16
Llega un momento en que sabes que no vas a hacer nada productivo en lo que queda de día.
(Camiseta)
Cuando por fin llegué al apartamento apenas-más-grande-que-una-panera al que llamaba hogar, me di cuenta de lo desordenado que estaba. Hacía rato que el sustituto de Garrett nos esperaba aparcado frente al edificio, y Garrett se fue para echar una cabezada. Nenaza.
Sin embargo, cuando entré en mi humilde morada agradecí que se hubiera marchado. O bien el carnaval se había adelantado muchísimo ese año y se había celebrado en mi apartamento, o habían registrado mi casa de arriba abajo. Genial. Por lo visto, rajarme las ruedas había sido algo más que un simple arrebato en venganza por el comentario del «mentiroso de cojones». Lo había hecho para mantenerme ocupada mientras alguien se acercaba volando hasta Albuquerque para pasearse por mi piso y ponerlo patas arriba. Una acción completamente gratuita, en mi opinión.
—Señor Wong, ¿qué le he dicho de dejar entrar a extraños? —Fulminé aquellos hombros huesudos con la mirada antes de volverme hacia la niña del cuchillo que tenía a mis espaldas y sacudir la cabeza—. Ese hombre nunca me escucha.
Le eché un vistazo al salón. Papeles y libros por el suelo. Cajones medio abiertos en distintos grados de impudicia. Puertas de armario entornadas, como si hubieran intentado echarse a volar.
Jarra de café en mano y lista para lo que fuera, me acerqué con sigilo a los armarios —solo había dos en toda la casa— y eché una mirada. Hubiera preferido empuñar mi pistola, pero estaba en uno de aquellos armarios, así que tendría que fastidiarme. Tampoco ellos se habían salvado de la hoguera y su contenido había quedado esparcido por todas partes, confundiéndose en un batiburrillo de ropa interior, zapatos y gomas para el pelo. La revista People revuelta con The New Yorker. Un juego de ajedrez de cristal revuelto con la edición especial de Bob Esponja del Monopoly. El caos absoluto.
Aun así, no se trataba de un acto vandálico y punto, sino de algo más deliberado de lo que pudiera parecer a simple vista. Habían registrado los armarios y los cajones en busca de información y habían obviado lo que habían considerado irrelevante, entre otras cosas mi alijo de chocolate de emergencia. Era evidente que mi intruso no tenía gusto.
También habían encendido el ordenador, así que, salvo que el señor Wong hubiera descubierto el porno en internet, alguien había intentado averiguar qué estaba investigando. Y ese alguien parecía un poquitín nervioso.
En un momento de pánico, vi que mi ratón había desaparecido. Tal cual… desaparecido. ¿Quién se llevaría a un pobre e indefenso ratoncito? Miré la conexión USB inalámbrica de la parte trasera —le encantaba esa conexión— y me permití unas lágrimas por la pérdida del ratón que tan pocas veces había sabido valorar en su justa medida. A continuación, descolgué el teléfono y llamé a un medio amigo, un poli llamado Taft, para presentar una denuncia. Los polis no saben hacer nada sin una denuncia, así que me aseguré que tuvieran algo para archivar.
—Puedo pasarme por ahí si quieres —dijo.
—No, quienquiera que haya hecho esto —y me hacía una buena idea de quién había sido— hace rato que se ha ido.
Le dicté a Taft el contenido de la denuncia por teléfono.
—Bueno, ¿has visto a mi hermana?
La hermana de Taft había muerto cuando ambos eran niños y lo seguía a todas partes desde entonces.
—Creo que está jugando en el manicomio con la hermana pequeña de Rocket.
Hacía poco que las había presentado, de un modo indirecto, y se habían hecho inseparables. Cosa de agradecer, así por lo menos me la quitaba de encima. Sin embargo, sospechaba que Taft la echaba de menos, a pesar de que no podía verla y de que ni siquiera sabría de su existencia de no habérselo dicho hacía unas semanas.
—Bien, me alegro de que tenga una amiga —dijo, aguantando el tipo.
—Yo también. Voy a pasarme un momento por la oficina para echarle un vistazo, por si acaso. Te llamo de nuevo si veo algo fuera de sitio.
—¿Sola?
—Puedo marcar un teléfono yo solita, Taft.
—No, que si vas a ir sola. Igual sería mejor que llamaras a tu padre y que lo comprobara él.
Miré de reojo a la niña que tenía al lado.
—No estaré sola. No exactamente. Ahora mismo me sigue a todas partes una niñita muerta con un cuchillo en la mano.
—Gracias por compartirlo conmigo.
—Y el bar está abierto. Dudo que nadie se atreviera a entrar en mi despacho con una decena de polis fuera de servicio en el piso de abajo.
—De acuerdo. ¿Te importa que llame a tu tío para ponerlo al día?
—No, ya sabe que los polis suelen frecuentar el bar. Además, lo más probable es que esté roncando como un orco. Ya lo llamaré yo mañana.
Me acerqué a pie hasta la oficina y subí por la escalera exterior, en vez de atajar por el bar, para ahorrarme otro sermón paterno. Tras echar un rápido vistazo a mi alrededor y asegurarme de que el Mentiroso de Cojones no andaba por allí cerca, abrí la puerta y asomé la cabeza. Todo parecía estar en su sitio, de modo que solo me quedaba recoger y ordenar el apartamento. Lo único que llevaba peor que limpiar el apartamento era la tortura, aunque la cosa estaba bastante reñida.
Caminaba por la acera de vuelta al Causeway, arrepintiéndome de no haber comprado el carrito de golf, cuando supe que tenía compañía. Sentí que había alguien acechando entre las sombras, a mi izquierda, pero antes de que pudiera acercarme a mirar, un coche redujo la velocidad a mis espaldas y la adecuó a mi paso, sin adelantarme. Aminoré el ritmo con el coche detrás de mí. El hombre de Garrett estaba aparcado en la calle de enfrente, pero no sabía si estaría despierto o no. Lo de estar despierto habría sido todo un detalle. Al doblar la esquina y disponerme a cruzar el aparcamiento, el coche se detuvo junto a mí.
Las farolas proyectaban una luz suave sobre el vidrio tintado que me permitió distinguir un Nissan de color azul con puerta trasera. La ventanilla empezó a bajar, de modo que imaginé que tendría que prestar al conductor unos minutos de mi tiempo. Supuse que sería demasiado pedir que solo quisiera preguntarme una dirección.
—¿Charley? —dijo una mujer desde el interior—. ¿Charley Davidson?
Un rostro enmarcado por una melena rizada y castaña se asomó a la luz, luciendo una sonrisa de supermodelo.
—¿Yolanda?
No la había visto desde el instituto y tampoco podía decirse que entonces hubiéramos sido amigas. Avancé un micropaso al ver que asentía. No había cambiado nada. En el instituto, ella era más del tipo animadora y salía con el grupo de mi hermana. Yo era más del tipo irritante que se burlaba del grupo de mi hermana desde una distancia prudencial y salía con los pringados, como buena pringada que era. Y a mucha honra.
—Oí el mensaje que me dejó tu ayudante y te llamé a la oficina, pero ya te habías ido. Luego vi que subías la escalera y pensé que igual te encontraba por aquí.
Dos cosas me chocaron al instante: primero, era tarde para ir a verme a mi oficina. En realidad, a la mía o a la de quien fuera. Segundo, ¿por qué no se limitaba a llamar? ¿Por qué se acercaba en coche hasta allí a aquellas horas? Su sonrisa titubeó apenas un instante y un asomo de preocupación se abrió paso hasta mí.
Me planté una sonrisa en la cara.
—Gracias por venir. ¿Cómo te va? —Al ver que me echaba los brazos a través de la ventanilla, me incliné para corresponder a su abrazo, un tanto incómoda teniendo en cuenta el espacio limitado del que disponíamos—. Te invitaría a subir a mi casa, pero ahora mismo está un poco desordenada.
Volví ligeramente la cabeza para indicarle mi apartamento.
—No te preocupes. Y las cosas me van bastante bien. Tres niños, dos perros y un marido.
Se echó a reír y la imité. Parecía feliz.
—Por lo que dices, debes de estar bastante ocupada. Solo quería hacerte unas cuantas preguntas sobre un caso en el que estoy trabajando.
—Me lo dijo tu ayudante. —La preocupación resurgió de nuevo y echó un rápido vistazo a nuestro alrededor—. ¿Quieres subir? Podemos hablar en el coche.
—Por supuesto.
Volví la vista atrás solo un instante. Quien fuera que se ocultara entre las sombras nos observaba con interés. Lo notaba. No parecía que hubiera nadie en el coche que había aparcado en la acera de enfrente, así que tal vez se trataba del hombre de Garrett. Rodeé el Nissan de Yolanda mientras ella quitaba el seguro de las puertas y subía la ventanilla.
—Entonces, ¿las cosas te van bien? —pregunté, una vez dentro.
—De fábula —aseguró, bajando el volumen de la radio. Todavía no había apagado el motor y la calefacción estaba agradablemente encendida—. ¿Estás trabajando en un caso relacionado con Nathan Yost?
Directa al grano. Aquello era lo que me gustaba de los viejos conocidos.
—Sí, su mujer ha desaparecido. Puede que lo hayas oído en las noticias.
—Y otras cosas también. —Sonrió compasiva y comprendí que había visto el reportaje del secuestro del coche—. ¿Estás bien?
—Ah, ¿eso? —Agité una mano para restarle importancia—. No fue nada, conozco al tipo de hace siglos y se comportó como un perfecto caballero todo el tiempo que me retuvo a punta de cuchillo.
De pronto, vi un brillo de curiosidad en su mirada.
—¿Te importaría contarme lo que pasó? ¿Estabas asustada? ¿Te amenazó?
—¿Ves muchos programas sobre crímenes? —pregunté, tras ahogar una risita.
Asintió con aire de culpabilidad.
—Disculpa, es que no salgo demasiado.
—No es necesario que te disculpes. ¿Podrías decirme qué ocurrió con el doctor Yost en la universidad?
Respiró hondo antes de contestar.
—Salimos durante un año más o menos. Éramos jóvenes y nos comprometimos muy pronto, pero mis padres se opusieron a que nos casáramos hasta que yo me licenciara. Nathan se puso furioso. —Agitó la cabeza al recordarlo—. Es decir, lo que lo enfureció fue que mis padres se inmiscuyeran en algo que él no consideraba que fuera asunto suyo. Reaccionó de manera tan extraña que salí del trance de golpe y empecé a abrir los ojos y a ver lo que realmente estaba pasando. En el año que llevábamos saliendo, había perdido a casi todas mis amistades, apenas veía a mi familia y pocas veces iba a ninguna parte sin él. Lo que al principio me parecía encantador se convirtió en… —intentó buscar la palabra idónea— asfixiante.
—Siento decirlo, pero no eres la primera persona que me comenta algo similar sobre Yost. ¿Por qué presentaste cargos contra él?
—Solía tomarme el pelo advirtiéndome de lo que me pasaría si se me ocurría dejarlo. Lo decía en plan de broma y yo me reía.
—¿Por ejemplo?
Me costaba entender que los dos encontraran cómica una amenaza.
—Bueno, una vez dijo algo como: «Ya sabes que si me dejas, encontrarán tu cadáver al pie del cañón Otero».
Le dediqué mi mejor sonrisa horrorizada, esforzándome por encontrarle la gracia a aquellas palabras.
—Lo sé —dijo, asintiendo como si me diera la razón—. Sé que suena fatal, pero el modo en que lo decía era hasta divertido. Luego, después de que mis padres se opusieran a la boda, todo cambió. Empezó a presionarme para que nos fugáramos, no dejaba de preguntarme una y otra vez cómo era posible que les permitiera interferir en nuestra vida. A partir de ahí, las bromas se convirtieron en verdaderas amenazas. Parecía desquiciado, y por fin comprendí que siempre lo había estado y que yo únicamente había aprendido a saber qué decir y qué callarme cuando él estaba presente.
—¿Te hizo daño?
—¿A mí? —preguntó, sorprendida—. No, a mí no. Ese no es su estilo. —Fruncí el ceño, desconcertada—. Necesité mucha terapia para ser capaz de decir esto, para llegar a esta conclusión, pero Nathan me controlaba vigilando mi entorno. Con quién salía, cuándo salía, de qué podía y de qué no podía hablar, incluso mis llamadas. —La típica dominación—. Nunca me hizo daño de manera directa, pero me manejaba como a un títere dañando a quienes me rodeaban.
No me explicaba cómo se lo montaba. ¿De dónde sacaba el tiempo para urdir todos aquellos tejemanejes con una carrera como la suya, con la cantidad de horas que debía dedicarle?
—Pero ¿acabó amenazándote en serio?
El modo en que me sonrió me dio a entender que también me equivocada en aquello. Bajó la cabeza y prosiguió.
—Después de que mis padres hubieran puesto freno a los planes de boda, su animosidad empezó a desbordarse y cada vez se enfurecía más cuando no accedía a sus peticiones, hasta que un buen día decidió pasar página. Así, sin más, como si hubieran accionado un interruptor. Él, no sé, volvió a estar contento.
—Es un poco sospechoso. Eso o estaba bajo el efecto de las drogas.
—A mí también me lo pareció, pero me sentí tan aliviada, que cuando invitó a mis padres a cenar con nosotros una noche, jamás se me pasó por la cabeza que pudiera estar tramando algo.
—Déjame adivinar. Fue él quien preparó la cena.
—Sí, y todo iba a la perfección hasta que, hacia la mitad, mi madre empezó a sentirse mal. Tanto, que al final tuvimos que llevarla a urgencias.
—¿Tu madre? —pregunté, sorprendida.
Asintió, dejando entrever que todavía había más.
—Mi madre. Estábamos esperando a que nos dijeran algo, cuando se inclinó hacia mí y me dijo: «Es increíble lo frágil que es el cuerpo humano». Luego me miró y, con aquella cara de satisfacción, prácticamente me confesó lo que acababa de hacer. —La desesperación se leía en su mirada—. Me quedé helada, Charley.
Me imaginé la expresión del tipo, con aquellos ojos azules fríos y calculadores.
—Yolanda, cualquiera se hubiera sentido intimidada.
—No, yo estaba aterrorizada —aseguró, sacudiendo la cabeza—. Me faltaba el aire. Me levanté para irme de allí y me dijo que me sentara. Me negué, así que me asió por la muñeca, me miró a los ojos y dijo: «Pasará toda la noche en el hospital. Solo se necesita un palito. Su corazón se detendrá en segundos y nadie podrá demostrar que yo haya tenido nada que ver».
El día que la agente Carson me había contado aquello por teléfono, yo había dado por hecho que la amenaza iba dirigida a Yolanda, cuando en realidad iba dirigida a su suegra.
—Yolanda, lo siento mucho.
Nathan estaba empezando a parecerse a Earl Walker y me pregunté si no estarían emparentados. Earl controlaba a Reyes haciendo daño a su hermana, Kim, y Nathan controlada a sus novias y esposas haciendo daño a los seres queridos de estas. Sin embargo, ni Luther ni Monica habían insinuado que hubiera podido amenazarlos. Aseguraban que era controlador, manipulador, pero no le había hecho daño a nadie de la familia. Aun así, todo apuntaba en aquella dirección. Las actividades sociales de Teresa se habían reducido hasta la práctica inexistencia y tenía que ver a su propia hermana en secreto. Tal vez sí que los había amenazado y Teresa no se lo había comentado nunca a sus hermanos, sobre todo teniendo en cuenta lo que Luther era capaz de hacer.
Yolanda se tapó la boca intentando recuperar el control de sus emociones. El interior del vehículo estaba impregnado de tristeza.
—Volví a sentarme y no me atreví a moverme de su lado en toda la noche, me aterrorizaba la idea de perderlo de vista aunque fuera solo un minuto. Luego, cuando le dieron el alta a mi madre, esperé hasta que se fue a trabajar, hice las maletas, me volví con mis padres y presenté cargos contra él. —Me miró—. Aunque creo que, para vengarse, intentó hacerle daño a mi sobrina.
Parpadeé, sorprendida, y me volví hacia ella para mirarla a la cara.
—¿Por qué? ¿Qué ocurrió?
Sacudió la cabeza, como si se reprendiera.
—Es una tontería. No tendría que haber dicho nada. —Decidí no presionarla, pero mi instinto me dijo que su instinto no había errado demasiado el tiro—. Es un monstruo, Charley —dijo en un susurro alentado por sus sospechas—, y me juego lo que quieras a que está implicado en la desaparición de su mujer. —Frunció el ceño—. Seguro que buscó el modo de controlarla como fuera.
Tal vez el tipo había descubierto que Teresa se veía con su hermana a diario y había comprendido que no la manejaba tan bien como imaginaba. Desde su punto de vista, la única respuesta a eso sería el asesinato.
—En cualquier caso —prosiguió, sacudiéndose la tristeza de encima—, sabía que tenía que venir a hablar contigo, para ponerte sobre aviso.
—Te lo agradezco mucho, Yolanda.
—Por cierto, me encanta lo que haces —dijo, dedicándome una sonrisa entusiasmada. Por lo visto podía ahuyentar el dolor y adoptar una emoción completamente distinta en un abrir y cerrar de ojos. Nos parecíamos más de lo que jamás hubiera imaginado—. Detective privado, ¿qué trabajo puede haber más excitante que ese?
Qué detalle por su parte. Tal vez no tendría que haberle tirado salsa de espagueti por el pelo una noche que salió con mi hermana y un grupo de amigas.
—Gracias —dije, toda sonrisas.
—Por cierto, ¿fuiste tú quien me tiró salsa de espagueti por el pelo una noche que salí con tu hermana y un grupo de amigas?
—¿Qué? No —contesté, fingiéndome ofendida.
Resopló.
—Mientes de pena.
—Ya, lo siento. Quería darle a Gemma por robarme el suéter, pero fallé.
—Entonces es evidente que sus ricitos de oro se merecían un baño de salsa marinera —dijo, con una risita.
—Lo sé, ¿a que sí?
Me despedí de Yolanda con un abrazo y la promesa de que haría todo cuanto estuviese en mis manos para llevar al doctor Nathan Yost ante la justicia. Sin embargo, primero tenía que encontrar a Teresa. Ignoraba qué le habría hecho o qué podría haber hecho con ella, pero seguro que no era nada bueno.
De camino de vuelta a mi edificio, miré de nuevo a un lado, intentando averiguar quién se escondía entre las sombras. No podía tratarse del intruso. No percibía resentimiento ni deseos de rajarme el cuello con un cuchillo de caza de los grandes. En circunstancias normales, habría intentado descubrir la identidad del misterioso espía, pero estaba demasiado cansada y, además, me daba igual.
Cuando entré en mi apartamento, Cookie estaba plantada en medio, muda de asombro, con el pijama medio torcido y los ojos abiertos como platos. Seguramente se había pasado por allí para charlar sobre lo que había ocurrido en Corona y se había topado de bruces en plena zona de guerra. No me quedó más remedio que acusarla.
—En serio, Cookie —dije, pasando por detrás de ella. Dio un respingo y se volvió hacia mí—. ¿Tanto te molestó el comentario de la magdalena?
—Ni siquiera he oído entrar a nadie —dijo, mirando incrédula a su alrededor—. ¿Cómo es posible que no me haya enterado de nada? ¿Y si Amber hubiera venido a ver la tele?
En eso tenía razón.
—Lo siento, Cookie. —Empecé a recoger papeles del suelo—. A veces es mejor mantener las distancias con los más cercanos.
—¿Qué? —Tardó un poco en comprender lo que quería decir—. No seas tonta —dijo al fin.
Me levanté con una brazada de papelotes y revistas.
—Vale, pero entonces ya me dirás a qué me dedico, hacer tonterías forma parte de mí. —Se agachó para ayudarme—. No, no, ni hablar —protesté. Le quité lo que tenía en las manos y la acompañé hasta la puerta—. De esto me encargo yo, tú vete a dormir.
—¿Yo? —preguntó, sorprendida—. Eres tú quien se ha tomado el insomnio como un pasatiempo.
Como tenía los brazos ocupados, la empujé hacia la puerta con el hombro.
—No es tanto un pasatiempo como la imperiosa necesidad de conservar el último resto de amor propio que me queda. —Al ver que fruncía el ceño, añadí—: De acuerdo, reconozco que no es decir mucho. Ah, y mañana quiero que investigues a un tal Xander Pope.
—Xander Pope, de acuerdo —dijo, incapaz de apartar la vista del revoltijo de cosas que cubría el suelo—. Espera, ¿por qué?
—Porque creo que a su hija le ocurrió algo no muy bueno y necesito saber qué pasó.
Yolanda solo tenía un hermano, así que la sobrina de la que me había hablado tenía que ser la hija de este. Quería saber qué le había sucedido.
—Ah —dijo, asintiendo con un gesto de cabeza—, ¿crees que Yost tuvo algo que ver?
—Yolanda sí lo cree y con eso basta.