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Me arrepiento de todas las veces que no quise echarme la siesta de pequeño.

(Camiseta)

Me desnudé y me encogí ligeramente cuando el agua hirviendo fue lamiéndome las piernas y el cuerpo a medida que entraba en la bañera. Me envolvió un calor sofocante al tiempo que el vapor penetraba en mi piel, y mis párpados empezaron a cerrarse despacio casi de inmediato. Mis pensamientos vagaron hacia verdes praderas. Praderas con una cama de dosel en medio de un campo de altas hierbas, con suaves y sedosas almohadas de plumón que pedían a gritos que durmieses en ellas. Y patitos. A saber por qué, pero había patitos. Me froté los ojos, obligándome a regresar al presente, y me retiré un mechón mojado detrás de la oreja. Después de todo, tal vez no había sido tan buena idea. Si tenía intención de pasarme otra noche en vela, lo último que me convenía era un baño caliente y relajante.

Me enjaboné rápidamente y me sumergí por completo para aclararme. Antes de volver a incorporarme, me quedé mirando el centelleo de la luz por debajo del agua. A regañadientes, quité el tapón con el dedo del pie para vaciar la bañera y me levanté para alcanzar una toalla, con la que me envolví la cabeza y me escurrí el pelo.

El desagüe borbotaba formando remolinos de agua a mis pies, contra los que sentí algo sólido. Bajé la toalla lentamente. Un calor delator subió por mis piernas, enroscándose a su alrededor como una voluta de humo, y Reyes se materializó delante de mí. El agua resbalaba por sus hombros relucientes. Cerró una mano sobre mi cuello y me hizo retroceder hasta la fría pared embaldosada, en drástico contraste con el fuego abrasador que desprendía su cuerpo. Me lanzó una mirada dura y despiadada.

Sin embargo, antes de que pudiera reaccionar, ese deseo tan familiar hizo presa en mí. Me armé de valor, opuse resistencia, pero era como hacer frente a un tsunami con un tenedor. Se acercó un poco más sin apartar sus ojos de los míos, unos ojos castaños de mirada entornada e inquisitiva.

Sentí que me apartaba las piernas con la rodilla.

—¿Qué haces? —pregunté, ahogando un grito cuando el calor penetró hasta lo más profundo de mi ser.

Me arrancó la toalla de las manos sin mediar palabra y la arrojó a un lado.

—Reyes, espera. No quieres estar aquí. —Planté las manos en su pecho—. No quieres hacer esto.

Se inclinó hacia mí hasta que nuestros labios casi se tocaron.

—No más de lo que tú lo quieres —contestó, desafiándome a rebatir sus palabras, que acariciaron mis labios como el terciopelo.

Olía a tormenta eléctrica, a tierra y a aire puro. Alzó una mano para levantarme la barbilla mientras la otra se deslizaba entre mis piernas. El estómago me dio un vuelco al sentir sus dedos, tan sensible ante el mínimo contacto que casi me corrí allí mismo.

En ese momento llamaron a la puerta y volví la cabeza, con el ceño fruncido.

—Todavía no —advirtió Reyes, mientras sus dedos seguían indagando en mi interior, recuperando mi atención.

Gemí y le así la muñeca para apartarlo. Sin embargo, lo atraje todavía más, me aferré a él, ansiando el orgasmo.

Arrimó su cuerpo fornido al mío y bajó la cabeza hasta que sus labios rozaron mi oreja.

—Quédate conmigo —susurró, con voz profunda.

Me soltó la barbilla, me tomó una mano y la deslizó por su sólido abdomen.

La persona que llamaba a la puerta insistió y sentí que me arrancaban de él.

Holandesa —gimió, cuando mi mano rodeó su erección, pero el agua empezó a subir a nuestro alrededor, como si nos encontráramos en medio de una riada, hasta que sentí que me ahogaba.

Me incorporé sobresaltada, salpicando agua por todas partes y vertiendo parte de ella por el borde de la bañera, cuando recordé dónde estaba.

—¿Vale? —oí que decía una voz. Amber.

—¿Qué, cariño? —dije, intentando secarme la cara—. No te he oído.

—Me voy a casa. Mi móvil casi no tiene batería y tengo que llamar a Samantha. Su novio ha roto con ella y por lo visto está a punto de acabarse el mundo.

Intenté respirar despacio.

—Vale, cariño. Nos vemos mañana —contesté, casi sin aliento.

—Vale.

Intenté tranquilizarme, controlarme, abrir los puños y soltar la toalla empapada que en algún momento había metido en la bañera. Cuando conseguí calmarme, recogí las piernas y descansé la barbilla en las rodillas, esperando que acabara de pasar la tormenta que se había desencadenado en mi interior.

Aquello era cada vez más absurdo. Si lo había encadenado, ¿cómo era posible que siguiera apareciéndose en mis sueños? ¿Qué narices estaba ocurriendo? Y no digamos ya el hecho de que me hubiera quedado dormida en una bañera. Podría haberme ahogado.

Maldito hijo de Satán.

Sonó la alarma del móvil, cosa que me informó de que me había perdido algo. Alargué la mano, temblorosa, y lo cogí del tocador. Mi hermana, Gemma, me había enviado un mensaje. Tres, en realidad. El coche la había dejado tirada, no conseguía ponerse en contacto con nuestro padre y quería que la recogiera en el veinticuatro horas que había a la salida de Santa Fe. Intenté llamarla mientras salía de la bañera, pero contestó una voz impertinente diciendo que su teléfono estaba apagado o fuera de cobertura. Genial. Había dicho que casi no le quedaba batería. Tal vez era eso.

No me quedaba más opción, así que me sequé como pude, me puse unos vaqueros, una sudadera de Blue Oyster Cult, las botas de motorista que con tanto esfuerzo me había ganado y salí del cuarto de baño. La televisión estaba apagada y el salón, a oscuras.

No perdí el tiempo secándome el pelo antes de salir de casa y advertí al señor Wong que no dejara entrar a extraños, que de eso ya me encargaba yo. Una lluvia helada me acribilló la cara mientras corría hacia Misery, jurándome por lo más sagrado que si Gemma no estaba en el veinticuatro horas cuando llegara allí, iniciaría en serio mi insigne carrera de cosechadora de almas, empezando por la suya. Alguien tenía que ser el primero.

Una cortina de lluvia helada golpeaba el parabrisas mientras me dirigía a Santa Fe por segunda vez en el mismo día. El pelo, pegado a la cabeza en estado sólido, iba descongelándose poco a poco. Al menos era más fácil mantenerse despierta al borde de la hipotermia. Misery ponía todo de su parte por hacerme entrar en calor y, las cosas como son, tenía los dedos de los pies medio chamuscados. Tendría que haber llevado una toalla o una manta. ¿Y si pasaba algo? ¿Y si Misery se paraba y yo moría por congelación? Eso no molaría nada.

Me pregunté si Reyes tendría frío alguna vez. Siempre estaba ardiendo, como si poseyera una fuente interna de calor. Tendría que llevar una etiqueta de advertencia que dijera: ALTAMENTE INFLAMABLE.

Cuando por fin conseguí recuperar la sensibilidad, comprendí que la tiritera que me había entrado no se debía a la temperatura, sino a la última visita de Reyes. Menuda sorpresa. Decidí apartarlo de mi mente y concentrarme en el caso que tenía entre manos. Lo primero en el orden del día era utilizar mis contactos sobrenaturales para saber si Teresa Yost seguía viva o no. Lo cierto era que la pobre mujer lo tenía todo en contra, pero con un poco de suerte tal vez hubiera sobrevivido a las artimañas del buen doctor. También tenía que informarme mejor sobre él.

Las nubes seguían descargando sobre Misery con tal violencia que las gotas de agua sonaban como bolas de granizo, cosa que me obligó a reducir la velocidad y a tomar las curvas con mayor prudencia de lo que me habría gustado. Parecía que el cielo y yo estábamos igual de nublados. Los rítmicos manotazos de los limpiaparabrisas fueron calmando las aguas y, por mucho que lo intenté, no conseguí impedir que mis pensamientos vagaran de vuelta a Reyes.

¿Por qué se me había aparecido? A pesar del rencor y de las pocas ganas que tenía de visitarme, allí estaba, disfrutando del momento tanto como yo cada vez que se presentaba.

Aunque, claro, era un hombre. Jamás llegaría a comprender por qué los hombres hacían lo que hacían. Y encima tenían la cara de quejarse de las mujeres.

Tomé la salida que conducía hasta el veinticuatro horas a las afueras de Santa Fe. Se encontraba en una zona bastante apartada, por lo que me pregunté qué recontrademonios estaría haciendo Gemma allí. Por lo que sabía, no era de las que saliera a perseguir liebres con los focos del coche. El camión de reparto que iba delante de mí me obligó a reducir aún más la velocidad, aunque teniendo en cuenta que la lluvia impedía ver más allá de seis metros, en realidad me sentí más segura detrás de él. Me concentré en las luces traseras para no salirme de la carretera. La lluvia en los desiertos agostados de Nuevo México siempre era bien recibida, pero conducir bajo aquel diluvio empezaba a resultar peligroso. Por suerte, el veinticuatro horas profusamente iluminado enseguida apareció ante mi vista. El camión pasó de largo mientras yo me desviaba hacia la zona de aparcamiento, instantes antes de que pisara el freno a fondo. Solo había un coche y lo más probable era que perteneciera al empleado del turno de noche. Miré a mi alrededor en busca del Volvo de Gemma hasta que, estupefacta y furiosa, comprendí algo que me negaba a creer: no estaba allí.

Apreté los dientes para no maldecir en voz alta y volví a llamarla al móvil, sin éxito. Repasé los mensajes de nuevo para asegurarme de que no me había equivocado de sitio. No, no me había equivocado. Tal vez se había confundido y me había enviado a otro veinticuatro horas. Sin embargo, antes de que pudiera tomar una decisión, se abrió la puerta del acompañante. Menos mal. Supuse que el coche la había dejado tirada en medio de la tormenta y había tenido que ir a pata hasta la tienda. No obstante, en vez de la esbelta figura y el cabello rubio de mi hermana, quien subió al coche fue un hombre fornido y empapado, que cerró la puerta detrás de él. Tras los primeros instantes de desconcierto, ante los que más tarde me haría cruces, la adrenalina empezó a correr por mis venas, como si fuera de efectos retardados.

Cookie tenía razón. Siempre estaban a punto de matarme en los sitios más insospechados.

Me abalancé sobre la puerta de mi lado, pero unos dedos largos, que podrían confundirse sin dificultad con unas tenazas, se cerraron sobre mi brazo. El hecho de que conociera la tasa de supervivencia de las mujeres secuestradas me animó a actuar. Me revolví con unos cuantos puñetazos estratégicamente dirigidos mientras buscaba a tientas la manija de la puerta. Cuando me atrajo hacia él con brusquedad, alcé los pies por encima del salpicadero y lo pateé. Sin embargo, el tipo me inmovilizó las piernas con un brazo de hierro y tiró de mí hasta colocarse encima.

Una manaza amortiguó mis chillidos mientras él descansaba todo su peso sobre mí, con lo que me incrustó el salpicadero en la espalda, aunque no por eso dejé de lanzar patadas y revolverme, intentando poner en práctica lo que había aprendido en las dos semanas que aguanté yendo a clases de jiu-jitsu. No tenía ni la más mínima intención de ponérselo fácil.

—Estate quieta y te suelto —dijo, con un gruñido.

Ah, vaya, ahora el señor quería negociar. Retomé las patadas y los arañazos con energías renovadas. El instinto de supervivencia se había hecho con el mando de la situación y ya no era yo quien controlaba mis acciones. El tipo me obligó a echar la cabeza hacia atrás, se inclinó sobre mí y la escalofriante sensación de un objeto frío y afilado contra mi cuello me paralizó al instante. Entré en razón a velocidad vertiginosa, la misma con que comprendí cuán delicada y crítica era mi situación.

—Si no te estás quieta —añadió, con voz ronca—, te corto el cuello ahora mismo.

Durante un minuto interminable solo oí mi propia respiración entrecortada. El torrente de adrenalina que corría por mis venas impedía detener los temblores que me estremecían de pies a cabeza. El hombre estaba empapado, y frías gotas de agua caían sobre mi cara.

Justo entonces percibí una sensación remota y familiar. El calor. A pesar de lo frío que estaba y de lo mojados que llevaba el pelo y la ropa, su cuerpo desprendía un calor intenso que me dejó completamente atónita.

Apoyó su frente contra la mía, como si intentara recuperar el aliento. Luego, me apartó la mano de la boca y la deslizó hacia la nuca para ayudarme a que me incorporara. Continuaba con las piernas sobre el salpicadero cuando me sentó, asiéndome por las caderas —una hazaña sorprendente, dado el espacio reducido—, y volvió a colocar el arma contra mi cuello.

Su imponente silueta se cernía sobre mí y en ese momento atisbé el uniforme de la cárcel por debajo de un mono de trabajo, mugriento y medio raído.

—No voy a hacerte daño, Holandesa.

Al oír mi nombre, el nombre que él me había puesto, sentí que una descarga eléctrica recorría todo mi ser.

Seguía con los ojos clavados en él cuando un relámpago iluminó el estrecho cubículo y me encontré ante la intensa mirada de Reyes Farrow. Me quedé sin palabras. Había escapado de una prisión de máxima seguridad. ¿Qué podía haber más surrealista que aquello?

Reyes temblaba de frío, lo que contestaba una de las preguntas que me había hecho unos minutos antes. Aunque en sus ojos se adivinaba la desesperación, sus acciones inspiraban algo muy distinto. Parecía tenerlo todo bajo control, por lo que era evidente que mantenía la cabeza fría. Una firme determinación dictaba todos sus movimientos. No dudé ni por un instante que cumpliría su amenaza de matarme si se veía obligado a ello. Además, en cualquier caso, ya estaba muy cabreado conmigo.

—Llévate el jeep —dije, preguntándome cómo era posible que me intimidara de aquella manera.

Sí, de acuerdo, nunca había tenido miedo de nada, salvo de él, aunque hiciera poco que hubiera averiguado que era justamente él aquello que siempre había temido.

Entrecerró los ojos. Se inclinó sobre mí y estudió mi rostro sin prisas. Quise apartarme de él, pero me resultó imposible. No, después de lo que habíamos hecho aquellas últimas semanas. No, después de lo que era capaz de hacerme sentir. Y ahora me encontraba allí, con un cuchillo en la garganta, amenazada por el mismísimo hombre cuyo nombre gritaba en sueños.

—Es tuyo —insistí—. Llévatelo. No llamaré a la policía.

—Eso es justo lo que pienso hacer.

En cierto modo, aquello se alejaba diametralmente de nuestros encuentros anteriores, sobre todo porque se trataba de él, de Reyes Alexander Farrow, de Rey’aziel, del hijo de Satán en persona. Aparte de esa misma mañana, nunca había tratado con aquella parte de él, con una bestia capaz de hacer trizas a un hombre durante los anuncios, según lo que Neil Gossett me había contado.

Consultó la hora en su reloj de pulsera aprovechando el estallido de luz de un nuevo relámpago. Solo entonces me percaté de la tensión que se acumulaba en sus músculos, como si le doliera algo.

—Llegamos tarde —dijo, con sequedad, mientras el atisbo de una sonrisa ladeada se esbozaba levemente en su rostro—. ¿Por qué has tardado tanto?

Fruncí el ceño.

—¿Tarde?

Su sonrisa vaciló y rechinó los dientes, inclinándose hacia delante y volviendo a apoyar su frente contra la mía. Entonces comprendí que estaba herido. Sentí que se desmayaba medio segundo sobre mí, como si por un momento hubiera quedado inconsciente. Sacudió la cabeza con brusquedad, obligándose a mantenerse despierto y asió el volante en busca de apoyo antes de volver a concentrarse en mí.

De pronto tuve la sensación de que la historia se repetía en mi cabeza y regresaba a aquella noche en que un adolescente caía al borde del desmayo por culpa de la paliza que estaba recibiendo, con los brazos alzados en un intento inútil de protegerse de su agresor. La imagen arrastró consigo la empatía, la necesidad acuciante de ayudarlo.

Les hice frente. Ya no se trataba de un adolescente, sino de un hombre, de un ser sobrenatural que apretaba un cuchillo contra mi cuello. De un hombre que llevaba más de una década en la cárcel, moldeado, templado y endurecido por el odio y la rabia que se engendran en esos sitios. Como si crecer en el infierno no hubiera alimentado suficiente aquellos sentimientos. Si no era un caso perdido antes de ingresar en prisión, ahora seguro que sí. No podía dejarme llevar por la compasión, a pesar de lo que hubiera pasado entre nosotros. Los chicos buenos no utilizaban cuchillos para salir con chicas. Tal vez sí era digno hijo de su padre.

Miré de reojo la mano con que se aferraba al volante como si su vida dependiera de ello y en la que empuñaba el cuchillo de confección casera. Su estado me recordó algo que me había dicho hacía un tiempo: «Cuídate del animal herido».

—¿Por qué lo haces? —pregunté.

—Porque de otro modo huirías —contestó con toda naturalidad, abriendo los ojos.

—No, me refiero a que… ¿por qué has escapado?

Frunció el ceño.

—Era la única forma de salir de allí.

De nuevo torció el gesto, atravesado por el dolor.

Bajé la vista. El mono oscuro estaba empapado de sangre y se me escapó un grito ahogado.

—Reyes…

Alguien llamó a la puerta de mi lado con tanta brusquedad que ambos dimos un respingo. Volví a sentir la hoja del cuchillo en la garganta al instante. Un auténtico animal herido.

—Si haces algo…

Rechiné los dientes.

—¿Lo dices en serio?

Holandesa —me advirtió, en tono amenazador.

—No haré nada.

Aunque hubiera encontrado la determinación para enfrentarme a él, el cuchillo estaba demasiado cerca para intentar una insensatez. Si bien no era que se me conociese por mi buen juicio, precisamente.

—No quiero hacerte daño, Holandesa.

—Yo tampoco quiero.

—Entonces no me obligues a ello.

Alguien volvió a golpear la puerta.

Alargué la mano para abrir la cremallera de la ventanilla de plástico y Reyes presionó un poco más la punta del cuchillo contra mi piel.

—No va a irse sin más —le dije, mirándolo fijamente—, tengo que hablar con él.

Al ver que no decía nada, alargué la mano y esta vez sí abrí la ventanilla, aunque solo un resquicio. Seguía diluviando. En ese momento sentí el pulgar de Reyes acariciándome los labios y me volví hacia él, desconcertada. Bajó la vista, demoró su intensa mirada en mis labios unos segundos y finalmente inclinó la cabeza para besarme. Enseguida supe qué pretendía. ¿Quién haría preguntas a una pareja que había decidido aprovechar que estaban atrapados en el coche por el mal tiempo?

El beso fue de una delicadeza inesperada. Fluido y cálido. Su lengua se deslizó entre mis labios y los abrí, dándole acceso, dejando que lo arrastrara la pasión. Y así lo hizo. Ladeó la cabeza y hundió la lengua en mi boca mientras sus labios abrasaban los míos. ¿Podía existir algo más irónico? Aquella era la primera vez que nos besábamos de verdad, en vivo, dos personas de carne y hueso.

Sin pensarlo, alargué las manos hacia su pecho, duro y ardiente. Un brazo de acero se deslizó por detrás de mi cuello y me atrajo hacia él. A pesar de la ternura reposada de sus movimientos, estaba tenso, listo para actuar en cuanto fuera necesario.

No debía confundir aquello con más de lo que era. Por mucho que encontrarme entre los brazos de Reyes Farrow y sentir sus labios sobre los míos fuera como estar en el paraíso, los tribunales lo habían declarado culpable de asesinato. Además, estaba desesperado y los hombres desesperados hacían cosas desesperadas.

—Ya veo que por aquí está todo controlado.

Sobresaltada, me separé de él y alcé la vista para toparme con un hombre de edad avanzada que se reía entre dientes, ataviado con un impermeable de color amarillo vivo.

—Personalmente, habría preferido el asiento de atrás, pero para gustos, los colores.

Me volví hacia el rostro enmarcado por el hueco de la ventanilla y sentí la presión de una hoja contra mi cuello, inclinada de tal manera que el hombre no alcanzara a verla. Acababa de dirigir mi mejor sonrisa al tipo que prácticamente estaba ahogándose al otro lado de la puerta cuando sentí que el dolor volvía a traspasar a Reyes y la punta del cuchillo me perforó la piel. Di un ligero respingo al notar que manaba sangre. Reyes dejó de presionarlo al instante.

—Lo siento —dije con voz entrecortada al hombre del impermeable—. Solo estábamos aprovechando el tiempo.

—Lo entiendo —contestó, con una amplia sonrisa—. Tal vez les convendría aparcar un poco más lejos. Nunca se sabe si alguien más querrá detenerse aquí con la que está cayendo.

—Gracias. Así lo haremos.

Le echó un vistazo a Reyes, se lo quedó mirando unos instantes y luego se volvió hacia mí.

—Pero, todo va bien, ¿verdad?

—Oh, sí —afirmé, mientras Reyes regresaba al asiento del copiloto.

Puede que se hubiera dado cuenta de que mi acompañante se recostaba sobre mí como lo haría un preso fugado sobre un rehén. O también puede que me hubiera dado por proyectar en él mi percepción de la realidad. Reyes deslizó el cuchillo hasta mis costillas y volvió a ejercer presión por encima de mi chaqueta para que supiera que todavía seguía allí. Qué considerado.

—No pasa nada —insistí—, muchas gracias por venir a asegurarse. No mucha gente se atrevería a salir con esta tormenta.

Volví la vista hacia el cielo encapotado.

—Bueno, estoy en la tienda —dijo, sonriendo con timidez—. Vi que se paraba aquí y pensé que igual necesitaba ayuda.

—En absoluto —aseguré, como si no me retuviera en contra de mi voluntad un preso acusado de asesinato que, además, resultaba ser el hijo del ser más malvado del Universo.

—Me alegra oírlo. Si necesitan algo, ya saben donde estoy.

—Así lo haremos, muchas gracias.

Cerré la cremallera de la ventanilla de plástico mientras el hombre del impermeable saludaba con la mano y se abría paso entre la lluvia de vuelta al veinticuatro horas. Sonreí y le devolví el saludo. Qué tipo más agradable.

En cuanto estuvo dentro, me volví hacia Reyes, consciente de cuánto sufría. Sentía cómo el dolor batía contra él en oleadas implacables y una vez más tuve que luchar contra la empatía que amenazaba con vencer mi enfado. Señalé la sangre.

—¿Qué ha pasado?

—Tú.

—¿Yo? —pregunté, sorprendida.

Bajó el arma y se acomodó un poco mejor en el asiento del acompañante.

—Te dormiste.

Vaya, maldita sea, era cierto.

—Pero ¿qué tiene eso que ver con…?

—Parece ser que cada vez que te duermes, me arrastras contigo.

—Entonces, ¿yo tengo la culpa? ¿Es cosa mía?

Se volvió hacia mí con una mirada cargada de dolor.

—Estoy encadenado. Ya no puedo visitarte si no me invocas antes.

—Pero, no lo hago a propósito. —De pronto, me sentí abochornada—. Espera, ¿qué tiene eso que ver con que estés herido?

—Cuando me invocas, ocurre lo de siempre. Es como si tuviera un ataque.

—Ah.

—Un consejo: nunca entres en coma mientras intentas evitar la compactadora de un camión de la basura.

—Ah. ¡Ah! Ay, Dios mío. Lo… Un momento, ¿por qué estoy pidiéndote disculpas? Te has fugado. Y de una prisión de máxima seguridad. ¿En un camión de la basura?

—Ya te lo he dicho. Era la única forma de salir de allí. —Recostó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. El dolor que lo atravesaba diezmaba sus fuerzas a pasos agigantados—. Vámonos de aquí.

—¿Por qué no te llevas el jeep y ya está? —pregunté, tras un largo silencio.

Una sonrisa malévola se dibujó en su rostro.

—Es lo que estoy haciendo.

—Sin mí.

—¿Para que puedas ir corriendo a avisar al de la tienda? Creo que no.

—No se lo diré a nadie, Reyes. Te lo prometo. A nadie en absoluto.

Abrió los ojos y me miró, suspirando. Era tan hermoso. Tan vulnerable.

—¿Sabes qué habría hecho si ese hombre hubiera llegado a adivinar lo que ocurría?

Bajé la cabeza y no contesté. Puede que no fuera tan vulnerable.

—No quiero hacerle daño a nadie.

—Pero lo harás si te ves obligado a ello.

—Exacto.

Puse el coche en marcha y me incorporé a la carretera.

—¿Adónde vamos?

—A Albuquerque.

Aquello me sorprendió. ¿Y México? ¿O Islandia?

—¿Qué hay en Albuquerque?

Volvió a cerrar los ojos.

—La salvación.