uy, no vale, que sobrevivió. Gracias a Dios, que no a ti. Me pregunto cuánto pagaría el padre de la niña, Xander Pope, por esa información. Tal vez Luther y él podrían ir a medias.
Dio un paso amenazador hacia mí, de modo que decidí utilizar la artillería pesada, lo único que lo haría retroceder para ponerse a cubierto.
—Ah, y no olvidemos a la hermana de Teresa, Monica.
Se detuvo, e iba a abrir los ojos desmesuradamente cuando recuperó el control de sí mismo.
—¿Arsénico en el agua mineral? ¿En serio, Nathan? ¿Eso es lo mejor que se te ocurre?
Se quedó boquiabierto, mirándome con incredulidad.
—Sí, lo sé todo. Y junto con esos recibos, informes y cosas que te has metido en los pantalones, y que ahora mismo no me atrevería a tocar aunque me lo pidieras, calculo que te caerá una condena bastante larga, eso si Luther no da antes contigo.
Se quedó de piedra, completamente inmóvil, aunque su cabeza estaba en plena ebullición.
—Veamos, has maltratado a dos de las hermanas de Luther. Mucho me temo que va a costarle ver el lado positivo.
—De acuerdo, me… me rascaré el bolsillo —se decidió al fin.
—Pues será mejor que tengas una buena rasqueta, porque no soy barata, Keith.
Miró a su alrededor, como un animal acorralado, antes de devolverme su atención.
—¿Nos vemos esta noche? Así podremos hablar del asunto y acabar de atar los cabos sueltos.
Esta vez fui yo quien resopló con aire burlón.
—¿Para que puedas matarme y tirar mi cadáver a una tumba vacía?
Cerró los ojos y sacudió la cabeza.
—Yo jamás te haría algo así.
Oh, por amor al chocolate. Tuve que echar mano de una bomba de relojería.
—De hecho, esta noche he quedado para cenar con Luther Dean. Parece ser que le caí bastante bien, o eso dice su hermana.
Se restregó la cara con los dedos, dejando escapar un suspiro cargado de frustración. Me lo imaginé rodeado por unas paredes que poco a poco se cerraban sobre él, viendo cómo menguaban sus opciones.
—Puedo conseguirte cien de los grandes ahora mismo —aseguró.
—¿En efectivo? ¿En billetes pequeños no consecutivos?
Asintió.
—Más adelante, más.
—¿Y se supone que debo fiarme de tu palabra? ¿La palabra de un hombre que se gana la vida matando a sus mujeres?
Bajó la cabeza.
—Ojalá hubieras conocido a mi primera mujer, ojalá supieras el tipo de persona que era. Rencorosa, materialista…
—¿Como tú?
La ira le revolvió las entrañas, pero supo guardar la compostura.
—Una mosquita muerta.
—Que tú te encargaste de rematar, ¿no?
Me dio la espalda por enésima vez, cosa que hacía que el movimiento melodramático perdiera su efectismo, aunque tenía un culo que no estaba mal.
—Iba a quitármelo todo, todo por lo que había trabajado. No podía permitirlo.
Mejor. Por fin nos acercábamos.
—¿Y por eso la mataste? —Al ver que no respondía, añadí—: ¿No habría bastado con un buen abogado?
—¿Para que pudiera mentir ante un tribunal? —preguntó, con expresión desdeñosa—. ¿Para que le dijera al juez que le pegaba o algo por el estilo?
—¿Le pegabas?
Gruñó, así que proseguí.
—De acuerdo —acepté, inspirando hondo—, vamos a imaginar por un momento que te creo y que no te quedó más remedio. ¿Y Monica? ¿Qué te hizo ella?
Su gesto delató la viva emoción que lo recorría mientras reunía los arrestos necesarios para continuar. Eso o le había dado un retortijón.
—Intentaba apartar a Teresa de mí diciéndole que yo no era bueno para ella, que era un inadaptado.
Ahogué un grito.
—Claro, claro, entonces no me extraña que quisieras envenenarla hasta que le fallaran los riñones.
Aquello le arrancó una sonrisa.
—Va a ser un poco difícil de demostrar, ¿no crees?
Eso no podía discutírselo, iba a ser complicado.
—Puede que tengas razón —admití, bajando la cabeza en señal de derrota. Aunque me animé de inmediato—. O podría darles a los polis las botellas de agua mineral que encontré en tu garaje y ver cómo te caen de treinta años a perpetua.
Ni siquiera intentó defenderse.
—¿Te suena el término «cadena de custodia»?
—¿Te suena el término «a Luther Dean le importa una mierda»?
Yost se me quedó mirando, seguramente tratando de imaginar cómo matarme sin levantar demasiadas sospechas. Había llegado el momento de elevar la apuesta.
—Desde mi punto de vista, la cosa se reduce a tres opciones.
—Ya te lo he dicho, te pagaré. Solo tienes que darme tiempo.
—Una: le vendo toda la información a Luther Dean.
—¿Es que no me escuchas?
—Te escucho —contesté, asintiendo de mala gana—. La segunda opción eres tú.
Frunció el ceño.
—Entonces, ¿cuál es la tercera?
—Se lo entrego todo a la agente Carson, a ver qué piensa ella.
Decidió verlas.
—De acuerdo, dáselo a ella. No puedes probar nada.
Mierda. Cualquier abogado que se mereciera su sueldo sabría encontrar una explicación a todo lo que Nathan había dicho hasta el momento. Necesitaba algo sólido. Algo irrefutable. Tal vez no lo había enfocado bien. Tal vez debería de haber usado mis armas femeninas con él.
—Te diré lo que vamos a hacer —propuse, esquivándolo en dirección a la puerta—, deja que averigüe cuál es la mayor puja de Luther y luego volvemos a hablar.
Me asió del brazo cuando pasaba por su lado.
—¿Cuánto va a costarme?
—Ya te lo he dicho —contesté, exasperada—, un millón de machacantes. —Un rayo de felicidad despuntó en mi interior. Siempre había querido usar aquello de machacantes en una conversación real—. Pero deja que vea lo que Luther está dispuesto a pagar antes de comprometerme.
Me atrajo hacia él. Estaba que echaba chispas.
—¿De verdad crees que vas a salir de aquí como si tal cosa?
—Esa era más o menos la idea, sí.
Me pregunté si sería demasiado tarde para usar mis encantos femeninos.
—Entonces eres más tonta de lo que pareces —dijo, cerrando una mano sobre mi cuello.
Sí, tenía toda la pinta de que era demasiado tarde.
Me levantó del suelo y me estampó contra las estanterías, asegurándose de que dirigía mi cabeza hacia una de las afiladas esquinas con la clara intención de abrírmela y que muriera desangrada. Sinceramente, aquel hombre era imbécil. Varias personas nos habían visto entrar juntos. ¿Qué narices iba a decirles? ¿Que había resbalado y me había golpeado contra la esquina de una estantería mucho más alta que yo?
Aquel tipo nunca aprendería. Sin embargo, antes de que pudiera poner en práctica los movimientos alucinantes de artes marciales que había aprendido en aquel cursillo de dos semanas, sentí que un millar de soles explotaban en mi cabeza. Un dolor insoportable recorrió todo mi cuerpo, hasta lo más profundo de mi ser. Los ojos se me anegaron de lágrimas y apreté los dientes para hacer frente a las punzadas. Me dejó caer al suelo, pero mantuvo la mano en el cuello y apretó. Claro, porque los cardenales con la forma de sus dedos no lo incriminarían para nada, claro.
El tío Bob decidió que había llegado el momento de entrar en tromba y Yost retrocedió con paso vacilante, desconcertado. Me volví hacia un lado para recuperar el aliento, cogiéndome la cabeza entre las manos y ovillándome como una bola de queso.
—Tío Bob, has entrado demasiado pronto —lo reprendí, en el típico tono cabreado de «tengo la cabeza a punto de estallar».
Atisbé a Yost de reojo y la cara que ponía era impagable. Miró a Ubie, luego a mí y se quedó boquiabierto, completamente anonadado, mientras un agente le leía sus derechos, le llevaba las manos a la espalda y lo esposaba.
—Supongo que podría haber esperado a que te hubiera matado —dijo Ubie, ayudándome a levantarme—. Tenemos de sobra con el resto de pruebas, calabacita.
El tío Bob me asía con fuerza por un lado mientras yo me aferraba a la estantería con una mano para tenerme en pie.
Me apartó el pelo de los ojos.
—¿Estás bien?
Alcé la mano libre ante la cara para recrearme en la sangre que debía de estar manando a borbotones.
—Ni una gota —dije. Le di la vuelta, por si se me había pasado por alto—. No tengo sangre. ¿Cómo es posible que no esté desangrándome? Porque esto duele que no veas.
Lo último lo había dicho entre dientes, fulminando a Yost con la mirada.
En un arrebato de cólera —o epilepsia, no sabría decirlo— consiguió soltar la mano que todavía no le habían esposado y se abalanzó sobre mí. No tenía ni idea de qué pensaba conseguir con aquello, pero medio segundo antes de que los agentes lo inmovilizaran contra el suelo de cemento, él había conseguido agarrarme por la camisa. Los experimentados policías habían reaccionado rápido y yo me había visto arrastrada con él lanzando un chillido de sorpresa. Al final me desgarró la camisa y recé a Dios para que la grabación de la cámara oculta no saliera nunca del almacén de pruebas. Ubie volvió a ayudarme a ponerme en pie y yo intenté dar a las chicas un poco de intimidad, aunque con la mitad de la tela era un poco difícil.
Me recompuse la ropa lo mejor que pude y miré a Yost.
—Pienso añadirlo a la factura.
Gruñó bajo el agente que lo esposaba, antes de que se lo llevaran medio a rastras y lo sacaran del hospital. La suma continua de gente boquiabierta que se volvía para ver que ocurría, sin dar crédito a sus ojos, me habría resultado graciosa si no me hubiera dolido tanto la cabeza.
El tío Bob se quedó conmigo.
—En fin, ¿llamas tú a la agente Carson o lo hago yo? —dijo, siguiéndolos con la mirada hasta que desaparecieron.
—Hazlo tú si quieres —dije, repentinamente desanimada. ¿Yost solo lo había dicho para hacerme rabiar o parecía tonta de verdad?—. Pero asegúrate de que Luther Dean no esté cerca cuando la llames.
—¿Por qué?
—Primero, es grande.
—¿Y segundo?
—Se llama Luther, no sé si eso te dice algo.
—Entendido.