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Soy un instrumento de Dios para irritar a la gente.

(Camiseta)

Tomé la salida de Coal Street y conduje a Misery hacia la guarida de los Bandits con un Garrett que echaba humo por las orejas pegado al culo de nuevo. El sol se ponía lentamente en el horizonte, preparándose para su merecido descanso, cuando aparqué delante del hogar de los moteros. Colindaba con el manicomio, cosa envidiable, aunque siempre me había producido mucha curiosidad saber cómo una banda de motoristas abordaba la cuestión de comprar una propiedad. ¿Qué nombre aparecía en la hipoteca? Un puñado de moteros vestidos de cuero estaban sentados en el porche delantero. Otros cuantos pasaban el rato trasteando con sus motos bajo la luz cada vez más mortecina. Una música atronadora se colaba a través de las paredes agrietadas, que no eran pocas. Los moteros eran conocidos por lo poco que cuidaban sus casas y aquella tenía un aspecto tan ruinoso que daban ganas de meter pico y pala. Aunque tal vez meterse picos era precisamente lo que les sobraba.

Nunca había visto a tantos juntos por allí. Donovan debía de haberlos llamado para la caza de brujas.

—Llegas tarde —dijo uno de ellos desde un porche que quedaba medio oculto en la penumbra.

Ignoraba quién había hablado, pero los demás abandonaron lo que estuvieran haciendo y se volvieron hacia mí.

Me cerré la chaqueta y me acerqué un poco más hasta que vi a Donovan. Estaba repantigado en una silla plegable, en la galería, con las botas sobre la barandilla y una cerveza en la mano.

—¿Cómo está? —pregunté, pasando junto a varios elementos de cuidado, mi tipo preferido.

Seguro que muy en el fondo todos eran unos angelitos.

El príncipe estaba allí. Apoyó un brazo en la barandilla para cerrarme el paso y se entretuvo todo lo que quiso examinando a mis chicas.

Lo miré a la cara, decidida a no dejarme intimidar, aunque conseguí evitar que me invadiera la ansiedad tanto como hubiera podía evitar que el sol saliera al día siguiente. El mafioso le dio unas palmaditas en el hombro y tiró suavemente de él para que yo pudiera pasar.

—¿Una cerveza? —preguntó Donovan.

—No, gracias. ¿Está bien? ¿Ha pasado algo?

—No —contestó, tras un largo silencio—. Sigue en la clínica veterinaria. Querían que la sacrificara, pero me negué.

Me dejé caer en una silla desvencijada, junto a él.

—Lo siento mucho, Donovan.

—¿Quién es tu sombra?

Me volví hacia la enorme camioneta negra aparcada al final de la calle.

—No es más que uno de mis muchos admiradores. Es inofensivo.

Las botas produjeron un ruido sordo al bajar los pies al suelo.

—Bueno, estábamos a punto de salir a averiguar quién lo ha hecho. ¿Quieres venir?

Al ver que empezaba a levantarse, puse una mano sobre la manga de su chaqueta.

—Creía que ibas a dejar que yo llevara el asunto.

—Tú lo has dicho, iba. No te he visto el pelo.

Apartó el brazo y se levantó. Lo seguí.

—Pero ahora estoy aquí.

Se detuvo y me lanzó una mirada asesina.

—Te di hasta esta tarde.

—Y todavía es por la tarde —protesté.

—Ya es de noche.

—Tarde, en cualquier caso. No especificaste la hora.

Al ver que echaba a andar, volví a agarrarlo por la chaqueta, un gesto con el que me jugué mi insignificante vida, a juzgar por la mirada tan poco amistosa que me dirigió. Bajó la vista hacia mi mano, como si no acabara de creerse que lo hubiera tocado, y luego clavó sus ojos en mí con firme determinación.

—Ahora lo haremos a mi manera.

Se zafó de nuevo y se puso en marcha, flanqueado por un verdadero ejército. El príncipe me saludó tocándose el ala de un sombrero invisible y luego salió tras sus compañeros.

¿Qué iban a hacer? ¿Llamar a todas las puertas del vecindario? ¿Acosar a quien se le pusiera por delante hasta que los detuvieran? Ya me veía a las fuerzas especiales desplegándose por todas partes y cerrando las calles. Alguien saldría herido. Seguramente más de uno.

—Sé quién lo hizo —dije, llevada por la desesperación, y se detuvieron.

No me gustaba nada tener que utilizar la carta del ángel de la muerte, pero no me dejaba otra opción. Si llamaba a la policía, jamás volvería a ver a Rocket, y su información era inestimable.

No, tenía que hacerlo. Había sentido los remordimientos del culpable nada más pisar aquel sitio. Se trataba de uno de los suyos, un hermano, y si llegaban a ponerle la mano encima, lo más probable era que el tipo no volviera a ver la luz del día. Ahora solo tenía que encontrar la manera de sacarlo de allí y entregárselo a la policía antes de que ellos lo mataran.

Una legión de cuero negro se volvió en redondo.

Donovan no se lo pensó dos veces, se abrió paso entre sus hermanos y vino derecho hacia mí. Una furia característica le atenazaba la mandíbula. Yo todavía me encontraba en los escalones, desde donde vi que el rostro de Garrett adoptaba una expresión alarmada. Al ver que empezaba a bajar de la camioneta, sacudí la cabeza.

Tanto el príncipe como el mafioso venían detrás de Donovan y ambos parecían un poquitín preocupados. Bueno, al menos el príncipe. El mafioso parecía encantado de la vida.

Me mantuve firme. Lo tuve delante en cuestión de segundos, a la misma altura, tan cerca que nuestras narices se tocaban.

—Ni se te ocurra jugar conmigo —me avisó, en tono amenazador.

—No juego contigo. He hecho pesquisas esta tarde y ya sé quién lo ha hecho, pero tienes que darme tu palabra de que mantendrás la calma.

No había acabado de hablar cuando me agarró por la chaqueta con ambas manos y me atrajo bruscamente hacia él, dejándome sin respiración. El príncipe se removió, incómodo.

—Tienes tres segundos —dijo.

—Un momento, pienso decírtelo, pero antes prométeme que no le harás daño a nadie.

—De acuerdo —accedió, mintiendo entre dientes.

Garrett había empezado a acercarse y le indiqué con la mano que no continuara. Cuando todo el mundo se volvió hacia él, incluido Donovan, le hice otro gesto: levanté el índice y dibujé un breve círculo en el aire, que era la manera que tenía Garrett de decir «pongamos fin a esto». Si había comprendido mis intenciones, volvería a su camioneta y la pondría en marcha.

Donovan también me vio. Me dio una pequeña sacudida para llamarme la atención, cuando vi que una pareja de Bandits se dirigían hacia Garrett.

—Espera —dije—, es solo una precaución. No quiero morir hoy, ¿de acuerdo?

Todos se volvieron de nuevo hacia mí cuando Garrett subió a su camioneta —a regañadientes— y puso el motor en marcha.

—Déjame acercarme a Garrett. Te lo diré y me iré.

Entrecerró los ojos.

—¿Parezco un hombre al que le gusten los jueguecitos?

—En absoluto, Donovan. Siento mucho por lo que estás pasando, pero estás enfadado y sé que te dejarías llevar por la rabia. Todo el mundo tiene derecho a procurar salvar el pellejo.

Al volverse de nuevo hacia Garrett, eché un vistazo por encima del hombro de Donovan, a mi izquierda, y dirigí una mirada fría y acerada al culpable. El tipo tenía el pelo castaño, sucio, una barba hirsuta y suficiente sobrepeso para convertir la carrera que estaba a punto de verse obligado a hacer en un suplicio y, con toda probabilidad, en un espectáculo penoso. Aunque seguro que la amenaza de una muerte inminente lo ayudaría a superar el bochorno.

Quería que supiera que lo sabía, quería preocuparlo. Y lo logré. Al ver que abría los ojos apenas unos milímetros, completamente atónito, asentí para que no quedara ni un rastro de duda sobre lo que pretendía decirle con aquella mirada. Justo cuando Donovan volvía la cabeza hacia mí, apunté hacia la camioneta de Garrett con los ojos, para indicarle al pobre desgraciado lo que quería que hiciera.

—De acuerdo —dijo Donovan, soltándome sin demasiada delicadeza.

Bajé los escalones y pasé junto al asesino de perros, negándome a intentar comprender las razones de sus actos. Le lancé una mirada airada y luego volví a señalarle la furgoneta. Despacio, para que nadie se percatara, empezó a retroceder en aquella dirección.

Estaba a punto de abrirme paso entre ellos, cuando me volví, intentando retener su atención. El motero se acercaba poco a poco a la furgoneta, pero no estaba segura de cuánto tiempo conseguiría distraerlos, así que decidí improvisar.

Me puse de puntillas, rodeé el cuello de Donovan con mis brazos y le planté un beso en la boca. Se entregó a mí al instante. Por furioso que estuviera, el tipo no quería desperdiciar la oportunidad de encontrar el amor verdadero. O una tía fácil. Sabía a limpio con un toque de cerveza. Detrás de mí oí unos pasos que cruzaban la calle a la carrera.

—¡Eh! —protestó uno de los moteros.

Me separé de él y vi al tipo echando los hígados para alcanzar la otra acera y subiendo a la furgoneta de Garrett de un salto, pero Garrett se quedó donde estaba, esperándome.

—¡Arranca! —grité.

Sacudió la cabeza y, en ese breve intercambio, un ejército avanzó hacia la camioneta.

—¡Arranca! —insistí, poniendo los ojos en blanco, contrariada, impotente, hasta que Garrett comprendió que no le quedaba otra.

Metió la marcha atrás y pisó el acelerador a fondo para poner distancia entre el vehículo y la avalancha, a continuación hizo un trompo impecable y salió disparado. Los neumáticos echaron humo los primeros quince metros.

Lo siguieron. Un torrente de cuero negro corrió tras la camioneta de Garrett al tiempo que esta desaparecía a lo lejos. Unos fueron a buscar las motos. Otros regresaron a la espera de órdenes. Todos me acribillaron con miradas furibundas.

—Cogedlo —ordenó Donovan antes de volver a agarrarme por la chaqueta y arrastrarme, de manera bastante literal, al interior de la casa.

Una vez más, el príncipe y el mafioso lo siguieron. Pasamos junto a muebles destartalados en nuestro camino hacia un despacho, al fondo de la casa. Cerró la puerta de golpe, pero los dos hombres que venían detrás la abrieron sin más y entraron. Ojalá no hubiera subestimado a Donovan. Era un buen tipo, pero incluso los tipos que parecían buenos podían ocultar un genio incontrolable. Maldita testosterona.

Me sentó en una silla con brusquedad y empezó a pasearse por la habitación.

—¿Blake? —musitó entre dientes—. ¿Ha sido Blake? —En realidad dirigía la pregunta a su segundo al mando. Luego se volvió hacia mí. Con una agilidad que ni siquiera sospechaba, de pronto lo tuve delante, agarrando los brazos de la silla con sendas manos y el rostro a apenas unos milímetros del mío—. ¿Cómo lo has sabido?

—No es fácil de explicar —contesté, sin darle demasiada importancia.

—Solo tienes una oportunidad. ¿Os conocéis?

—No. Siéntate, por favor.

Zarandeó la silla para asegurarse de que le prestaba la debida atención.

—¿Tienes la menor idea del lío en el que estás metida?

Tragué saliva muerta de miedo, consciente de haberme encontrado con la horma de mis Dolce & Gabbana, y miré al príncipe. Parecía apiadarse de mí, pero no estaba segura de que estuviera dispuesto a enfrentarse al jefe por otra persona, aunque tal vez el mafioso sí, parecía más irreverente.

—Donovan, si tomas asiento, te lo explicaré.

Se agachó delante de mí, sin apartar las manos de la silla. Aquello era lo máximo que iba a obtener de él.

—Percibo cosas —dije, intentando respirar honda y acompasadamente—. Sé cosas… porque interpreto las emociones de la gente y analizo sus auras.

—No me vengas con esa mierda new age.

—No tiene nada que ver con eso. De hecho, no tiene nada de nuevo. Viene de lejos, de muy, muy lejos.

Frunció el ceño, preguntándose si debía creerme.

—Sabéis que hablo con Rocket, ¿verdad? —Los miré a los tres en busca de confirmación.

El mafioso se encogió de hombros.

—Pues es algo por el estilo, percibo cosas que a los demás se les pasan por alto. Es como ahora mismo. —Volví a mirarlo y un callado sufrimiento me partió el corazón—. Siento el dolor que te consume en estos momentos. Esos perros lo eran todo para ti y ese tipo, Blake, te los ha arrebatado. —Le toqué la barbilla con delicadeza—. La carga que arrastras es tan pesada que apenas me deja respirar.

Se echó ligeramente hacia atrás, mirándome con recelo, y bajé la mano.

—Es como si te ahogaras en él, y sabía que si echabas el guante al responsable de ese dolor, acabarías por matarlo.

Donovan apoyó el peso en los talones y soltó uno de los brazos de la silla.

—Irías a la cárcel por mucho tiempo y eres una buena persona, Donovan. También puedo percibir eso, sentirlo, igual que siento la presencia de Rocket.

En ese momento sonó mi móvil y esperé a que Donovan me diera su aprobación con un gesto para responder. Lo saqué del bolsillo de la chaqueta, pero no reconocí el número.

—¿Diga? —contesté, mientras Donovan se levantaba y empezaba a pasear por la habitación.

—¿Qué cojones está pasando?

—¿Garrett? ¿Dónde estás?

—En un veinticuatro horas. ¿Dónde cojones estás tú? —replicó, evidentemente alterado—. ¿Qué coño está ocurriendo?

—¿Ese tipo sigue contigo? —pregunté, mirando a Donovan de reojo, con disimulo.

—¡Qué narices va a estar conmigo!

—¿Dónde está? —insistí, sorprendida.

Donovan se detuvo.

—Saltó de la camioneta en un puto stop. ¿Qué cojones se suponía que debía hacer?

Garrett parecía alterado. Casi nunca utilizaba tantos tacos de una tirada. Solía repartirlos un poco más, los usaba con moderación. Probablemente era consciente de que una incorporación tan recurrente de aquellos vocablos a su discurso disminuía el impacto de estos y, por tanto, mermaba su eficacia global de manera sistemática.

—De acuerdo, tienes razón, lo siento. Quédate ahí. Yo estoy bien.

—¿Sigues con esos inadaptados?

—Mmm, sí.

—¡Pues a la mierda, estoy ahí en dos minutos!

—Swopes, lo tengo todo controlado.

—¿Te refieres a cuando te han metido en la casa arrastrándote por el cuello? —preguntó, claramente alterado—. ¿A eso te refieres cuando dices que lo tienes todo controlado?

—Hazme caso —insistí, intentando no alzar la voz—, estoy bien.

—Maldita sea, Charles.

—Garret, por el amor de Dios.

Sin esperar ni un segundo más, cerré el teléfono.

—¿Dónde está? —preguntó Donovan.

—Viene hacia aquí.

Sabía que mi orden iba a caer en saco roto.

—¿Con Blake?

—No. Saltó de la furgoneta en una señal de stop —admití, de mala gana.

Me temí una avalancha de maldiciones y sillas volando en un arranque de indignación, pero me topé con una sonrisa.

Donovan miró a sus compañeros.

—Es nuestro.

Bueno, tal vez lo único bueno que había hecho era prolongar la tortura de Blake. Ahora estaban enfadados y, además, preparados. Maravilloso. Quizá iba a ser indirectamente responsable de su muerte. Puede que Blake, el asesino de perros, fuera mi guardián. Esperaba que no. No acababa de apetecerme tener un guardián que había sido un asesino de perros en su vida anterior. ¿A quién se le ocurre hacer algo semejante?

En ese momento me percaté de que Donovan seguía sonriéndome, con una calma seductora en su mirada.

—En cuanto a lo de ese beso…

—Ah —dije, poniéndome en pie como pude, con una risita tonta.

Empecé a retroceder, pero el príncipe me cerró el paso. El muy traidor.

Donovan acortó la distancia entre nosotros y me alzó la barbilla.

—Has demostrado mucho valor al hacer lo que has hecho. Al final ha resultado una absoluta pérdida de tiempo y de energía para todos, pero se necesita valor. —Me acarició los labios con el pulgar, luego la barbilla y de nuevo los labios—. ¿Cómo haces lo que haces?

Decidí impresionarlos con una sinceridad desusada.

—No suelo contárselo a nadie, pero soy el ángel de la muerte.

Unas sonrisitas se dibujaron en los rostros de todos ellos, incluso en el del príncipe. Dio la vuelta por detrás de mí y me guiñó un ojo.

En ese momento, una emoción nueva invadió a Donovan, algo sorprendentemente similar al respeto y la admiración. Se puso tenso, como si intentara encontrar la resolución para decir algo y me miró con atención.

—Estoy colado por ti —dijo, antes de bajar la mirada hasta Peligro y Will Robinson—. Será mejor que te vayas, no sea que cambie de opinión.

No tuvo que repetírmelo. Me agaché para sortear a un príncipe sonriente y salí pitando de allí como un gato de una habitación llena de pitbulls.

A pesar de que me hubiera gustado detenerme a charlar un rato con Rocket, estaba claro que no era el mejor momento. Aquellos hombres tenían la firme intención de desquitarse, por lo que esperaba que Blake tuviera un buen par de zapatillas de deporte.