12
Nada fastidia más en medio de una discusión que ese momento en que comprendes que estás equivocado.
(Camiseta)
Aparqué a Misery en una calle lateral, a media manzana del manicomio abandonado, corrí agachada hasta el contenedor más cercano y me lancé detrás de unos arbustos para ponerme a cubierto. Luego empecé a agitar los brazos como si estuviera poseída y escupí en el suelo varias veces tras averiguar que los arbustos estaban cubiertos de telarañas. Qué repelús. Un escalofrío me recorrió la espalda. Recobré la compostura, invoqué mi chi Misión: Imposible y escalé una valla de tela metálica hasta lo alto de un cobertizo ruinoso. Una vez allí, me hice un ovilló y empecé a gimotear. Con o sin chi, escalar vallas era una mierda, básicamente porque acababa doliéndome todo.
Abrí mis dedos palpitantes como pude y eché un vistazo a mi alrededor. Ni un solo rottweiler a la vista, así que bajé de un salto y me dirigí hacia la ventana del sótano que utilizaba para entrar a hurtadillas en el psiquiátrico. Descorrí el pestillo que había manipulado para poder abrirla y la empujé hacia arriba. Por lo general, la ventana cedía y yo me dejaba caer en el sótano efectuando una especie de voltereta, algo parecido a lo que te enseñaban en aquellos documentales sobre qué hacer en caso de ataque nuclear, aunque menos angustiada porque la contaminación radiactiva pudiera acabar dejándome calva. Sin embargo, la ventana estaba atrancada. Insistí con mayor ahínco y acabó cediendo, como medio segundo antes de que volviera a cerrarse de golpe. ¿Qué cojones pasaba?
Antes de que pudiera volver a intentarlo, Rocket apareció al otro lado del cristal, con la nariz pegada a este, como un niño gigantesco jugando a una versión espeluznante del cucú-tras. Sonrió.
—¡Señorita Charlotte! —gritó, como si estuviera a kilómetros de allí.
—Rocket —susurré, llevándome un dedo a los labios—, chist… —Miré a mi alrededor, esperando oír en cualquier momento las pisadas de un rottweiler. No sabía si los perros podían oír a los muertos, pero decidí que no era el mejor momento para ponerme a averiguarlo—. Rocket, déjame entrar.
Ahogó una risita.
—Señorita Charlotte, ¡puedo verte a través del cristal! —gritó aún más fuerte, señalándolo una y otra vez, por si no lo había visto—. ¿Me oyes?
Santa Madonna Ciccone. Me tumbé en el suelo boca abajo y abrí la ventana un resquicio.
—Rocket, tienes que dejarme entrar —dije, a través de la rendija.
—No puedes. Tengo compañía.
—¿Compañía? ¿En serio? —Rocket había muerto en los cincuenta. ¿Cuánta gente podía conocer?—. Aquí fuera hay unos perros enormes y tengo que darte unos nombres.
Se le iluminó la cara, en plan literal. Fue raro. Abrió la ventana un poco más y asomó la nariz y la boca por el resquicio.
—¿Nombres? —susurró.
—Sí, nombres de personas. Necesitaría saber si han fallecido o no.
Podía perderlo en cualquier momento, retener la atención de Rocket durante más de unos segundos era como ganar la lotería, sin el premio monetario.
Apretó la cara contra el marco de la ventana hasta que lo oí crujir y empezó a poner cara de pez.
—Hoooooola, señorita Charlotte.
Respiré hondo, tratando de no perder la calma.
—Rocket, ¿dónde están Tarta de Fresa y Blue?
Blue Bell era su hermana, fallecida en los años treinta a causa de la neumonía del polvo, tan típica de aquella época. No la conocía. Por lo visto, la niña no quería saber nada del ángel de la muerte. Tarta de Fresa era la difunta hermanita de un policía local que trabajaba con mi tío. Un verdadero grano en el culo.
—Se esconden de ti —contestó, sin dejar de hacer muecas.
—Vaya, genial, ¿ahora van a evitarme las dos?
Sentí que me asaltaba cierto resquemor hasta que recordé lo poco que me gustaban los niños, así que, en realidad, salía ganando. No me quedó más remedio, tenía que darle varios nombres, y aunque era bastante probable que Rocket empezara a recorrer el manicomio sin mirar atrás y no volviera a verlo, en cualquier caso aquello era preferible a que me arrancaran una pierna de una dentellada.
—Teresa Dean Yost.
Se apartó de la ventana y se quedó inmóvil mientras repasaba su registro mental con un temblor de párpados hasta que, así sin más, abrió los ojos y me miró.
—No. No le ha llegado la hora.
Sus palabras me dejaron muda de asombro. ¿En serio? ¿Seguía viva? ¿Pero qué…? Estaba segura de que Doc Holliday la había matado. Dos millones de pavos eran muchos pavos. Sin embargo, seguía viva, así que todavía estaba a tiempo de encontrarla.
—Rocket, te quiero.
Se echó a reír y cerró la ventana de golpe.
—Rocket, espera.
Todos mis intentos por abrirla resultaron inútiles; el tipo estaba hecho de acero puro. Las piedrecitas del suelo se me clavaban en las costillas y los codos, así que tendría que volver a casa y cambiarme antes de seguir investigando. Tras un último y hercúleo esfuerzo, la ventana cedió por fin, aunque apenas unos milímetros.
—Solo un nombre más, cariño —susurré a través del resquicio.
—¿Y la palabra mágica?
—¿Por favor? —aventuré, después de soltar un hondo suspiro.
—¿Por favor es la palabra mágica? Creía que era abracadabra.
—Ah, sí, disculpa. Vale, ¿preparado?
Asintió, con un brillo animado en la mirada.
Este iba a ser un poco más peliagudo ya que Earl Walker utilizaba varios alias. Además, ¿quién aseguraba que aquel fuera su nombre real? Con todo y con eso, valía la pena intentarlo.
—Earl James Walker.
—Muerto —contestó de inmediato, sin inmutarse.
Volví a quedarme atónita.
—Un momento, ¿estás seguro?
Rocket cerró la ventana y corrió el pestillo con una sonrisita traviesa.
—Rocket, maldita sea. —Tiré con todas mis fuerzas, quitando el pestillo cada vez que él volvía a ponerlo—. ¡Rocket! —bramé. Por fin dejó de reír lo suficiente para mirarme—. Earl James Walker —insistí, con la esperanza de que pudiera oírme a través del cristal—. ¿Estás seguro de que está muerto?
La abrió lo justo para que pasara el sonido, negándose a dejar de jugar, y se encogió de hombros.
—La mayoría lo están.
—¿La mayoría de qué? ¿De Earl James Walker?
—Sí, señor. —Se puso a contar con los dedos—. Siete muertos desde las tormentas negras. ¿Quién sabe cuántos más antes de aquello?
No tenía ni idea de qué eran las tormentas negras, pero Rocket había vivido durante el Dust Bowl, las tormentas de polvo que habían asolado medio país en los años treinta. Tal vez se refería a eso.
—Pero ¿hay alguno vivo?
Volvió a contar.
—Dos.
Vaya, eso significaba que Reyes no estaba loco. Quedaba claro que los Walker no eran un clan demasiado imaginativo si llamaban Earl James a todos sus hijos.
—¿Podrías decirme dónde están? —pregunté, conociendo la respuesta de antemano.
—No dónde, solo si están vivos o muertos. Es lo único que sé.
Bueno, mierda, aquello no me ayudaba mucho. Tal vez si le explicaba algo sobre aquel Earl Walker en concreto, podríamos refinar la búsqueda un poco más.
—Rocket, déjame entrar.
—¿Por qué? —preguntó, como si le hubiera pedido lo más extraño del mundo.
—Porque tengo que hablar contigo y no quiero que me devore un maldito rottweiler.
Una sonrisa maliciosa adornó su rostro.
—¿Como ese?
Señaló detrás de mí justo en el momento en que una enorme gota de saliva se estrellaba contra la manga de mi chaqueta. Entonces lo oí respirar, sentí un soplo de aliento cálido en la mejilla e intenté no mojar los pantalones.
La adrenalina empezó a correr por mis venas de inmediato, cosa que dificultaba bastante que lograra quedarme quietecita, aunque quietecita me quedé. Si echaba a correr, solo conseguiría alegrarle el día. Metí una mano en el bolsillo de la chaqueta como si estuviera desactivando una bomba y extraje una tira de cuero con forma de hueso. No había acabado de sacar la mano del bolsillo cuando unas mandíbulas se cerraron sobre la tira y algo pesado me apisonó lanzando un ladrido, cosa que seguramente me costó varias costillas.
Lancé un gruñido de protesta y miré a un lado cuando el rottweiler se estiró junto a mí y empezó a roer, menos mal, el hueso. Me empujó con el hocico, como si me animara a arrebatárselo. Y me robó el corazón.
—Pero qué cosa más bonita —dije, y él, perdón, ella, rodó sobre sí misma, con el hueso bien afianzado entre los dientes y meneando la pequeña cola con suficiente energía como para provocar un huracán en China. Le rasqué la barriga—. Eres una muñequita, sí, sí que lo eres. —Me dio unos golpecitos en las manos con el hocico y le miré el collar—. ¿Artemis? ¿Te llamas Artemis? —Pensando que me vendría bien para mi nueva profesión, estuvimos luchando un rato—. ¿Eres una diosa? Pareces una diosa. Qué nombre tan bonito para una perrita tan… —Dejé de hablarle como a un niño pequeño y me quedé helada cuando un par de botas gigantescas aparecieron ante mis ojos.
Levanté la vista poco a poco por unas piernas cubiertas con zahones, una hebilla con forma de calavera y una camiseta con un chaleco por encima en el que se leía: CÁRGATELOS A TODOS, YA SABRÁ DIOS QUÉ HACER CON ELLOS. Paseé la mirada por una cara sin afeitar, unas gafas de sol estrechas y un pelo tan oscuro que no reflejaba la luz del sol, sino que la absorbía.
—Tienes suerte de conservar la yugular intacta —dijo, con una voz profunda de efecto tranquilizador, a pesar del mensaje que acababa de transmitir—. Artemis no es demasiado amiga de la gente.
Cubierta de tierra hasta las cejas, me incorporé ligeramente hasta quedar medio sentada, con los brazos apoyados en el suelo unos centímetros por detrás de mí, y alcé la vista.
—Es un encanto.
En ese momento aparecieron otros dos hombres, con el mismo aspecto descuidado que el primero. Uno era joven y parecía un príncipe griego, y el otro tenía más pinta de mafioso italiano que de motero.
El que había hablado se volvió hacia ellos.
—Dice que Artemis es un encanto.
El príncipe se encogió de hombros.
—Es que lo es. —Recibió un puñetazo en el hombro que casi lo descoyunta y se lo frotó con un gruñido—. Lo es, yo no tengo la culpa.
—Si alguien tiene la culpa, ese eres precisamente tú, memo. —Parecía enfadado, pero no conseguí determinar la emoción con exactitud—. A esta chica debería de faltarle media cara.
Tony Soprano asintió, dándole la razón. Sacudí la cabeza, totalmente en desacuerdo.
—Ahora ya ni siquiera vale como perro guardián. ¿Qué coño se supone que debo hacer con ella?
Artemis plantó las patas delanteras sobre el pecho del hombre, como si quisiera enseñarle su nuevo juguete.
—Sí, sí, ya lo veo. Te han hecho un regalo. —Le rascó las orejas con afecto y fingió que iba a quitárselo mientras la hacía bajarse y le ordenaba que se sentara.
La perra intentó volver a saltarle encima, pero el hombre la sujetó con una mano hasta que Artemis se cansó y se concentró en el hueso.
—Con que yo, ¿eh? —dijo el príncipe—. Blandengue.
Tras un nuevo puñetazo en el hombro que resonó contra las paredes del edificio y hasta me dolió a mí, miré al tipo que parecía ser el cabecilla de aquel club de motoristas.
—Seguramente estaréis preguntándoos qué hago aquí.
Intercambiaron una mirada y ahogaron una risita.
—¿Bromeas? —preguntó el mafioso.
—Puedes verlos, ¿verdad?
Me volví hacia el cabecilla.
—¿Verlos? —Decidí levantarme, pero el tipo me plantó la bota en la barriga. Sin apretar demasiado, solo lo justo para que continuara tumbada de espaldas. Por lo visto, aquella era su postura preferida con las mujeres. Y aunque en esos momentos a sucia no me ganaba nadie, lo fulminé con la mirada—. ¿Te importa?
—Has allanado una propiedad privada, ¿recuerdas? Puedo hacer contigo lo que me venga en gana.
Vaya, justo ahora que empezaba a gustarme…
—¿Quiénes son? —preguntó.
—No sé de qué me hablas.
El príncipe se arrodilló a mi lado, se inclinó hacia mí hasta que nuestros labios estuvieron a punto de rozarse, me metió la mano en el bolsillo trasero y sacó la licencia de detective privado. Se demoró diez segundos más de lo necesario y luego le echó un vistazo.
—Es detective privado.
Se levantó y se la tendió al cabecilla.
—Charlotte Davidson —leyó Cabecilla Sin Miedo, apartando la bota de mi barriga—. ¿Eres buena?
—Define buena. ¿Dónde están los demás perros? Antes teníais tres.
Se hizo un silencio.
—Muertos —contestó, en voz baja—. Envenenados. Artemis se salvó por los pelos.
Ahogué un grito y me puse en pie.
—¿Quién ha sido? —pregunté, incapaz de reprimir un arrebato de indignación.
El mafioso se encogió de hombros.
—Estamos investigándolo —dijo, mirándome con recelo.
Decidí pasar por alto su acusación. ¡Como si yo tuviera la culpa!
—Bueno, entonces ¿quiénes son?
Me volví hacia el cabecilla y enarqué las cejas a modo de pregunta mientras me cepillaba la ropa. Artemis interpretó mi gesto como una señal y estuvimos a punto de traspasar juntas la pared del manicomio.
—¿Quiénes son quiénes? —pregunté, retrocediendo y abrazándola.
—Los fantasmas del cotolengo.
De pronto no supe cómo reaccionar, muda de asombro, mientras el cabecilla asía a Artemis por el collar y la obligaba a sentarse de nuevo. Me fijé en la delicadeza con que la trataba. Tal vez todavía estaba enferma.
—No parecéis de los que creen en fantasmas.
—Antes, no. Ahora, sí.
—Vale. ¿Qué os hace pensar que sé quiénes son?
El príncipe se adelantó.
—Que eres la única persona que se pasa por aquí con cierta regularidad para hablar con ellos. Los demás solo lo hacen para divertirse o grabar el manicomio embrujado. —Intentó darle mayor efecto a sus palabras agitando los dedos en el aire—. Malditos cazafantasmas. Claro, siempre está el típico chaval que se trae a una chica con intención de asustarla. Es gracioso cuando saltan a tus brazos de un brinco. —Sonrió—. Lo he probado un par de veces.
Sonreí a regañadientes.
—Y ¿por qué creéis que este lugar está embrujado de verdad?
—Por las paredes —contestó el mafioso—. Un día solo hay unos cuantos nombres y a la mañana siguiente se han duplicado. Los fantasmas los graban en las paredes constantemente, uno tras otro, sin descanso. —Alzó la vista hacia el edificio en ruinas—. El día menos pensado se vendrá abajo.
Compartíamos la misma preocupación.
—En realidad, se trata de uno solo. Bueno, de un tal Rocket, para ser más exactos. Él es quien graba los nombres en las paredes. Su hermana también anda por aquí, pero nunca la he visto.
A pesar de que no debería de haberles sorprendido mi respuesta dada su predisposición a creer en fantasmas, se quedaron helados. Los acólitos miraron al cabecilla, intrigados por saber lo que diría. El hombre quería hacerme preguntas, pero yo no tenía tiempo para explayarme, así que me decidí por la versión Reader’s Digest.
—A ver, Rocket murió allá por los años cincuenta —empecé, cogiendo aire— y posee una rara…, no sé, habilidad. Conoce los nombres de todas las personas que han nacido y sabe si han muerto o no. Yo aprovecho esa información bastante a menudo cuando estoy en medio de una investigación. Es un genio. —Intentar describir la personalidad de Rocket me arrancó una sonrisa—. Es… es como un niño. Como un niño grande y corpulento con un grave déficit de atención. —Intercambiaron una mirada—. ¿Puedo irme ya? —pregunté, señalando a mis espaldas con el pulgar y retrocediendo en la misma dirección—. Tengo que encontrar a una mujer desaparecida.
—¿Podrías hablar con él en nuestro nombre? —preguntó Cabecilla Sin Miedo.
—Claro, por supuesto, cuando queráis menos hoy.
El príncipe ladeó la cabeza, admirando mi mitad inferior sin rubor alguno.
—Puedes salir por delante —dijo el cabecilla, asiendo a Artemis por el collar.
La perra jadeaba con la lengua colgando; era evidente que tenía ganas de jugar.
—¿En serio? ¿Por delante?
Vaya, genial. Escalar vallas no era mi fuerte.
—¿Cuándo volverás? —preguntó uno de ellos.
Me entraron las prisas por largarme de allí cuanto antes, así que me dirigí a la salida a paso ligero.
—¡Pronto!
Hubiera preferido hablar un rato más con Rocket, pero no era el momento de ponerme a intimar con una banda de moteros. No sé por qué, pero siempre querían que acabaras bailando en su regazo. Estaba acercándome a Misery cuando me detuve en seco en medio de la calle y miré atrás. Había una camioneta negra aparcada a media manzana de allí. En ese momento vi cómo bajaba la ventanilla por la que Garrett asomó la cabeza con una gran sonrisa y me saludó.
Apreté los dientes, por lo visto era su turno de vigilancia. Mi tío ya había vuelto a colocármelo de sombra. Reyes había escapado y, obviamente, yo era el camino más fácil para llegar hasta él.
Le lancé mi mejor mirada asesina, con la esperanza de cegarlo para el resto de sus días.
Ahogó una risita y gritó:
—¡Tres! ¡Eres de las que las mata callando!
Por Dios bendito, otra vez con la dichosa lista. Di media vuelta y me alejé con paso airado, negándome a volverme, cuando se echó a reír. Maldito Garrett. Digo yo que alguna vez podría decirle que no al tío Bob.
Me subí a Misery de un salto y empecé a marcar el número de Cookie cuando Rocket apareció a mi lado. Tal cual, apareció y se sentó en el asiento del copiloto. Nunca había visto a Rocket fuera de su elemento, de modo que necesité unos instantes para reponerme. Y, en fin, para reconocerlo. Era evidente que él también necesitaba un momento. Parpadeó, miró a su alrededor como si no supiera dónde estaba y luego volvió su rostro infantil hacia mí.
—Te has ido.
—Rocket, ¿qué haces aquí?
Una sonrisa enorme se dibujó en su rostro y luego volvió a ponerse muy serio.
—Te has ido.
—Sí, lo sé, lo siento. ¿Va todo bien?
—Ah, sí —aseguró, y dio un respingo al recordar lo que había venido a decirme—. Teresa Dean Yost.
—¿Qué pasa con ella? —pregunté, sobresaltada.
Esperaba que su condición no hubiera cambiado en esos pocos minutos.
Rocket volvió su rostro marcado por la preocupación hacia mí.
—Date prisa.
No me dio tiempo ni a repetir su nombre. Maldita sea. «Date prisa». Me la daría si supiera dónde buscarla. ¿Qué demonios podría haber hecho el médico con ella?
Llamé a Cookie.
—¿Crees que el rojo y el rosa combinan? —fue lo primero que preguntó, en vez de saludar.
—Solo si eres una magdalena glaseada. Teresa Yost está viva —dije, poniendo el motor en marcha e incorporándome al tráfico.
—¿Qué? ¿En serio? ¿Una magdalena?
Cuarenta minutos después, conducía un carrito de golf por el Isleta Golf Course. Me había llamado el tío Bob. Por lo visto, se había puesto en contacto con el inspector que había estado a cargo del caso de falsificación, el mismo que había investigado a un tal doctor Nathan Yost. Y quería saber por qué.
Saqué el móvil y volví a llamar a Cook.
—Tía, tenemos que comprarnos un carrito de golf para ir y volver del trabajo.
—Pero si está a treinta segundos de casa.
—¡Exacto! Así nos ahorraríamos varios minutos al año.
—¿Ya has dormido?
—Por supuesto. Me he echado una siesta reconstituyente de camino aquí.
—¿No ibas en coche?
—Sí. Los demás conductores no hacían más que despertarme. Los cláxones deberían estar prohibidos.
Antes de darle la oportunidad de que empezara a sermonearme —era evidente que seguía disgustada por el comentario de la magdalena— cerré el teléfono y doblé a la izquierda en el búnker de arena que había junto a los enebros. Varios hombres se reunían en una loma herbosa, estudiando con atención la larga calle que se extendía ante ellos. O posiblemente a mí, ya que decidí practicar maniobras de evasión por si acaso alguna vez me disparaban mientras conducía un carrito de golf. Aquel cacharro era genial. Aunque le faltaban unas llamas. Y puede que una buena suspensión.
Me detuve en seco quemando neumático delante de los hombres, metafóricamente hablando.
—¿Alguno de ustedes es Paul Ulibarri?
Uno de ellos dio un paso al frente, un caballero de edad avanzada, con un palo de golf de aspecto contundente en la mano.
—Soy yo —dijo, ligeramente aguijoneado por la curiosidad.
—Hola. —Bajé del carrito y le tendí la mano—. Me llamo Charley Davidson.
—Ah, claro, acabo de hablar con su tío. No la esperaba tan pronto.
—Bueno, hay una mujer desaparecida y debo encontrarla cuanto antes.
—Por descontado. Howard —dijo, volviéndose y alargándole el palo de golf a un hombre que tenía cerca—, volveré enseguida.
Todos sonrieron y asintieron con la cabeza magnánimamente, casi demasiado magnánimamente, mientras nos alejábamos unos pasos. Solo uno de ellos dio muestras de irritación ante la interrupción del partido, un hombre algo más joven que los demás, con perilla, un reloj de muñeca ostentoso y un ceño fruncido que le afeaba la cara.
—Siento interrumpirle.
—Oh, no se preocupe. Estábamos tomándonoslo con calma a propósito. Parece que los viejos chochos no jugamos lo bastante rápido y el joven Caleb está demasiado ocupado para perder el tiempo.
Me eché a reír.
—Vaya, ¿tiene prisa?
—Sí. Le prometió a su padre que jugaría una partida de golf con él y no ha pasado un solo día desde entonces en que no se haya arrepentido.
Me volví hacia ellos.
—¿Quién es su padre?
—Yo. —Sonrió, y su mirada se animó con un brillo malicioso—. Bueno, su tío me comentó el caso y resulta que lo recuerdo bastante bien. Llamé a Hannah, que sigue en archivos, y le pedí que sacara el expediente. Lo tiene ella, por si quiere echarle un vistazo.
—Gracias.
Estaba ligeramente sorprendida anta tanta cooperación.
—Me habría encantado echarle el guante a ese tipo —dijo, moviendo la mandíbula como si fuera a añadir algo más.
—¿Al doctor Yost? —pregunté.
—¿Qué? Ah, no. —Sacudió la cabeza, devolviéndome su atención—. A Eli Quintero. El muy condenado era el mejor falsificador que haya visto jamás. Imprimió más papel que Xerox.
—¿Papel? —dije, sorprendida—. ¿Se refiere a documentación falsa? ¿Tipo documentos de identidad y cosas por el estilo?
—Sí, señora.
—Vaya, eso no me lo esperaba. Entonces, ¿qué tenía que ver el médico con el caso?
—Que aparecía en la lista. —Al ver que fruncía el ceño, desconcertada, prosiguió—. Hicimos una redada en casa de Quintero, pero él ya había levantado el vuelo. Lo último que he oído es que se había ido a Minnesota o a Mississippi, un lugar con una eme. En fin, resulta que se dejó una libreta, un libro de contabilidad que había caído detrás de una mesa con las prisas por desocupar el lugar. Había decenas de nombres, incluido el de su médico.
—¿En serio?
No daba crédito a lo que estaba oyendo.
—Por desgracia, no encontramos nada más. No había suficientes pruebas para llevarlo a juicio, y eso que me pasé meses con el caso.
—Eso debe de joder.
Asintió lentamente, dándome la razón.
—Ya lo creo.
—¿Sabe más o menos por qué fechas fue el doctor Yost a ver a Quintero?
—Bueno, si no recuerdo mal, el matasanos era uno de los últimos nombres de la lista, por lo que debió de ponerse en contacto con él poco antes de que hiciéramos la redada. Eso sería…
—¿En serio, papá? —gimoteó Caleb a nuestras espaldas. Por lo visto, le tocaba a su padre.
El hombre se volvió sin prisa y le dedicó una sonrisa.
—En serio, Caleb. En serio. —Se dio la vuelta mientras Caleb tiraba el palo de golf y se alejaba con paso furibundo—. Mi mujer malcrió a ese chico. Yo diría que hará unos tres años.
¿Su mujer lo malcrió solo hacía tres años? Porque aquel tipo de comportamiento solía cultivarse durante décadas.
—Sí, eso es. Fue uno de mis últimos casos, de modo que yo diría que hará unos tres años.
—Vaya, bien, de acuerdo. Muchísimas gracias por su tiempo. Me pondré en contacto con Hannah por lo del expediente del caso, si no le importa.
—En lo más mínimo. —Me tendió su tarjeta de visita, en cuyo reverso había anotado el teléfono de Hannah. A continuación, echó un vistazo a su hijo, quien se paseaba arriba y abajo con impaciencia, y se volvió hacia mí—. ¿Seguro que no necesita nada más? ¿Consejos para invertir en bolsa? ¿Asesoramiento legal? ¿Oír el discurso de Gettysburg palabra por palabra?
Me eché a reír y empecé a caminar hacia mi vehículo pensando en un nuevo paseo de placer.
—Con esto es suficiente. Muchísimas gracias.
—Dígale a su tío que es idiota —dijo, alzando la voz para que alcanzara a oírlo.
—Así lo haré.
Me gustaba aquel hombre. Mientras me alejaba en el carrito de golf, su hijo se encontraba en medio de un auténtico berrinche, despotricando por la pérdida de tiempo.
—Déjame que te diga lo poco que me importa en una escala del uno a un pimiento —contestó el antiguo inspector.
Al salir del club de golf, llamé a Hannah, la archivera, de camino a casa y le hice varias preguntas. Por lo visto, el nombre de Keith Jacoby aparecía escrito en el libro de contabilidad justo al lado del nombre del médico. Me facilitó la fecha exacta y le pregunté si podía quedarse el expediente unos días, por si tenía que pasarme por allí a echarle un vistazo. Puede que tuviera que buscar al falsificador, Eli Quintero, si quería sacar algo más en claro. Según el informe de los inspectores, creían que Eli había huido a Mississippi y se había establecido allí.
—Sin ningún problema —había dicho Hannah—. Cualquier cosa por Bobby.
¿Bobby? ¿Se refería al tío Bob? Uf.
Saludé a Garrett con el dedo corazón, me subí a Misery y llamé a Cook.
—Olvídate de las idas y venidas del doctor Yost —dije, cuando descolgó.
—Vale, porque la gente no está por la labor de echar una mano.
—¿Es que ya nadie ve Barrio Sésamo? —pregunté, entrando en la Cuarenta y siete.
Garrett me siguió.
—Lo mismo digo. ¿Qué tienes?
—Quiero que hagas exactamente lo mismo que estabas haciendo, pero buscando por el nombre de Keith Jacoby.
—¿Ya te he comentado la colaboración cero que estoy obteniendo?
—Sí, ya me lo has comentado y te agradezco que vuelvas a ponerme al día.
—¿Dónde estás?
Me incorporé al tráfico de la I-40, a punto de estamparme contra un camión articulado.
—De vuelta, ¿por qué?
—Pareces distraída.
—Bueno, lo estoy. Garrett está siguiéndome, maldita sea.
—¿En serio? ¿Qué lleva puesto?
—Cook, esto es serio.
—Un momento, ¿qué estás haciendo?
Por lo visto había percibido la tensión que delataba mi voz al alargar el cuello a un lado y al otro.
—Estoy intentando que la niña del capó me deje ver.
—Ah. ¿Eso no es peligroso?
—Lo normal. Aunque lleva un cuchillo.
—Ah, bueno, entonces no pasa nada.