21
Escogí el camino menos transitado. Me he perdido.
(Camiseta)
Aparqué a Misery delante de mi edificio de apartamentos a las tres y media, con los ojos tan hinchados que no sé ni cómo había podido conducir. Faye me había reanimado tras el desmayo y me había ofrecido un vaso de agua. ¡Me había desmayado! Había caído redonda nada más ver la foto. La misma foto que ahora estrechaba contra el pecho. No podía mirarla. Nunca más. Aunque tampoco importaba. La imagen se me había quedado grabada en la retina y sabía que jamás podría borrar lo que había visto.
Tras subir la escalera a trompicones, me dirigí directa al tocador y metí la foto boca abajo en el cajón de la ropa interior, sin mirarla.
Las cuerdas. Los cortes y las magulladuras. La humillación. Tenía la sensación de que aquello era lo peor, que el propósito de Earl al sacar la foto era humillar a Reyes. Lo había atado y la cuerda hundida en la carne había reabierto antiguas heridas que no habían acabado de cicatrizar. Reconocí a Reyes de inmediato, a pesar de que le había vendado los ojos; aquel cabello oscuro y alborotado, aquellos tatuajes de líneas precisas y fluidas que le recorrían los hombros y los brazos, aquellos labios carnosos. Debería de tener unos dieciséis años. El rostro vuelto hacia un lado, los labios apretados intentando tragarse la vergüenza. Unos enormes cardenales se extendían por el cuello y las costillas. Cortes largos y profundos, algunos recientes, otros medio cerrados, por los brazos y el torso.
Solo de pensar en la foto me entraban ganas de llorar, que era justo lo que había hecho en casa de Faye. Más de una hora. Habíamos hablado. Había llorado un poco más. Me pregunté cómo serían las demás fotos, las que Faye había quemado, si eran peores que la mía. Sin embargo, tenía otras cosas en qué pensar —Teresa Yost, para empezar—, de modo que aparté aquella imagen de mi mente y me obligué a concentrarme en mi clienta.
Todavía quedaban tres horas hasta el amanecer, así que decidí pasar por la ducha, cambiarme de ropa y ponerme unas botas de montaña, ya que probablemente iba a necesitarlas. Se tardaba una hora y media en llegar a Pecos, con que si aprovechaba el tiempo, podía estar allí al alba y empezar a buscar a Teresa Yost temprano.
—¿A la izquierda?
—Correcto.
—¿Todo recto?
—No, que lo has entendido bien, que gires a la izquierda.
—Cookie, por favor, céntrate —la reprendí, por teléfono.
La propiedad de Yost estaba resultando más difícil de encontrar de lo que había imaginado en un principio, aun con Cookie delante del ordenador y guiándome desde su casa con el Google Maps.
Cuando salí de mi apartamento, el hombre de Garrett estaba allí y, por una vez, despierto. Tuve que acercarme a hurtadillas hasta el Taurus plateado de Cookie y llevármelo en vez de Misery, un movimiento del que la informé cuando la llamé y desperté a las cinco y media de la mañana, para ponerla al corriente. Por supuesto, le expliqué que me había visto obligada a llevarme su coche como parte del ingenioso plan para darle esquinazo al tipo que me seguía, y que no tenía gasolina.
Pensándolo después, comprendí que podría haber esperado hasta llegar a Pecos para decirle que había cometido un delito grave en pos de la justicia, puesto que en realidad no había necesitado su ayuda hasta que llegué allí, como una hora más tarde. Sin embargo, despertarla era divertido. Además, necesitaba pensar en otra cosa que no fuera la foto que se me había quedado grabada a fuego en la retina.
—Disculpa —dijo, aun un poco adormilada, a pesar de haber pasado por la ducha—. Nada de recto, a la izquierda.
—Entonces tendría que haber llegado ya, pero no veo ninguna cabaña. —Estaba tan cansada que lo veía todo doble menos las cabañas. Intenté concentrarme y parpadeé con fuerza—. Todos los árboles se parecen. Creo que son gemelos o trillizos, o algo así.
—¿Hay algún tipo de camino? —preguntó.
Detuve su coche en un pequeño claro al lado de la carretera, me froté los ojos y miré a mi alrededor.
—Bueno, sí, aunque no sé si llamarlo camino. Además, tampoco sé qué tal se las apañará tu coche saltando por la maleza.
Oí un grito ahogado.
—Ni te atrevas a meter mi coche por un sendero.
—¿En serio? Porque se ha portado como un campeón en el primero, sin contar lo del eje de atrás.
—¡Charley Davidson!
—Solo bromeaba, por el amor de Dios.
La madre del cordero, no se le podía decir nada del coche.
Me pregunté si debería contarle lo de la foto y decidí que por supuestísimamente. Si aquello iba a perseguirme el resto de mis días, entonces ¡vaya si a ella también! No sé por qué. Supongo que mal de muchos, consuelo de tontos. Y por tontos no me refería a mí.
—Lo mejor que podrías hacer es esperar a que llegara Garrett —dijo—. ¿Dónde narices se ha metido?
—No estaba de guardia cuando salí de casa, ¿recuerdas? Además, como me deshice de su móvil, no tengo la más mínima idea de cómo vamos a ponernos en contacto con él.
—Y ¿qué me dices de Angel?
—Le ordené que se pegara al médico como el verde al guacamole. Creo que todavía tardaremos en verle el pelo.
—Maldita sea. Tienes que descubrir el modo de invocar a ese crío.
—Lo sé. —Me bajé del duro asiento de escay del Taurus, sin conseguir sacudirme de encima la angustia que arrastraba desde el momento en que había visto a Reyes atado y con los ojos vendados—. Puede que no hubiera debido tirarle el móvil a la charca.
—¿Tú crees?
Suspiré. Ahora ya no se podía hacer nada.
—Vale, pues voy a tomar el sendero. Te llamaré si me rompo una pierna o me come un oso.
—Conviértete en una piedra.
—¿Ahora?
—No, si un oso empieza a comerte.
Reflexioné unos instantes antes de contestar.
—¿Hay piedras que griten y lloren?, porque eso es lo más probable que hiciera si un oso empezara a roerme un brazo.
—Debe de ser difícil quedarse quieto cuando a uno se lo están comiendo vivo, ¿verdad?
—¿Tú crees?
Eché a andar por el sendero y encontré una rústica cabaña de caza con un letrero donde se leía el nombre de Yost, tallado. Después de intentar abrir la puerta y comprobar que, evidentemente, estaba cerrada con llave, rompí una ventana sin querer. No tenía ni tiempo ni ganas de hacer de cerrajero cuando estaba en juego la vida de una mujer. Que el doctor Yost me enviase una factura.
No encontré nada fuera de lo normal en el interior, así que me dediqué a investigar los alrededores de la casa, en busca de un sótano u otra estructura subterránea, con la niñita del cuchillo de cocina pisándome los talones. Era de las curiosas. Me volví hacia ella y me agaché, rezando para no acabar a lo tonto con una cuchillada en el ojo.
—Miércoles… ¿Te importa si te llamo Miércoles? —Al no recibir respuesta, proseguí—: ¿Ves algún tipo de estructura subterránea?
Los brazos le colgaban rígidos a los lados y sujetaba el cuchillo en una mano como si en ello le fuera la vida, mirando al frente, muy pálida, con una expresión en el rostro parecida al miedo. Decidí probar el contacto físico, pero cuando alargué la mano para tocarle el hombro, desapareció. Evidentemente. Reapareció en el capó de un todoterreno, en posición de firmes, mirando al vacío.
Me acerqué para echarle un vistazo cuando empezó a sonar el teléfono. Era Nathan Yost.
—Hola, ¿señorita Davidson? —preguntó, cuando descolgué.
—Dígame, soy Charley.
El vehículo tenía aspecto destartalado, como la mayoría de los todoterrenos. Aquel era un utilitario, con un cabrestante eléctrico y cable en la parte trasera.
—Soy Nathan Yost. Me preguntaba si había podido estudiar el caso de mi mujer.
Aunque el cabrestante parecía relativamente nuevo, la parte del todoterreno al que se fijaba estaba rota, como si el médico lo hubiera utilizado para tirar de algo muy pesado. Salvo que hubiera intentado arrancar árboles de cuajo, no alcanzaba a imaginar para qué necesitaba un torno. Aunque, claro, yo no era un tío y, por lo visto, darle al manubrio era muy de tío.
—Ahora mismo estoy en ello, doctor.
Volví a echar un vistazo a mi alrededor.
—Entonces, ¿acepta el caso? —preguntó, poniendo todo su empeño en parecer emocionado.
—Por supuesto.
No había nada más por allí cerca fuera de lo normal. Era una cabaña anodina, y aunque disponía de electricidad y agua corriente, no estaba al nivel de lo que hubiera esperado de un médico multimillonario. Dentro había material de acampada, linternas, sacos de dormir, equipamiento de escalada, cuerdas…
—Gracias —dijo, fingiéndose aliviado—. Muchísimas gracias.
—Lo hago con gusto. Lo llamaré en cuanto sepa algo.
—Gracias de nuevo.
Tras colgar seguí inspeccionando el lugar, y al cabo de una hora decidí que el viaje había sido una completa pérdida de tiempo. Empecé a notar que se me pasaban los efectos de la última taza de café cuando volvía al Taurus con paso arrastrado. Miré a lo lejos y vi a Miércoles, de espaldas a mí, vuelta hacia la ladera de la montaña. Con un poco de suerte, se quedaría allí.
Saqué el móvil del bolsillo y llamé a Cookie.
—¿Ha habido suerte? —preguntó.
—¿La mala cuenta?
—Mierda. Tenía muchas esperanzas de dar con algo.
—¡Oso! —grité, al ver un oso de carne y hueso avanzando pesadamente entre los árboles.
—¡Oh, Dios mío! ¡No corras, tírate al suelo y rueda sobre ti misma!
—¿Qué? —pregunté, sin apartar la mirada del plantígrado.
Nunca había visto uno fuera de un zoo. De pronto me sentí apetitosa, tal vez un poco crujiente.
—¡Hazlo! —chilló.
—¿Que no corra, me tire al suelo y ruede sobre mí misma? ¿Esa es la solución para evitar el ataque de un oso? —pregunté mientras abría la puerta del Taurus y subía al coche.
—No, espera, eso es si estás ardiendo, ¿no?
Había empezado a cerrar la puerta, antes de que el oso diera media vuelta y decidiera desayunar mis entrañas, cuando lo sentí. Un latido, débil. Miedo, un poco más intenso. Me quedé callada y salí del coche.
—Cookie, espera, siento algo.
—¡¿Te ha cogido?! —preguntó, con un grito rayano en el pánico.
Era evidente que necesitábamos salir un poco más al campo.
—No, cariño, espera un momento.
Me acerqué a los árboles y miré a mi alrededor en busca de Teresa, sin sacarle los ojos de encima al oso.
—¿Qué? ¿Es ella? —preguntó.
—No lo sé. He sentido un latido aterrado.
—¡Grita! —gritó, dándome un susto de muerte.
Hice malabarismos con el teléfono para que no se me cayera y volví a ponérmelo en la oreja.
—Cookie, por el amor de Dios.
—Lo siento, me he dejado llevar. Grita, puede que te oiga.
—Y puede que también me oiga el oso, ¿no crees?
—Sí, pero no habláis el mismo idioma.
—Cierto. Lo probaré —dije, regresando junto al coche—. Si encuentro algo, te llamo.
—Espera, estoy de camino.
—¿Qué? —Ahora sí que me había cogido completamente desprevenida—. Que estás de camino ¿aquí?
—Sí.
—¿En qué? ¿En un transbordador espacial?
—Te he robado las llaves de repuesto de la nevera.
—Por casualidad no te fijarías en la aguja que apuntaba a una E como una casa, ¿verdad?
—He llenado el depósito antes de salir.
Punto para ella.
—Además, has vuelto a dejar a Garrett en la estacada, ¿recuerdas? No tiene teléfono gracias a ti y no pienso dejarte sola para que vuelvan a intentar matarte. Siempre están a punto de matarte cuando estás sola. Aunque lo del oso sería nuevo.
—No es cierto. Un oso estuvo a punto de matarme cuando tenía doce años. Se llamaba tío Bob. Había un avispero y le entró el pánico. Además, tú estabas conmigo esa vez que un agente falso del FBI nos persiguió por un callejón empuñando una pistola y estuvo a punto de matarnos. A las dos. Juntitas.
—Ah, tienes razón. Nunca entendí por qué no dejaba de disparar al edificio que teníamos enfrente.
—Mala puntería —contesté, prestando atención al horizonte por si aparecía una enorme bola de pelo.
Sería muy propio de mí acabar en la morgue por el ataque de un oso.
—Menos mal que no sabía disparar. Aunque, tú tampoco. ¿Alguna vez has pensado en apuntarte a algún cursillo?
—Ya sabes que sí —dije, rebuscando en el maletero de Cookie—. Estoy entre cerámica y macramé. No me digas que no tienes una linterna.
—No tengo una linterna.
—¿Y un botiquín de primeros auxilios?
—No. ¿Por qué no esperas a que llegue? —insistió—. Estaré ahí en nada y Misery tiene de todo. Es como una tienda de deportes.
—No quiero perder a Teresa. No puede andar lejos porque nunca he sentido las emociones de nadie que estuviera demasiado lejos. Llámame cuando llegues.
—Vale. Si alguien te ataca e intenta matarte, incluido el oso, diles que se esperen.
—Dalo por hecho. —Cerré el móvil y el maletero y, en fin, me puse a gritar—. ¡Teresa!
Nada. Regresé al sendero, deteniéndome de vez en cuando para llamarla, aunque debo admitir que tal vez no gritaba su nombre todo lo alto que hubiera podido. Lo del oso me ponía un poco nerviosa.
Miércoles seguía con la mirada fija en la ladera de la montaña y decidí que aquella parecía una dirección tan buena como cualquier otra. En ese momento volví a sentirlo. Un susurro aterrado que se posó tembloroso sobre mí, como un hilillo de agua.
—¡Teresa! —insistí, si bien esta vez a pleno pulmón.
Y sentí su embestida. Brutal. Un ciclón en el que se mezclaba el miedo y la esperanza me golpeó de frente.
Volví a llamar a Cookie, echando a correr hacia el lugar del que provenía la sensación.
—Creo que es ella —dije casi sin aliento, a causa de la emoción.
—Oh, Dios mío, Charley, ¿está bien?
—No tengo ni idea. Todavía no la he encontrado, pero percibo a alguien. Llama al tío Bob y a la agente Carson y diles que vengan de inmediato. Tenías razón. Me dirijo a una ladera bastante empinada al este de la cabaña, que está al final del sendero. Búscame por allí.
—De acuerdo, entendido. Llamaré a la caballería, tú encuéntrala.
Cerré el teléfono y volví a gritar el nombre de Teresa. La violencia del ciclón cargado de miedo empezaba a amainar y se convirtió de inmediato en un soplo esperanzado, una brisa revitalizante que me acarició la piel. En ese momento recordé que no llevaba equipo de supervivencia, aunque, con un poco de suerte, esperaba no tener que necesitarlo.
—¿No podrías habérmelo dicho? —le pregunté a Miércoles, al pasar corriendo junto a ella.
No contestó, pero vi hacia dónde se dirigía su vista. Una mina. Una vieja mina de las de verdad, cerrada con tablones. No tenía ni idea de que hubiera minas en aquella zona. Y, por supuesto, no llevaba ni una maldita linterna. Mi falta de previsión al salir de casa esa mañana, sabiendo que iba a registrar una zona montañosa, me dejaba pasmada.
Sin tiempo que perder, le envié un mensaje a Cookie para informarla sobre la ubicación de la mina antes de abrirme paso hasta ella entre los árboles. El interior estaba muy oscuro, así que abrí el teléfono, aunque el resplandor que desprendía la pantalla solo alcanzaba a iluminar el suelo irregular bajo mis pies cuando me agaché y me colé a través de las tablas que cerraban la entrada. Para ser una mina, me pareció pequeña. Creía que eran más grandes. Una vez dentro, comprobé que las paredes estaban revestidas de viejas vigas y descubrí los restos de unos raíles que me condujeron hacia las profundidades de un estrecho túnel. Sin duda alguna se trataba de un buen lugar para deshacerse de un cadáver. ¿Sería eso lo que Yost había hecho? ¿Había intentado matarla y luego, creyéndola muerta, había dejado allí el cuerpo? No acababa de convencerme. Era médico. Habría sabido si estaba muerta de verdad o no.
Seguí los raíles unos cinco minutos, hasta que se interrumpieron de manera abrupta: el túnel acababa en una vía muerta, un muro de piedras y tierra impedía el paso. Sentí que se me caía el alma a los pies. Me di la vuelta, buscando una nueva boca. Nada. Me había equivocado, Teresa no estaba allí. Sin embargo, en ese momento me fijé en que el desplome de aquella sección era reciente, la tierra y las piedras no estaban aposentadas como lo hubieran estado de haber pasado mucho tiempo tras el derrumbe.
—Teresa —la llamé, y una cortinilla de tierra se desprendió del techo.
Aquel lugar era tan estable como un funambulista sobre un alambre.
Sin embargo, volví a sentirla, esta vez más cerca. Trepé por la pendiente como pude, resbalando y raspándome las manos y las rodillas, hasta llegar a lo alto, donde había una abertura diminuta. Intenté echar un vistazo al otro lado, pero no vi nada.
—Teresa, sé que estás ahí —dije, tan alto como me atreví—. Iré a buscar ayuda. —Sentí cómo su miedo cobraba fuerza y comprendí que no quería que la dejara sola—. No voy a moverme de aquí, cariño, no te preocupes. —Intenté llamar por teléfono, pero no tenía cobertura—. ¿Dónde estará tu hermano Luther cuando se le necesita? —pregunté de manera retórica, mirando el resquicio—. Es un tío grandote.
Oí una risita débil, ahogada. Estaba tan cerca que casi podía tocarla. Allí mismo. Justo al otro lado de la abertura, como si ella también hubiera trepado hasta allí arriba y hubiera intentado abrirse camino con las manos.
—¿Estás bien? —pregunté, aunque solo obtuve un gemido por respuesta—. Tomaré eso por un no.
Seguro que Cookie no tardaría en llegar con la caballería. Quería llamarla y decirle que cogiera la linterna que llevaba en Misery, pero no quería dejar sola a Teresa.
Ya que no tenía nada mejor que hacer, empecé a apartar algunos pedruscos para intentar llegar hasta ella. Con sumo cuidado, comencé a arrancar las piedras más altas y a arrojarlas a un lado, con delicadeza. Perdí pie en más de una ocasión, y acabé resbalando por la ligera pendiente y rozándome las manos y las piernas con los cantos afilados, a pesar de que llevaba vaqueros. Cada vez contenía la respiración y rezaba para que el techo no se desmoronara sobre nosotras.
Al cabo de un cuarto de hora, había abierto un agujero lo bastante grande para pasar un brazo. Tanteé a ciegas y toqué pelo. Instantes después, una mano agarró la mía y la apreté.
—Me llamo Charlotte —dije, experimentando un alivio inmenso—. ¿Ya lo había dicho?
Gimió y me quedé tumbada sobre la pendiente irregular durante una eternidad, cogiéndola de la mano a la espera de que llegara la ayuda. Le susurré palabras de ánimo, le hablé de mi encuentro con su hermano. Se rio débilmente cuando le mencioné que lo había llamado imbécil.
Al final, después de terminar con las cortesías de rigor, le hice la pregunta del millón:
—Teresa, ¿sabes cómo has venido a parar aquí?
La emoción que la asaltó fue diametralmente opuesta a lo que hubiera esperado y me obligó a replantearme lo que había averiguado hasta el momento, lo que sabía sobre el médico. Porque la sensación que afloró en ella con tanta fuerza que me cortó la respiración no fue de miedo ni de angustia, sino de culpabilidad. Una culpabilidad cargada de pesar y remordimiento. Me detuve unos segundos a analizar lo que Teresa sentía, cuando oí un debilísimo:
—No. No sé qué ha ocurrido —aseguró, llena de vergüenza ella y muda de asombro yo.
No supe qué decir. Si mi interpretación de sus emociones no estaba equivocada, ella era la culpable de la situación en la que se encontraba. Sin embargo, no podía ser. Era imposible que lo hubiera hecho ella. ¿Por qué iba a hacer algo así?
Además, estaba segura de que su marido rebosaba de culpabilidad. Tanta que apestaba.
Decidí no seguir preguntándole y dejarla descansar mientras yo seguía dándole vueltas en la cabeza a la nueva sucesión de acontecimientos. ¿Se trataba de un intento chapucero de suicidio? ¿Qué ganaba matándose de aquella manera? ¿Por qué no se había limitado a tragarse un bote de pastillas? Su marido era médico, por el amor de Dios. Además, aunque fuera ella quien lo hubiera preparado todo, ¿cómo se provocaba un hundimiento? Tal vez se sentía culpable porque había causado el derrumbamiento sin querer. Sin embargo, sus remordimientos iban mucho más allá. La vergüenza pesaba como una losa.
—¿Charley?
Volví en mí con un parpadeo y vi que Cookie avanzaba dando tumbos por los raíles con el teléfono abierto para alumbrar el camino. Era evidente que no había aprovechado la sección de deportes de Misery.
—Estoy aquí. Ha habido un derrumbamiento.
Se detuvo y levantó la vista.
—Válgame Dios, ¿está atrapada debajo?
—Creo que está detrás, pero está herida. ¿Has podido hablar con el tío Bob?
—Sí, y con la agente Carson.
Se apoyó en la pared de la mina para recuperar el aliento.
—¿Qué demonios llevas puesto? —pregunté, fijándome en los calentadores que le resguardaban los tobillos.
—Déjame en paz. ¿Cómo ha ocurrido?
—Todavía no lo sé.
—¿La mina se ha hundido?
—Con Teresa dentro. —Pensé que aquello provocaría una respuesta emocional en Teresa, pero no sentí nada y entonces me percaté de que ya no me apretaba la mano—. Creo que se ha desmayado. Hay que darle un poco de agua y necesito una linterna.
Cuando mi vista se acostumbró por fin a la escasa luz, distinguí contra qué se apoyaba Cookie. Una viga suelta.
—Cookie, no creo que sea muy buena idea —comenté, en el preciso instante en que la viga cedía y el mundo se derrumbaba sobre nosotras.