11

11

Se cometieron errores. Se la cargaron otros.

(Camiseta)

Dado que todavía quedaban un par de horas antes de que abriéramos el chiringuito, decidí repasar la documentación de la que disponía sobre el caso de la esposa desaparecida antes de entrar en la ducha. El tío Bob me había facilitado las declaraciones del entorno de Teresa Yost, pero decidí concentrarme en la víctima. Además de realizar tareas de voluntariado y ser miembro de un par de juntas, Teresa Yost se había licenciado en Lingüística en la Universidad de Nuevo México con una media de sobresaliente, lo que significaba que era un cerebrito. Y puede que supiera una o dos lenguas más. Había trabajado mucho con niños discapacitados y había contribuido de manera decisiva en la puesta en marcha de una hípica destinada específicamente a niños en silla de ruedas.

—Y no se merecía morir —comenté con el señor Wong, quien siguió de cara a la pared, como si tal cosa.

Dos horas después, estaba sentada bebiendo café con una toalla enrollada en la cabeza, intentando apaciguar a una Cookie indignadísima por no haberla llamado.

—¿Desnudo?

—Estaba en la ducha, así que… sí.

—¿Y no le hiciste una foto? —protestó, lanzando un suspiro.

—Estaba esposada.

—¿Te…? ¿Tú…?

—No. Ya sé que suena raro, pero da igual si lo hacemos o no cuando se trata de él, porque solo con mirarlo mis partes pudendas ya empiezan a estremecerse de placer, así que para el caso vendría siendo lo mismo.

—No es justo. Creo que voy a salir a cargarme a todo el que se me ponga por delante.

—¿Quieres que te deje en alguna parte?

—No, tengo que llevar a Amber al colegio. Al menos deja que te eche una mano con lo de Reyes.

—No.

—¿Por qué no? —Frunció el ceño, enfurruñada—. Soy un hacha haciendo el trabajo de campo. En eso no me gana nadie.

—Tengo varios nombres. Los investigaré mientras tú miras a ver qué puedes averiguar sobre las finanzas del buen doctor.

—Ah, vale, de acuerdo. ¿No es millonario o algo así?

Sonreí.

—Eso es exactamente lo que quiero saber.

Después de disimular el ojo morado con suficiente corrector como para que la difunta Tammy Faye Bakker se sintiera orgullosa de mí, arrastré los pies hasta el aparcamiento con la sensación de que me pesaban cada vez más. Si había de guiarme por la niña que me seguía con un cuchillo en la mano, todo parecía indicar que aquel asunto de la falta de sueño empezaba a hacer mella en mí.

—¿Ayer no ibas de adorno en un capó? —pregunté.

Ni me miró. Qué maleducada. Llevaba un vestido gris marengo con botas negras de charol, un atuendo que podría haber pasado por un uniforme escolar ruso. El pelo, largo y oscuro, le llegaba hasta los hombros y empuñaba un cuchillo por único complemento, aunque, la verdad, no combinaba con el resto. Estaba claro que lo de los accesorios no era lo suyo.

Me fui derecha al tipo que me vigilaba, aparcado en la acera de enfrente, y llamé a la ventanilla. El hombre se sobresaltó.

—¡Me voy a trabajar! —le grité a través del cristal mientras él bizqueaba, intentando protegerse de la luz—. Estate atento.

Se frotó los ojos y me saludó. Lo reconocí, era uno de los hombres de Garrett Swopes. Garret Swopes, pensé, con un resoplido. Maldito traidor. El tío Bob dice «sigue a Charley», y él va y lo hace, sin rechistar, como si nuestra amistad no significara nada para él, que así era, pero bueno. El muy imbécil.

—¿Es usted Charley Davidson?

Al volverme, me encontré con una mujer envuelta en un abrigo marrón, a conjunto con los mocasines, prácticos pero feos.

—Depende de quién lo pregunte.

Se acercó a mí, sin dejar de mirar a su alrededor. Tenía el pelo largo y oscuro, aunque lo llevaba un tanto descuidado, y unas enormes gafas de sol le ocultaban la mitad del rostro. Era la misma mujer del Buick de la mañana anterior. El mismo pelo. Las mismas gafas de sol. La misma tristeza filtrándose hacia la superficie. Sin embargo, su aura era cálida y desprendía una luz suave, similar al resplandor de una vela, como si no se atreviera a brillar con demasiada intensidad.

—Señorita Davidson. —Me tendió la mano—. Me llamo Monica Dean. Soy la hermana de Teresa Yost.

—Señorita Dean. —Se la estreché. Pasé lista a las emociones propias de una mujer que desconoce el paradero de su hermana y no faltaba ninguna. Estaba asustada, atravesada por el dolor, con el corazón en un puño—. He estado buscándola.

—Lo siento. —Se subió las gafas con un gesto nervioso—. Mi hermano me dijo que no hablara con usted.

—Ya, creo que no le gustó mi visita de ayer. ¿Quiere que entremos?

Le indiqué la parte trasera del bar de mi padre. Se me había metido el frío en los huesos y no parecía dispuesto a soltarme, como un chihuahua puesto de esteroides.

—Sí, claro —dijo, envolviéndose un poco más en su abrigo—. Su visita dejó muy desconcertado a mi hermano. Le causó buena impresión.

—¿De verdad? —Eché a andar hacia el bar—. Pues yo tuve la sensación de que quería hacerme una llave de estrangulación hasta que le suplicara clemencia. —¡Eso era! ¡Luchadora profesional!—. Siento mucho lo de su hermana —añadí, redirigiendo mis pensamientos hacia el tema que nos ocupaba.

Aunque, en serio, lo haría de fábula. Si bien primero tendría que pillarme un buen bronceado. Y puede que unos músculos recorridos de venas.

—Gracias.

Tampoco estaría de más un seguro médico.

Encendí las luces nada más entrar en el local de mi padre, aunque al ver el resplandor que se proyectaba desde la cocina supuse que Sammy ya había llegado y que estaba disponiéndolo todo para el turno del mediodía. El bar se encontraba a medio camino entre un pub irlandés y un burdel victoriano. El espacio principal tenía un techo catedralicio de madera oscura y forja centenaria que coronaba las paredes como si de antiguas molduras se trataran, atrayendo la vista hacia la pared más occidental, donde se alzaba un magnifico e imponente ascensor de hierro forjado, de esos que ya solo se ven en algunos viejos hoteles y en las películas antiguas, de esos cuya maquinaria y poleas quedan a la vista de todo el mundo, de esos que tardaban una eternidad en trasladar a sus ocupantes a la segunda planta. Fotos enmarcadas, medallas y banderines que conmemoraban diversas celebraciones de las fuerzas del orden asfixiaban las paredes. La barra original, de caoba, caía a nuestra derecha.

—¿Le apetece un café? —pregunté, invitándola a tomar asiento en uno de los reservados del rincón. Monica parecía medio muerta de hambre, incapaz de detener el temblor de las manos causado por la angustia y el cansancio. Pensé que si nos sentábamos en una mesa, tal vez a Sammy no le importaría prepararnos algo rápido—. Si desea acompañarme, estaba a punto de almorzar.

La puerta trasera se abrió de golpe y un hombre con pinta de no estar muy alegre llamado Luther Dean irrumpió en el bar.

—Esto no irá en serio, ¿verdad? —dijo, fulminando a su hermana con la mirada.

Monica se dejó caer en una silla y lanzó un hondo suspiro que arrastró consigo una tristeza tan profunda y abisal que llegó a asfixiarme. Llené los pulmones de aire para aligerar la carga y pasé por debajo de la barra para preparar el café.

—Me he informado —se defendió—, es muy buena en su trabajo.

Luther Dean volvió la vista hacia mí por encima de un hombro hercúleo.

—Pues muy buena no parece. Tiene un ojo morado.

—¿Disculpe? —protesté, fingiendo sentirme ofendida. Qué gracioso.

—Luther, siéntate. —Monica se quitó las gafas de sol y le dirigió una mirada de pocos amigos al ver que se negaba a dar su brazo a torcer—. Ya te lo dije, ella puede ayudarnos, así que, o te comportas, o te vas. Tú mismo.

El hombre cogió la silla de la mesa de al lado con un gesto brusco y se sentó.

—Me llamó imbécil.

—Es que eres imbécil.

Sonreí y llevé tres tazas de café, previendo lo divertida que iba a ser aquella conversación. Treinta minutos después, estábamos dando cuenta de un impresionante plato de huevos rancheros con guarnición de enchiladas de chile verde. Dios, adoraba a Sammy. Había pensado en casarme con él, pero su mujer se ofendió cuando le pedí la mano.

—¿Qué la hace tan digna de confianza? —preguntó Luther, dirigiéndome una durísima mirada glacial. Aquello le daba un nuevo significado al escepticismo—. Me explicó que trabaja para Nathan. ¿Por qué deberíamos creer nada de lo que diga?

—En realidad, no trabajo para él —intervine, esperando que me creyeran—. Además ¿por qué no confía en el marido de su hermana?

Lo cierto era que todavía no habíamos hablado del caso, así que decidí ofrecer una imagen falsa de seriedad, que hubiera funcionado mucho mejor de no haberle robado el último bocado del plato. Era muy susceptible en cuanto a su comida.

Aun así, tuve la sensación de que empezaba a pasar por el aro. Intercambiaron una mirada.

—Por nada en concreto —admitió Monica finalmente, suspirando con resignación. Se encogió de hombros—. Es perfecto, el marido perfecto, el cuñado perfecto. Es…

—¿Demasiado perfecto? —sugerí.

—Exacto —dijo Luther—. Y hay cosas, pequeños detalles, que nos dan mala espina.

—Como…

Se volvió hacia su hermana y obtuvo su aprobación antes de continuar.

—Hace un par de meses, Teresa nos invitó a cenar fuera, un día que Nathan no estaba en la ciudad, solo nosotros tres.

—Parecía preocupada por algo —prosiguió Monica, y habría jurado que sentí que la asaltaba el remordimiento—. Nos dijo que acababa de contratar un seguro de vida, tanto para Nathan como para ella, y que, si algo le sucediera, nosotros seríamos los beneficiarios.

—Entonces, ¿lo contrató ella? —pregunté—. ¿No Nathan?

Volví a sentirlo. Un remordimiento trémulo y palpitante emanó de ella al responder:

—Exacto. No sé ni siquiera si Nathan sabe de su existencia.

—Quería que supiéramos dónde estaba la póliza de seguros —añadió Luther—. Lo dejó muy claro.

Monica sacó una llave.

—Incluso nos incluyó como beneficiarios en su cuenta de ahorros, para que pudiéramos acceder a la caja fuerte de seguridad, donde la guardaba.

—Eso sí que es raro —dije, intentando ignorar las alarmas que se habían disparado en mi cerebro. ¿Le tenía miedo a su marido? ¿Creía que su vida estaba en peligro?—. ¿De qué importe estamos hablando?

—Dos millones de dólares —contestó Luther—. Para cada uno.

—La santísima madre del cordero lechón. —Me salió la poetisa que llevaba dentro—. ¿De verdad?

—Parece ser que sí —dijo Monica.

Luther cruzó los brazos sobre el pecho.

—Lo de la póliza fue idea de Nathan. Seguro. ¿Por qué si no contrataría Teresa una póliza tan alta? La obligó a hacerlo para quedar como un santo.

—Eso no lo sabemos —terció Monica.

—Por favor. —Se separó de la mesa arrastrando la silla, irritado—. Ese hombre todo lo hace para quedar bien. Es lo único que le importa, quedar bien, necesita ser la perfección personificada para sus ejércitos de admiradores.

Por lo que había visto hasta el momento, tenía que darle la razón.

—¿Alguna otra cosa? —pregunté.

—Ahora mismo no se me ocurre nada más. —Monica se secó las lágrimas que amenazaban con desbordarse de sus ojos y en ese momento me fijé en el extraño tono que los rodeaba y en la hinchazón antinatural y amarillenta que le bordeaba los labios. El misterio del paradero de su hermana estaba destrozándole los nervios, el no saber… y la culpa—. Sí que mencionó que Nathan cada vez pasaba más tiempo en casa, que rechazaba las invitaciones que le llegaban a conferencias y que se ponía furioso cuando lo llamaban de noche del hospital. Creo que se sentía asfixiada.

—¿Le dijo eso?

—No con esas palabras —admitió, sacudiendo la cabeza—, pero sí dijo que Nathan hacía cosas raras.

—¿Como qué? —preguntó Luther—. A mí nunca me contó nada.

—Porque no podía. —Monica lo miró con el ceño fruncido—. Pierdes los papeles por las cosas más tontas, no se puede hablar contigo.

Luther reaccionó apretando los dientes. También sentí que lo asaltaba el remordimiento, aunque el suyo lo alimentaba la vergüenza. El de Monica era más hondo y estaba cargado de pesar. Además, era evidente que le ocultaban cosas a su hermano y que habían estado hablando a solas.

—¿Qué decía? —preguntó Luther, tras hacer un evidente esfuerzo por calmarse.

Monica se quedó mirando su taza de café unos instantes, como si recordara.

—Decía que hacía cosas raras como despertarla en medio de la noche, que la asustaba a propósito y que luego se echaba a reír. Una de las veces, Nathan le dijo que un coche había atropellado a su perro. Teresa estuvo llorando dos días seguidos, pero luego Nathan apareció con él, como si nada, diciendo que lo habían llamado de la perrera. Sin embargo, Teresa lo comprobó y le confirmaron que ellos no lo habían llamado. —Me miró y se encogió de hombros—. Ese tipo de cosas raras. A todas horas.

Estaba claro que dominaba el arte de la manipulación. En otras palabras, era un maniático del control llevado al extremo, un hábito muy poco saludable. En cualquier caso, necesitaba hablar con Monica a solas. Era evidente que había cosas que jamás comentaría delante de su hermano, así que les serví más café, calculando mentalmente la capacidad de la vejiga de Luther. El tipo era grandote, pero con un poco de suerte no tardaría en oír la llamada de la naturaleza.

—Nathan nunca tuvo un gran ojo clínico —prosiguió Luther—. Se sacó la carrera con notas muy justas. ¿Querría que la operara alguien que aprobó Medicina por los pelos?

—Casi que no. —Aunque ponía en duda la veracidad de aquella afirmación, la idea era ciertamente inquietante. Me volví hacia Monica—. ¿Le importaría decirme qué hacía aquí ayer por la mañana? Ni siquiera había hablado todavía con Nathan.

Agachó la cabeza, avergonzada.

—No sabía que me había visto. —Se le cortó el resuello—. Lo he estado siguiendo. Nathan estaba delante del bar, hablando por teléfono, cuando usted pasó por su lado.

—Entonces, ¿usted no sabía quién era yo?

—No, al principio no. Cuando me dijo que había contratado a una detective privado, me informé.

Luther dio unos golpecitos en la mesa con el dedo.

—Y la contrató para quedar bien, se lo digo yo.

El tipo era más listo de lo que parecía.

—Me dijo que ustedes dos apenas se hablaban con Teresa.

Monica se quedó boquiabierta.

—¿Dijo eso? —preguntó, atónita.

—¿Ve? —insistió Luther—. ¿Ve lo que está haciendo?

Las lágrimas volvieron a asomar a los ojos de Monica, aunque esta vez empujadas por la rabia. Se inclinó hacia mí, dando rienda suelta a la cólera que borbotaba en su interior.

—Lleva dos años intentando que no nos veamos. Jamás podría llegar a creer los celos que nos tiene. Somos hermanas, por el amor de Dios.

Luther asintió.

—Anote eso junto a las cosas raras que Monica le ha contado. Ese hombre dice cosas, se las inventa, hace todo lo que puede para mantenernos alejados de Teresa.

—Es muy controlador —convino Monica—, cosa que ya disparó las alarmas en su tiempo, cuando empezaron a salir, pero Teresa no quiso escucharnos.

—Me lo imagino —dije—, yo también tengo una hermana.

—Pero luego la trata como a una reina —prosiguió, ladeando la cabeza, desconcertada—. Le hace regalos constantemente, le compra flores, procura que nunca falte su agua carbonatada preferida con sabor a limón.

—En otras palabras, la asfixia —concluí, recuperando el comentario inicial de Monica.

—Exacto. —Asintió con la cabeza—. Creo que la abruma con tantas atenciones. Incluso hace meses que dejó de beber esa agua, aunque no se lo ha dicho, porque me la bebo yo. —Sonrió, esbozó una sonrisa dulce y sincera—. Tiene tantos celos del tiempo que pasamos juntas que al final nos vemos en secreto entre semana y nos vamos a caminar a la montaña, supuestamente para hacer ejercicio. Aunque, en realidad, solo hablamos. —Ahogó una risita—. Y nos bebemos su maldita agua con sabor a limón.

—Entonces, ¿ella no trabaja? —pregunté.

—Oh, no —contestó Monica, como si hubiera preguntado algo absurdo—. Él no lo permitiría.

—¿Lo ve? —Luther cerró los puños—. Está loco. Se lo prometo, si le ha hecho algo, es hombre muerto.

Entre la póliza de seguro y el comportamiento extraño, me sorprendía que el buen doctor siguiera vivo con un cuñado como Luther. Y Yost lo sabía. Era demasiado listo para dejar ningún rastro que pudiera implicarlo en la desaparición de su esposa. Sabía muy bien que, si recaía sobre él la más mínima sospecha, nunca llegaría al juicio, de modo que, hubiera hecho lo que hubiera hecho, tenía que haberlo hecho bien. Tal vez simular un accidente, aunque el coche de Teresa seguía en el garaje. Y solo podía hablarse de secuestro si al final había una petición de rescate. Sin la exigencia de un pago, fingir un rapto equivaldría poco menos a que lo encontraran junto al cadáver de Teresa con las manos ensangrentadas.

Sin embargo, tenía que quitarse a sus cuñados de encima. Si Nathan llegaba a enterarse de que lo estaban vigilando, jamás volvería a la escena del crimen.

—Deme un dólar —le pedí a Luther.

El hombre frunció el ceño.

—¿Por qué?

Reconsideré la petición.

—Buena pregunta. Está forrado. Deme veinte.

Soltó un bufido y acto seguido sacó un billete de la cartera.

—Ahora trabajo para ustedes.

—Qué barata.

—Es un anticipo —avisé, mostrándole el billete que acababa de tenderme—. Añádale unos cuantos ceros y obtendrá mi tarifa diaria. Le enviaré una factura. Y será abultada. —De alguna manera tenía que financiar la carrera de luchadora—. Ya tengo a un tipo siguiendo a Yost día y noche y les prometo que su cuñado no se enterará. —No pensaba decirles que se trataba de un pandillero muerto adolescente—. Si el doctor hace algo sospechoso, mi hombre me informará de inmediato. Además, en estos momentos también tengo a mi ayudante indagando en su pasado. En el caso de que haya algo extraño, lo encontraremos.

—Entonces, ¿ya lo estaba investigando? —preguntó Luther, sorprendido.

—Ya se lo he dicho, estoy decidida a encontrar a su hermana, y teniendo en cuenta que los cónyuges son casi siempre los principales sospechosos en una desaparición, sí, ya lo estoy investigando. —Me incliné hacia ellos y añadí—: Como haría con ustedes, si fueran sospechosos.

—¿La policía está trabajando en la misma dirección que usted? —preguntó Monica—. ¿El FBI lo considera sospechoso?

—Cariño, el FBI considera sospechoso a todo el mundo —dije, contestando a su pregunta sin soltar prenda.

Debía admitir que, con un cuñado como Luther Dean, me sorprendía un tanto que al doctor se le hubiera pasado por la cabeza hacer algo de aquel estilo. Tal vez estaba desesperado y ya se sabe que los hombres desesperados hacían cosas desesperadas, extremo que no presagiaba nada bueno para Teresa Yost.

La brizna de esperanza que reverdeció en Monica me dio una lección de humildad. Parecía tener mucha fe en mis aptitudes.

—¿Hay un lavabo por alguna parte? —preguntó Luther por fin, mirando a su alrededor.

—Allí mismo.

Le señalé el servicio de caballeros y lo seguí con la mirada hasta que despareció en su interior. En parte porque quería asegurarme de que no pudiera oírnos cuando le hiciera a Monica mi siguiente pregunta, pero sobre todo porque tenía un culo que no estaba nada mal.

Cuando empujó la puerta del cuarto de baño, me volví hacia ella.

—Vale, solo tenemos unos segundos. ¿Qué me oculta?

Abrió los ojos desmesuradamente, sorprendida.

—No la entiendo.

—Tic-tac —dije, mirando hacia el lavabo. Con un poco de suerte, Luther observaría unos hábitos higiénicos básicos, pero con los hombres una nunca podía estar segura—. Es obvio que arrastra un gran sentimiento de culpa —insistí, mirándola con comprensión. Al ver que parpadeaba y agachaba la cabeza, añadí—: No diré nada, Monica, sea lo que sea, pero necesito disponer de toda la información.

Apretó los labios en un rictus de amargura, reacia a contestar.

—Luther no lo sabe, pero estoy enferma.

Eso me había parecido. Su piel tenía un tono amarillento muy poco saludable, igual que las uñas, cruzadas, además de líneas blancas horizontales. Sin embargo, no entendía qué tenía que ver aquello con los remordimientos que la atormentaban.

—Disculpe, pero…

Sacudió la cabeza.

—No, Luther no lo sabe por una razón. Cuando murió mi madre… —Se interrumpió para llevarse un pañuelo a los ojos antes de volver a mirarme—. Él lo llevó muy mal, Charley. La pobre estuvo enferma mucho tiempo y cuando falleció…

Pasado un momento, puse mi mano sobre la suya, animándola a continuar. Monica giró la muñeca y entrelazó sus dedos con los míos, agradecida.

—Intentó suicidarse —susurró entonces, inclinándose hacia mí.

Decir que aquello me dejó estupefacta sería el eufemismo del año. Me quedé boquiabierta, sin darme tiempo a recoger la mandíbula antes de que Monica me viera.

—Lo sé. Nos sorprendió a todos. No fue capaz de enfrentarse a la muerte de nuestra madre.

Volví a echar un vistazo hacia el lavabo.

—¿Está su hermano siguiendo tratamiento? —pregunté, al ver que seguía sin haber moros en la costa.

—Sí. Bueno, lo estaba. Ahora ya se encuentra mucho mejor.

—Me alegro. ¿Puedo preguntarle a usted qué tiene?

—Puede preguntar todo lo que quiera —contestó, esbozando una sonrisa apenada—. Los médicos no lo saben. Me han diagnosticado de todo, desde fibromialgia a Hutchinson, pero no acaban de dar con la verdadera causa. Cada vez me siento peor, pero nadie sabe por qué.

Luther había echado a andar hacia nosotras cuando le hice una última pregunta.

—Monica, ¿por qué el hecho de que usted esté enferma la hace sentirse culpable de la desaparición de Teresa?

Volvió a apretar los labios, nuevamente corroída por el remordimiento.

—Por el seguro. Teresa estaba mirando una clínica en Suecia, famosa por sus grandes avances en medicina. Creo que contrató el seguro por mí, para que pudiera ir allí. —Al ver que Luther se acercaba, se inclinó hacia mí y me dijo rápidamente—: No quiero que sepa que estoy enferma.

Le di un breve apretón antes de separarnos. Luther tomó asiento en el momento en que mi padre entraba por la puerta principal, por lo que me apresuré a ponerme las gafas de sol.

—Hola, papá —lo saludé, con una amplia sonrisa—. Te presento a mis clientes, Monica y Luther.

—Encantado de conocerlos. —Su voz y sus gestos eran cordiales, aunque por dentro no parecía tan feliz como una perdiz, sino más bien cabreado como una mona que acaba de descubrir que la perdiz se le ha cagado encima. Se inclinó para darme un beso—. ¿Has pensado en lo que hemos estado hablando?

—¿Los elefantes brillan en la oscuridad?

—Puedes quitarte las gafas —dijo. La expresión que ensombrecía el curtido rostro delataba su decepción—. Tu tío Bob ya me lo ha contado.

Ahogué un grito.

—¿El tío Bob se ha chivado de mí?

—Luego me gustaría hablar contigo, si tienes un minuto.

—Hoy tengo la agenda bastante apretada —repuse, sonriente, sin quitarme las gafas—, pero intentaré bajar de aquí a un rato.

—Te lo agradecería. Te dejo trabajar.

Se despidió de Monica y de Luther con un gesto de cabeza y se dirigió a su despacho.

Continué interrogando a los Dean hasta que me di por satisfecha y, tras separarnos, subí los escalones de la oficina de dos en dos, impaciente por compartir las últimas noticias con Cookie. ¿Todo se reducía a una estafa al seguro? Seguro que el doctor Yost había descubierto que su mujer había contratado una póliza y había visto el cielo abierto. Tenía que averiguar el estado de sus finanzas, aunque para ello necesitaría una citación. No, lo que necesitaba era a la agente Carson.

Crucé la galería que se asomaba al bar, en el piso de abajo. Mi despacho quedaba justo después del recargado ascensor de hierro forjado, pero la niñita del cuchillo me salió al paso. La rodeé y entré en la oficina.

—Ah, ¿un café? —preguntó Cookie, a voz en grito.

Corrió a mi despacho, donde estaba la cafetera, y me hizo un gesto con la mano, mirándome con los ojos muy abiertos.

Sonreí y le devolví el saludo.

Puso los ojos en blanco, se acercó a la máquina y me indicó su despacho con un movimiento de cabeza.

—Alguaciles, ¿alguno de ustedes quiere leche?

Ah. Por poco. Retrocedí con sumo cuidado y cerré la puerta, despacio. Buf. La pequeña navajera había desaparecido. Nuestros encuentros eran fugaces, pero no tenían nada de aleatorio. Estaba segura.

Tampoco estaba de humor para hablar con mi padre, así que pasé de largo por delante de su despacho y salí por la puerta trasera. El tío Bob me llamó al móvil cuando me dirigía a Misery.

—Te has chivado —lo acusé, saltándome las cortesías de rigor.

—¿Cómo voy a hacer algo así? —Parecía sinceramente ofendido, aunque añadió—: Bueno, vale, puede que sí lo haya hecho. ¿A quién me he chivado?

—A mi padre. ¿A quién si no?

—¿Qué? ¿De lo de Reyes?

—¿Sabías que quiere que lo deje?

Rebusqué las llaves en el bolso ya que Misery no venía tecnológicamente equipada para detectar mi ADN y abrir la puerta por proximidad.

—¿Que dejes qué? ¿El gimnasio?

Lanzó una carcajada. Inserté la llave en la cerradura.

—Eso me ha dolido.

—¿Qué? —Recuperó la compostura—. No irás a decirme que estás apuntada a un gimnasio.

—Por supuestísimo que no. Quiere que deje el trabajo. Mi trabajo. Lo de la investigación.

—Venga ya.

—De verdad, hablo en serio. —Lancé el bolso a los pies del asiento del acompañante y subí ayudándome de una sola mano—. Ya no sabe lo que dice. Está empeñado en que lo deje, así que ahora mismo me debato entre bailarina del vientre o luchadora profesional.

Y Misery tampoco decía cosas como: «Hola, Charley, ¿quieres que te arme un misil?».

—Hablaré con él. Mientras tanto, he encontrado una coincidencia con el médico.

—¿Que los dos tenéis problemas con las mujeres?

—En la base de datos. Al final todo quedó en nada, pero su nombre apareció en un caso de falsificación de documentos. Puedo facilitarte el nombre del inspector que estuvo a cargo de la investigación. El hombre se jubiló el año pasado, pero lo conozco. Ahora juega mucho al golf.

—Genial, seguro que se lo merece. Tengo a dos alguaciles en el despacho —dije, poniendo el motor en marcha, sin necesidad de reconocimiento de voz o de comprobación de retina.

—¿Qué quieren?

—Ni idea. Ya hablé anoche con uno, así que me he escabullido por detrás.

—Al genuino estilo Davidson.

—Oye, ¿podrías informarte sobre la situación financiera del doctor Yost? Ya he puesto a Cookie a trabajar en ello, pero necesito algo oficial, imposible de obtener sin una citación.

Conduje a Misery hasta Central. La conduje. En plan con mis dos manitas.

—No es necesario. Es rico. ¿Has visto la casa que tiene? Solo con el recibo mensual de agua, habría para alimentar a un país pequeño durante un mes.

—Bueno, ¿y cómo sabes que es rico si no has comprobado sus cuentas?

—¿De verdad quieres que investigue su situación económica?

—¿Es católico el Papa?

—¿Ya he mencionado lo atrasado que voy con el papeleo?

—¿Ya he mencionado todo lo que me debes?

—Situación económica, de acuerdo.