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Vida de una monja: castidad, pobreza y obediencia. Un momento, ¿castidad?

(Pegatina de parachoques)

En cuanto aparqué junto al despacho, subí corriendo la escalera para contarle a Cookie algo increíble que acababa de oír por la radio. Entré por la puerta como una exhalación y derrapé delante de su mesa.

—¿Has oído lo del pene de Milton Berle?

Cookie abrió los ojos como platos y me hizo un gesto con la cabeza para que mirara detrás de mí. Me volví y vi que una joven monja se ponía en pie. Por lo visto, estaba esperándome.

Menudo bochorno.

Sonreí.

—Discúlpeme —dije, tendiéndole la mano. Llevaba una falda de color azul marino a conjunto con la toca, por debajo de la que asomaba el cabello castaño—. Soy Charlotte Davidson.

—Lo sé. —Envolvió mi mano entre las suyas con un brillo reverencial en la mirada, como si acabara de conocer a una estrella del rock. Eso o iba colocada—. He oído que era enorme.

—¿Perdón? —pregunté, desconcertada por la admiración que se reflejaba en sus ojos verdes.

—El pene de Milton Berle.

—Ah, ya. Es raro, ¿verdad? En fin, ¿en qué puedo ayudarla?

—Bueno… —Nos miró a una y a otra sucesivamente—. Al ver que no contestaba mis correos, al final he decidido venir a verla en persona.

Fruncí el ceño.

—¿Sus correos? ¿Nos conocemos?

—No, pero sé quién es usted —dijo, dejando escapar una risita—. Solo quería conocerla.

—¿Quién soy? —pregunté, recelosa.

Se inclinó hacia mí.

—El ángel de la muerte —me susurró, con una sonrisa de complicidad.

Salvo porque estuve a punto de caerme de culo, encajé sus palabras bastante bien. Miré de reojo a una Cookie estupefacta, demasiado concentrada en su pasmo para darse cuenta de que había tirado el café. Me aclaré la garganta y le indiqué la taza con un gesto. Por suerte, ya casi no quedaba café. Sacó un pañuelo de papel e intentó enmendar el pequeño desaguisado mientras yo acompañaba a la hermana a mi despacho.

—¿Le apetece un café? —pregunté, dirigiéndome hacia la cafetera. Hacía varios minutos que no me tomaba uno.

La mujer sacudió la cabeza.

—Bueno, bien sabe Dios que yo sí lo necesito —dije, mientras me servía.

—Es probable que lo sepa —comentó, y arrugué la nariz mentalmente al caer en la cuenta de lo que se me había escapado—. Me gustan sus cuadros.

Cookie también se sirvió una taza y se sentó junto a mi mesa mientras la monja hacía otro tanto frente a nosotras.

—Gracias. ¿Le importa que le pregunte cómo se llama?

—Por supuesto que no —dijo, con una nueva risita—, soy la hermana Mary Elizabeth, aunque usted me conoce por Mistress Marigold.

No había llegado a sentarme del todo cuando volví a mirarla. Por fin posé el culo en la silla.

—¿Usted es Mistress Marigold?

Me dirigió una sonrisa amable y asintió con la cabeza.

—No es como me esperaba —admití, tras un largo silencio.

Me había imaginado una mujer estilo nueva era, con collares de cuentas de colores, cartas del tarot y aceites aromáticos. Mistress Marigold era la mujer del sitio sobre ángeles y demonios, aunque, para ser sincera, incluso me sorprendía que supiera crear una página web.

—No me extraña; siento desilusionarla. No quiero que las demás sepan que la he encontrado. Al menos de momento —añadió, uniendo las palmas de las manos—. Quería estar segura de que era usted antes de decírselo.

—¿A quién? —pregunté.

Aquello empezaba a ponerse feo. Solo había un puñado de personas en todo el planeta que supiera qué era.

—A las Hermanas de la Cruz Inmaculada. Estamos justo al final de la calle.

—Ah, sí. —Me la quedé mirando fijamente, aunque a ella no pareció importarle—. Mire, no es que no crea en el Gran Kahuna, es solo que, ¿cómo demonios sabe lo que soy?

—Bueno…

—¿Y cómo me ha encontrado?

—Ah…

—¿Y cómo sabe lo del hijo de Satán? —pregunté, recordando que cuando Garrett le había enviado un correo haciéndose pasar por el ángel de la muerte, ella le había contestado: «Si tú eres el ángel de la muerte, yo soy el hijo de Satán».

Cookie asintió con la cabeza mientras sorbía su café con los ojos como platos, muerta de curiosidad.

La mujer sonrió beatíficamente, esperando a que acabara de acribillarla a preguntas, y luego volvió a comenzar.

—Muy bien, veamos, antes de que sigamos con esto, puede que le interese saber un par de cosas sobre mí.

—Bueno, está bien.

Me recosté en el respaldo de la silla y tomé otro trago de café.

Ella se sentaba con la espalda recta, las rodillas juntas y las manos entrelazadas sobre el regazo.

—Oigo a los ángeles.

Parpadeé, esperando a ver cómo acababa el chiste, hasta que comprendí que la cosa iba a quedar ahí.

—¿Y? —la animé a proseguir.

—Ah, bueno, podría decirse que ya está: oigo a los ángeles.

—Claro, claro, eso lo explica todo.

Dejó escapar un largo suspiro de alivio.

—Gracias a Dios, me preocupaba que…

—¿En serio?

—¿Disculpe?

—Eso no explica absolutamente nada. —Dejé la taza en la mesa y me incliné hacia delante—. Estaba siendo sarcástica.

—Ah, ya entiendo. —Frunció el ceño y sacudió la cabeza—. A veces me cuesta captar la ironía.

—Veamos, esa página web, esa de «Cómo detectar demonios», ¿es suya?

Asintió con la cabeza y esbozó una sonrisa sincera.

—No es pecado, en sentido estricto.

—¿De verdad es usted Mistress Marigold?

Asintió de nuevo. Creo que estaba dándome tiempo para asimilarlo. Un tiempo que, por lo visto, yo necesitaba.

—De acuerdo, vayamos poco a poco.

Asentimiento.

—Cookie le envía un correo, pero usted sabe que no es ella. Luego le escribe Garrett diciendo que es el ángel de la muerte y usted sabe que no es él. Luego, y permítame que aclare este punto —dije, levantando un dedo—, Cookie vuelve a enviarle un correo con el nombre falso que me ha elegido, le dice que soy el ángel de la muerte y usted sabe que se trata de mí. —Asentimiento—. ¿Cómo…? ¿Qué…?

Se apiadó de mí y por fin se decidió a hablar.

—Fue por el nombre que eligió. —Miró a Cookie, quien estaba tan atónita como yo—. Jason Voorhees.

Puse los ojos en blanco.

—Te dije que no escogieras al tipo de Viernes 13.

—Era ese o Michael Myers —contestó, a la defensiva.

—No, era yo quien quería el del tipo de Halloween. Tú primero querías que me llamara Freddy Krueger. —Miré a la hermana Mary Elizabeth—. ¿Se lo puede creer? ¿Freddy? ¿Ha visto el cutis que tiene?

—Hubiera dado lo mismo —aseguró la hermana, sacudiendo la cabeza—. Los ángeles sabían el nombre que elegiría siglos antes de que ella se decidiera por uno. Es el nombre que dijeron que utilizaría.

—Los ángeles. Pues sí que hablan con usted.

Se le escapó una pequeña risotada y se tapó la boca con las manos de inmediato, un tanto avergonzada.

—Discúlpenme, a veces pierdo las formas.

—No se preocupe.

—En realidad, los ángeles no hablan conmigo. Ni siquiera estoy segura de que sepan que puedo oírlos. —Al ver que enarcaba las cejas un tanto desconcertada, añadió—: Lo que hago se acercaría más a escuchar a escondidas.

—¿A los ángeles? —pregunté.

—Los oigo desde siempre, desde que tengo uso de razón.

—Vaya, eso es muy interesante. ¿Sabe?, a mi amiga Pari le ocurrió algo por el estilo durante los minutos en que la declararon clínicamente muerta. En el camino de vuelta a la Tierra, oyó hablar a unos ángeles.

Mary Elizabeth rio con timidez.

—A veces ocurre. Es lo mismo, aunque yo los oigo a todas horas. —Se inclinó hacia delante, como si fuera a confiarnos un secreto—. A veces es un poco molesto. Son unas cotorras.

—Sí, me hago cargo —dije, con una sonrisa—. Así que sabía qué nombre usaría, pero ¿cómo me encontró a partir de ahí?

—Pues… tengo contactos.

Se incorporó y apoyó la espalda contra el respaldo de la silla, cohibida, como si la hubieran sorprendido con las manos en la masa.

—¿Tal vez esos contactos son… ilegales?

Ahogó un grito.

—¡No! Bueno, de acuerdo, no estoy del todo segura. Conozco a un chico que conoce a un chico.

Si aquello lo hubiera dicho otra persona…

—Entonces, él…

—Rastreó su dirección IP.

—Vaya. —Me dejó impresionada—. ¿Y creó usted esa página con la base de datos de ángeles y demonios?

Asintió.

—¿Y oyó hablar a los ángeles sobre el nombre falso de Charley? —preguntó Cookie.

—Sí, oigo todo tipo de cosas. Ni se imaginan lo que ocurrirá la semana que viene si no se hace algo. —Puso los ojos en blanco—. Que no se hará. Nunca se hace nada. Ya nadie escucha.

—Es usted profeta —dije, sin salir de mi asombro.

—Ay, calle, calle. —Rechazó la idea con un gesto de la mano—. En realidad, no. Al menos no como se entiende tradicionalmente, es decir, yo no profetizo, solo escucho a quienes lo hacen. Si uno lo piensa, es como hacer trampas.

No pude por menos que echarme a reír.

—Soy incapaz de salir de mi asombro.

—Yo también —admitió Cookie—. Entiéndame bien, es que no se parece en nada a cómo la imaginábamos.

—Sí, suelen decírmelo. Pero las hermanas quieren saberlo todo sobre usted. Ah, y sobre Reyes, claro está.

Ay, ay, ay.

—Esto, ¿cuánto sabe sobre Reyes?

—Bueno, déjeme pensar. Es el hijo de Satán, nacido en la Tierra para estar con usted, el ángel de la muerte, aunque a las hermanas no les gusta esa etiqueta. Creen que no le hace justicia. En cualquier caso, su verdadero nombre es Rey’aziel, que significa «el hermoso». También es un portal, como usted. ¡Ah! —De nuevo, se inclinó impetuosamente hacia nosotras—. Y siendo como es de poderoso, podría provocar el Apocalipsis.

—Está usted muy informada.

—Sí, como ya he dicho, bla, bla, bla. —Abrió y cerró la mano varias veces, imitando a alguien que habla sin parar. Qué graciosa—. ¿Así que sabe que puede destruir el mundo? —preguntó.

—Sí, eso me han dicho.

—Pero… No lo entiendo. —Frunció el ceño—. Usted le salvó la vida cuando los demonios iban a matarlo y aun así él estaba dispuesto a quitársela. Luego usted lo encadenó a este plano, lo encerró en él.

—Sí, fui yo, ¿verdad?

Tras echar mano a mi foco interno para derrotar a los demonios que habían estado torturando a Reyes —por lo visto los demonios son alérgicos a él—, Reyes decidió quitarse la vida para ser menos vulnerable. Lo detuve y luego lo encadené a su cuerpo físico. Sin embargo, el hecho de que la hermana Mary Elizabeth supiera lo que había hecho, que lo supiera todo sobre mí o Reyes, era un poquitín inquietante.

—Es decir, las razones son evidentes —prosiguió—, pero me sorprende ligeramente que le salvara la vida sabiendo lo que sabe.

—¿Qué razones?

—Ustedes dos. Rey’aziel y usted. Son como dos imanes, literalmente. —Levantó un dedo de cada mano a modo de demostración—. Se arrastran el uno hacia el otro con solo desearlo.

—Ah, se refiere a eso.

—Es decir, era evidente. No puede decirse que no supiera lo que usted acabaría haciendo. Es solo que, si los demonios le hubieran echado el guante…

—Sí, eso he oído. La cosa se habría puesto fea —dije, intentando ignorar el hormigueo que sentía en el estómago.

—Muy fea, pero no se apure, le enviarán un guardián tras un período de gran sufrimiento para usted.

—¿Sufrimiento?

—Sí —dijo, asintiendo con la cabeza.

—La verdad es que sufrir no me va demasiado. ¿Lo pasaré mal?

—Suele ocurrir cuando se sufre, sobre todo si lo profetizan los ángeles.

—Eso no suena demasiado bien. Así que, ¿van a enviarme un guardián? Pero si yo creía que ese era Reyes.

La hermana lanzó un resoplido.

—¿Rey’aziel? ¿Su guardián?

—Sí —contesté, un tanto desconcertada—. Siempre ha estado a mi lado cuando lo he necesitado. Vela por mí y me ha salvado la vida en varias ocasiones.

—Bueno, es cierto, pero no es su guardián. Es… Creo que no se da cuenta de la situación.

—¿Qué situación? —pregunté, recelosa.

—Él es, en fin, es muy poderoso.

—Sí, eso también lo he oído.

—Y es… No sé cómo decirlo.

—Hermana Mary Elizabeth, si es eso lo que le preocupa, creo que hay muy pocas cosas que pudiera decir que me ofendieran.

—Ah, bien, entonces lo diré sin más: él es su talón de Aquiles.

—¿Mi qué?

—Ya sabe, su kriptonita.

—¿Está diciendo que Reyes es mi punto débil? —pregunté, más confusa que ofendida.

—Exacto. Está enamorada de él y es incapaz de tomar una decisión acertada cuando lo tiene cerca.

—En eso tiene razón —intervino Cookie, coincidiendo con ella.

—Venga ya, por favor. Tomo decisiones acertadas a todas horas, con los ojos cerrados… y con las manos atadas a la espalda.

—Exacto —dijo la hermana, con una sonrisa triste—, lo que suele ocurrir cuando lo tiene cerca.

El hecho de que supiera aquello me hizo sentir curiosamente incómoda.

—Bueno, ¿y quién es él? El guardián.

Di un largo sorbo de café. Tendría que armarme de todo el valor posible si se avecinaba un período de gran sufrimiento para mí. Sufrir, ya fuera poco o mucho, solía restarme valor.

—No sé cómo se llama, pero sí sé que traerá el equilibrio. Ah, y todavía no ha muerto.

—Vale. —Me recosté hacia atrás, pensativa—. De modo que será un difunto.

—Sí. —Consultó la hora en su reloj de pulsera—. Morirá de aquí a dos días, once horas y veintisiete minutos.

—Vaya, eso es ser específico. No me lo cargaré yo, ¿verdad? —Solté una risita nerviosa. Cargarme a mi propio ángel de la guardia no me gustaría nada. Podría tomárselo como algo personal.

—Claro que no —contestó, riendo igual que yo—. No directamente.

—Bueno, bien. —Volví a tomar un sorbo de café antes de asimilar sus palabras—. Un momento, ¿eso qué significa?

—¿El qué?

—«No directamente».

—Mmm… —murmuró, mirando al techo, pensativa—, no acabo de estar del todo segura. Solo sé lo que acabo de contarle. Además, todavía no he tomado mi té y a veces se me escapan cosas.

—La madre del cordero. —Bajé los pies al suelo y me incorporé—. ¿Voy a ser indirectamente responsable de la muerte de alguien?

—Sí.

—Vaya, pues menuda mierda.

—Sí, desde luego.

—¿Podría preguntarles quién es?

—¿Quién es quién?

—Ese guardián al que voy a cargarme indirectamente.

—Ah, claro. —Se rio con beatitud—. Pero ¿a quién?

Llegué a la conclusión que haber hecho voto de castidad había sido lo mejor.

—A los ángeles.

—Ah, vale. No.

—¿Por qué no? —pregunté, un tanto irritada.

—Ya se lo he dicho. No hablo con los ángeles, solo los oigo. —Se volvió hacia Cookie—. ¿Sigue sin dormir?

Cookie asintió con la cabeza.

—¿Cómo sabe…? —me interrumpí—. ¿Los ángeles? ¿De verdad? ¿Cotillean hasta de eso?

—Ni se lo imagina.

Acompañé a la hermana Mary Elizabeth hasta la puerta y luego volví junto a Cookie.

—¿Soy yo o esto ha sido muy raro?

—Ambas cosas. —Me miró con recelo—. Así que vas a darle el pasaporte a alguien.

—No directamente —contesté, a la defensiva—. Es decir, a saber cuánta gente habré matado de manera indirecta. Y tú también, ya puestos.

—¿Yo? —exclamó, escandalizada—. Vale, voy a investigar si un hombre llamado Keith Jacoby estuvo en las islas Caimán por las fechas en que murió la primera mujer del médico.

—Perfecto. Yo voy a ponerme con el caso de Reyes, a ver si consigo averiguar algo sobre los nombres que me dio.

—¿Te lo puedes creer? Es alucinante. —Cookie tomó asiento detrás de su mesa—. Eso de que oye a los ángeles.

¿En serio aquello era lo más importante de todo lo que había dicho?

—¿Oíste lo del período-de-gran-sufrimiento?

Su expresión se suavizó.

—¿Te importaría asegurarte de que yo no estuviera cerca?

—Ni lo sueñes —contesté, regresando a mi despacho mientras iba diciéndole que no con la mano—. Si yo sufro, entonces también lo hará todo aquel que se encuentre a quince kilómetros a la redonda.

Hizo un mohín.

—¿Qué ha pasado con aquello de hacer las cosas por el bien del equipo?

—Nunca me ha gustado trabajar en grupo.

—¿Y lo de sacrificarse por un bien mayor?

—Ni el sacrificio humano.

—¿Sufrir en silencio?

Me detuve y me volví hacia ella, lanzándole una mirada acusadora con los ojos entrecerrados.

—Si tengo que sufrir, me dedicaré a gritar tu nombre hasta desgañitarme. Mira lo que te digo, me oirán hasta en Jersey.

—No sé por qué, pero hoy estás de muy mal humor.

Quince minutos después, aporreé el cacharro ese que servía para comunicarme con Cookie y que había encima de la mesa.

—¿Recuerdas la asistente dental del juicio de Reyes? ¿La que dijo que Earl Walker temía a Reyes y que resultó que trabajaba en el mismo consultorio que identificó a Earl gracias a su ficha dental?

—Sí, la recuerdo. Sarah no sé qué —dijo.

—Sarah Hadley. Pues adivina dónde está ahora Sarah Hadley.

—¿En Jamaica?

—¿Por qué iba a estar en Jamaica?

—Has dicho que lo adivinara.

—Escucha…

—Sabes que te oigo sin necesidad del dichoso intercomunicador, ¿verdad?

Cookie y yo nos inclinamos hacia delante y nos miramos a través del vano de la puerta.

—Es que así es más divertido —dije—, más a lo Star Trek.

—¿Más incómodo? —apuntó. Al ver que apretaba los labios y me quedaba callada, se dio por vencida—. Vale, ¿dónde está ahora?

—Muy bien, échale un vistazo a esto. —Le enseñé el artículo—. «La casera de Sarah Hadley encontró su cadáver el lunes por la mañana al entrar en el apartamento para transmitirle las quejas de los vecinos por tener el volumen del televisor demasiado alto».

Volví a mirarla.

—No puede ser —dijo, inclinándose hacia delante una vez más.

—Puede.

—¿Este lunes?

—No, ahí está la cosa. El juicio de Reyes acabó un jueves de hace diez años, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

—Encontraron el cadáver al lunes siguiente de que acabara el juicio.

—La mató Walker. Prefirió no dejar ningún cabo suelto.

—Eso parece. Pero la cosa no acaba ahí, a Walker le fue de un pelo que no diera con sus huesos en la cárcel por estafar a señoras mayores. Se enfrentaba a una condena de quince años.

—Vaya, pues le vino muy bien que lo asesinaran.

—Como unos quince minutos antes de que su caso fuera a juicio.

—Menuda suerte.

—Sí. O menudo apaño.

—Así que Sarah Hadley da el cambiazo a la ficha dental para así poder demostrar que el hombre que Earl Walker escogió para que ocupara su lugar en la otra vida era Earl Walker…

—¿Qué? No te oigo. —Agité la mano, me señalé la oreja y luego el intercomunicador—. Tienes que hablarle al aparato.

Inspiró hondo y apretó el botón.

—… luego Sarah declara contra Reyes en el juicio y el bueno de Earl se lo paga…

—Golpeándola con un sujetalibros hasta matarla.

—Creo que Earl tiene problemas.

—Y unos tropecientos años de cárcel pendientes. —Me levanté de un salto, entré en el despacho de Cookie para recoger mi abrigo, pues allí lo había dejado, volví a entrar en mi oficina y pulsé el botón del intercomunicador una vez más—. Vale, tengo varias direcciones para los nombres que me dio Reyes. Voy a salir. Con un poco de suerte, espero no matar a nadie.

—Todavía quedan unos cuantos días para que eso ocurra. No te preocupes.

—Cierto, y gracias a Dios uno de los hombres de la lista ya está muerto, así que no hay peligro de que pueda cargármelo.

—¿Y los demás?

—Uno vive aquí, en Albuquerque, y el otro en Corona.

—¿En la cervecera?

—Por desgracia, no. En la ciudad.

—¿Hay una ciudad que se llama Corona?

—Ya, ¿no? ¿Quién lo hubiera dicho? Primero iré a ver al tipo de aquí. Deséame suerte.

—¡Espera! —dijo, al pasar por su lado.

Me volví hacia ella, pero siguió con el dedo en el botón y me miró con impaciencia.

Vale, de acuerdo, había empezado yo. Volví a entrar en mi despacho y apreté el botón del intercomunicador.

—Entonces, según tú ¿parezco una magdalena?