6
Pregúntame sobre mi absoluta falta de interés.
(Camiseta)
En cuanto Jenny empezó a atar cabos y a hacerme preguntas sobre cómo había recibido el mensaje de Ronald y cómo me comunicaba con el otro lado, recordé que tenía prisa. Por suerte, lo comprendió y me ofreció otro perrito caliente picante antes de irme, pues el mío de caliente ya no tenía nada; sin embargo, para entonces se me habían quitado las ganas de perritos calientes y me inclinaba más por una hamburguesa con guacamole de Macho Taco. Además, en Macho Taco hacían un café muy bueno, suficiente para justificar que me pasara por allí.
Decidí llamar al agente del FBI al que le habían asignado el caso Yost para ver qué podía sonsacarle.
—¿Sí? ¿El agente Carson? —pregunté, tras tomar asiento en un reservado y empezar a apilar jalapeños en mi hamburguesa con guacamole.
—Soy yo —contestó una mujer al otro lado de la línea.
—Ah, genial. —Volví a colocar el panecillo en su sitio, me chupé los dedos y luego rebusqué una libreta en el bolso, aunque lo que encontré fue una servilleta donde hacía tiempo había anotado un número de teléfono que había olvidado por completo. Tendría que arreglármelas con aquello. Le di la vuelta y apreté el pulsador del bolígrafo—. Me llamo Charlotte Davidson y me ha contratado la familia de Teresa Yost para investigar su desaparición —dije, mintiendo un poquitín.
—Bueno, entonces estará en contacto con ellos y sabrá lo mismo que nosotros.
Había empleado un tono cortante que no admitía réplica, y discutir no era una de mis aficiones. Además, ya me las había visto antes con el FBI en más de una ocasión, y no solo con esos pesados del Frente de Bebedores Independientes, sino con el FBI de verdad. Por lo visto, uno de los requisitos que pedían para ser agente federal era que no supieras jugar con los demás.
—Sí, por supuesto, sobre el caso sí, pero en realidad preguntaba por el doctor Yost.
—¿En serio? —Había conseguido despertar su interés—. ¿No es quien la ha contratado?
—Bueno, sí y no. Digamos que todavía no he aceptado su dinero. Lo que me interesa es encontrar a Teresa Yost, no hacer amigos.
—Me alegra oír eso —contestó la mujer, con un atisbo de sonrisa en la voz—, pero sigo sin ver…
—Nathan Yost fue detenido cuando iba a la universidad. De hecho, cuando iba a la facultad de Medicina. Seguro que ya lo han comprobado.
—No hay nada en todo ese asunto que no pueda averiguar por su cuenta —dijo, tras un largo silencio durante el que intenté no mirar embobada a un travesti con los zapatos rojos de tacón de aguja más bonitos que hubiera visto en mi vida.
—Cierto, pero así es más rápido. Haré un trato con usted.
—Tendrá que ser bueno. —Oí que arrastraban una silla, como si se hubiera reclinado contra el respaldo para subir los pies a la mesa—. ¿Y bien?
—La llamaré en cuanto la encuentre.
Qué raro. No se burló, ni se carcajeó, ni rechinó los dientes, o al menos no de manera audible.
—¿Y yo me llevo la mitad de los méritos? —se limitó a preguntar.
—Por descontado.
—Hecho.
¿Eh?
—La detención vino motivada —prosiguió— por una queja que presentó una ex novia. —Vale, aquello estaba siendo demasiado fácil—. Según la joven, Yost se alteró mucho cuando ella quiso romper con él y le dijo que le bastaba con un palito. El corazón se le detendría en cuestión de segundos y nadie podría acusarlo de nada. La joven se asustó y se fue con sus padres al día siguiente.
—No me extraña.
—La convencieron para que presentara cargos, pero era su palabra contra la de él. No tenía pruebas, no existía ningún informe sobre una conducta anómala anterior, y el fiscal del distrito se encontró con las manos atadas.
—Qué interesante. Un palito y el corazón se detendría, ¿eh?
—Sí, seguramente había aprendido algo en la facultad y decidió darle un uso equivocado.
—¿Han hablado con ella, en vista de los nuevos acontecimientos?
—No, pero por lo que sé, todavía vive aquí. Supongo que podría hacerle una llamada.
—¿Le importaría que lo hiciera yo?
—Usted misma.
—¿Tiene el nombre? —pregunté, maravillada de lo bien que iba la conversación.
—Yolanda Pope —contestó, tras revolver unos papeles.
—Un momento, ¿en serio? Fui al colegio con una tal Yolanda Pope.
—Esta en concreto tiene… Sí, aquí está. Ahora tendrá unos veintinueve años.
—Coincidiría, más o menos. Yolanda iba dos cursos por delante de mí.
—Entonces tendrán muchas cosas de las que hablar, lo que me ahorra una cantidad ingente de tiempo y energía.
Vale, aquella mujer me gustaba de veras, pero no pude reprimirme. Los agentes del FBI no solían estar por la labor de colaborar.
—¿Le molestaría que le preguntara qué está ocurriendo aquí?
—¿Disculpe?
—¿Por qué comparte toda esta información conmigo?
Ahogó una risita.
—¿Cree que no he oído hablar de usted? ¿De cómo ayudaba a su padre a resolver crímenes cuando él era inspector y de cómo ayuda ahora a su tío?
—¿Ha oído hablar de mí?
—Pienso colgarme todas las medallas que pueda, señorita Davidson. No crea que me he caído de un guindo.
—¿Soy famosa?
—Aunque en realidad sí que me he caído de un guindo, pero tenía nueve años. No se olvide de añadir mi número al marcado rápido —dijo, antes de colgar.
¡Bingo! Tenía enchufe en el FBI. El día mejoraba por momentos. Y la hamburguesa con guacamole ayudaba.
Cookie todavía no había conseguido dar con la hermana de Teresa Yost. Vivía en Albuquerque, pero por lo visto viajaba mucho. Aun así, se me antojaba extraño que hubiera salido de la ciudad sabiendo que su hermana había desaparecido. Le di a Cookie el nombre de Yolanda Pope para que averiguara lo que pudiera sobre ella y luego me pasé el resto de la tarde entrevistándome con amigos tanto del buen doctor como de la esposa desaparecida. Según todas y cada una de las personas con las que hablé, el hombre era un santo. Lo adoraban. Teresa y él eran la pareja perfecta. En realidad, todo era demasiado perfecto. Como si el tipo hubiera utilizado un encantamiento o les hubiera lanzado un hechizo.
Tal vez había utilizado la magia. O puede que fuera sobrenatural. Al fin y al cabo, si Reyes era el hijo de Satán, quizá Nathan Yost fuera el hijo de Panqueque, una cabra enana de tres patas que Jimmy Hochhalter adoraba en sexto. Panqueque era una deidad poco conocida y, a menudo, incomprendida. Seguramente porque olía que apestaba. Tampoco era que Jimmy oliera muy bien que dijéramos, cosa que no ayudaba a la difusión del culto a la cabra.
Me detuve junto al Della’s Beauty Salon y entré acompañada por el sonido de un timbre electrónico. Eso o volvía a oír pitidos. Della era amiga de Teresa y una de las últimas personas que la habían visto la noche de su desaparición.
Una mujer con el pelo de punta y unas uñas increíbles me preguntó si podía ayudarme en algo.
—Por supuesto, ¿está Della?
—Está en la parte de atrás, cariño. ¿Tienes hora?
Le echó un vistazo a mi pelo y me miró con cara de lástima. Me pasé una mano por la coleta, un tanto cohibida.
—No, soy detective privado y quería saber si podía hacerle unas preguntas.
—Cla-claro —balbució—, por allí —dijo, señalando la trastienda con una uña pintada a rayas, como una cebra.
—Gracias.
Miré su peinado de reojo una última vez —igual podía cortármelo y llevarlo despuntado— antes de dirigirme al fondo del establecimiento y entrar en una habitación con una pared ocupada por armarios y la otra por lavacabezas. Una mujer corpulenta de melena corta y despeinada se inclinaba sobre uno de aquellos chismes, lavando el pelo a una clienta. Siempre me había gustado ese olor tan característico de los salones de belleza, el modo en que los productos químicos se mezclaban con el perfume del champú y los kilos de laca que se aplicaban a diario a la clientela. Inspiré hondo y me acerqué a ella.
—¿Es usted Della? —pregunté.
Me miró, esforzándose por sonreír.
—La misma —dijo, y sentí el gran abatimiento que le oprimía el pecho—. ¿Has traído la solución para la permanente?
—No, lo siento —me disculpé, palpándome los bolsillos—. Debo de habérmela dejado en casa. Soy detective privado. —Le enseñé la licencia para darle un toque más profesional—. Querría saber si le importaría que le hiciera unas preguntas sobre Teresa.
Se sorprendió tanto que estuvo a punto de ahogar a la mujer bajo el chorro de agua.
—Válgame Dios —dijo, cerrando el grifo—. Lo siento mucho, señora Romero. ¿Está usted bien?
La mujer farfulló algo y se volvió hacia ella, fulminándola con la mirada.
—¡¿Qué?!
—Que si está usted bien —repitió, muy alto.
—No te oigo. Se me ha metido agua en las orejas, mi’ja.
Della me miró con una sonrisa colmada de paciencia.
—De todas maneras, tampoco me oiría. Ya le he contado a la policía todo lo que sé.
—Iré a pedirles su declaración en cuanto pueda. Solo quería saber si usted advirtió algo fuera de lo normal. ¿Teresa parecía preocupada por algo últimamente? ¿La notaba más ausente que de costumbre?
Se encogió de hombros mientras secaba el pelo a la señora Romero con una toalla. La mujer mayor había quedado enterrada bajo una gigantesca capa de color turquesa, por cuyo borde solo asomaban los pies.
—No nos vemos muy a menudo. Al menos, no tanto como antes. Pero sí es cierto que esa noche parecía un poco ausente —admitió Della, ayudando a la señora Romero a ponerse en pie—, nostálgica. Dijo que si algo le sucediera, quería que supiéramos que siempre nos querría.
Daba la impresión de que Teresa sabía que su marido se traía algo entre manos.
—¿Fue algo más concreta?
—No. —Sacudió la cabeza—. Lo dejó ahí, aunque parecía triste. Me sorprendió que nos llamara. Había pasado mucho tiempo y supuse que se alegraría de vernos, pero estaba muy abatida. —Me miró con pesar—. Si no hubiéramos salido, nada de esto habría ocurrido.
—¿Por qué dice eso?
La seguí mientras ella acompañaba a la señora Romero a un sillón.
—Porque no volvió a casa.
Aquello me sorprendió.
—¿Cómo lo sabe?
—Por Nathan. Me dijo que nadie había desactivado la alarma, que si hubiera entrado por la puerta principal, habría quedado registrado.
—¿Quiere decir que cada vez que alguien entra o sale de la casa queda registrado?
Saqué la libreta y lo anoté para investigarlo más tarde.
—Por lo que entendí, creo que sí, siempre que la alarma esté activada.
—¡¿Qué?! —gritó la señora Romero.
—¡¿Lo de siempre?! —preguntó Della, a voz en cuello.
La mujer asintió y cerró los ojos. Estaba visto que era la hora de la siesta.
Le arranqué toda la información que pude antes de irme. Coincidía con los demás. Nathan era un santo varón, un pilar de la comunidad. Curiosamente, a pesar de lo mucho que Della quería a Teresa, por lo visto era del parecer que su amiga tenía la culpa de que el matrimonio atravesara malos momentos. Aquel bendito era incapaz de hacer nada malo, claro, así que la culpable tenía que ser ella.
Viendo que mi lista se reducía a prácticamente nada, decidí pasarme por la consulta del médico antes de que cerraran, aprovechando que todo el mundo estaría cansado y solo tendría ganas de irse a casa. La gente solía hablar menos e ir al grano en ese tipo de situaciones y, teniendo en cuenta que el médico siempre salía pronto para pasar visita en el hospital, supuse que ya se habría ido cuando entré en su consulta. Por lo visto era otorrinolaringólogo. Ni me molesté en tratar de adivinar a qué se dedicaba.
La recepcionista estaba recogiendo y se le hacía tarde para ir a buscar a su hija a la guardería. Por suerte, una de las ayudantes del médico, una audióloga llamada Jillian, todavía seguía por allí, terminando el papeleo.
—¿Lleva mucho tiempo trabajando para el doctor Yost? —pregunté.
Jillian era una joven de constitución robusta, cabello rubio y rizado, y demasiadas sotabarbas para considerarla guapa según el canon tradicional de belleza; sin embargo, poseía unas facciones agradables y una mirada cordial. No me resultaba difícil imaginármela trabajando con niños. La sala de espera estaba llena de juguetes desperdigados por todas partes.
Nos sentamos en la zona de recepción, en unas sillas acolchadas que se mecían. Tuve que echar mano de todas mis fuerzas para no aprovechar y echar una cabezadita.
—Llevo doce años con el doctor Yost —contestó, mirándome con profunda tristeza—. Es tan buena persona… Qué injusto que le pase esto justo a él.
Vaya. Podía entender que consiguiera engañar a los amigos y a la familia, pero ¿a alguien con quien llevas trabajando a diario los últimos doce años? ¿Quién era ese tipo?
—¿Lo había notado distinto últimamente? ¿Le preocupaba algo? ¿Le mencionó alguna vez si creía que lo seguían o si recibía llamadas de alguien que no contestaba al descolgar?
Estaba intentando determinar hasta qué punto eran premeditadas las acciones del médico, si se había fabricado una coartada de antemano. ¿Había planeado agredir a su mujer o había ocurrido en un momento de enajenación mental?
—No, no hasta esa mañana.
—¿Podría explicarme qué sucedió?
—Bueno, en realidad no lo sé —admitió, sacudiendo la cabeza—. Me llamó a casa el sábado por la mañana, histérico, para decirme que ese día no podría pasar visita en el hospital y pedirme que le preguntara al doctor Finely si podía sustituirlo.
—¿Le comentó que su mujer había desaparecido?
Extrajo un bolígrafo del bolsillo de la bata y asintió.
—Incluso me preguntó si me había llamado. Dijo que la policía estaba en su casa y que seguramente también vendrían a hablar conmigo.
Anotó unos números en un gráfico, lo firmó y cerró el expediente.
—¿Fueron a verla?
—Sí. Una agente del FBI vino a mi casa a última hora de la tarde.
—¿La agente Carson?
—Sí. ¿Trabaja con ella?
—En cierto modo —contesté, procurando no pillarme los dedos—. Entonces, ¿no apreció cambios importantes en su comportamiento en los días que precedieron a la desaparición de su mujer?
—No, lo siento. Ojalá pudiera serle de mayor ayuda.
En fin, seguía sin saber qué había sucedido, pero en cualquier caso no parecía premeditado. Aunque era obvio que el tipo era bueno.
—Después de todo por lo que había pasado…
Me quedé helada.
—¿Por lo que había pasado?
—Sí, con su primera mujer.
¿Esas campanas que suenan entre un round y otro? Pues sí, en mi cabeza.
—Ya, su primera mujer. Una tragedia.
La lágrima que titilaba en las pestañas por fin se abrió paso entre estas y rodó por la mejilla. Se volvió para buscar un pañuelo, azorada.
—Lo siento mucho. Es que… Ya me dirá usted, morir así, tan de repente.
—Claro, claro, no se preocupe, me hago cargo.
Intenté no fijarme en cómo le temblaban los rizos al sonarse la nariz.
—Que se le parara el corazón, y encima estando de vacaciones. El doctor Yost se quedó muy solo después de ese duro golpe.
Por fin íbamos por el buen camino. ¿La agente Carson no había mencionado algo relacionado con aquello? ¿Algo como que bastaba un palito para que se le detuviera el corazón?
—Tiene razón, es increíble.
Tenía que investigar aquello cuanto antes. Y Jillian parecía más apegada al tipo de lo que había creído en un principio. Me pregunté hasta qué punto podía atribuírsele a él la ceguera de su ayudante. El amor juvenil era un poderoso elixir. Tendría que habérmelo imaginado. Lo que llegué a hacer por Tim La Croix, el tipo por el que estuve colada en mi último año de curso. Por desgracia, por entonces iba al jardín de infancia, si no estoy segura de que se habría fijado en mí.
Antes de dirigirme a casa, me pasé por el Chocolate Coffee Café a por un capuchino con chocolate, por el Macho Taco a por un burrito de pollo con salsa extra, y por un veinticuatro horas a por un paquete de palomitas para microondas y algo de chocolate para pasar la noche, aunque no estaba segura de cuánto tiempo iba a aguantar despierta. Aun así, calculé que tenía un cincuenta por ciento de posibilidades.
¿Qué había dicho Reyes? ¿Que no estaba enfadado porque no quisiera estar conmigo, sino por todo lo contrario? ¿Cómo debía tomármelo? En mi interior reinaba el caos, aunque un caos feliz, así de desesperada y patética era por dentro. Sobre todo por las cosas que Reyes hacía y que repercutían en mis entrañas. Cosas deliciosas, diabólicas, placenteras, capaces de provocar un infarto. Maldito fuera.
Antes de que acabara teniendo un orgasmo con tanta reflexión sobre aquel tema, abrí el móvil y llamé a Cookie.
—Hola, jefa. ¿Dónde estás? —preguntó.
—He comprado algo para comer. ¿Qué te parece bailarinas del vientre profesionales?
—Pues, no sé, igual con unos rábanos picantes…
—No, como nueva profesión. Tenemos que pensar en el futuro y siempre he querido aprender a hacer la ola con la barriga. Y no digamos ya toda la atención que atraería mi ombligo. El pobre está muy desaprovechado.
—Tienes razón —admitió, siguiéndome el juego—, ni siquiera sé cómo se llama.
Ahogué un grito y eché un rápido vistazo a mi barriga.
—Creo que Stella no te ha oído, pero ten más cuidado. Ah, casi se me olvida, yo diría que la camarera del pelo corto y las cejas raras de Macho Taco es Batman.
—Ya decía yo. ¿Querías comentarme algo aunque solo estuviera remotamente relacionado con el caso?
—¿Te refieres a algo más aparte de que nuestro doctor Yost ya hubiera estado casado antes?
—No te lo vas a creer, pero estaba a punto de llamarte para decírtelo. Es como si estuviéramos conectadas o algo por el estilo, como si tuviéramos PES.
—O percepción extrasensorial.
—Exacto. Di con el número de Yolanda Pope y le he dejado un mensaje en el móvil.
—Excelente. Me muero por saber la historia que hay detrás de los cargos que presentó contra un tal señor Nathan Yost. Mientras tanto, quiero que averigües todo lo que puedas sobre la primera mujer de Yost.
—Entendido. Volcaré todo lo que tengo hasta ahora en tu ordenador. Vas de camino a casa, ¿verdad?
—Hacia allí voy —confirmé, doblando hacia Central.
—¿Lo ves? Ni siquiera hubiera hecho falta preguntártelo.
—Lo sé, pone los pelos de punta.
—¿Cuántas tazas de café llevas hoy?
Conté con los dedos antes de recordar que debían permanecer sobre el volante en todo momento mientras se conducía.
—Siete —contesté, virando con brusquedad para esquivar por un pelo a un peatón aterrorizado.
—¿Solo siete?
—Y doce expresos.
—Ah, bueno, no está mal. Para ti. Ahora que has hablado con Reyes, tal vez ya puedas dormir. Qué se yo, igual deja de aparecérsete.
—Igual. En estos momentos, echar una cabezadita me suena a música celestial —dije, sintiendo cómo aquellas palabras me lastraban los párpados y los animaban a cerrarse antes de recordar que debían permanecer abiertos en todo momento mientras se conducía. Cuántas normas—. Aunque no estoy muy segura. Tengo la sensación de que puede controlarlo tanto como yo.
—Es todo tan cósmico… —comentó Cookie, intuyéndose un suspiro nostálgico en su voz.
—Algo es, eso seguro. Vale, casi he llegado a casa. Estoy ahí en menos que canta un gallo.
A las 8.23 en punto, y quien dice en punto dice más o menos, entraba a trompicones por la puerta de mi piso con comida, café y un DVD en la mano mientras rebuscaba el móvil en el bolso. Garrett me había enviado un mensaje. Seguramente era para ponerme a parir por haberlo despertado antes de que el sol saliera esa mañana. Lo abrí. Decía:
Cuatro: Te quiero a morir.
Contesté:
Es evidente que no lo suficiente.
—Hola, señor Wong —lo saludé, dejando caer lo que llevaba en los brazos sobre la encimera de la cocina.
A pesar de lo interesante que era la lista de Garrett sobre las cinco cosas que jamás deberían decírsele al ángel de la muerte, tenía una mucho mejor para él: una lista de tareas. Pasar la aspiradora, limpiarme la nevera, quitar el polvo… Aunque estaba segura de que Cookie preferiría que se lo echara.
Había empezado a ojear el informe que esta había dejado junto al señor Café —qué bien me conocía— cuando alguien llamó a la puerta. Ay, qué emoción. Igual me había tocado un millón de dólares. O puede que alguien quisiera venderme una aspiradora y se ofreciera a hacerme una demostración gratuita de cómo funcionaba. En cualquier caso, siempre salía ganando.
Dejé el burrito de pollo y le abrí la puerta a la suerte, consciente de que estaba dispuesta a hacer lo que fuera por permanecer despierta.
La hija de Cookie, Amber, esperaba al otro lado. Bueno, no ese otro lado, sino al otro lado de la puerta. Habría sido alta para alguien de veinte años, pero tenía doce, cosa que la hacía muy alta. Hubiera jurado que esa mañana era varios centímetros más baja. Acababa de salir de la ducha, por lo que el pelo, largo y negro, le olía a champú de fresa y le caía sobre los hombros, medio enredado y húmedo. Llevaba un pijama rosa sin mangas y unos pantalones pirata que cubrían las piernas más largas y flacas que hubiera visto en la vida. Piernas de bailarina. Era como una mariposa a punto de abandonar el capullo.
—¿Vas a ver la tele en la tele? —preguntó, mirándome muy seria con aquellos ojazos azules.
—¿En vez de en la tostadora? —Al ver que apretaba los labios y parpadeaba, esperando una respuesta, me rendí—. No, no voy a ver la tele en la tele.
—Vale.
Sonrió y entró sorteándome de un salto.
—Pero voy a ducharme en la ducha.
—Muy bien. —Encontró el mando a distancia, se dejó caer en el sofá y recogió las piernas bajo ella—. Mi madre ha cancelado la suscripción al cable.
—Venga ya —dije, intentando reprimir una risita nerviosa.
Cookie salió por su puerta y asomó la cabeza por la mía en ese preciso instante, también en pijama. La fulminé con la mirada, horrorizada.
Puso los ojos en blanco.
—¿Ya te ha convencido para que llames a Protección de Menores?
—Mamá, ¿por qué he de pagar yo que tú quieras estar sana? —protestó Amber, tumbándose sobre la barriga.
Insistí en la mirada horrorizada.
—No habrás sido capaz… —musité, incapaz de ocultar mi rencor.
Suspiró y me tendió más papeles después de cerrar la puerta.
—Mi médico dice que debo perder peso.
—¿El doctor Yost? —pregunté.
El nombre de nuestro cliente potencial aparecía en el encabezamiento de las hojas que me había alargado. ¿Por qué iba un otorrinolaringólogo a recomendarle que perdiera peso? Sobre todo si no solía visitarse con él.
—No, el doctor Yost no. —Se acercó hasta la barra en zapatillas y tomó asiento en un taburete—. ¿Por qué iba a ir a visitarme con el doctor Yost?
—Ah, son sus antecedentes. —Les eché un vistazo mientras le daba otro mordisco al burrito—. Y ¿qué tiene que ver lo de perder peso con el cable?
—No demasiado, salvo que la comida sana sale mucho más cara que la comida basura.
—Razón por la que no como sano. —Agité mi burrito de pollo delante de sus narices—. Que te sirva de lección.
—Tú no cuentas. Las flacuchas son tontas.
—¿Disculpa? ¿Crees que estoy flaca?
—El médico tiene razón. Tengo que empezar a controlarme. —De pronto pareció desanimada—. ¿Sabes lo difícil que es hacer régimen llamándote Cookie?
—Uh, esto pone los pelos de punta. —Me quedé mirando al vacío, maravillada de cuánto nos unía—. También es difícil hacer régimen llamándose Charley. ¿Y si nos los cambiamos? —propuse, volviéndome hacia ella.
—Lo haría con los ojos cerrados si creyera que serviría de algo. ¿Qué opinas? —preguntó, señalando el expediente que me había dejado mientras se inclinaba sobre la barra y se servía una taza de café.
—¡Tienes todos los canales de cine! —chilló Amber, emocionada—. ¿Cómo es posible que no lo supiera?
—¿En serio? —pregunté—. Con razón la factura es tan alta. —Me concentré en un artículo que hablaba sobre la primera esposa de Yost—. La mujer del doctor Yost fue hallada muerta en una habitación de hotel tras haber sufrido un ataque al corazón. —Levanté la vista y miré a Cook—. No podía tener más de veintisiete años. ¿Un ataque al corazón?
—Tú sigue —me recomendó Cookie.
—Según las fuentes consultadas —dije, leyendo en voz alta—, Ingrid Yost, que veraneaba sola en las islas Caimán, llamó y dejó un mensaje en el contestador de su marido apenas unos minutos antes de sufrir el infarto, de modo que, a pesar de la extraña concatenación de acontecimientos que rodean la muerte de la señora Yost, la policía asegura que no se abrirá ninguna investigación. —Volví a mirar a Cookie—. ¿La extraña concatenación de acontecimientos?
—Sigue —insistió, arrancando un trocito de burrito de pollo.
Le di un mordisco mientras leía y finalmente dejé el artículo en la encimera.
—De acuerdo —dije, tragando—, de modo que, dos días antes de pedir el divorcio, Ingrid Yost presenta una denuncia ante la policía en la que asegura que su marido ha estado amenazándola. A continuación, vuela a las islas Caimán sin mayor equipaje que el cepillo de dientes, llama y deja un mensaje en el contestador automático de la casa del médico diciendo que siente mucho no haber sido mejor esposa y que ya no quiere divorciarse, y ¿muere cinco minutos después?
—Sí.
—¿Sin un historial previo de problemas cardíacos?
Levanté el teléfono y marqué el número de la agente Carson. Cookie enarcó las cejas con curiosidad mientras arrancaba otro trocito del burrito.
—¿Qué es lo que está pasando aquí? —pregunté, cuando la agente Carson contestó.
—Un segundo, que voy a otra habitación. —Al cabo de un momento, preguntó—: ¿Ya ha encontrado a Teresa Yost?
—¿Dónde está?
—En la casa de los Yost. Mi compañero todavía cree que pedirán un rescate.
—¿Más de una semana después?
—Es nuevo. ¿Qué tiene?
—¿Su primera mujer había presentado cargos contra él dos días antes de que ella pidiera el divorcio, dos días antes de que volara a las islas Caimán y muriera de un ataque al corazón? ¿En serio?
—Entonces no la ha encontrado.
—¿Un divorcio con el que él perdería una pequeña fortuna?
—¿Dónde quiere ir a parar?
—No sé, ¿tal vez a que todo está relacionado?
—Por supuesto que está relacionado, pero intente demostrarlo. Comprobamos el pasaporte y los vuelos del médico. No fue a las islas Caimán. Dice que se fue de caza para intentar aclarar las ideas.
—Eso no significa que no lo hiciera. Ese hombre está forrado, podría haber pagado a alguien para que hiciera el trabajito. Posee conocimientos más que suficientes sobre las sustancias que pueden provocar un ataque al corazón. Además, ¿no cree que el mensaje del contestador automático no fue ya la guinda del pastel?
—¿En qué sentido?
—Básicamente en dos. Uno, según el informe policial, estaba histérica. ¿Quién dice que no la obligaron o la amenazaron para que dejara ese mensaje?
—Cierto, pero ¿con qué fin?
—Para alejar las sospechas de sí mismo. Si estaban en plena reconciliación, nadie sospecharía de él. Es más, encima se ganaría la compasión de los demás por la situación en la que se encontraba.
—Es posible. ¿Y el otro? —preguntó.
—¿Desde cuándo un médico utiliza contestador en casa? ¿No tienen servicios de contestador automático para eso? ¿Buzón de voz en el trabajo? Demasiadas casualidades.
Tardó un buen rato en responder, pero oí pasos, como si estuviera yendo de una habitación a otra.
—Tiene razón. Además, ahora no veo ninguno por aquí. Lo investigaré, trataré de averiguar cuándo compró el contestador y durante cuánto tiempo lo tuvo.
—Me parece bien. ¿Podría conseguirme una copia del mensaje que dejó la mujer?
—Mmm, no sé qué decirle. Teniendo en cuenta que no se abrió ninguna investigación, dudo mucho que nadie conservara una copia, pero miraré a ver.
—Gracias. Ya puestos, ¿le importaría echarle un vistazo a la alarma? Della Peters, la chica del salón de belleza, dijo que Yost sabía que Teresa no había vuelto esa noche a casa porque, de lo contrario, hubiera quedado registrado.
—Cierto, de haber estado conectada la alarma. Fue una de las primeras cosas que comprobamos. Yost dijo que esa noche se olvidó de ponerla.
—Entonces miente más que habla. —Tomé nota mental para después, con buena letra, no fuera que se me olvidara—. Gracias por la info.
—De nada. No se ofenda, pero ¿no debería de haberla encontrado ya a estas alturas?, es decir, ¿no es ese su fuerte?
—Estoy en ello. No me presione.
Resopló.
—De acuerdo, pero no lo olvide.
—No se preocupe.
Sabía lo que se jugaban quienes se dedicaban a hacer cumplir la ley. Labrarse un nombre abría puertas. Y no solo las del Sizzler.
Cookie y yo decidimos lo que haríamos al día siguiente, mientras me bebía dos vasos de agua tamaño gigante. Las lágrimas naturales que había estado utilizando para mantener los ojos hidratados empezaban a perder su eficacia y tenía la boca como un estropajo. Demasiado café, escaso sueño. Fundamental reponer líquidos.
—Bueno, entonces yo sigo con el caso Yost —dijo, anotando algunas ideas— y tú intentas ver a Rocket.
—Ese es el plan. Al menos sabremos si Teresa Yost sigue con nosotros.
Me quitó de las manos la taza de café que acababa de prepararme.
—Tienes que dormir un poco.
—Tengo que sumergirme en un baño caliente, hidratarme de fuera a dentro.
—Buena idea. Puede que te relajes tanto que acabes durmiéndote, quieras o no quieras.
—¿Estás de mi lado o en mi contra?
Una sonrisa malévola se dibujó en su rostro mientras llamaba a Amber.
—Vamos, cariño.
—¡Mamá! —protestó Amber, sin despegar los ojos de la pantalla del televisor—, la película acaba de empezar.
—Ya casi es hora de ir a dormir.
—No pasa nada —dije—, puede quedarse. —Me incliné hacia Cookie—: Se dormirá en dos minutos.
—Lo sé, pero ¿seguro que no te importa?
—Claro que no —aseguré, empujándola para que se fuera—. Primero me pondré en remojo y luego me sentaré con ella.
Amber estaba viendo una de las películas de terror que había alquilado. Pensándolo mejor, puede que la película no la dejara dormir. Bueno, al menos conseguiría que una de las dos permaneciera despierta.
—Voy a darme una ducha rápida, cariño —dije, inclinándome sobre el sofá y besándola en la frente.
—No te bañes con el agua muy caliente. Mi señorita dice que quedas arrugada como una pasa.
—Pues tu señorita debe de pasarse media vida en la bañera, pero lo tendré en cuenta —dije, tras sofocar una risita.
—Vale, yo solo digo lo que dice mi señorita —me avisó.
En ese momento comprendí por qué Cookie amenazaba constantemente con venderla a los gitanos si no fuera tan mona.