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Si al principio no lo consigues, la caída libre NO es lo tuyo.

(Pegatina de parachoques)

Caminé hasta una caravana destartalada y llamé a una puerta herrumbrosa, arrastrando tras de mí la tristeza abrumadora que me oprimía el pecho tras la visita que acababa de hacerle a Kim. Corona se alzaba al abrigo de las pintorescas montañas del sureste de Nuevo México. Con menos de doscientos habitantes, la población poseía ese encanto propio de los pueblos pequeños. Y se encontraba a unas buenas dos horas de viaje de Albuquerque, lo que explicaría por qué tardé un poco más de una hora en llegar hasta allí. Un hombre a quien tomé por el último nombre de la lista de Reyes, Farley Scanlon, abrió la puerta, frunciendo el ceño con cara de pocos amigos.

Fornido, de pelo castaño entreverado de hebras canosas que le llegaba hasta los hombros, bigote largo, perilla y una tira de cuero con un colgante de plata alrededor del cuello, Farley resultó ser de esos hombres que rozan la sesentena que solo parecen rozar la sesentena vistos de cerca.

—Hola —lo saludé, al ver que me dirigía una mirada inquisitiva e igual de amistosa. Me fijé en los utensilios de caza que se agolpaban al fondo de la decrépita caravana—. Me llamo Charlotte Davidson. —Saqué mi licencia porque no parecía alguien dado a confiar en los demás con facilidad—. Soy detective privado y estoy trabajando en un caso de personas desaparecidas.

Estudió la identificación con detenimiento antes de volver a clavar su mirada en mí.

—Bueno, no he matado a nadie, si es eso lo que viene a preguntar.

Un atisbo de sonrisa asomó en su rostro, bajo el bigote de aspecto descuidado.

—Es bueno saberlo. —Le devolví la sonrisa, esperé un segundo más para tenerlo a punto y dije—: Por desgracia, hay otras muchas cosas por las que un hombre de su reputación puede ir a la cárcel.

Ni su respiración ni su mirada se alteraron. Sin embargo, la emoción que batió contra mí con la fuerza de un huracán estaba cargada de ira y miedo, y me pregunté cuál de aquellos dos sentimientos iba dirigido a mí. Seguramente sería mucho pedir que lo hubiera acojonado.

Saqué la libreta y empecé a repasar los puntos de la lista que me había sacado de la manga.

—Bien, tenemos varios meses por obstrucción a la justicia, tres años por posesión y distribución de sustancias de uso reglamentado, diez años por conspiración para cometer asesinato… —Me incliné hacia delante y sonreí—. Eso si el juez está de buen humor.

Tenía pinta de ser de los que conspirarían para cometer un asesinato, así que me la había jugado. No protestó.

—¿Qué cojones quiere? —preguntó, apartándose de mí ligeramente.

—Un momento —dije, levantando un dedo y disponiéndome a seguir leyendo—, también tengo nueve meses por encubrimiento, aunque con un buen abogado podría quedarse en el abono de la prisión preventiva una vez que empiece el juicio, porque puede tardar un tiempo, ya sabe a qué me refiero.

Resoplé.

La ira pronto superó al miedo.

Cerré la libreta y me lo quedé mirando unos buenos veinte segundos. Él esperó, moviendo la mandíbula como si fuera a decir algo.

—Le ofrezco lo siguiente —proseguí, y volvió a cambiar de postura, ansioso por perderme de vista—: tiene una sola oportunidad para decirme dónde está Earl Walker antes de que llame a la policía y haga que lo detengan ahora mismo por todos estos cargos.

En realidad, no podía hacer que lo detuvieran, pero eso, con suerte, él no lo sabía.

La conmoción que sufrió fue tan palpable, tan visible, que tuve la sensación de haberlo atacado por el lado ciego con un gancho de izquierda. Era evidente que el hombre no esperaba que el nombre de Earl Walker saliera en la conversación. Sin embargo, no había reaccionado como si me creyera loca, sino preguntándose cómo era posible que yo lo supiera. Era muy fácil percibir el sentimiento de culpa, casi tanto como reconocer el color rojo en un gran charco amarillo.

—No tengo tiempo para estas tonterías —dijo, disponiéndose a apartarme a un lado para que lo dejara pasar.

Coloqué ambas manos en las jambas de la puerta para detenerlo.

Me miró fijamente, con incredulidad.

—¿Va en serio, guapa? ¿Crees que te conviene hacer eso? —Al ver que me encogía de hombros, lanzó un suspiro y dijo—: Earl Walker murió hace diez años. Compruébalo.

—De acuerdo, dos oportunidades, pero es mi última oferta. —Agité un dedo delante de él, a modo de advertencia. Eso le serviría de lección.

—Cariño, está muerto. Pregúntale a su hijo —insistió, con una sonrisita de suficiencia—. El chico lleva diez años en la cárcel por su asesinato. No hay nada que tú o la ley podáis hacer para cambiarlo.

—Mira, no he venido a crearte problemas. —Le mostré las palmas de las manos en un gesto de paz, amor y buena voluntad entre los hombres—. Ambos sabemos que está tan muerto como las cucarachas que cada noche corretean por el suelo de tu cocina. —Daba la impresión de que le hubieran pegado las cejas juntas—. Tú no tienes la culpa —proseguí, encogiéndome de hombros con desenfado—, no es necesario que tu nombre salga a la luz, solo dime dónde está y no volverás a verme jamás.

Iba a ir de cabeza al infierno por mentir porque tenía la firme intención de ver cómo aquel tipo se pudría en la cárcel.

Farley esbozó una sonrisa forzada mientras sacaba un cuchillo de caza que haría las delicias de Rambo y empezó a limpiarse las uñas con la punta de la hoja. Como si Rambo hubiera necesitado hacerse la manicura. La jugada obtuvo el efecto deseado. Lo primero que pensé fue lo que dolería cuando la hoja penetrara en mi vientre y se abriera paso sin esfuerzo entre el tejido muscular y esos ovarios con los que no tenía intención de reproducirme, pero en ese momento Farley miró a mis espaldas y se quedó inmóvil. Con la misma disposición de un hombre que ha olvidado tomarse su Viagra antes de la visita semanal de su prostituta favorita, devolvió la hoja a su funda.

Debía de haber visto a Garrett aparcado a lo lejos, aunque no tenía la más mínima intención de apartar mis ojos de él para comprobarlo. El hombre alargó una mano y cogió una chaqueta.

—No tengo nada más que decir.

—¿Porque eres un mentiroso de cojones? —pregunté.

La pregunta venía al caso porque esa escoria del Universo, Earl Walker, estaba vivo.

La ira se apoderó de él. Seguramente no le gustaba que nadie pusiera en entredicho sus cojones. Me eché a reír, pero como no era idiota, lo hice por dentro. Por fuera enarqué las cejas, esperando una respuesta.

—No, porque Earl Walker está muerto.

Asentí, dándole el beneficio de la duda.

—Puede ser. O puede que seas un mentiroso de cojones.

Cerró la mano libre en un puño hasta que los nudillos se volvieron blancos, pero su semblante no delató ninguna emoción. Bien mirado, el tipo era bueno. Seguramente jugaba bastante al póquer.

—Llego tarde.

A pesar de que le impedía el paso, se abrió camino con un empujón. Nuestros hombros entraron en contacto, en un acto desesperado de hombría mal entendida.

—¿A la reunión semanal de Mentirosos de Cojones Anónimos? —dije a voz en grito, viendo cómo se alejaba con paso airado en dirección a su camioneta.

Nada. Se subió al vehículo y cerró la puerta de golpe, pero llevaba la ventanilla bajada, así que volví a disparar al azar. Básicamente porque podía.

—¿Al club de bridge de los Mentirosos de Cojones?

Lanzó una mirada feroz al frente cuando el motor se puso en marcha.

—¿A la Cena y Ceremonia de Reconocimiento a los Mentirosos de Cojones? —Al ver que metía la marcha, grité—: ¡No olvides estirar el meñique cuando bebas!

Esas cenas eran un tostón.

En cuanto la camioneta se hubo alejado, me volví hacia Garrett. Había bajado de su vehículo y estaba apoyado contra este, con las piernas cruzadas a la altura de los tobillos. Por una vez me alegré de que estuviera allí, aunque no tenía ninguna intención de compartir aquello con él. Me subí a Misery y llamé a Cook.

—¿Sigues viva? —preguntó Cookie.

—Por poco. A este le gustaban los cuchillos grandes.

Oí un grito ahogado de asombro.

—¿Cómo los de Rambo?

—Exacto. —O a Cookie se le daba cada vez mejor o teníamos PES de verdad—. Y aunque no me daría ni la hora aunque mi vida dependiera de ello, había algo que ese tipo tenía muy claro.

—¿Que los cuchillos grandes dan miedo?

—Que Earl Walker está vivo.

Esta vez no oí nada al otro lado durante unos segundos.

—Vaya, me he quedado sin palabras. Es decir, Reyes dijo que estaba vivo, pero…

—Lo sé. Yo tampoco sé qué pensar.

—Entonces, la novia de Earl, la asistente dental, cambió la ficha dental para que los polis creyeran que se trataba de él —dijo, pensando en voz alta.

—Sí, y Earl escogió a alguien con la misma estructura facial y complexión, lo asesinó, lo metió en el maletero de su coche y le prendió fuego.

—Y se aseguró de que detuvieran a Reyes por su asesinato —dijo.

—Luego, una semana después de que Reyes fuera condenado, mató a su novia.

—Entonces, ¿el tal Farley Scanlon del cuchillo grande fue su cómplice?

—Eso no lo tengo tan claro —admití, introduciendo la llave en el contacto—, pero sabe más allá de toda duda que Earl Walker sigue vivo.

—Bueno, pues tenemos que encontrarlo. Tenemos que sacar a Reyes de la cárcel. Sacarlo de una vez por todas, quiero decir, no solo hasta que vuelvan a enchironarlo por haberse fugado.

—Estoy de acuerdo. Voy a parar a comer algo en una pequeña cafetería…

—Oh, con lo que te gustan las cafeterías de pueblo.

—Cierto. Estaré de vuelta en un par de horas.

—¿Sabes? Lo he estado pensando… —dijo, sin acabar de decidirse a terminar la frase.

—¿Sí?

Salí del camino de tierra de Farley. Al girar marcha atrás, poco me faltó para desmembrar a Garrett si este no hubiera subido a su camioneta de un salto. La mirada iracunda e indignada que vi a través del retrovisor me arrancó una sonrisa.

—Sí. ¿Por qué no te vuelves con Garrett y vamos mañana a buscar a Misery?

—¿Por qué iba a hacer algo así? —pregunté, desconcertada.

—Porque llevas catorce días sin dormir.

—Estoy bien, Cook, solo necesito un poco de café.

—De acuerdo, pero procura que no se aleje demasiado. Y mira que Rambo no vaya a por ti. Siempre van a por ti.

Intenté ofenderme, pero no me quedaban fuerzas.

—Vale.

—¿Cómo te ha ido con Kim?

—Estaba muy contenta cuando llegué —dije tras un largo y forzado suspiro—. Estoy convencida de que deseaba suicidarse cuando me fui.

—Tienes ese efecto en la gente.

Dejé el coche en el aparcamiento de una pequeña cafetería que contaba con dos clientes. Garrett aparcó en la otra punta, apagó las luces y esperó. Seguro que estaba hambriento, pero no tenía la menor intención de invitarlo a comer. Ya podía besarme el sexy y vigilado culo.

—Siéntate donde quieras, cariño —dijo una camarera con vaqueros y una blusa de estilo country al verme entrar.

Sonó una campanilla cuando cerré la puerta. La cafetería poseía ese encanto rural que adoraba, carente de comercialismo. Cacharros de cocina antiguos y aperos de labranza colgaban de las paredes y descansaban en viejos estantes de madera. Viejas cajas de lata de todo tipo completaban la decoración, desde cajas de galletas saladas a botes de aceite de máquina de coser, y la nostalgia trajo recuerdos de mi infancia. O lo habría hecho, de haber nacido en los años treinta.

Tal vez los míos no, pero sí desenterraron los de un hombre que había cruzado a través de mí cuando era niña. Había criado ovejas en Escocia y castrarlas supone una parte importante de dicha ocupación. Por desgracia, una vez que ves algo, no hay vuelta atrás.

Al cabo de pocos minutos, la campanilla volvió a sonar y un cazarrecompensas de gran estatura y cierta fijación por el porno con enanos entró por la puerta como si fuera el dueño del lugar.

—Hola, guapo —dijo la mujer, obligándome a esbozar una sonrisa burlona—. Siéntate donde te apetezca.

Garrett asintió, se dirigió hacia la mesa del rincón, en la otra punta de la cafetería, y se sentó de cara a mí.

—¿Qué te apetece, cariño? —me preguntó la camarera, con la libreta y el bolígrafo preparados.

—Mataría por una hamburguesa con queso y chile verde y un té helado.

—Pues que sea una hamburguesa verde y un té. ¿Con patatas?

—Y extra de ketchup.

—Yo tomaré lo mismo, pero con patatas de bolsa —dijo Garrett bien alto, para que se le oyera.

Seguramente no quería que me sirvieran primero y que acabara antes que él.

La camarera lo miró y se rio entre dientes.

—Sí que tiene hambre.

—No puedo llevarlo a ninguna parte —dije, sacudiendo la cabeza—. ¿Por qué no acudiste en mi rescate cuando el tipo del parque de caravanas me sacó un cuchillo? —le pregunté a Garrett cuando la camarera se alejó en busca de nuestros tés.

La blancura de su sonrisa destelló en la semipenumbra.

—Estoy siguiéndote y no puedes saber que estoy aquí. Si hubiera intervenido, me habrías descubierto.

La camarera vaciló un instante antes de dirigirse hacia mí con el té.

—En eso tiene razón —comenté con la mujer, quien me dirigió una sonrisa insegura. Era obvio que no sabía qué pensar—. Oye, ¿podrías hacer que saliera primero mi hamburguesa?

—Se te oye bastante bien desde aquí —dijo Garrett, oyéndolo bastante bien desde mi sitio.

—¡Chitón, chuparruedas! Esto es entre… —le eché un vistazo a la identificación de la camarera— Peggy y yo.

Garrett se encogió de hombros, a la defensiva.

—Habría acabado acudiendo en tu rescate.

—¿Ah, sí? ¿Cuándo? ¿Después de que me hubieran destripado y me muriera desangrada en una cuneta?

—Exacto —contestó, entrelazando las manos tras la nuca—. Es decir, no habría saltado a la cuneta para detener la hemorragia ni nada por el estilo, pero, sí. Habría pedido ayuda o algo por el estilo.

—Eres un verdadero santo, Swopes —dije, dedicándole mi mejor sonrisa.

—Mi madre también lo dice.

La idea de que Garrett tuviera una madre me dejó descolocada. Aunque solo unos doce segundos. Casi nunca retenía un pensamiento más de doce segundos. Maldito déficit de atención.

Permanecimos en silencio un buen rato, mientras realizaba unas cuantas anotaciones en la libreta. De vez en cuando miraba a Garrett de reojo para ver qué hacía. Era evidente que se tomaba su trabajo muy en serio, en vista de que todavía no me había quitado los ojos de encima. El olor de las hamburguesas y el chile verde sobre la parrilla me hizo salivar. Cuando Peggy nos las trajo, estaba a punto de ponerme a babear de manera incontrolable, aunque todavía no sé si por efecto del olor o de la falta de sueño.

—Bueno, y ¿por qué estamos aquí? —preguntó Garrett entre bocado y bocado.

El muy idiota le había soltado cinco dólares a Peggy para que le llevara su hamburguesa primero. Jamás hay que fiarse de un hombre con pene.

—El tipo por cuyo asesinato Reyes fue a la cárcel no está muerto —dije, echándole sal a la hamburguesa, aun sin haberla probado antes.

—¿Lo dices en serio?

Aquello también llamó la atención de Peggy, quien me miró de reojo mientras limpiaba la mesa de al lado.

—¿Podrías prepararme un café para llevar? —le pedí.

—Por supuesto.

Peggy se dirigió hacia la cafetera mientras yo le daba un mordisco a una de las mejores hamburguesas que había comido en toda mi vida. Eso o que estaba famélica. Era difícil saberlo.

—Y ¿pretendes encontrarlo? —preguntó Garrett con una irritante mezcla de burla y duda en la voz después de que Peggy se alejara.

—Gracias por el voto de confianza —dije, dándole un sorbo al té helado para que me ayudara a tragar la hamburguesa.

Sacudió la cabeza.

—Infundir confianza no es mi fuerte.

—¡No me digas! —exclamé, sorprendida.

—¿Te queda mucho?

—La madre del cordero, ¿ya has acabado?

Pero si apenas le había dado dos mordiscos a mi hamburguesa. Parpadeé, atónita.

—Sí. Es cosa de hombres.

—Eso no puede ser bueno para la digestión.

—Lo tendré en cuenta —dijo.

Una sonrisa burlona iluminó un rostro que podría haber calificado de seductor en el caso de que me atrajeran los hombres guapos con un don especial. Menos mal que no era así.

Diez minutos después, pagamos a la vez y echamos a andar en la misma dirección cuando dejamos la cafetería.

Fue entonces cuando lo vi. El corazón me dio un vuelco y me llevé las manos a la boca, conmocionada. Salí corriendo, dando un traspié tras otro.

—¡Misery! —grité, en un tono melodramático merecedor de un Oscar.

—La Virgen —murmuró Garrett, acercándose a nosotras, a Misery y a mí, mientras yo rodeaba el guardabarros con los brazos. Al menos así creía que se llamaba esa cosa que lleva a un lado—. Mira que te pones shakesperiana.

Alguien había pinchado los neumáticos de Misery. Los cuatro, y seguramente también el de recambio, sin compasión, sin piedad, sin vergüenza.

—¿Qué te apuestas a que te los han rajado con un cuchillo de caza de los grandes? —dijo Garrett, arrodillándose para estudiar aquel acto de vandalismo.

—No me cabe la menor duda. ¡Farley Scanlon es un mentiroso de cojones! —grité al aire, repentinamente envuelta en una atmósfera sombría.

Abrí el teléfono para llamar a la policía.

Viéndolo por el lado positivo, dos horas después Misery tenía unos neumáticos nuevecitos. Estaba preciosa. Puse una denuncia, en la que explicaba quién era y mi encuentro con Farley Scanlon, el mentiroso de cojones. Puede que no le gustara que pusieran sus cojones en entredicho, pero teniendo en cuenta que me había pinchado los neumáticos a traición, no entendía por qué se ofendía.

—¿Estás en condiciones de conducir?

Miré a Garrett con el ceño fruncido.

—¿Por qué la gente no deja de preguntarme lo mismo una y otra vez?

—¿Porque llevas dos semanas sin dormir?

—Supongo. Estoy bien, pero, en fin, no te alejes demasiado.

—Oído cocina.

Se acercó hasta su camioneta y esperó con el motor encendido a que pagara las nuevas ruedas de Misery, quien valía aquello y mucho más.