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Si se arma la de Dios es Cristo, échale la culpa a los duendecillos.

(Camiseta)

Un estruendo sordo resonó contra las paredes cavernosas cuando el techo se desplomó. Me cubrí la cabeza con un brazo de manera instintiva y vi por debajo del codo cómo todo se desmoronaba a mi alrededor. La cantidad de tierra que cayó de golpe me dejó pasmada, era como si hasta entonces hubiera estado flotando en el vacío y el destino hubiera decidido reactivar la gravedad de pronto. El espectáculo me revolvió el estómago y, al instante, el tiempo se ralentizó hasta avanzar a paso de una tortuga luchando contra un huracán de categoría cinco.

Piedras y escombros quedaron suspendidos en el aire, lanzando tímidos destellos en medio de la oscuridad. Alargué las manos e intenté apartar una cortina de tierra, que se tamizó entre mis dedos.

Podría haber atravesado la cascada de arena y escombros y haberme puesto a salvo. Podría haber ido a buscar ayuda. En cambio, decidí arriesgarme a echar un vistazo a mi alrededor. Cookie estaba paralizada en plena caída y una peña inmensa se cernía sobre su cabeza, avanzando poco a poco hacia ella, hacia un cuerpo que se hundiría como una casa hecha de palillos bajo el peso de la roca. La aplastaría.

Sin pensármelo dos veces, me abrí camino a través del aire espeso, me abalancé sobre ella de un salto y la derribé justo en el momento en que el tiempo se catapultó a su velocidad normal con un rugido ensordecedor. Había conseguido apartar a Cookie de la piedra más grande cuando todo volvió a retumbar en torno a nosotras; aunque yo todavía me encontraba debajo de la roca cuando esta me rozó la parte posterior de la cabeza de refilón y me raspó toda la espalda al acabar de desplomarse. Sentí la columna vertebral en llamas y apreté los dientes con fuerza, preparándome para soportar el dolor como mejor pudiera mientras cubría la cabeza de Cookie con los brazos. El estruendo continuó unos segundos y, luego, el silencio. Terminó con la misma brusquedad con que había empezado. Ya apenas caía tierra y el polvo se asentaba a nuestro alrededor cuando Cookie lanzó el chillido más aterrador que haya oído jamás, un alarido que retumbó en mis huesos y, seguramente, en el inestable techo.

—¿Va en serio? —dije, casi sin poder hablar, mientras intentaba salir de debajo de ella—. ¿Vas a ponerte a chillar ahora?

Dejó de gritar y miró un poco azorada a nuestro alrededor, quitándose la tierra de los ojos con una serie de parpadeos.

—¿Estás bien? —farfullé, intentando escupir el polvo que se me había metido en la boca.

—Sí, sí. Ay, Dios mío, ¿y tú?

Me paré a pensarlo.

—Creo que también. O no demasiado mal. —Me ardía la espalda, pero podía moverme. Aquello siempre era buena señal—. Será mejor que no vuelvas a gritar. Ya sabes, al estar en una cueva inestable y todo eso.

—Lo siento.

En ese momento me acordé de Teresa, me puse en pie como pude sobre el nuevo estrato de escombros y escalé el repecho. Todavía la sentía.

—Teresa, ¿estás bien? —Al no recibir respuesta, me volví hacia Cookie—. Necesito que vayas a buscar una linterna a Misery, un poco de agua y una manta, si puedes.

—Por supuesto —dijo, levantándose despacio.

—¿Estás segura de que estás bien?

—Sí, es solo que… —Se me quedó mirando—. Me has salvado la vida.

—No, qué va. Te lo juro.

No era el momento.

—Es la primera vez que lo veo.

—¿Qué tu vida pase por delante de tus ojos en imágenes? ¿Te ha decepcionado? Porque cuando me ocurre a mí…

—No, tú. El modo en que te has movido. Tu padre ya lo decía, pero… Es que yo nunca lo había visto.

Estaba aturdida y confusa.

—Tienes que dejar la bebida, cariño. ¿La linterna?

—Sí, claro. La linterna, ya voy.

Avanzó hacia mí medio tambaleante e intenté reprimir la risa. Bueno, no mucho. Señalé en la dirección contraria. Cookie abrió su teléfono y siguió los raíles hasta la salida, pasando junto a un minero muerto. Se me cortó la respiración. El hombre vio cómo Cookie se alejaba y luego se volvió hacia mí. La lámpara del casco relegaba su rostro a las sombras, pero considerando la información de la que disponía, calculé que debía de haber muerto sobre los años treinta.

Al ver que no apartaba los ojos de él, me saludó con una leve inclinación del casco. Nunca antes había visto el fantasma de un minero, con la ropa tan sucia y hecha jirones. Aunque, ya puestos, tampoco el de uno con esmoquin. Llevaba la ropa hecha jirones y sucia. Por la zona en la que nos encontrábamos, seguramente se habían dedicado a la extracción de cobre o, tal vez, de plata.

Se acercó a mí, se detuvo a mis pies y alzó la vista hacia donde yo miraba, para ver lo que estaba haciendo. Los fallecidos eran unos cotillas.

—Me llamo Charley —me presenté.

Me devolvió su atención y, al fin, conseguí distinguir sus facciones. Tendría cerca de cuarenta años, pero la vida del minero era muy dura, de modo que resultaba difícil asegurarlo. La tierra todavía no había conseguido acumularse en las patas de gallo que le bordeaban los ojos.

—Hardy. —Apretó los finos labios en una sonrisa—. Lleva bastante ahí dentro —dijo, con voz profunda.

Señaló al otro lado de la barricada con un breve gesto de cabeza.

Asentí.

—Hace unos días que desapareció. ¿Sabe si está herida? Estoy segura de que está deshidratada.

—Iré a verlo.

Empezó a escalar la montaña de tierra sobre la que estaba tumbada y era evidente que pretendía atravesarme, cuando se detuvo en seco.

Los fallecidos podían cruzar al otro lado a través de mí, pero si no era esa su intención, estaba hecha de carne y hueso, incluso para ellos. Su rodilla chocó contra mis costillas y me miró sorprendido.

—Lo siento —dije—, tendrá que rodearme.

Se me quedó mirando largo rato.

—¿Qué es? —preguntó, al fin.

—Soy una especie de ángel de la muerte. Pero en el buen sentido.

—Lo que usted diga, señora. —Volvió a tocarse el casco y me rodeó para regresar al cabo de unos instantes con el informe—. Parece que se ha roto una pierna. Ha intentado entablillársela, pero tiene mal aspecto.

—Maldita sea. Me sorprendería que a estas alturas no se le hubiera gangrenado. —Miré a mi alrededor en busca de algo que pudiera servirme en mi lastimoso intento de rescate ayudándome de la luz del casco del minero, pero allí solo había tierra. Y piedras—. ¿Cree que puedo llegar al otro lado? —le pregunté—. Tengo que sacarla de ahí. No sé cuánto tiempo aguantará el techo.

—Entonces, será mejor que lo intente, señora. —Echó un vistazo a la cueva—. ¿Y si lo apuntala con esa viga?

—Seguramente solo conseguiría desprender más tierra.

—Eso es cierto.

Empecé a escarbar.

—¿Qué aspecto tiene ese lado?

—El techo es sólido. —Se esfumó y reapareció—. Yo diría que las vigas aguantarán.

Teresa estaba muy débil porque ya apenas la sentía. Hacía un par de días que Rocket se había presentado de improviso en Misery y me había dicho que me diera prisa, y eso era lo que hacía. Escarbé y fui apartando la tierra hasta que abrí un hueco lo bastante grande para pasar a través de él. Con el teléfono en la mano, fui arrastrándome boca abajo sobre los cantos afilados de las piedras mientras no paraba de caer tierra del techo, por lo que mi pelo se había convertido en un mazacote de barro.

En esos momentos me hubiera venido muy bien contar con la ayuda de Garrett. No tendría que haberle dado plantón, ni haberle tirado el móvil a la charca.

En cuanto dejé atrás la montaña de escombros, alargué la mano en busca de la de Teresa. La mujer gimió e intentó devolverme el apretón.

—Hola, cariño. La ayuda está a punto de llegar, pero tendríamos que sacarte de aquí, en la medida de lo posible.

Entrecerró los ojos para protegerse del resplandor que proyectaba el teléfono, lo que me permitió comprobar sus pupilas. Se contraían sin problemas. Tenía el mismo tono de piel que sus hermanos, era morena y de ojos azules, y también estaba delgada y pálida, aunque eso tanto podía ser circunstancial como hereditario.

Finalmente, acabé de pasar todo el cuerpo por la abertura y me arrastré por encima de ella para dar la vuelta. Me dejé resbalar por la pendiente y Hardy apareció detrás de mí, dirigiendo su luz hacia una mochila que parecía contener provisiones, agua y un kit básico de primeros auxilios, así como un casco de minero y un equipo de espeleología. Se había entablillado la pierna con la barra de aluminio de la mochila y una cuerda. Chica lista. Por lo visto, estaba explorando cuando cedió el techo.

Ahora sí que ya no sabía qué pensar. El doctor Yost era culpable —lo había sentido—, pero ¿de qué? ¿De sabotear la mina? Aunque, de ser así, entonces ¿por qué demonios la reconcomían los remordimientos?

—¿Has vomitado, Teresa?

Dijo que no.

—No hay conmoción cerebral —susurró, con voz ronca. Apenas podía levantar la cabeza—. Solo una pierna rota.

La toqué. Estaba caliente, aunque no demasiado. Con suerte, el pie seguía recibiendo sangre y se había librado de una gangrena.

—No sé cuánto tiempo aguantará el techo. Si te echo una mano, ¿crees que podrías cruzar al otro lado? —Asintió—. La ayuda está de camino. Podemos esperar.

—No, es que yo sola no podía pasar por el agujero, era muy pequeño. ¿Cómo me has encontrado? ¿Te ha dicho mi marido dónde buscarme?

La sola idea de que pudieran rescatarla parecía insuflarle fuerzas. Sentía la adrenalina corriendo por sus venas, elevando sus pulsaciones.

—Te he oído —mentí, mientras rebuscaba en la mochila—. Todavía te queda una botella de agua.

La cogí y volví a trepar hasta ella.

—Estaba reservándola.

—¿Para una ocasión especial? —pregunté, quitándole el tapón—. Puedo agitarla y echártela por encima si quieres darle un aire más festivo.

Una débil sonrisa se dibujó en su rostro mientras le daba un sorbo. Luego me la pasó.

—¿Tu marido sabía que estabas aquí?

Hizo el intento de encogerse de hombros, pero se rindió.

—Suelo salir a explorar esta zona bastante a menudo, pero no le había dicho que iba a volver a la mina, aunque vengo con cierta frecuencia.

—Entonces, ¿él no se ha pasado por aquí en ningún momento?

Entrecerró los ojos, intentando adivinar adónde quería ir a parar, y luego sacudió la cabeza.

—No. Salí de casa el sábado por la mañana, temprano, antes de que él se levantara.

En ese caso, alguien tenía que haber hecho algo para sabotear la mina antes de que llegara Teresa o mientras ella estaba en el interior. Pero ¿qué? No habían cortado las vigas, aunque parecían un poco inclinadas y vencidas.

Hardy se arrodilló a mi lado, muy serio, como si supiera perfectamente lo que estaba pensando.

—Lo hizo ella —dijo, sacudiendo la cabeza.

Sorprendida, fruncí el ceño sin acabar de creérmelo.

Asintió.

—Ella desencajó las vigas. —Recorrió las paredes con la mirada—. Llevaba un tiempo haciéndolo.

Se me cayó el alma a los pies.

—¿Por qué? —musité.

—No lo sé, señora —contestó, encogiéndose de hombros—, pero dudo que quedar atrapada cuando el techo cediera formara parte del plan.

Respiré hondo y decidí dejar las preguntas para más tarde.

—¿Estás lista, cariño? —dije, dirigiéndome a Teresa.

—Creo que sí.

—Iremos despacio. —Con sumo cuidado, me pasé uno de sus brazos por encima de los hombros y tiré de ella para subir la pendiente. El minero hizo lo mismo conmigo, alentándome en todo momento. Tras dos minutos de arduos esfuerzos, apenas habíamos avanzado medio metro—. Vale, tal vez no con tanta calma.

Teresa se rio débilmente y se llevó la mano a un costado.

—¿Rotas? —pregunté, indicándole las costillas con un gesto de cabeza.

—No, creo que solo magulladas.

Tras un último esfuerzo, por fin conseguimos llegar hasta la abertura y ayudar a Teresa a cruzar al otro lado. Bueno, no a ese otro lado. Sin embargo, lo pagó muy caro. Los gemidos escapaban entre sus dientes apretados mientras se arrastraba, y los cantos afilados de las piedras le rozaban y despellejaban brazos y piernas.

—Tu amiga ya ha vuelto —anunció Hardy.

Sin dudarlo un instante, me arriesgué a un nuevo hundimiento y grité a través de la abertura.

—¡Cookie, no entres!

—¿Qué? Ni hablar. ¿Y lo que traigo?

—Ya casi he conseguido pasar a Teresa por el hueco, pero el techo continúa cayéndose. —Al mirar por el agujero, vi el haz de una linterna recorriendo el suelo—. Cookie, pero ¿qué demonios…?

—No me vengas con qué demonios —replicó, casi sin resuello—. No me he dado esta paliza para nada.

Dejó la linterna en el suelo y alargó los brazos para ayudar a Teresa. Un reguero continuo de arena caía del techo a apenas unos centímetros de nosotras y me miró, con los ojos abiertos como platos.

—Date prisa.

En cuanto me aseguré de que Teresa había pasado, regresé en busca del casco, trepé por la montaña de escombros con la ayuda de Hardy y crucé al otro lado sin perder tiempo para echar una mano a Cookie. Juntas, tiramos de Teresa muy despacio, hasta que se puso en pie. La mujer se agarró a mí con fuerza, incapaz de reprimir los gemidos provocados por el intenso dolor que recorría su cuerpo. Sufría hasta tal punto que temí que se desmayara.

—Enseguida llegará la ayuda —intentó animarla Cookie, mientras yo le colocaba el casco y le pasaba los brazos por debajo de las axilas.

Teresa torció el gesto ante una nueva ráfaga de dolor y lanzó un grito cuando Cookie y yo echamos a andar.

—Lo siento mucho, Teresa —dije.

Sacudió la cabeza, decidida a salir de allí como fuera. La adrenalina corría por sus venas. Avanzaba con dificultad, cojeando, mientras la arrastrábamos. Un nuevo aluvión de tierra llovió sobre nuestras cabezas y Teresa estuvo a punto de perder el casco. Se lo recoloqué y continuamos adelante.

Justo entonces caí en la cuenta de algo, aunque con un grito ahogado bastante inoportuno.

—¡Aldrich-Mees! —exclamé.

Cuando el techo empezó a desplomarse a nuestro alrededor, comprendí que había metido la pata.