20

20

Unas veces eres el gato y otras el sillón nuevecito y reclinable de ante.

(Camiseta)

Cookie había dejado la información acerca de la propiedad que Yost tenía en Pecos junto a la cafetera, en mi apartamento. Le pegué un grito al señor Wong y preparé una jarra de café antes de echarle un vistazo. Según el informe del tasador del condado, Yost poseía una cabaña de caza en pleno bosque de las montañas de Santa Fe, a poca distancia del río Pecos. No debería de resultar difícil localizarla de día, pero teniendo en cuenta que ya había anochecido, no me quedaba más remedio que esperar y salir con la primera luz de la mañana.

Mientras tanto, rebusqué en el bolso —a medio camino entre un bolsito de mano y una maleta— y saqué el correo que había afanado en la caravana de Farley Scanlon, la escena del crimen. La niña del cuchillo también le echó una ojeada, como si le picara la curiosidad. Había conseguido huir con dos sobres dirigidos a un tal Harold Reynolds y otro más a un tal Harold Zane Reynolds. Por desgracia, dos de ellos le ofrecían una tarjeta de crédito y el otro era una invitación a que invirtiera en oro.

Después de prepararme una taza de café tamaño supergigante, me senté delante del ordenador para ver qué podía averiguar sobre aquel tipo. La niña se quedó a mi lado, hipnotizada por la pantalla y con el cuchillo bien agarrado en la mano.

No tardé demasiado en descubrir que Harold Zane Reynolds no existía.

—Pues vaya mierda —le comenté a la niña, quien me ignoró por completo.

Seguí buscando un poco más y encontré una dirección anterior de un tal Harold Z. Reynolds que parecía prometedora. Aunque no fuera más que eso, tal vez algún vecino conociera a Harold y pudiera decirme adónde se había mudado. Si todavía no los había matado, claro.

Volví a guardar todas mis pertenencias, pasé el café a un vaso para llevar y me dirigí a la puerta, dejando a la niña a cargo del señor Wong, convencida de que quedaba en malas manos. De todos modos, la pobre estaba demasiado absorta en el salvapantallas como para percatarse de mi ausencia.

Garrett debía de haberse dado por vencido porque ni su colega ni él estaban en la acera de enfrente, cosa que me alegró la noche hasta que subí a Misery de un salto y puse rumbo a la dirección señalada. Había algo en aquellas señas que me resultaba familiar y cuanto más me aproximaba, abriéndome paso hacia el sur de Albuquerque, mayores escalofríos me producía aquel convencimiento.

Aparqué delante de un edificio de apartamentos declarado ruinoso y la confirmación de mis sospechas fue como recibir un mazazo en la cabeza. La última vez que había estado allí, mi hermana Gemma y yo habíamos sido testigos desde la calle de cómo un hombre le daba una paliza a un adolescente hasta dejarlo inconsciente. Si todavía no estaba segura de que Harold Reynolds era uno de los alias de Earl, todas mis dudas acababan de disiparse.

Alcé la vista hacia la ventana cerrada con tablones, la misma contra la que había lanzado un ladrillo para que el hombre dejara de golpear al chico. Volví la cabeza hacia uno de los lados del edificio, junto al que corría un callejón por el que Gemma y yo habíamos intentando huir cuando el hombre vino detrás de nosotras. Detuve la vista en los escalones que había subido al día siguiente, cuando volví y una casera furiosa me informó de que la familia del 2C se había mudado en plena noche, y que le había dejado a deber dos meses de alquiler y una ventana rota.

Me bajé de Misery, cerré la puerta y me quedé allí plantada, sin poder apartar la vista de aquel edificio, mientras un recuerdo tras otro embotaba mis sentidos y me oprimía el pecho. La fría y despejada noche me mantenía atenta a los ojos pendientes de mis movimientos. En su mayoría se trataba de vagabundos, ocultos entre las sombras del edificio de apartamentos y la escuela abandonada que tenía detrás. Puede que también hubiera pandilleros, intrigados por el motivo que me había llevado hasta allí. A ninguno le dediqué mi atención, pues era incapaz de apartar la mirada de la ventana. Aquella noche proyectaba una luz brillante teñida de un pálido tono amarillento mientras Earl Walker le daba una paliza a un chico llamado Reyes, que por entonces debía de tener unos dieciocho años. Yo, quince. Joven. Impresionable. Dispuesta a salvar el mundo con mis superpoderes de ángel de la muerte. Sin embargo, lo único que se me ocurrió hacer para salvarlo fue lanzar a la ventana un ladrillo que encontré entre los escombros de la escuela abandonada.

Funcionó. Earl dejó de pegarle y vino detrás de nosotras.

Si esa noche hubiera llamado a la policía, si Reyes me lo hubiera permitido, dudaba mucho que en esos momentos me encontrara allí delante. Dudaba que Reyes hubiera ido a la cárcel por matar a Earl. Seguro que el Departamento de Niños, Jóvenes y Familias hubiera sacado a Reyes y a Kim de aquella situación. Seguro que habrían estado a salvo.

Sin nada que perder y con unas cuantas horas por delante hasta el amanecer, busqué una linterna y una llave de cruceta —en parte para colarme dentro y en parte para protegerme— y subí los peldaños. La puerta metálica había vivido mejores momentos y no tardé demasiado en abrirla. Estaba convencida de que los vagabundos de la zona habían estado entrando y saliendo del edificio del mismo modo durante meses, posiblemente años. El vestíbulo se abría a la segunda planta y el piso inferior quedaba a media altura, por lo que tenía el 2C justo a mi izquierda. Fui sorteando basura, escombros y varios pares de piernas, con cuidado de no alumbrar directamente a la cara de la gente que se apoyaba contra las paredes, hasta que llegué a una puerta en la que había clavado la mitad de un 2 y lo que quedaba de una C con la pintura desconchada.

—Yo no entraría ahí, señorita.

Me volví hacia la voz, procedente del final del pasillo, y alcé la linterna. Una mujer envuelta en varias capas de ropa se sentaba junto a un carro de la compra, volcado para proteger sus escasas pertenencias. Eso o necesitaba clases de conducir. Levantó una mano para protegerse del haz de luz y bajé la linterna de inmediato. De todas formas, no la necesitaba, al menos con ella.

—Lo siento —me disculpé, señalando la linterna mientras la desviaba a un lado.

—No lo sienta por mí —dijo ella—, es que esa es la casa de la señorita Faye y no le gustan nada las visitas.

—Entonces, ¿es mejor que llame antes? —pregunté, medio en broma.

El olor acre que me había golpeado al entrar serpenteaba a mi alrededor como gas venenoso y no supe decidir qué sería peor, si respirar por la boca o por la nariz.

La mujer sofocó una risita.

—Mejor llame. No servirá de mucho, pero adelante.

—¿Ha oído hablar de un tal Harold Reynolds? —pregunté una vez más medio en broma.

—No. ¿Por qué quiere saberlo?

—Porque estoy buscándolo. Antes vivía aquí.

Me alcé la solapa de la chaqueta de cuero y me tapé la nariz y la boca con la esperanza de que sirviera de algo. En absoluto.

—En ese caso tendrá que hablar con la señorita Faye, era la encargada del lugar. Y todavía cree que sigue llevándolo.

De pronto comprendí de quién se trataba. Faye era cómo debía de llamarse la casera.

—Creo que la recuerdo —dije.

—Ah, ¿sí?

—¿Rubia platino de bote? ¿Demacrada?

Volvió a reírse entre dientes.

—La misma. Vaya, vaya y llame a la puerta. Me vendrían bien unas buenas risas.

Aquello no sonaba demasiado prometedor, pero solo pensar que iba a volver a hablar con aquella casera me aceleró el pulso. Tal vez supiera adónde se había mudado Earl Walker después de que se fuera de allí. No me había resultado de gran ayuda cuando tenía quince años, pero valía la pena probarlo. Levanté la mano para llamar a la puerta y la mujer empezó a carcajearse con alborozo, por lo visto preparándose para pasar un buen rato. ¿Tan malo era tratar con la señorita Faye? La última vez que había hablado con la casera, la señora tenía un pie en la sepultura, y de aquello ya hacía más de diez años. Seguro que no sería para tanto.

Medio segundo después de que mis nudillos hicieran el primer contacto, algo se estrelló contra la puerta con tanta fuerza que me dio un susto de muerte. Me agaché y retrocedí antes de enfocarla con la linterna y volverme hacia la mujer.

—¿Qué diablos ha sido eso?

Volvió prorrumpir en carcajadas, agarrándose los costados, hasta que consiguió recobrar la compostura.

—Por el sonido, sopa.

Fruncí el ceño y volví a mirar la puerta.

—A mí no me ha sonado a sopa, salvo que sea de hace varias semanas.

—De lata. Ya sabe, antes de ponerla a calentar.

—Ah, vale, una lata de sopa. Fantástico —rezongué—. Este lugar está lleno de chiflados.

La mujer rodó hacia un lado, muerta de la risa. Por lo general, me gustaba hacer reír a la gente, pero solo conseguí arrancarle una mirada cargada de preocupación cuando volví a acercarme a la puerta e intenté abrirla.

—¿De verdad que va a entrar? —preguntó, después de que el asombro detuviera en seco el festival de risas.

—Ese es el plan. —Me volví hacia ella—. ¿Cree que tengo posibilidades?

Agitó una mano.

—Solo le gusta tirar cosas, pero tiene muy mala puntería. Si corre muy rápido, seguro que no le da.

—Pues desde aquí no me ha parecido que tuviera tan mala puntería.

—Sí, bueno, a veces acierta.

—Genial.

Sorprendentemente, la puerta estaba abierta. Levanté un brazo para protegerme la cara y la abrí un resquicio.

—¿Señorita Faye? —la llamé, a través de la ranura.

Otra lata impactó contra la puerta, que se cerró de golpe, y las carcajadas estridentes empezaron de nuevo. Tendría que entrar a la carrera y, tal vez, avanzar en zigzag hasta encontrar un sitio tras el que parapetarme. Me volví hacia la mujer y le sonreí con cordialidad.

—¿Cómo se llama? —pregunté.

—Tennessee —contestó con orgullo, y se le iluminó el aura.

—De acuerdo. —Un nombre extraño donde los hubiera para una mujer—. Bueno, Tennessee, puede cruzar a través de mí, si quiere.

Una sonrisa desdentada se dibujó en su rostro.

—Creo que me quedaré un poquito más. Estoy esperando a la señorita Faye. No creo que ya tarde mucho.

—Lo entiendo. Deséeme suerte —dije.

Dejó escapar una risita alegre.

—La necesitará. Le mentí sobre lo de su puntería.

—Gracias —dije, despidiéndome con la mano antes de irrumpir en el piso.

Algo pasó volando junto a mi cabeza. Tropecé con varias pilas de basura y me lancé detrás de un sofá destartalado justo en el momento en que otra lata atravesaba la habitación y se estrellaba contra la pared de yeso de la otra estancia.

—Señorita Faye, maldita sea —dije, protegiéndome la cabeza con los brazos, agachada detrás del sofá—. No me obligue a llamar a la policía. Soy una amiga. Nos conocimos hace años.

El ataque aéreo cesó y eché un vistazo por encima de los codos. Entonces oí el crujido de las tablas del suelo que acompañaba unos pasos cada vez más próximos, y de pronto me sentí como si hubiera acabado en una película de miedo y estuviera a punto de morir golpeada con latas de sopa.

—No la conozco.

Di un respingo y levanté la linterna y la llave para defenderme. Teniendo en cuenta que ella solo empuñaba un matamoscas, consideré que tenía bastantes posibilidades.

—¿Cómo sabe mi nombre?

Su voz era un cruce entre un bulldog y una hormigonera. Era evidente que había llevado una vida dura.

—Me lo ha dicho Tennessee.

Frunció el ceño y me miró con atención mientras yo sostenía la linterna a una distancia prudencial que me permitiera verla sin cegarla. Teniendo en cuenta que la señorita Faye seguía viva, necesitaba alumbrarla con lo que fuera para distinguir su rostro, a diferencia de Tennessee.

—¿Cómo se llama? —preguntó, volviéndose para encender una lámpara de queroseno.

Apagué la linterna cuando un suave resplandor inundó la habitación, que olía a ceniceros sucios y moho.

—Charley —dije, recorriendo con la mirada las montañas y montañas de revistas, periódicos viejos, libros y demás cachivaches.

Aquel lugar necesitaba una placa que dijera: «Extreme las precauciones cuando encienda un cigarrillo».

—Nunca me ha hablado de usted —repuso Faye.

Se acercó a un viejo sillón reclinable y se hundió en él.

—Recuerdo su pelo. —Busqué un sitio donde sentarme y al final me decidí por una pila de periódicos de aspecto estable (menos mal que no iba de blanco) antes de volverme hacia aquella dama con una espléndida melena rubia platino—. Nos conocimos hace unos años.

—No me suena —insistió, encendiéndose un cigarrillo.

Se me hizo un nudo en el estómago. Era un milagro que aquel sitio siguiera en pie.

—Estuve aquí hace unos diez años, buscando a una familia que se había mudado durante la noche. Le dejaron a deber dos meses de alquiler y una ventana rota.

Miré la ventana. Los cristales de la nueva estaban rajados, pegados con cinta aislante y la habían cerrado con tablas.

—¿Era usted? —preguntó.

Sorprendida, me volví hacia ella.

—¿Me recuerda?

—Recuerdo la familia. A usted, no mucho, pero sí recuerdo que al día siguiente vino una cría. Yo tenía migraña y no había manera de deshacerse de usted.

Vaya.

—Lo siento. Creí que tenía resaca.

—Tenía resaca. De ahí la migraña. —Los recuerdos suavizaron su tono—. ¿Llegó a encontrarlos?

—No. Al menos no entonces.

Asintió con la cabeza y luego también ella miró la ventana.

—Esperaba que lo hubiera hecho. Esperaba que alguien los encontrara.

Dejé las armas sobre otra pila de periódicos y le pregunté:

—¿Sabe qué les ocurrió? ¿Adónde fueron? —Al ver que le daba otra calada a su cigarrillo y sacudía la cabeza, añadí—: Tengo que encontrar a ese hombre, Earl Walker. Es de vital importancia.

Mi tono suplicante debió de empujarla a intentar aportar algo más, por si pudiera servirme de ayuda.

—No sé adónde se mudaron, pero recuerdo a los niños. Como si fuera ayer. La cría era tan delgadita que temía que cualquier día se la llevara el viento. Y el chico recibía tantos golpes, que lo habían endurecido. Tenía una mirada fiera.

Sentí una opresión en el pecho y cerré los ojos un instante para recomponer la imagen que sus palabras habían inspirado en mi mente.

Cuando los abrí de nuevo, me miraba fijamente.

—Aquello no era un hombre, aquello era un verdadero monstruo.

Me acerqué un poco más y me senté en una pila de revistas a unos centímetros de ella. La escasa luz proyectaba sombras sobre su rostro que le endurecían las facciones, pero las lágrimas que se debatían al borde de las pestañas eran inequívocas. Su empatía me sorprendió más de lo que me hubiera gustado admitir. Esperaba un estereotipo que no encontré.

—Señorita Faye…

—Nadie me llama señorita Faye, salvo Tennessee —dijo, interrumpiéndome—, así que debe de haberla enviado ella. Esa es la única razón por la que ahora mismo no está desangrándose en el suelo con la cabeza abierta.

—De acuerdo. —Me limpié las manos en los pantalones, preguntándome si sabría que Tennessee había fallecido y hasta dónde sería aconsejable insistir—. Señora, ¿tiene algo, cualquier cosa, que pudiera ayudarme a encontrar a Earl Walker? Sé que es pedirle demasiado, pero ¿se dejaron algo? ¿Una maleta o, tal vez…?

—Dejó cosas en las paredes.

Parpadeé, sorprendida.

—¿Earl Walker?

Asintió de manera apenas perceptible.

—Harold, Earl, John… Elija el que quiera.

Earl había adoptado varias identidades y era evidente que ella conocía unas cuantas.

—¿Qué dejó en las paredes?

Apretó los labios con fuerza e inspiró hondo.

—Fotos.

Me quedé helada. Exactamente lo mismo que había dicho Kim, que Earl había dejado fotos en las paredes.

—¿Fotos de qué?

Sacudió la cabeza, negándose a contestar.

—¿Eran de Reyes? ¿Eran de su hijo?

Levantó la barbilla y supe que había acertado. ¿Por qué haría Earl algo así? ¿Qué ganaba con aquello? No conseguía encontrarle una explicación, así que repasé mentalmente las montañas de información que había cosechado en la universidad en busca de una respuesta. O, como mínimo, lo que recordaba así de pronto. A menudo, a los criminales les gustaba guardar trofeos. ¿Las fotos representarían trofeos para Earl Walker? Y si era así, ¿no debería de habérselas llevado?

Era un controlador nato. Tal vez las utilizara para controlar a Reyes, para tenerlo dominado. Pese a todo, seguía sin comprender por qué las había dejado allí. Kim había dicho que estaban en todas partes. ¿Se refería a los lugares en los que habían vivido? Se habían mudado varias veces y habían pasado por Nuevo México, Texas y Oklahoma, o eso decían los informes policiales.

A pesar de lo poco que me gustaba preguntárselo, se lo pregunté.

—Faye, ¿todavía las conserva? —Se secó los ojos con la punta de los dedos—. Podrían contener alguna pista. Algo. Lo que fuera. Tengo que encontrarlo.

Me imaginé en medio de un misterioso asesinato donde un pequeño detalle aparentemente trivial en el segundo plano de una foto acababa convirtiéndose en la clave que resolvía el caso. Como si fuera a tener tanta suerte.

Sentí la aflicción repentina que embargó a Faye mientras decidía qué contestar y comprendí que, en efecto, las había guardado. Respiró hondo, se levantó y se dirigió a un aparador, apenas reconocible bajo el batiburrillo de cosas en el que había quedado semienterrado.

—Solo me quedé una —confesó, con la voz impregnada de tristeza—. Quemé las otras y me quedé la única que podía tolerar. —Sacó una polaroid de un cajón desvencijado, pero mantuvo los ojos apartados de la fotografía en todo momento—. No es que la mire, es que las otras eran mucho peores. No soportaba la idea de tener algo así en mi casa. Pensé que así, si la policía necesitaba pruebas de lo que ese hombre le había hecho al crío, podría darles algo.

Sus palabras hicieron que se me encogiera el corazón, temiéndome lo peor. Me tendió la foto, la tomé con mano temblorosa, me volví hacia la luz, inspiré hondo y la miré.

Tal vez se debiera a mi dieta a base de café y más café. Quizá tuvieran la culpa los quince días que llevaba sin dormir. Puede que fuera el olor que lo impregnaba todo y que me envolvía en una niebla espesa que casi me impedía respirar. En cualquier caso, miré la foto y el mundo desapareció bajo mis pies.