9
¿Qué haría McGyver?
(Camiseta)
—¿De verdad esto es necesario? —pregunté, agitando las esposas.
La animosidad que sentía hacia Reyes por haber amenazado a mi padre había menguado ligerísimamente a la luz de una constante que se repetía en mi vida. Farrow ya me había amenazado antes, y en más de una ocasión. Igual que un animal acorralado, arremetía contra quien fuera hasta conseguir lo que quería, aunque jamás me había hecho daño. En realidad, ni a mí ni a nadie que me importara.
Había agentes de policía en la habitación de al lado y él no quería volver a la cárcel, de modo que había hecho lo de siempre: lanzarse a la yugular, sabiendo cómo reaccionaría, consciente de que yo haría lo que fuera por mi padre. A pesar de ser capaz de racionalizar la situación, me costaba obviar el hecho de que un asesino fugado se supiera de memoria las señas de mis padres.
—Elige: o esto o te ato y te encierro en el sótano —dijo Reyes, señalando las esposas con un gesto de cabeza—. Lo que tú prefieras.
En su rostro se dibujó la sonrisa más malévola que hubiera visto jamás. Maldito fuera su maldito padre.
Bianca trajo más toallas y ropa limpia para Reyes y las dejó sobre la tapa del váter. Lógico, teniendo en cuenta que estábamos en un puto cuarto de baño y que yo estaba esposada al toallero. ¡Esposada! Aquello ya pasaba de castaño oscuro.
La mujer de Amador ahogó una risita, enarcó las cejas en un gesto que podría calificarse de todo menos sutil y cerró la puerta detrás de ella. Aquello era una conspiración.
Aunque todavía no había abierto el grifo, Reyes se quitó la toalla y entró en la ducha. Ya no sangraba. De espaldas a mí —una precaución inútil que no impidió que me temblaran las piernas— se vertió agua oxigenada en la herida abierta. Oí el burbujeo del desinfectante y el siseo de Reyes, pero no conseguí despegar los ojos de aquel bello escorzo. Unos hombros perfectos cubiertos de tatuajes de líneas suaves y ángulos precisos se estrechaban hasta desembocar en una fina cintura y, probablemente, en el mejor trasero que hubiera visto nunca. Y luego aquellas piernas, fornidas, hechas para la guerra. Recorrí sus brazos con la mirada, puro acero trenzado y…
—¿Ya has terminado?
Di un respingo y levanté la cabeza. Las esposas repicaron contra la barra metálica.
—¿Qué? Estaba examinando la herida.
Sonrió.
—¿Con tu visión de rayos X?
Cierto, era imposible que pudiera verla desde aquel ángulo, pero tenía todo el costado izquierdo de la espalda amoratado y los cardenales llegaban hasta la columna vertebral. Más que suficiente para mí.
—Tienes suerte de seguir vivo.
—Sí. —Se volvió hacia mí y, con la voluntad de un alcohólico en rehabilitación resistiéndose a su necesidad de beber, me obligué a mirarlo a la cara y solo a la cara—. Últimamente me lo dicen mucho.
Asomó medio cuerpo para dejar el bote de agua oxigenada en el tocador y me rozó sin querer. El calor que desprendía me acarició las mejillas y la boca. Luego volvió al interior de la ducha y abrió el grifo.
—¿Sabes? Tal vez deberías ponerte más agua oxigenada después de ducharte.
—¿Te preocupas por mí? —preguntó, justo antes de cerrar la puerta de la mampara.
—No especialmente.
Observarlo a través del cristal que dibujaba ondas era como estudiar un cuadro abstracto y saber que el modelo que el artista había utilizado para su obra de arte era perfecto. Aparté la mirada. Había amenazado a mis padres. No debía olvidarlo. Aunque era bastante difícil seguir enfadada con un hombre herido y desnudo.
Alguien llamó a la puerta con delicadeza y acto seguido Bianca asomó la cabeza.
—¿Se puede? —preguntó.
—Adelante. El doctor Richard Kimble está en la ducha.
Entró sin perder tiempo y dejó unas botas en el suelo.
—Estás arriesgando mucho por él —dije, en voz baja.
Bianca me dirigió una sonrisa compasiva.
—Él me lo ha dado todo, Charley —contestó, casi suplicándome que la entendiera—. De no ser por él, no tendría nada. Sin contar con que ahora sería camarera o cajera y que tendría que apañármelas como pudiera para salir adelante, me dio a Amador. Si no fuera por Reyes, mi marido no estaría vivo. No arriesgo nada que no me haya dado él. ¿Quién mejor que él por quien jugárselo todo?
Sonrió y cerró la puerta tras de sí al salir del cuarto de baño.
El olor a bosque del champú impregnaba el aire y cambié de postura, me así al toallero con la otra mano, examiné con atención la selección de jabones de la jabonera, lancé un enérgico suspiro de contrariedad y por fin dejé que mis ojos se pasearan hasta el lugar donde realmente querían detenerse, como si Reyes estuviera hecho de gravedad. Las pompas de jabón que resbalaban por la puerta de cristal la volvían medio transparente. Acerqué el cuerpo un poco más. Reyes no se movía. Estaba de pie, con un brazo apoyado en la pared y cogiéndose el costado con el otro. Me recordó nuestro último encuentro, cosa que lo hizo parecer casi vulnerable.
—¿Reyes?
Volvió la cabeza hacia mí, aunque no conseguí distinguir su rostro con claridad.
—Te rindes ante mis amenazas con demasiada facilidad —dijo.
Su voz resonó contra las paredes embaldosadas.
Me recliné hacia atrás.
—¿Eso significa que no debería?
—No. —Cerró el grifo, abrió la puerta de la mampara y se envolvió una toalla alrededor de la cintura, sin secarse el resto del cuerpo, antes de devolverme su atención—. Entonces no serviría de nada.
—Tú sí que sabes sacarle partido a un buen farol —dije, apartando los ojos—. El miedo a tus amenazas suele estar justificado, pero lo recordaré para futuras ocasiones.
—Espero que no.
Sin embargo, al recordar el sujeto de sus bravuconadas, lo miré con el ceño fruncido.
—Aunque no lo dijeras en serio, no deberías haber utilizado a mis padres de esa manera.
—No me quedó otra opción —aseguró, enarcando una ceja.
—Comprendo que no quisieras volver a la cárcel, pero…
Me detuve al ver la expresión de su cara. Casi parecía decepcionado.
—No, Holandesa, no porque no quisiera volver a la cárcel, sino porque no iba a volver a la cárcel bajo ningún concepto.
Lo miré confusa, devanándome los sesos al tratar de comprender el significado de aquellas palabras.
—¿Sabes qué podría haberles ocurrido a esos agentes si me hubieran encontrado? ¿Si Bianca y los niños hubieran tenido que ver… eso? ¿De lo que soy capaz?
Por fin lo entendí.
—Solo estabas protegiéndolos. Estabas protegiendo a los agentes.
De pronto me sentí como la tonta del pueblo. Por supuesto que jamás habrían conseguido llevarlo de vuelta a la cárcel, antes hubiera matado o desgraciado a alguien de por vida. Y allí estaba yo, en el cuarto de la colada, pensando en mí y solo en mí. Incluso mirándolo desde una perspectiva distinta, ¿cómo hubiera afectado a los niños ver a Reyes detenido y esposado? No me había hecho daño. Nunca me había hecho daño. En realidad, me había salvado la vida, literalmente, en más de una ocasión, y yo siempre se lo agradecía con dudas y desconfianza.
Aunque no hemos de olvidar que me puso un cuchillo en el cuello.
—Solo quería que no hicieras ruido —dijo, acercándose.
El pelo empapado le caía en mechones sobre la frente y el agua le corría por la cara. Me miró como un depredador mira a su presa, sin parpadear, las pestañas eran pequeñas púas mojadas. Alargó un brazo y lo apoyó en la pared, por encima de mi cabeza.
—¿Serías capaz de hacerle daño a mis padres? —pregunté.
Entornó los párpados y bajó los ojos hasta mis labios.
—Probablemente primero iría a por tu hermana.
¿Por qué me molestaba?
—Eres imbécil.
De haber tenido las manos libres, lo habría apartado de un empujón. Se encogió de hombros.
—Tengo que mantener las apariencias. Algún día averiguarás qué eres capaz de hacer… —se inclinó un poco más—… y entonces, ¿qué será de mí?
Se quitó la toalla y empezó a secarse. Me volví hacia la pared, asiéndome con ambas manos a la barra metálica en medio de sus risitas nada disimuladas. Se frotó la cabeza y luego se puso los vaqueros holgados y la camiseta que Bianca le había llevado.
—¿Me prestas un dedo? —preguntó.
Me volví. Se sujetaba la camiseta con una mano e intentaba vendarse la cintura con la otra.
—Pensaba que tenías el coeficiente intelectual de un genio.
Levantó la cabeza con brusquedad, como si el buen humor lo hubiera abandonado de pronto.
—¿Dónde has oído eso?
—Pues… No sé, estaba en tu expediente, creo.
Me dio la espalda, aparentemente enojado.
—El expediente, claro.
Vaya, pues sí que le molestaba el dichoso expediente.
—Quítame las esposas y te echo una mano.
—No hace falta, puedo hacerlo solo.
—Reyes, no seas idiota.
Al ver que se dirigía hacia el lavamanos, levanté una pierna y apoyé la bota contra el tocador para impedirle el paso.
Se detuvo y se la quedó mirando. De pronto, lo tuve delante, con una mano enterrada en mi pelo mientras me atraía hacia él con la otra. Sin embargo, no fue más allá. Se limitó a mirarme, a estudiarme.
—¿Sabes lo peligroso que es eso? —dijo.
Alguien aporreó la puerta en ese momento y casi me di con la cabeza en el techo del susto.
—Tenemos que irnos, pendejo. Todavía vigilan la casa. La cosa ya está lo bastante complicada para que encima vayas arrastrándote medio deshidratado por culpa de haber hecho demasiado ejercicio, no sé si me entiendes.
Como si necesitara de todas sus fuerzas, Reyes bajó los brazos y retrocedió un paso, con la mandíbula tensa.
—Un minuto —dijo, mientras se agachaba y se ponía los calcetines y las botas que Bianca le había proporcionado.
Se levantó e introdujo una llave en la cerradura de las esposas, entrelazando sus dedos con los míos mientras abría el trinquete con la otra mano. Salimos y echamos a andar por el pasillo. Cada latido, cada respiración alimentaba la corriente que creaba un arco voltaico entre nosotros. Amador comprobó que el patio trasero estuviera despejado antes de hacernos una señal para que avanzáramos y desaparecer a toda prisa por un lado de la casa.
—¿Tío Reyes, te vas?
Reyes se volvió. Ashlee se asomaba por detrás de la mosquitera de la ventana de su habitación.
—Volveré pronto, corazón —dijo, acercándose a ella—. ¿Qué haces que no estás en la cama?
—No puedo dormir. Quiero que te quedes.
Ashlee colocó su manita en la mosquitera. Él la imitó y me lo quedé mirando, sin lograr comprender cómo era posible que alguien que segundos antes se comportaba con una fiereza animal pudiera demostrar aquella ternura infinita.
La niña frunció los labios y los apretó contra la malla. Reyes se acercó y, al ver que le daba un cariñoso piquito en la nariz, lo primero que me vino a la mente fue que nunca llevaba una Kodak encima cuando la necesitaba. Los malditos momentos Kodak no valían un pimiento si no se tenía una Kodak.
—Cuando estemos casados —dijo Ashlee, apoyando la frente contra la pantalla—, nos besaremos sin una tela en medio, ¿eh?
Reyes se rio.
—Pues claro, y ahora vuelve a la cama antes de que te vea tu madre.
—Vale —dijo Ashlee.
Su boquita formó una O perfecta al lanzar un bostezo y desapareció.
—Tío, ¿estabas besuqueándote con mi hija?
Reyes se volvió hacia Amador con una sonrisa.
—Estamos enamorados.
—Vale, pero olvídate de ella hasta que tenga dieciocho años. —Dejó un petate en el suelo—. No, espera, que te conozco, hasta los veintiuno.
Bianca apareció de pronto y le tendió otra bolsa a su marido.
—Para el camino —dijo, antes de volverse rápidamente hacia Reyes y abrazarlo con sumo cuidado. Se besaron en las mejillas para despedirse—. Ten cuidado, guapo.
—Por ti lo que sea.
—Veinticinco —decidió Amador, al ver que Reyes enarcaba las cejas varias veces en su dirección.
Amador, Reyes y yo cruzamos el patio trasero a la carrera, saltamos una valla y atravesamos a toda prisa el patio del vecino hasta salir a la calle, donde nos esperaba una vieja camioneta de dos puertas. Hasta el momento, daba la impresión de que yo era la única que se asombraba de la rápida recuperación de Reyes, y eso que también era la otra única persona entre los presentes que, si quisiera, podía colocarse la insignia de ser sobrenatural. Amador no parecía ni remotamente sorprendido.
Depositó las bolsas en el cajón de la camioneta y le lanzó las llaves a Reyes.
—Dos minutos —dijo, dándole unos golpecitos a la esfera del reloj—. Esta vez no te retrases. —Se acercó a Reyes con paso decidido y lo abrazó con fuerza—. Ve con Dios.
Venga, ¿solo yo captaba la ironía?
—Eso espero. Es probable que necesite su ayuda —dijo Reyes.
Amador volvió a consultar la hora.
—Minuto y medio.
Reyes sonrió.
—Yo de ti, echaría a correr.
Amador se fue por donde había venido.
—¿Qué está pasando? —pregunté.
Reyes subió a la camioneta y torció el gesto, aunque trató de disimularlo. No estaba al cien por cien, pero poco le faltaba.
—Una maniobra de distracción —dijo, cuando me monté a su lado.
Un minuto después, las sirenas de la policía empezaron a aullar en algún lugar del tranquilo vecindario cuando de pronto dos deportivos aparecieron por una calle lateral, en plena carrera.
—Ahí está nuestra entrada —anunció Reyes.
Encendió el motor y puso rumbo hacia la autopista sin un poli a la vista.
—¿Quién conduce el otro coche?
Sonrió.
—Un primo de Amador, que le debe cerca de un millón de dólares. No te preocupes, no les pasará nada. Amador tiene un plan.
—Mira que os gustan los planes. ¿Cuánto hace que no conduces? —pregunté, cayendo en la cuenta de que llevaba mucho tiempo en la cárcel.
—¿Preocupada?
¿Es que no pensaba contestar ni una sola pregunta?
—Eres más evasivo que un Navy SEAL.
Paramos en un sórdido hotel al sur de la zona de guerra y entramos en recepción cogidos de la mano. En realidad, lo que Reyes no quería era dejarme entrar sola porque no confiaba en mí. Empezaba a sentirme acomplejada. O así era como me habría sentido de haberme importado.
—Este lugar infringe todo el reglamento de salud pública —dije—. ¿Quieres quedarte aquí?
Reyes se limitó a sonreír y esperó a que pagara a la recepcionista, una mujer de mediana edad con pinta de frecuentar las salas de bingo.
—Genial —contestó.
Pagué, recogimos nuestras cosas y nos dirigimos a la habitación 201.
—¿Sabes?, ahora puedes ducharte tú, si te apetece. —Reyes sonreía con malicia, yendo de un lado a otro mientras comprobaba las tuberías y las instalaciones antes de sentarse en la cama.
—Voy muy limpia, gracias.
Se encogió de hombros.
—Solo era una sugerencia.
Sin previo aviso, levantó el colchón y el somier de muelles y los dejó a un lado, con lo que el armazón de la cama quedó a la vista. Me hizo una seña para que me acercara.
—¿Qué?
—No voy a arriesgarme a que te escapes cuando menos me lo espere.
—¿En serio? Mira —dije, mientras él me indicaba que me sentara, pusiera las manos detrás de la espalda y me las esposaba al maldito armazón—, pongamos que Earl Walker está vivo.
—¿De verdad te apetece hablar de eso?
Suspiré para expresar mi irritación utilizando la comunicación no verbal y cambié de postura para estar más cómoda.
—Soy detective y podría, ya sabes, buscarlo. Ah, e investigo mucho mejor sin un preso fugado esposándome a cualquier chisme metálico que se le pone al alcance de la mano.
Se detuvo y me miró fijamente.
—Entonces, ¿estás diciendo que haces mejor tu trabajo cuando yo no estoy por en medio?
—Sí.
Ya empezaba a sentirme molesta en aquella postura tan incómoda. Se inclinó hacia mí y me susurró al oído:
—Contaba con ello.
—Un momento, ¿vas a dejarme ir?
—Por supuesto. ¿Cómo si no vas a encontrar a Walker?
—Entonces, ¿por qué me has esposado a la cama?
Una sonrisa tersa como el cristal se dibujó en su rostro.
—Porque necesito un poco de ventaja. —Antes de que pudiera replicar, alzó un papel ante mi cara—. Estos son los nombres de los últimos socios conocidos de Earl Walker.
Ladeé la cabeza y leí.
—¿Solo tenía tres amigos?
—No era muy popular. Créeme, uno de estos hombres sabe dónde está.
Se sentó a mi lado, sus ojos oscuros brillaron en la penumbra y en ese momento fui plenamente consciente de estar en presencia de Reyes Farrow, un hombre por el que llevaba chiflada más de una década, un ser sobrenatural que rezumaba sensualidad del mismo modo que otras personas transmitían inseguridad. Metió el pedacito de papel en uno de mis bolsillos, pero no apartó su mano de mi cadera.
—Reyes, quítame las esposas.
Cerró la boca y volvió el rostro hacia otro lado.
—No respondería de mí mismo si lo hiciera.
—No te pido que lo hagas.
—Pero se presentarán aquí de un momento a otro —dijo, con cierto pesar.
—¿Qué? —pregunté, sorprendida—. ¿Quiénes?
Se levantó y rebuscó en la bolsa antes de volverse a arrodillar a mi lado.
—Por lo visto, he aparecido en las noticias de las diez. La recepcionista me ha reconocido y seguramente ha avisado a la policía en cuanto hemos salido por la puerta.
Me quedé boquiabierta.
—¿Por qué no me lo has dicho?
—Porque esto tiene que parecer verosímil.
—No puedo creer que se me haya pasado por alto. —En ese momento comprendí para qué quería la cinta adhesiva—. ¡Espera! —dije al ver que empezaba a desenrollarla—. ¿Cómo has conseguido enviarme un mensaje desde el número de mi hermana?
—Yo no he sido —contestó, con una sonrisa burlona, y antes de que pudiera protestar, la cinta adhesiva me cubría parte de la cara.
Reyes recogió el petate, me levantó la barbilla con la palma de la mano y me plantó un beso en medio de la cinta. Cuando creyó estar listo —y yo al borde de la asfixia— me miró a los ojos con expresión compungida.
—Esto te va a doler.
¿Qué?, pensé, medio segundo antes de ver las estrellas y que el mundo se fundiera en negro.