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Hora de hacer lo que me salga de las narices.

(Camiseta)

Conduje a Misery hacia el sur hasta que llegamos junto a un grupo de apartamentos ruinosos que se alzaban detrás de otro grupo de apartamentos ruinosos que a su vez se alzaban detrás de un grupo de apartamentos abandonados, los cuales hacían que los dos primeros parecieran el Ritz.

—La Casa del Juego de Charley —respondí al teléfono mientras aparcaba delante del peor edificio de todos.

—La primera mujer de Yost fue incinerada —dijo Cookie.

—¿Qué? —Apagué el motor—. Pero si murió en circunstancias sospechosas. ¿Y aun así le permitieron incinerarla?

—Por lo visto, sí. Mandó que la incineraran en la isla, antes de traérsela a Estados Unidos.

—¿Por qué esa gente no me lo preguntó primero?

—Por el momento no he encontrado nada con el alias. Sigo buscando.

—De acuerdo, dime algo. Y que sea pronto, porque las probabilidades de que salga viva de este barrio no son demasiado altas.

—Lo sabía. Tendría que haber ido contigo.

—¿Para morir juntas?

—Tienes razón. En fin, buena suerte.

Seguí con el teléfono pegado a la oreja incluso después de colgar. Un teléfono era la excusa perfecta para no reparar en la gente que no me quitaba ojo de camino al apartamento número tres. En realidad, no había ningún tres, pero se me daba bastante bien contar con los dedos hasta el diez.

Llamé a la puerta de un tal señor Virgil Gibbs y contestó un hombre delgado, encorvado por la edad y los excesos. Tenía el pelo oscuro y una barba canosa.

—Hola —lo saludé cuando por fin me miró, después de observar al grupito de hombres que me observaban a mí—. Me llamo Charlotte Davidson y soy detective priva…

—Será mejor que entre, guapa.

Se hizo a un lado, pero se mantuvo alerta en todo momento.

—De acuerdo.

De aquella no salía con vida. Aun así, entré. El tipo no parecía demasiado ágil, seguro que le ganaba si echaba a correr.

Dentro de lo malo, su apartamento no estaba tan mal: un par de botellas de cerveza vacías en una mesita auxiliar, un televisor del que asomaban unas antenas forradas con papel de aluminio, ningún cenicero a rebosar, cosa que me sorprendió, ni ropa interior por el sofá.

—¿Le apetece una cerveza? —preguntó, momento en que me fijé que le faltaban varios dientes.

—No, gracias.

El hombre fue a buscar una para él a la nevera.

—¿Cómo dijo que se llamaba?

—Charlotte Davidson. Soy detective priva…

—¿Davidson? —preguntó, arrancando el tapón de la botella y mirándome de reojo con sus ojos azules.

—Sí, soy dete…

—Bueno, pues si no le apetece una cerveza, ¿qué le apetece?

Si me dejara terminar una maldita frase, acabaríamos con aquello mucho antes.

—Un momento —dije, acercándome a la ventana—, ¿mi jeep está seguro ahí fuera?

—Cariño, podría dejar una copa de oro ahí fuera y nadie se atrevería a tocarla. Saben que con mis cosas no se juega.

—Pues parecía bastante preocupado por mí —repliqué.

Sonrió, mostrando su desastrosa colección de dientes.

—Usted no me pertenece, por desgracia, pero está en mi casa. Dejarán su jeep tranquilo siempre que se vaya de aquí antes de que anochezca. —Teniendo en cuenta que todavía faltaban varias horas para que aquello sucediera, era justo lo que pensaba hacer—. Entonces, ¿no quiere venderme nada?

—No, soy detective privado y estoy buscando a alguien que usted conoce.

—¿De verdad? —Había logrado despertar su interés, aunque en realidad diría que le había hecho gracia—. No tiene pinta de sabueso.

—Pues lo soy y ando buscando a… —Empecé a pasar las hojas de la libreta, dándole tiempo a reposar sus emociones. Necesitaba una lectura clara—… un tal señor Earl Walker.

Se quedó clavado, tanto mental como físicamente.

—Llega como unos diez años tarde, señorita, y en cualquier caso, no sería exactamente su tipo.

Lo sabía. Conocía el tipo de Earl y no era ni mujer, ni mayor de edad. Además, Virgil no mentía, el hombre estaba convencido de que Earl Walker había muerto. Mierda, tal vez tuviera razón.

Con dos menos en la lista, parecía que iba a tener que ir a Corona.

—Bueno, gracias por su tiempo, señor Gibbs.

—Ningún problema. Si lo encuentra, salúdelo de mi parte.

Se rio con la botella en los labios, inclinándola para echar otro trago.

—No se preocupe.

Me subí a Misery consciente de la cantidad de ojos que me observaban, incluidos los de Virgil. No era un monstruo como su amigo Earl, pero dudaba mucho que me diera por salir con él en un futuro cercano.

Llamé a Cook para informarla de adónde me dirigía.

—Hola, jefa.

—No hay nada que hacer.

—Vaya, ¿era guapo?

—No. ¿A qué viene esa pregunta?

—Bueno, si te insinuaste y te dijo que no…

—No me refería a eso, sino a que ya puedo tacharlo de la lista de Reyes.

—Ah, lástima. Y, ahora, ¿qué?

—Iba a ir a Corona, pero creo que primero me pasaré por casa de Kim Millar.

—¿La hermana de Reyes?

—La misma.

Reyes tenía una medio hermana con la que había crecido y a quien le profesaba un profundo cariño. Mientras que Reyes había recalado en el hogar de Earl Walker tras haber sido secuestrado y vendido a este, Kim había visto cómo su madre la entregaba a aquel hombre. Tenía solo dos años cuando la mujer, drogadicta, la depositó en la puerta de Earl Walker días antes de morir, creyendo que era el padre biológico de la niña. Prefería pensar que jamás lo hubiera hecho de haber sabido a qué tipo de monstruo la encomendaba. Walker no abusaba sexualmente de ella, como había temido en un principio, pero tampoco se había quedado atrás. La utilizaba para controlar a Reyes, la llevaba al borde de la inanición, para obtener lo que quería de él. Y aunque nunca habíamos hablado abiertamente de qué era lo que quería de Reyes, la insinuación de que sufría abusos sexuales era evidente.

—Iré a Corona después de hablar con ella —dije.

—Se hace tarde y son dos horas de camino hasta Corona.

—Sí, pero tengo que quitármelo de encima y, ya que no puedo hacer nada con el caso del médico sin más información, me dedicaré a esto.

Oí que toqueteaba los botones del fax y que luego revolvía una o dos hojas.

—¡La madre del cordero, estaba allí! —exclamó, al cabo de un instante.

—¿Qué? ¿Quién estaba allí? ¿El médico?

—Sí, acaba de llegar. Un recibo del Sand and Sun Hotel de las islas Caimán. Un tal señor Keith Jacoby se registró en el hotel el mismo día que encontraron muerta a Ingrid Yost. Pagó una noche en efectivo y no volvió nunca más.

—Dios mío, Cook, lo tenemos.

—Llama a esa agente del FBI.

—Vale, la llamo enseguida. Sigue indagando.

—Lo tienes. No hagas tonterías —me advirtió.

—Eso ha dolido.

—Lo dudo.

—Bueno, podría haberme dolido. ¿Tú qué sabes?

—Lo sé de sobra.

—Te llamaré cuando salga para Corona.

—De acuerdo, e infórmame de lo que te haya dicho la agente Carson. Y de cómo es la hermana de Reyes. Y ¿cuánto café has tomado?

—Mil setecientas tazas.

—No te duermas al volante.

Eché un vistazo al retrovisor para asegurarme de que mi espabilada sombra estaba haciendo su trabajo. Sí, lo llevaba pegadito a mi maldito culo. Cómo odiaba que me siguieran a todas partes. ¿Y si quería correr desnuda por un campo de trigo? ¿O contratar los servicios de un gigoló?

—Ese tipo no tiene intención de ir a ninguna parte.

Sobresaltada, me volví hacia Angel, quien había aparecido en el asiento del acompañante.

—Angel, joder. ¿De quién hablas?

Se encogió de hombros.

—Del médico ese al que me enviaste a vigilar. No hace más que llorar a su mujer como una nena. ¿Estás segura de que lo hizo él? Es que parece bastante apenado.

Mierda, el tipo era bueno.

—Claro que lo hizo él. Estaba atormentado por los remordimientos cuando vino a verme.

—Puede que se sintiera culpable por otra cosa, como defraudar a Hacienda.

—Tío, sé que tengo razón. El sentimiento de culpa por defraudar a Hacienda es muy distinto. Además, o mucho me equivoco, o también se cargó a su primera mujer.

—Vale, pero preferiría quedarme contigo.

—De acuerdo, aunque solo unos minutos. ¿No tienes ni una pista? ¿No ha hecho ninguna llamada sospechosa? ¿No ha ido al cobertizo? ¿O bajado al sótano? ¿O se ha encontrado con una mujer en un callejón y han follado como dos animales? Puede que tenga una aventura.

Me lanzó una mirada de pocos amigos.

—Me habría dado cuenta.

—Solo quería asegurarme.

Alargué un brazo en un gesto de «habla con mi mano» para bajarle los humos.

—Además, hay federales por todas partes. Podría follar como un animal si quisiera, pero tendría público.

—¿Le has echado un vistazo a la propiedad? Puede que haya tierra recién removida. O un jardín nuevo. Suele tener bastante tirón entre los asesinos en serie.

—Nada. El tipo está limpio. ¿Quién es ese que está siguiéndote?

—El tío Bob me ha puesto vigilancia.

Angel sonrió.

—Me gusta el tío Bob. Me recuerda a mi padre.

—¿En serio? Qué tierno.

—Sí, bueno, en realidad no, pero si hubiera conocido a mi padre, creo que sería como el tío Bob.

No pude por menos que sonreír.

—Estoy de acuerdo.

Proseguimos en silencio unos cuantos kilómetros hasta que Angel me lanzó un «nos vemos» y volvió a desaparecer.

Me detuve a tomar un café en un veinticuatro horas y luego continué hasta el complejo de apartamentos de Kim Millar. Al llegar allí, le enseñé mi identificación al guardia de la garita —y a continuación le ofrecí un billete de diez si impedía el acceso a la camioneta negra que me seguía— y aparqué cerca de la casa. No estaba segura de estar haciendo lo correcto. Para ser sinceros, era la curiosidad lo que suscitaba aquella visita antes que un trabajo de investigación propiamente dicho. ¿También creería ella que Earl Walker seguía vivo? ¿Sabría algo que Reyes ignoraba? Según Kim, Reyes y ella habían acordado que no volverían a ponerse en contacto. Por su propio bien, su nombre no aparecía en ningún documento judicial y, gracias a que no compartían el apellido, no le resultó difícil hacerse invisible al sistema, ante la insistencia de Reyes.

Por lo que sabía, Kim trabajaba desde casa como transcriptora médica. No tenía ni idea de en qué consistía aquello, pero sonaba bastante bien. En cualquier caso, la había visitado un par de veces y, después de ver la vida que llevaba, el inmaculado apartamento y su atuendo, pulcro aunque pasado de moda, empezaba a pensar que la pobre necesitaba salir un poco más. Era guapa, delgadita, con el pelo caoba y unos ojos de color verde grisáceo.

Me acerqué con paso tranquilo hasta la puerta de color turquesa. El complejo de casas trataba de imitar lo más fidedignamente posible el estilo pueblo, con paredes de adobe de acabados redondeados, azoteas y plantas escalonadas, vigas que atravesaban los techos y rotundos travesaños de madera que asomaban por la parte exterior de las paredes. No había dos puertas del mismo color, desde el azul, el rojo y el amarillo intenso hasta los tonos más cálidos del terracota y el ocre oscuro, típicos de aquellas latitudes.

La última vez que había ido a ver a Kim, Reyes no lo había encajado bien, aunque intenté que aquello no me influyera. Estaba encadenado. Y nunca lo sabría. Pese a todo, aún lo dudé unos instantes antes de llamar, aunque llamé. La puerta se abrió poco después y allí estaba Kim, con un lápiz en la mano. Di un respingo. No porque empuñara el lápiz como si fuera un cuchillo, igual que el que mi hermana había intentado clavarme una vez —un lápiz, no un cuchillo, aunque lo asían de manera similar—, sino porque si antes la creía frágil, ahora lo parecía diez veces más. Al instante me arrepentí de haber ido a verla.

Sus enormes ojos verdes se posaron en mí al tiempo que la ansiedad y la desesperación impregnaban el aire.

—Señorita Davidson —musitó, sorprendida.

Echó un vistazo a mi alrededor y sentí la esperanza que arrastraba cada mirada, cada parpadeo vacilante.

—No viene conmigo —dije—, lo siento.

—Pero lo ha visto.

Cerró los dedos con fuerza sobre el lápiz y me obligué a mantenerme firme. Esta vez fui yo quien miró a mi alrededor antes de volverme hacia ella y asentir con la cabeza de manera apenas perceptible. Kim abrió los ojos desmesuradamente, tiró de mí para que entrara y cerró de un portazo.

—Ya han estado aquí —dijo, cerrando las cortinas y acompañándome al diminuto salón.

—Supuse que vendrían.

Los alguaciles. Otra cosa no, pero a concienzudos no les ganaba nadie.

Se volvió hacia mí en cuanto hubo corrido la última cortina.

—¿Cree que podrían haber puesto micrófonos ocultos? —preguntó, sentándose a mi lado en el sofá.

A pesar de la fragilidad que parecía revestirla como una fina capa de cristal, tenía un brillo sano, un delicado rubor adornaba su piel de porcelana, incluso parecía animada.

Sonreí sin poder evitarlo.

—No lo sé, pero preferiría ser prudente.

—Ya vi en las noticias adónde fue cuando se fugó.

Dijo aquello como si no cupiera en sí de gozo.

—Sí —contesté, ahogando una risita—. ¿Cree que vendrá aquí?

—Por todos los cielos, no. Recuerde: contacto cero. Como si a estas alturas importara. Las autoridades lo saben todo sobre mí.

Durante un tiempo estuve preguntándome cómo era posible que los alguaciles hubieran dado con ella. No había nada que relacionara a Kim con Reyes. Sin embargo, hacía un par de semanas había ido a parar a una de esas páginas web de admiradoras de presos, donde se hacía alusión a la posible existencia de una hermana e imaginé que había sido allí donde habían encontrado su rastro. En cualquier caso, que hubiera sitios web dedicados a convictos me dejó pasmada, pero cuando descubrí que no había una, sino varias páginas consagradas al señor Reyes Alexander Farrow… Decir que me sorprendió sería el eufemismo del milenio. Era evidente que algunas personas necesitaban salir un poco más.

Aun así, era lo único que se me ocurría que explicara cómo era posible que la oficina del alguacil hubiera descubierto el parentesco entre Kim y Reyes. Tal como ya he dicho, concienzudos.

Me creí en el deber de avisar a Kim sobre la postura de Reyes en cuanto a la relación que se había establecido entre nosotras.

—Kim, la última vez que vine a verla, Reyes no se alegró precisamente.

—¿La… la amenazó? —preguntó, un tanto cohibida.

—Oh, no. Bueno, puede que un poquito.

En realidad me había amenazado con despedazarme si volvía a verla, pero no creía que lo hubiera dicho en serio.

Puso los ojos en blanco.

—No le hará nada. Ese, mucho ruido y pocas nueces.

Aquella audacia desconocida me dejó de una pieza. Kim parecía realmente animada y se mostraba muy abierta.

—La veo contenta.

—Lo estoy. —Bajó la vista hacia las manos, que descansaban en su regazo—. Ahora podrá ir a México o a Canadá. Podrá vivir. —Clavó sus ojos en los míos, llena de esperanza—. Por primera vez en su vida, podrá vivir. Un momento, tengo que darle algo. —Volvió a mirar a su alrededor y alargó la mano hacia el lápiz. Me preparé para lo que fuera, pero también fue a por un papel. Gracias a Dios. Anotó algo y luego me lo tendió—. ¿Le importaría darle esto a Reyes? Es el número de cuenta y la contraseña. Todo está ahí. Hasta el último centavo.

—¿El número de cuenta? —pregunté, mirando la ristra de números.

—El dinero es suyo. —Al ver que fruncía el ceño, desconcertada, añadió—: Bueno, es mío, pero me lo dio él. Yo vivo de los intereses; en realidad, de una parte muy pequeñita de estos. Es suyo. Todo. Con esto, podría vivir como un rey en México. —Reconsideró lo que acababa de decir—. No, con esto, podría vivir como un rey en cualquier parte del mundo.

Doblé el papel y me lo quedé en la mano.

—¿De dónde demonios ha salido? ¿Cómo…? —Sacudí la cabeza y comprendí que jamás lograría comprender cómo hacía Reyes las cosas que hacía, así que lo dejé correr—. Supongo que se trata de una cuenta corriente. —Asintió, con una enorme sonrisa—. ¿Cuánto hay?

Volvió la vista hacia el techo, pensativa, al tiempo que fruncía los labios.

—La última vez que lo miré, un poco más de cincuenta millones.

Me quedé helada.

Kim ahogó una risita.

Entré en un leve estado de shock.

Ella me dio unas palmaditas en el hombro y dijo algo sobre que la cuenta se encontraba en Suiza.

Noté que empezaba a marearme.

Ella agitó una mano delante de mí y me ofreció una bolsa de papel.

Sabía que a Reyes se le daban bien los ordenadores. Había conseguido entrar en la base de datos del Departamento de Educación Pública de Nuevo México y se había concedido el diploma de bachillerato para poder estudiar en línea desde la cárcel, y así sacarse un máster en Sistemas Informáticos. Además, cuando conocí a Amador y Bianca Sánchez, cómplices y encubridores de Reyes, me explicaron que les había ayudado a conseguir la casa, que había estado estudiando el mercado de valores y que les informaba del mejor momento para comprar y vender acciones. Pero ¿cincuenta millones de dólares?

Le devolví el papel y le cerré la mano.

—Kim, si hizo todo esto por usted, entonces el dinero es suyo. Lo conozco y no aceptará ni un solo centavo. Sin embargo, lo más importante de todo es que no debe confiarle esta información a nadie, ni siquiera a mí.

Intentó que volviera a aceptarlo.

—Usted es la única persona a quien se lo confiaría, la otra única persona en el mundo que él querría que se lo quedara en el caso de que me pasara algo.

Me metí el papel en el bolsillo, a regañadientes.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Nada —contestó, con una sonrisa tranquilizadora—. Es solo por si acaso. Ya sabe.

Fruncí el ceño, preocupada. No era que me mintiera, pero tampoco estaba diciéndome toda la verdad.

—Cariño, ¿ocurre algo?

Pestañeó, sorprendida.

—Nada en absoluto, ¿por qué?

Vale, no mentía.

—Por nada. Solo quería asegurarme. Parece que se pasa todo el día encerrada.

Kim paseó la vista por la estancia.

—Salgo, aunque seguramente no tanto como debería. Voy a dar un paseo por los jardines todos los días. Tenemos piscina.

Una parte de mí se sintió tentada de comentar cuántas piscinas podría tener con cincuenta millones de dólares en el banco, pero parecía que estaba bien allí. ¿Quién era yo para aconsejarle que se comprara una casa en una playa de Hawai?

Parecía sentirse tan bien, tan serena, que estuve a punto de no comentarle la razón de mi visita. Sin embargo, necesitaba saber su opinión. Todavía no estaba segura de si Reyes veía las cosas con claridad.

—¿Puedo hacerle una pregunta? —dije, atrayendo su atención.

—Por supuesto.

Su bello rostro había vuelto a recuperar la sonrisa.

Adelanté el cuerpo y me preparé para ver cómo reaccionaba.

—¿Cree que sería posible que Earl Walker siguiera vivo?

Conservó la sonrisa, que ni vaciló ni se alteró en lo más mínimo, pero la de los ojos, la prueba irrefutable de la sinceridad de cualquier sonrisa, se desvaneció. En ese momento, con la fuerza del estallido de un géiser desde sus entrañas, el pánico se adueñó de ella y me golpeó con todas sus fuerzas, aunque Kim permaneció sentada, completamente inmóvil, de piedra, atrapada por sus propios miedos.

Alargué una mano al instante y la posé sobre las suyas, inclinándome hacia delante.

—Kim, lo siento de veras. No pretendía asustarla.

Parpadeó, como un maniquí cuya expresión se hubiera exagerado con colores estridentes.

—No me ha asustado —mintió. La tensión se palpaba en el ambiente—. Lo que acaba de preguntar es del todo imposible.

Di marcha atrás a toda velocidad.

—Tiene razón —dije, sacudiendo la cabeza—. Siento haberlo sacado a colación. Solo pensaba que Reyes tal vez fuera inocente.

La sonrisa por fin titubeó.

—¿Inocente? ¿Eso le ha dicho?

—¡No! —mentí, adelantando el cuerpo de un salto—. No, él no me ha dicho nada. Solo… solo me preguntaba por qué se fugaría. Pensé que…

—Pero usted estaba con él cuando se fugó —me interrumpió, juntando las piezas—. Lo vi en las noticias. La secuestró en su propio coche.

—Sí, así es, pero… No me refería a eso. Él nunca dijo…

La fragilidad presente durante mis dos visitas anteriores y la tristeza aplastante renacieron en ella, y temí que sus huesos se desintegraran ante mis ojos.

Enderezó la espalda y se quedó mirando al vacío, a otro tiempo y lugar.

—Está vivo, ¿verdad?

—No, cari…

—Tendría que haber sabido que Reyes es capaz de hacer algo así. —Siguió mirando al frente, con los ojos vidriosos—. Por supuesto que es capaz. Siempre hace lo mismo.

Mis pensamientos saltaron de inmediato de «¿cómo salgo de esta?» a «¿podría repetir eso?».

—¿A qué se refiere, Kim? ¿Qué hizo?

Recuperó la sonrisa y se volvió hacia mí.

—Me dijo que lo había matado.

Mierda. ¿Qué demonios estaba pasando? ¿Estaba el maldito Earl Walker vivo o no?

—Y me mintió.

Unas lágrimas iridiscentes asomaron temblorosas al borde de las pestañas mientras Kim luchaba por llenar sus pulmones de aire.

—¿Por qué iba a mentirle en algo así? —pregunté, desconcertada.

Bajó la vista hacia la mano posada sobre las suyas, cerró los dedos a su alrededor y me miró como si me compadeciera por ser tan obtusa.

—Porque siempre hace lo mismo. Me protege. Se sacrifica por mí. Igual que siempre. ¿Sabe que hay fotos por todas partes?

—¿Fotos? —pregunté, intentando abrirme camino a través del pesar que destilaban sus palabras.

—Guardaba fotos —dijo, asintiendo de manera apenas perceptible—. Pruebas. Chantaje.

—¿Reyes?

—Earl. —Se estremeció visiblemente, asaltada por los recuerdos—. En las paredes.

Me incliné hacia ella, tratando de entender de qué estaba hablando.

—Corazón, ¿qué fotos?

Se levantó, caminó hasta la puerta y la abrió, invitándome a salir. A regañadientes, la seguí.

—Me pondré en contacto con usted en cuanto sepa algo —prometí.

Contuvo la respiración y supe que Kim estaba haciendo acopio de todas sus fuerzas para no derrumbarse. Lo mejor que podía hacer era irme. Y eso hice. Cerró la puerta detrás de mí, con delicadeza, mientras yo volvía junto a Misery. Y en ese momento comprendí todo lo que me había explicado hasta entonces sobre Reyes y ella. El modo en que Earl Walker la había utilizado para obtener lo que quería de Reyes. Había abusado de él en el peor de los sentidos. ¿Earl Walker había sacado fotos? ¿Acaso no se autoinculpaba de esa manera?

Entonces caí en la cuenta de qué había querido decir con que Reyes siempre la había protegido. En cierto modo había ido a la cárcel por ella. Era evidente que Kim necesitaba creer con todo su ser que Earl Walker estaba muerto y yo acababa de plantar la semilla de la duda.

Reyes iba a matarme.