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Astutamente disfrazado de ciudadano responsable.

(Camiseta)

Tras convencer a Cookie de que estaba bien y de que tenía la firme intención de acostarme —ni de broma—, me pasé el resto de la noche ordenando y limpiando la zona de guerra. Encontré un libro que había estado buscando y que ya había dado por perdido, por lo que había vuelto a comprarlo. Luego encontré ese otro ejemplar, que también había perdido, por lo que había tenido que comprarlo por tercera vez. Sin embargo, no encontré la tercera copia que, por lo visto, había perdido para siempre.

El señor Wong también estaba fatal. Seguía levitando en un rincón de espaldas a mí, sin dirigirme la palabra, pero parecía un poco afectado por la dura experiencia. Eso o ya me había dado otra vez por proyectar.

Aunque daba la impresión de que no faltaba nada, salvo que el culpable se hubiera llevado esa tercera copia de Torbellino de pasión, me sentía extrañamente violada, como si mi apartamento hubiera dejado de ser la zona segura que imaginaba. Como cuando supe que Papá Noel no existía o que los dulces engordaban después de los diecinueve.

La niñita del cuchillo se limitó a mirar mientras yo limpiaba. Ni siquiera se me había pasado por la cabeza que podría haber sido ella quien me había rajado las ruedas. Puede que le debiera una disculpa al señor Mentiroso de Cojones. Aunque ¿los espíritus podían rajar ruedas? Intenté hablar con ella, pero no quiso saber nada. Siguió mirando lo que hacía, aunque no se volvió hacia mí ni una sola vez. Estuve a punto de tentar a la suerte y tratar de averiguar quién era para convencerla de que cruzara, pero se impuso la necesidad imperativa de evitar una agresión con arma blanca.

Entre las tres y media y las vete-a-la-cama-de-una-vez-por-todas, me metí en la ducha, preguntándome dónde estaría Reyes, qué estaría haciendo, dónde estaría durmiendo. No debía de resultar fácil ser un preso fugado cuando tu cara aparecía en todos los televisores de tres estados.

En ese momento sonó el móvil y saqué la mano por la cortina para contestar.

—¿Señorita Davidson? —preguntó un hombre.

No reconocí ni la voz ni el número.

—La misma.

—Soy Meacham, el ayudante del sheriff de Corona. Hemos hablado antes.

—Sí, sobre las ruedas rajadas.

—Siento despertarla, pero ¿podría pasarse hoy por aquí?

Retrocedí un paso mentalmente.

—Hombre, si es urgente… De todos modos tenía que cambiar las ruedas, así que tampoco hay para tanto.

—El hombre con el que tuvo el altercado, Farley Scanlon, ha sido hallado muerto en su casa a primera hora de la mañana de hoy.

Mierda.

—¿En serio?

Tal vez Earl Walker había decidido no dejar ningún cabo suelto y al husmear en sus asuntos había conseguido que mataran a un hombre.

—No suelo bromear con estas cosas.

—Vale, sí, allí estaré. Pero no sé en qué puedo serles de ayuda.

—Tenemos que hacerle unas cuantas preguntas —dijo, con sequedad.

—Magnífico. ¿Eso quiere decir que soy sospechosa?

—Le agradecería que viniera lo antes posible, señora. De inmediato.

Lancé un largo suspiro.

—Vale, de acuerdo. Un momento —dije, cuando me asaltó una idea—, ¿sabe la hora de la muerte?

—Le agradecería que viniera lo antes posible —se limitó a repetir.

—Señor Meacham —insistí, dejando que mi tono de voz delatara mi frustración—, anoche entraron en mi apartamento y lo dejaron todo patas arriba mientras yo estaba en Corona con el rollo de las ruedas rajadas. Lo primero que pensé fue que había sido Farley Scanlon, pero tal vez esté equivocada.

Vaciló, aunque solo unos instantes.

—Ahora mismo, lo más que podemos acercarnos es entre las ocho y las diez. El forense nos dará una hora de la muerte más aproximada esta tarde.

Aquello no podía ser.

—¿Está seguro? —pregunté—, porque eso significaría que él no podría haber entrado en mi apartamento.

—También necesitaremos que venga el caballero que la acompañaba.

—De acuerdo, estaré ahí en un par de horas. —Naturalmente, primero llamaría al tío Bob para informarlo de todo, por si acaso. Venía muy bien cuando a una la acusaban de asesinato—. Por casualidad no habrán matado a Farley a golpes con un sujetalibros, ¿verdad?

Al fin y al cabo así era como Earl Walker había asesinado a su novia, Sarah Hadley, aunque como en aquel momento se le suponía muerto, nunca llegó a acusársele de nada.

—No, señora.

—¿Con un bate de béisbol?

—No.

—¿Un cortacésped? —Estaba decidida a exprimirlo hasta dejarlo seco. La información era poder, nene—. Ya sabe, de investigador a investigador.

Se aclaró la garganta y tuve la impresión de que su voz se había suavizado.

—Le cortaron el cuello.

—Ah. Vale, llegaré de aquí a un rato.

Colgamos y seguí aclarándome el pelo. A Farley Scanlon le habían cortado el cuello. Dudaba que hubieran degollado al tipo que habían encontrado en el maletero de Earl Walker, al que habían tomado por el mismo Earl Walker, aunque lo habían quemado y había quedado irreconocible, así que tampoco podía asegurarlo. Los asesinos solían ceñirse a un único modus operandi. Earl Walker había matado a aquel hombre a golpes con un bate de béisbol y, meses después, tras el juicio de Reyes, había hecho otro tanto con su novia, aunque esta vez con un sujetalibros. Sin embargo, en ningún momento se mencionaba que le hubiera cortado el cuello a nadie. Tal vez el cuchillo era lo que tenía más a mano.

Un momento. Tal vez había hecho que mataran a un hombre. Era indirectamente responsable de la muerte de una persona. Puede que Farley Scanlon fuera el guardián del que hablaba la hermana Mary Elizabeth. Esperaba que no, porque no le gustaba un pelo. Sin embargo, no habían pasado dos días, once horas y veintisiete minutos, así que todavía tenía tiempo para ser indirectamente responsable de la muerte de alguien más. Gracias a los dioses del Olimpo.

—Me gusta cómo has decorado el piso —oí decir a una voz profunda.

Sobresaltada, me limpié el agua de la cara a zarpazos y miré detrás de la cortina de la ducha. Reyes Farrow estaba apoyado en mi tocador, con los brazos cruzados sobre el ancho pecho, el pelo desordenado, sin afeitar, posiblemente el ser más sexy de todo el Universo. Me temblaron las piernas mientras una lenta sonrisa se dibujaba en su cara.

Se quedó mirando la cortina.

—¿No me había librado de ella?

Se refería a mi última cortina de baño, la cual había dejado hecha jirones cuando todavía era capaz de abandonar su cuerpo y causar estragos allí por donde pasara con su enorme espadón, y no hablaba metafóricamente. Me había negado a salir de detrás de la cortina y la pobre había sufrido las consecuencias de mi insolencia.

—Esta es nueva. Y me gusta el largo que tiene —le advertí.

Sonrió.

—Gracias.

—Hablaba de la cortina —dije, aunque el corazón se me aceleró solo de pensar a qué hacía alusión.

Tardó un buen rato en contestar, estudiando lo que alcanzaba a ver de mí.

—De acuerdo.

Llevaba una chaqueta de color verde y un mono de faena militares, los cuales probablemente había encontrado en una tienda del Ejército de Salvación, y parecía cansado. Al fijarme en las ojeras, acabé preguntándome una vez más dónde habría estado.

Cerré el grifo y alargué la mano en busca de una toalla cuando él me asió por la muñeca y se acercó un poco más con un brillo libidinoso en sus ojos castaños.

—No estás mal así, mojada.

Intenté taparme y controlar un pulso cada vez más desbocado. Su calor se deslizó por mi brazo cuando me abrió la mano y me besó la palma. La barba me hizo cosquillas.

—¿Cómo tienes la herida? —pregunté, hipnotizada por sus labios y las cosas increíbles que podían hacerle a una simple mano.

Me lanzó una mirada tan intensa que me dejó sin respiración.

—Mejor que otras partes.

Su voz, profunda y sonora, me hacía sentir mejor que el agua caliente que había estado precipitándose sobre mí momentos antes.

Ya que ignoraba cuándo podría recuperar la mano que Reyes había hecho prisionera, solté la cortina de baño y cogí una toalla con la que gozaba de libertad. Ladeó la cabeza para obtener una panorámica más amplia.

—Esta mañana han encontrado muerto a uno de los hombres de la lista que me diste. Asesinado.

Se quedó pensativo unos instantes, luego rodeó mi mano con la suya y miró al suelo.

—Farley Scanlon —proseguí—. Tendrías que haberme avisado de que el viejo Farley era un psicópata.

—Siendo amigo de Earl Walker, creo que era de cajón —contestó, encogiéndose de hombros—. Además, tenías a tu perrito faldero todo el rato detrás de ti, ¿no?

Retiré la mano y me envolví en la toalla.

—¿Cómo lo sabes? —Lo pensé un momento y luego lo miré, incrédula—. ¿Estás siguiéndome?

Retrocedió hasta el tocador y cruzó los brazos sobre el amplio pecho.

—Creía que estaba siguiéndote.

—Y así es, pero no por gusto. Garrett solo sigue órdenes.

—Garrett te sigue a ti —replicó, lanzándome una mirada de soslayo. Al ver que apretaba los labios, se dio por vencido—. Vale, entonces, ¿quién tiene la culpa?

—De hecho, la tienes tú. ¿Por qué crees que lo tengo pegado al culo a todas horas? ¿Y encima te presentas aquí? Tienes suerte de que no te hayan detenido todavía.

—Tu novio no está ahí fuera —dijo, indicando la calle con un gesto de cabeza—. Y ese otro tipo no es ninguna amenaza. Está durmiendo en el coche.

Puse los ojos en blanco. Garrett tenía que escoger mejor a sus ayudantes.

—Además, ¿en qué demonios estabas pensando cuando te subiste a ese coche?

—¿Eras tú quien se ocultaba entre las sombras? —Tendría que haberlo sabido. ¿Cómo no se me había ocurrido?—. ¿Es que quieres que te detengan? Porque puedo llamar a mi tío ahora mismo y lo arreglamos en un santiamén.

—No tengo ninguna intención de volver a la cárcel. ¿Cómo murió? —preguntó, cambiando drásticamente de tema.

—De manera trágica.

Cogí otra toalla para secarme la cara.

—¿Le cortaron el cuello?

Me quedé helada. ¿Cómo lo sabía?

—Sí.

—¿Con qué? —insistió.

—Seguramente con algo muy afilado. —Al ver que no decía nada, añadí—: ¿Es típico de él?

Salí de la ducha y los ojos de Reyes viajaron hasta mis extremidades inferiores.

—Muy típico —contestó, sin levantar la mirada.

—Creía que el modus operandi de Earl era golpear a las personas en la cabeza.

—Solo cuando tiene un motivo oculto.

—No piensa dejar ningún cabo suelto, ¿verdad?

—No vayas —dijo, levantando una punta de la toalla.

—¿Adónde? —pregunté, después de darle un manotazo—. ¿A Corona?

Sonrió con burla al recibir el manotazo.

—Sí.

Cogí la toalla e intenté secarme el pelo.

—Tengo que ir. El sheriff quiere hablar conmigo.

Me quitó la toalla de las manos, me la puso en la cabeza y empezó a secarme el pelo con un masaje suave, aunque enérgico. Se acercó un poco más y tuve que agarrarme a su chaqueta para no perder el equilibrio.

—No vayas —insistió, aunque esta vez sonó a orden.

—Lo pensaré.

—No es una sugerencia.

¿Qué les hacía creer a los hombres que podían ir dándome órdenes a todas horas? Retiré la toalla hacia atrás y lo miré fijamente a los ojos, tratando de decidir si le arreaba o no. Le debía una, pero casi nunca llevaba encima una tubería de acero o un dieciocho ruedas cuando lo necesitaba.

—Ni se te ocurra decirme lo que tengo que hacer. —Le di unos golpecitos en el pecho con un dedo para recalcar mis palabras.

Se quedó en silencio un instante, con la mandíbula tensa, pero todo hay que decirlo, no abrió la boca. Seguramente sabía que la venganza era una consejera cruel y despiadada, y que poquísimas eran las ocasiones en que vencía el plazo.

—Pareces cansado —dije, recuperando la toalla— y necesitas una ducha.

Me di la vuelta y lo dejé en el cuarto de baño, a pesar de la firme oposición de todo mi ser. Cinco minutos después, oí correr el agua.

Me puse unos vaqueros preciosos, una camisa de color caramelo con cuello de botones y unos zapatos de salón de tacón bajo y hebilla de Dolce & Gabbana que quitaban el hipo, a medio camino entre lo que llevaría una adolescente rebelde en un internado y una bibliotecaria picarona. Me divertía saber que Cookie salivaba cada vez que los veía. Tenía una vena mala y cruel.

Reyes salió del baño con la ropa arrugada, aunque limpia, y afeitado. El cabello le caía en mechones húmedos sobre la cara.

—¿Mejor? —preguntó, metiendo la ropa sucia en una mochila.

—Sí, pero sigues pareciendo cansado.

Enarcó las cejas, de buen humor.

—¿Te has mirado en el espejo?

Tenía razón. Estaba que daba pena. El insomnio autoinducido casi nunca resultaba atractivo.

Se echó a reír y me miró de arriba abajo. A continuación, dejó la mochila en el suelo y se puso derecho, los largos brazos a los lados, sin apartar los ojos de mí.

—¿Por qué no te acercas? —preguntó con voz aterciopelada y tentadora.

Una invitación que sentí en lo más profundo de mis entrañas. Estaba ante un ser noble, de otro mundo, un semidiós, y antes de que pudiera negarme, di un paso minúsculo hacia él.

—¡La Virgen!

Ambos nos volvimos hacia Cookie, quien se había detenido en seco en el umbral de la puerta.

Amber rebotó contra su espalda.

—Mamá —protestó la adolescente, rodeándola y deteniéndose en seco a su vez. Miró a Reyes como si fuera una estrella de rock—. Uau.

Estaba de acuerdo, pero no era el mejor momento para presentarles al preso fugado que se escondía en mi apartamento.

—Cookie, ¿podemos ir a tu casa un segundo?

Cookie luchó con todas sus fuerzas para despegar los ojos de Reyes. Perdió. Permanecieron fijados a él como un sistema de seguimiento guiado por láser.

—¿Cookie? —insistí, acercándome a ella y empujándola hacia su casa.

Parpadeó y se sonrojó de forma encantadora, dándose cuenta de lo que había estado haciendo.

—Lo siento, lo siento —se disculpó, saludando a Reyes con un gesto de cabeza y volviendo a toda prisa a su apartamento, con Amber a remolque.

—Mamá, espera —protestó Amber, reacia a abandonar la atracción local.

—Ve a buscar la cartera, cariño, que nos vamos al colegio.

—¿No puedo quedarme? —preguntó, alargando el cuello para ver mejor.

Una vez en su casa, Cookie envió a Amber a buscar la mochila y luego se volvió hacia mí con una mirada atónita.

—La Virgen, Charley —musitó con voz temblorosa—, ese era Reyes Farrow.

—Lo sé. Lo siento de veras, pero es que se ha presentado sin avisar.

—Creo que he tenido un orgasmo.

Se me escapó la risa.

—Pero si solo lo has mirado.

—Lo sé, pero ¿tú has visto qué espaldas tiene ese hombre? —preguntó, y volví a reírme entre dientes.

—Sí, lo he visto. Tranquila, pronto volverás a sentirte las piernas.

—Y esos brazos. Por el amor de Dios, ¿quién hubiera dicho que unos brazos pudieran ser tan sexies?

—Le pasa a todo el mundo.

—Es que es tan…

—Lo sé.

—Y tan…

—Eso también lo sé. Creo que es cosa de ser «el hijo de Satán».

—Sí, tal vez.

La ayudé a sentarse en el sofá.

Amber entró corriendo en el salón.

—¿Puedo sacarle una foto con el móvil antes de irme al cole?

—El colegio. —Cookie me miró con preocupación y unas finas arruguitas le surcaron la frente—. Hablaré con ella por el camino.

Me sentí mal. Ellas no tenían la culpa, pero debía evitar que Amber hablara de Reyes con sus amigos. ¿Quién sabía quién podría estar escuchando, quién podría atar cabos?

—Siento mucho todo esto.

—No. —Cookie se puso en pie—. Tú no tienes la culpa. Me ocuparé del asunto.

—Gracias, Cook —dije, con una sonrisa.

Me despedí de Amber con un beso y luego regresé a mi apartamento, pero Reyes ya se había ido y había dejado su mochila allí. Claro, porque ¿cómo iba aquello a convertirme en su cómplice? Me puse una chaqueta negra de cuero y salí en busca de Misery. Garrett había vuelto y estaba sentado al volante de su camioneta, en la acera de enfrente. Me detuve un instante, miré a mi alrededor en busca de Reyes, y luego abrí la puerta y subí al coche.

El móvil sonó cuando encendí el motor.

—Querría hablar con Charlotte.

No reconocí la voz masculina.

—Charley al habla.

—Soy Donovan.

Ni el nombre.

—¿Donovan?

Salí marcha atrás y me dirigí hacia la interestatal. Garrett me siguió, naturalmente. ¿Cómo era posible que no hubiera visto a Reyes?

—Del manicomio.

¿Había estado internada? ¿Cuándo coño había pasado eso?

—El manicomio abandonado que allanas de manera más o menos regular…

—Ah, ya, los moteros.

—Los mismos —confirmó—. Quería hablar contigo.

—Claro.

Me pregunté si Rocket ya habría echado el edificio abajo.

—Artemis… —empezó a decir y se interrumpió.

Su voz estaba cargada de dolor y se me encogió el corazón.

—¿Está bien?

—No. Por lo visto, el veneno causó más daños de los que creíamos y ayer se le reventó un riñón mientras jugaba contigo. Ahora está en la clínica veterinaria.

Me llevé una mano a la boca antes de que pudiera detenerla.

—Oh, Dios mío, cuánto lo siento.

—No he llamado para echarte la culpa. —Se le quebró la voz y tuvo que inspirar hondo—. Quiero contratarte.

—¿Qué?

—Quiero saber quién lo ha hecho —dijo, con una fría determinación que le endurecía la voz—. O lo encuentras tú, o lo encuentro yo.

Supuse que sus métodos serían un poquitín más drásticos que los míos.

—No te ofendas, pero no puedes pagarme.

Estaba a punto de decirle que lo haría gratis, cuando replicó:

—Puedo permitirme diez como tú.

—Lo investigaré. Intentaré pasarme por ahí en uno o dos días. No empecéis sin mí.

—Tiene que ser antes.

Maldita sea.

—Vale, déjame pensar. —Tenía que ir corriendo a Corona para que me interrogaran por un asesinato, pero, por lo demás, estaba bastante libre—. Salvo que me hubieran detenido, podría pasarme por ahí esta tarde. ¿Estarás en casa?

—Puedo ir a buscarte —dijo—, ahora.

—Estoy a punto de salir de la ciudad por un caso. Iré yo. De todas formas, tengo que indagar por el barrio y preguntaros por vuestros vecinos.

Al final claudicó, lanzando un suspiro de resignación.

—Vale, pero si no vienes esta tarde, yo mismo me encargaré del asunto. Solo te he llamado porque Eric insistió. Cree que tú tendrás más suerte.

Supuse que Eric era uno de los miembros de la banda. Obviamente, uno de los más listos.

—Iré, te lo prometo. ¿Me informarás sobre su estado?

—Descuida.

Colgó sin más. ¿Quién podía hacer algo así? Se me partía el corazón. Casi había sentido el dolor del tipo a través de la conexión telefónica, lo que sería toda una novedad.

Paré un momento a por un capuchino con chocolate y había puesto rumbo al sur a bordo de Misery cuando llamó Garrett. Estuve a punto de no contestar, pero solo conseguiría que siguiera insistiendo.

—¿Adónde vamos, Charles? —preguntó. Por el tono adiviné que sonreía.

—A Nueva Escocia.

—Pues da la impresión de que volvemos a Corona. Te gustó la hamburguesa, ¿eh?

—Anoche asesinaron a Farley Scanlon.

—Maldita sea, da media vuelta.

—La oficina del sheriff quiere hablar con ambos.

—¿Las oficinas del sheriff hablan? —preguntó, mejorando su juego.

Tendría que hacerlo si quería estar a la altura de gente como yo.

—Adiós, Swopes.

—Espera, ¿por dónde íbamos?

Procuré que mi suspiro dejara tan a las claras mi irritación que hasta un niño se hubiera dado cuenta.

—¿Es una pregunta trampa?

—Ah, sí, por la segunda. ¿Preparada?

Cómo no, la lista de cosas que jamás deberían decirse a un ángel de la muerte. Lancé un nuevo resoplido, por si acaso.

—Dispara.

—Esta relación va a acabar por llevarme a la tumba.

—Precioso —dije, antes de colgar. Enfermo.

Llamé al tío Bob de camino para informarle de la situación.

—Debo ser sincera contigo —lo avisé, cuando contestó—, creo que jamás encontrarás una mujer si sigues insistiendo en llevar ese peinado.

—¿Para eso llamas? —preguntó, medio ofendido.

—Más o menos. Y porque puede que me acusen de asesinato. Solo quería que lo supieras.

—¿Has matado a alguien?

¿Por qué la gente siempre se ponía en lo peor?

—No, puede que me acusen de asesinato. Hay una gran diferencia, Ubie.

—Ah, ¿qué tal va el caso de la esposa desaparecida?

—Ahí sigue, sin grandes avances. No hay manera de que el tipo abandone la puñetera casa.

—¿Qué puedo hacer?

—Puedes llamar a Cookie. Está atascada, intentando reunir información. Hay que indagar en sus propiedades. Podría tener retenida a Teresa en algún sitio. Además, también me gustaría saber qué le ocurrió a la hija de Xander Pope. Averigua si está bien.

—¿Xander Pope?

—Sí, Yost podría haberle hecho algo a su hija.

—¿En qué sentido?

—Ni idea. Por eso tengo a Cookie tratando de averiguarlo.

—Le echaré un vistazo y llamaré a Cookie. ¿Esa acusación de asesinato tiene algo que ver con un preso fugado llamado Reyes Farrow?

—Sí —admití, después de dar un largo trago al capuchino con chocolate—. Creo que lo hizo Earl Walker. Sigue vivo, tío Bob, y no tiene intención de dejar ningún cabo suelto. Mató a su novia poco después del juicio de Reyes y ahora va detrás de todo aquel que pudiera saber que sigue vivo. ¿Podrías hacer que alguien se pasara por el apartamento de Virgil Gibbs? —Gibbs era el otro nombre de la lista de Reyes, el hombre al que había visitado antes de ir a ver a Farley Scanlon en Corona—. Podría ser el siguiente y, aunque no es el miembro más útil de la sociedad, no se merece que lo degüellen.

—¿Walker va por ahí degollando a la gente? —preguntó Ubie, preocupado—. ¿Swopes sigue contigo?

Le eché un vistazo al espejo retrovisor y vi la enorme camioneta negra justo detrás de mí. Era evidente que Garrett sobrecompensaba.

—Sí —contesté, con toda la sequedad de la que fui capaz, teniendo en cuenta mi falta de sueño.

—Bien. No te alejes de él. Enviaré a alguien al apartamento de Gibbs para que eche un vistazo. Ya sabes lo que esto significa, ¿verdad?

Estaba ocupada esquivando una bandada de pájaros suicidas. Di un volantazo y agaché la cabeza. Claro, porque eso ayudaría mucho.

—Pues no, la verdad. ¿Qué?

—Significa que hace diez años metí a un hombre inocente entre rejas.

Su voz había cambiado, parecía abatido.

—Tío Bob, creías que era culpable. He leído los informes y las transcripciones del juicio. Cualquiera hubiera hecho lo mismo.

—Él no… No lo escuché, no quise oír lo que intentaba decirme. Solo era un crío.

Al imaginarlos, sentí que se me encogía el corazón. Reyes, con veinte años, acusado de asesinato, solo, sin amigos, sin familiares, sin nadie a quien recurrir. Había prohibido a la única persona cercana a él —su hermana Kim— que fuera a verlo. Y permaneció en la cárcel a la espera de que se celebrara el juicio de un asesinato que no había cometido. ¿Dónde había una máquina del tiempo cuando se la necesitaba? Sin embargo, ahora podíamos corregir la situación. Era nuestro deber.

—Tenemos la oportunidad de enmendar el error, tío Bob.

—¿Cómo devuelves a alguien diez años, Charley? —dijo, al cabo de un largo silencio.

Se me partió el corazón ante aquella voz abrumada por los remordimientos. En realidad, me sorprendió que se sintiera de aquella manera. Al fin y al cabo, él había hecho su trabajo y eso nadie podía echárselo en cara… salvo que supiera más de lo que decía saber. No, seguro que no.

—Por lo visto, a Earl Walker se le da bien lo de no dejar rastro. Nadie te echará la culpa.

Resopló, como si se burlara.

—Reyes Farrow sí.

Sí, supuse que él sí. Imaginé al tío Bob en una sala de interrogatorio, acribillándolo a preguntas para sonsacarle la verdad, y él allí sentado, esposado, bullendo de rabia, confuso.

—¿Cómo era? —dije, sin pararme a pensar en la pregunta, en cómo lo afectaría.

—No lo sé, calabacita. Era un crío. Sucio, desaliñado, vivía en la calle.

Me llevé una mano a la boca, antes de poder detenerla. La rodilla izquierda se levantó de manera instintiva para controlar a Misery hasta que conseguí devolver la mano al volante. Necesitaba un manos libres con urgencia.

—Dijo que él no lo había hecho. Una sola vez. Y luego no volvió a dirigirme la palabra.

Me empezaron a escocer los ojos inevitablemente. Típico de Reyes, cabezota, rebelde. Aunque tal vez significaba algo más. Puede que se hubiera dado por vencido, como el animal que ha sufrido demasiados maltratos, y que decidiera que no valía la pena seguir preocupándose o defendiéndose.

—Pero fue el modo en que lo dijo —prosiguió el tío Bob, claramente transportado a otro tiempo—. Clavó sus ojos en mí y me dirigió una mirada tan intensa, tan implacable, que fue como si recibiera un puñetazo en el estómago, y luego se limitó a decir: «No he sido yo». A partir de ahí, cero. Ni una palabra. No quiso saber nada ni de abogados, ni de sus derechos, ni de comida… Se cerró en banda.

Apreté los labios con fuerza.

—Podemos arreglarlo, tío Bob —dije, con voz temblorosa.

—No, no podemos. —Parecía convencido de que Reyes lo odiaría hasta el fin de sus días—. Lo agarré —añadió.

—Que tú, ¿qué? —pregunté, atónita.

—Por el cuello de la camisa. En medio del interrogatorio, me sentía tan impotente, que lo levanté de la silla y lo empujé contra la pared.

—¡Tío Bob! —exclamé, sin saber qué decir, aunque muy consciente de la suerte que tenía de seguir vivo.

—No hizo nada —continuó el tío Bob, ajeno a todo lo demás—. Se limitó a mirarme fijamente, impertérrito, aunque sentí el odio que bullía bajo la superficie. Esa mirada me persigue desde entonces. No he conseguido olvidarlo, ni a él ni el caso.

—Es un ser poderoso, tío Bob.

—No, no lo entiendes.

Fruncí el ceño mientras conducía a través de una cadena montañosa.

Tras un largo silencio que me hizo pensar si no se habría cortado la conexión, oí que decía:

—Lo sabía, calabacita.

Casi podía imaginarlo con la cabeza apoyada en la mano mientras hablaba, con una voz tan abrumada por el pesar y los remordimientos que sentí una gran opresión en el pecho.

—Que sabías, ¿qué?

—Sabía que él no lo había hecho. —Dejé de respirar, esperando una explicación—. No soy tonto. Sabía que él no lo había hecho y no hice nada. Todas las pruebas apuntaban directamente a que él era el culpable y, como no quería perder más tiempo en la investigación, no las cuestioné. Ni por un solo momento. Así que, ya ves —dijo, resignándose a su destino—, no podemos arreglarlo. Vendrá a por mí.

Pestañeé, sorprendida.

—No, no lo hará. Él no es así.

—Todos son iguales.

Era como si se alegrara, como si creyera que merecía un castigo.

Estaba tan anonadada que no sabía qué decir o qué hacer.

—¿Puedo ver la grabación del interrogatorio? —pregunté, ignorando por qué querría verla.

—No encontrarás nada —aseguró, en un tono distinto, endurecido—. Tenía amigos muy bien situados y, curiosamente, la parte del arrebato se borró.

—No es eso lo que quiero ver. Es a él. Lo conocí cuando iba al instituto, ¿recuerdas? Sé lo poderoso y lo peligroso que es, pero no irá a por ti, tío Bob, te lo prometo —aseguré, añadiendo mentalmente mi nombre a la lista del Club de los Mentirosos de Cojones.

No tenía modo de saber lo que haría Reyes, de lo que podía hacer. Y encima estaba ayudando a devolverle la libertad al mismo hombre que tal vez quisiera ver muerto a mi tío. En lo más hondo de mi ser, me pregunté si aquello me convertía en una mala sobrina.