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Cuando todo te viene de frente es que te has equivocado de carril.

(Camiseta)

Una ligera llovizna empañaba el ambiente y los faros de los coches que venían de frente se abrían en un espectro de colores salpicados de decenas de arco iris en miniatura. La lluvia había cesado, pero unos nubarrones tapaban las estrellas. Reyes parecía haberse dormido. Con todo, no tenía la más mínima intención de jugármela intentando escapar, por mucho que siempre hubiera querido poner en práctica lo de salir de un vehículo en marcha dando una voltereta, como en las películas. Con la suerte que tenía, seguramente acabaría arrollada por el coche de atrás en medio de la interestatal. Un momento. Acababa de tener una idea: Cookie y yo podíamos hacernos especialistas.

Practiqué una pequeña maniobra de evasión, más que nada porque a los directores de cine les encantaban esas cosas, y Reyes se sacudió en el asiento. Se llevó una mano al costado con una breve inspiración. Era evidente que le dolía y, por la cantidad de sangre que empapaba el mono, la herida era de consideración. Tanto él como yo nos curábamos deprisa, mucho más que los demás. Esperaba que eso bastara para mantenerlo con vida hasta que pudiera encontrarle ayuda.

Fui soltando el aire poco a poco, preguntándome cómo era posible que alguien me aterrara de aquella manera y, al mismo tiempo, me preocupara tanto su bienestar. La realidad volvió a imponerse. Un preso fugado me había tomado de rehén y, en una escala del uno al diez, aquello alcanzaba las dos cifras del surrealismo. Mi yo optimista, ese que veía la botella medio llena, estaba —preocupantemente— un pelín eufórico. Al fin y al cabo, no se trataba de un preso fugado cualquiera, sino de Reyes Farrow, el hombre que poblaba mis sueños con mucha más sensualidad de la que sería legal mostrar en público.

Hacer de chófer de un delincuente acusado de asesinato, con un cuchillo de factura casera que no dejaba de clavarme en las costillas cada vez que encontrábamos un bache en la carretera, no entraba dentro de mis planes para esa noche. Tenía un caso. Tenía que ir a varios sitios y ver a unas cuantas personas. Y dos películas de terror que estaban esperándome para hacer estragos en mi sistema nervioso.

—Toma la salida de San Mateo.

Di un respingo. Me volví hacia él, un poco más envalentonada que una hora antes.

—¿Adónde vamos?

—A casa de mi mejor amigo. Compartí celda con él durante más de cuatro años.

—¿Amador Sánchez? —pregunté, sin poder ocultar mi sorpresa.

Amador Sánchez había ido al instituto con Reyes y parecía ser su único nexo con el mundo exterior antes de que también lo detuvieran a él por agresión con arma de fuego con resultado de lesiones graves. Contra un policía, nada más y nada menos. No había sido la decisión más acertada. Lo que ni Neil Gossett ni yo conseguíamos comprender era cómo Amador y Reyes habían acabado compartiendo celda durante cuatro años. Y eso que Neil era el subdirector de la cárcel. Si él no lo sabía, no lo sabía nadie. Estaba claro que en el currículo de Reyes ponía algo más que simple «general de los ejércitos del averno».

Reyes abrió los ojos y se volvió hacia mí.

—¿Lo conoces?

—Sí, de cuando intentaba encontrar tu cuerpo.

Al que eché un vistazo sin poder contenerme. Lo habían atacado cientos de demonios, prácticamente lo habían hecho pedazos, y dos semanas después aún seguía allí, recuperado casi por completo. Al menos de aquello.

Esbozó una amplia sonrisa.

—Veo que no fue de gran ayuda.

—Por favor. Tienes que haberle hecho algo.

Se rio suavemente.

—Se llama amistad.

—Se llama chantaje y, para que lo sepas, es ilegal en muchos países.

Lo miraba de reojo en el momento en que los faros de un coche que venía en dirección contraria iluminaron las motas verdes y doradas de sus ojos, unos ojos de mirada cálida y tranquilizadora, acompañados de una sonrisa. Casi me dejo dominar por la sensiblería.

Parpadeé y volví la vista al frente.

—¿Qué hora es? —preguntó, tras un largo silencio.

Consulté el reloj del salpicadero.

—Son casi las once.

—Llegamos tarde.

—Vaya, cuánto lo siento —dije, rezumando sarcasmo—, no sabía que habíamos quedado a una hora en concreto.

Nos detuvimos delante de la casa de los Sánchez, una impresionante vivienda de adobe de tres plantas, tejado de tejas y una entrada con vidrieras, en Heights. A duras penas encajaba con la imagen de un ex presidiario que había cumplido condena por agresión. En realidad, parecía más propia de alguien con una condena por evasión de impuestos o por algún tipo de desfalco.

Puede que la hubiera ocupado.

—Acerca el coche al garaje y haz una señal con los faros.

Un tanto sorprendida de hasta qué punto había planeado su fuga, hice lo que me ordenó. La puerta del garaje se abrió de inmediato.

—Entra y apaga el motor.

Conocía a Amador y a su mujer, y he de admitir que se trataba de una pareja encantadora, por lo que la situación resultaba rocambolesca, había algo que no encajaba, como Suzy Derbis en las Girl Scouts antes de diagnosticarle hiperactividad y medicarla.

—Creo que no me gusta el plan.

Holandesa.

Me volví hacia él y vi que tenía los ojos vidriosos y había empalidecido. Era evidente que había perdido mucha sangre. Si huía en ese momento, no podría alcanzarme.

—No dejaré que te pase nada —dijo.

—No estás en situación de hacerte el caballero andante. Deja que me vaya.

Torció el gesto levemente.

—Lo siento, pero no puedo.

Alargó la mano y me asió por el brazo, como si temiera que fuera a echar a correr.

No puedo negar que no se me hubiera pasado por la cabeza. ¿Podría darme alcance con lo débil que parecía?

—Aparca el coche —dijo.

Inspiré hondo, metí el vehículo en el garaje de doble plaza y apagué el motor a regañadientes. La puerta del cobertizo bajó y así fue cómo acabé encerrada con una banda de criminales. Cuando se encendieron las luces, una familia al completo apareció por la puerta lateral.

Reyes se incorporó con una ligera mueca de dolor y dirigió una sonrisa sincera al hombre que le abrió la puerta, Amador Sánchez. La esposa de Amador, Bianca, esperaba detrás, impaciente, con un niño pequeño en brazos y una niña de la mano. La mujer me saludó a través del parabrisas.

Le devolví el saludo —por lo visto, el síndrome de Estocolmo tenía efectos inmediatos— viendo cómo Amador introducía el cuerpo en el interior del vehículo y estrechaba a Reyes en un abrazo de oso.

—Hola, amigo —dijo, dándole unas contundentes palmadas en la espalda.

Reyes apretó los dientes, reprimiendo una maldición.

—Llegas tarde —añadió.

Amador Sánchez era un hombre atractivo de treinta y pocos, pelo corto y oscuro, ojos castaños y esa seguridad en uno mismo que los chicanos parecían llevar en la sangre.

—Eso díselo a la conductora —masculló Reyes—. Quería escaparse.

Amador me miró y me guiñó un ojo.

—Lo entiendo, señorita Davidson. Yo también lo intenté durante cuatro años.

Reyes se echó a reír. Reía. Era la primera vez que lo oía reír de verdad. A pesar de la confusión que reinaba en mi interior, una extraña sensación de felicidad se abrió camino hasta la superficie.

—Estás herido.

El hombre retrocedió para verlo mejor.

—¡Quita, papá! Que no veo.

La preciosa niña de largos rizos negros empujó ligeramente a su padre para poder pasar y frunció sus diminutas cejas.

—Tío Reyes, ¿qué ha pasado?

Reyes le sonrió.

—Voy a decirte algo muy importante que no debes olvidar, Ashlee. ¿Estás lista?

Al asentir, los rizos brincaron alrededor de su cabecita.

—Nunca, jamás, por nada del mundo te subas a la parte trasera de un camión de la basura.

—Ya te dije que era mala idea —se lamentó Amador.

—Para empezar, fue idea tuya.

Bianca se adelantó.

—Entonces, peor que mala. —Se inclinó sobre él y la preocupación se dibujó en su bello rostro al intentar apartar el mono empapado de sangre de la herida—. No puedo creer que le hicieras caso.

—Y yo no puedo creer que te casaras con él.

Lo miró con los ojos entrecerrados, aunque su expresión delataba más las ganas de echarse a reír que las de reprenderlo. Y amor. Amor genuino, sincero. De pronto sentí un extraño ataque de celos. Lo conocían mejor que yo, tal vez mejor de lo que jamás llegaría a conocerlo. Era algo que no había sentido nunca, pero últimamente parecía ser la única emoción que me asaltaba cuando me encontraba ante las personas que formaban parte de la vida de Reyes.

—¿Cuándo entrarás en razón y te divorciarás de él? —preguntó Reyes.

Bajé la vista. Bianca era toda una belleza. Igual que su hija, tenía unos enormes ojos de una viveza extraordinaria y el largo cabello oscuro le caía en gruesos rizos sobre los hombros.

—Está enamorada de mí, pendejo —dijo el marido, encogiéndose de hombros—. A saber por qué.

—Yo me casaré contigo, tío Reyes.

Reyes rio de nuevo y le dedicó una cariñosa sonrisa.

—Entonces seré el hombre más afortunado de la Tierra.

Ashlee saltó a su regazo y su madre lanzó un chillido, cogida por la sorpresa.

—¡No, amor mío!

Reyes la tranquilizó con un guiño y estrechó a la niña contra él con suma cautela, intentando no mancharla de sangre. Parecía disfrutar genuinamente de aquel momento, como si llevara mucho tiempo esperando aquel abrazo. Las lágrimas asomaron a los ojos de Bianca cuando esta se inclinó para besarlo en la mejilla. Reyes alargó la mano y la atrajo hacia él para abrazarlas a las dos.

Cuando volví a alzar la vista, Amador sonreía con evidente satisfacción, y entonces comprendí que me hallaba en medio de una reunión familiar largamente esperada. No debería estar allí. Por muchas razones, no debería estar allí.

Reyes miró al jovencito pegado a la falda de su madre y le sonrió.

—Hola, señor Sánchez.

—Hola —contestó el niño, formándosele unos hoyuelos en las mejillas—. ¿Vas a vivir con nosotros?

Bianca ahogó una risita y lo levantó del suelo para que Reyes pudiera verlo.

—Creo que a tu padre no le haría demasiada gracia, Stephen. —Estrechó con gran solemnidad la manita que el niño le tendía—. Veo que ya estás hecho todo un hombrecito.

El niño se echó a reír.

—Vale, vale —dijo Amador, en segundo plano—. Dejad respirar al tío Reyes.

Stephen se volvió hacia su padre.

—¿Puede vivir con nosotros, papá?

Porfi, porfi —se sumó Ashlee.

—Es evidente que nunca habéis vivido con el tío Reyes. Da mucho miedo. Y ronca. ¡Todo el mundo adentro!

Los niños echaron a correr perseguidos por su padre. A continuación, Amador se quedó mirando a Reyes con semblante serio y le preguntó:

—¿Puedes andar?

—Creo que sí.

Se pasó el brazo de Reyes sobre los hombros y fue enderezándose poco a poco.

—No recuerdo que esto formara parte del plan.

—Ella tiene la culpa —dijo Reyes, señalándome con un gesto de cabeza cuando me bajaba de Misery.

—Creo que va a echarte la culpa de todo, Charley —dijo Bianca, riendo.

—No me extrañaría. ¿Os hecho una mano?

Reyes se detuvo y se volvió hacia mí como si la pregunta lo hubiera sorprendido. La sonrisita que esbozó me detuvo el corazón y vi un brillo de agradecimiento en sus ojos. Aunque tampoco se me pasó por alto el mudo intercambio de miradas entre Bianca y Amador, y la sombra de una sonrisa en los bellos labios de Bianca.

—¡Mamá, mamá!

Ashlee entró en el garaje con tanta prisa que casi tropezó con Reyes y su padre.

—Cuidado, mi’ja.

Bianca acogió a la exaltada niña entre sus brazos.

—Hay un policía en la puerta.

—¿Me deja la pistola?

Creí que me desmayaba cuando oí la sentida petición de Stephen. Nos habían escondido en el cuarto de la colada, con la esperanza de que los agentes solo estuvieran haciendo una recolecta para la recogida anual de alimentos. Una lamparita nocturna iluminaba el reducido espacio y el cuarto olía a flores silvestres en primavera.

Mi’jo, ya sabes que no se juega con armas —dijo Amador en tono cariñoso.

—Solo quiero tocarla. No jugaré con ella. Lo prometo.

Una risa cantarina llenó el aire e imaginé la sonrisa reprobadora de Bianca.

—Stephen, el agente está hablando —lo reprendió, con delicadeza.

El hombre se aclaró la garganta.

—Como decía, estamos visitando a los antiguos socios de Reyes Farrow.

Se había acabado. Los niños nos delatarían en un abrir y cerrar de ojos. Sería como quitarle un caramelo a una criatura.

Allí estaba yo, rodeada de pilas de ropa recién lavada con un preso fugado por compañía. Si el agente nos encontraba, tendría más pinta de cómplice que de rehén, acurrucada en la oscuridad.

¿Qué demonios estaba haciendo? Aquella era mi oportunidad. El momento que había estado esperando. Podía poner fin a aquella locura en un instante.

Empecé a alargar la mano hacia el pomo cuando vi que un brazo me pasaba por encima del hombro. Reyes apoyó la palma de la mano contra la puerta y se acercó a mí, por detrás.

Su aliento me acarició la cara.

—Cuarenta y ocho horas —susurró, envolviéndome en el calor que desprendía su cuerpo—. Es lo único que necesito —añadió.

En ese momento, la firme convicción de que Reyes no había tenido un juicio justo pesó más que cualquier otra cosa. Tal vez merecía escapar y vivir en libertad. Nadie sabía a ciencia cierta lo que había ocurrido. La muerte de Earl Walker podría deberse a un accidente o, lo que parecía más probable, podría haberse producido mientras Reyes intentaba defenderse de aquel monstruo. ¿Qué más me daba si escapaba?

Hasta que, como si me hubieran echado un jarro de agua fría, comprendí la razón de mis vacilaciones. Si huía, si se convertía en un fugitivo, tendría que irse. Tendría que fugarse a México, a Canadá o a Nepal y vivir siempre con el alma en vilo.

No volvería a verlo nunca más.

Inspiré hondo y solté el aire despacio. Reyes esperaba una respuesta.

—¿A qué te refieres? —pregunté, fingiendo que no sabía para qué necesitaba el tiempo. Se tardaba un poco en obtener documentación falsa, no era tan sencillo fabricar una nueva identidad—. ¿Qué vas a hacer con cuarenta y ocho horas?

Se acercó un poco más, como si no quisiera que nadie nos oyera.

—Encontrar a mi padre.

Vale, ahora sí lo escuchaba. Me volví para tenerlo de frente, intentando no hacer ruido. No fue fácil. No cedió ni un centímetro, cosa que me obligó a levantar la vista para mirarlo a los ojos.

—Puedo encontrar a tu padre en quince minutos.

Enarcó las cejas, interesado, y ladeó la cabeza con curiosidad.

—Cementerio de Sunset —señalé con el pulgar por encima del hombro más o menos en aquella dirección— y dudo que vaya a ir a ninguna parte.

La sombra de una sonrisa asomó en la comisura de sus labios.

—Si mi padre está en el cementerio —contestó, en tono burlón—, habrá ido a visitar a su difunta tía Vera. Algo bastante improbable, teniendo en cuenta que se llevaban a matar.

Fruncí el ceño, lamentando que no me hubieran permitido echarle un vistazo a su perfil psicológico.

—No te entiendo.

Bajó la vista al suelo y cerró los ojos, lanzando un suspiro.

—Earl Walker está vivo —confesó, a regañadientes. Volvió a abrirlos al cabo de un largo silencio. Las arrugas de su rostro evidenciaban su preocupación—. Fui a la cárcel por matar a alguien que sigue vivo, Holandesa.

Eso era imposible. Por mucho que deseara creerlo, no podía. El forense había identificado el cuerpo. Estaba calcinado, por lo que habían tenido que recurrir a la ficha dental, pero habían dado con una coincidencia. Según las transcripciones del juicio, el propio Reyes había identificado el anillo de promoción de su padre, el cual habían encontrado en el dedo del cadáver.

Reyes tenía que estar equivocado… o… ¿qué? ¿Loco?

La duda debió de reflejarse en mis ojos. Agachó la cabeza lanzando un suspiro de resignación y retrocedió un paso. ¿Me dejaba ir? ¿Iba a ser así de sencillo?

Sin embargo, cuando volvió a mirarme, la sombría determinación había regresado a su rostro y comprendí que la respuesta a mis preguntas era un no rotundo. Si hasta ese momento no había conseguido convencerme de hasta dónde estaba dispuesto a llegar para conseguir lo que deseaba, lo siguiente que dijo lo dejó muy claro.

—Cinco mil quinientos cuarenta y siete de Malaguena.

Me quedé helada, intentando asimilar el significado de sus palabras. Se me detuvo el corazón, incapaz de dar crédito a lo que acababa de oír, invadida por la extraña sensación de haber sido traicionada. No ocurría cada día que un preso fugado recitara en voz alta la dirección de mis padres. Hasta su último ademán respaldaba la seriedad de la amenaza. Se me quedó mirando, esperando a que comprendiera que no me quedaba otra opción más que cooperar.

—Y mi influencia va mucho más allá de los muros de esa prisión —añadió, ladeando la cabeza en un gesto cargado de sentido.

Imaginé a mi padre, su cálida sonrisa. A pesar de que intentaba obligarme a dejar el negocio, haría lo que fuera por él, incluso convertirme en cómplice de alguien. Miré a Reyes con odio reconcentrado mientras luchaba contra las ardientes lágrimas que me abrasaban los ojos. Nuestra relación había alcanzado un nuevo mínimo lleno de desprecio y desconfianza. ¿Cómo era posible que hubiera llegado a sentir lástima por él?

Me lo quedé mirando, negándome a contestar, dejando que la rabia que se agitaba en mi interior echara raíces, decidiera mis acciones, endureciera mi corazón. Había sido una idiota. Se había acabado. Nunca más.

—Nos entendemos, ¿verdad? —preguntó.

No había movido ni un solo músculo. Se limitaba a esperar, mirándome como si estuviera dándome tiempo para que interiorizara la amenaza velada y sopesara las consecuencias de las medidas que pudiera emprender en su contra.

Le sostuve la mirada.

—Eres un gilipollas.

Su sonrisa no fue nada amistosa.

—Entonces nos entendemos.

La puerta se abrió y me hice a un lado sin apartar los ojos. Si quería guerra, tendría guerra.

Nos hicieron pasar a una cocina espaciosa, equipada con electrodomésticos de anuncio y el horno eléctrico más alucinante que hubiera visto en mi vida, mientras Bianca acostaba a los niños. Por lo visto, habían esperado levantados para ver a su tío Reyes. Pobrecitos. No tenían ni idea de lo disfuncionales que eran sus familiares, incluso los postizos.

Amador bajó las persianas y empezó a desnudar a Reyes mientras Bianca se apresuraba a traer todo lo que tenían en el botiquín. No pude evitar que se me fueran los ojos cuando se deshizo del mono y detrás fue el uniforme de la cárcel. No llevaba absolutamente nada debajo e intenté mirar hacia otro lado, pero incluso herido parecía un dios griego, con aquella piel que se amoldaba a la perfección a las colinas y valles que formaban sus músculos. Bianca le envolvió una toalla alrededor de la cintura mientras Amador inspeccionaba la herida.

—Necesito una ducha —dijo Reyes, tragándose tres calmantes que Amador le había dado.

Amador sacudió la cabeza.

—No sé, hermano. Si se infecta…

—Se curará antes de que le dé tiempo a infectarse. Pásame ese bote de agua oxigenada —dijo, señalando la mesa— y me pondré bien.

Mientras hablaba, lo rodeé para ver mejor, y por poco que no me desmayo de la impresión. Era como si le hubieran triturado el costado izquierdo, recorrido por incisiones profundas que dejaban músculos y huesos expuestos a la vista. Era imposible que aquellas heridas no estuvieran acompañadas de un mínimo de dos costillas rotas, seguramente más. Unos oscuros moretones empezaban a extenderse por el abdomen y el pecho.

—Por Dios bendito —musité, alargando una mano en busca de una silla.

—¡Charley! —Alarmada, Bianca se acercó corriendo para ayudarme a tomar asiento—. ¿Estás bien?

—Sí —aseguré, abanicándome—. No. —Volví a ponerme en pie y me enfrenté a Reyes con furia renovada—. ¿Por qué haces esto? ¿Por qué pones tu vida en peligro?

Holandesa —dijo, en tono de advertencia.

—No, esto es una locura. ¿Para qué? No va a llevarte a ninguna parte.

—Gracias por el voto de confianza.

—Ya sabes a lo que me refiero. —Me acerqué, obligándome a no apartar los ojos de su cara—. Te encontrarán. Siempre acaban encontrándote.

Holandesa —repitió, alargando la mano y tomándome la barbilla—, tengo un plan. —Miró a Amador de reojo, sin darme oportunidad a replicar—. A propósito, también necesitaré cinta adhesiva y unas esposas.

Amador sonrió burlón. Bianca suspiró, con una expresión beatífica que relajó su semblante.