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Sé kárate y unas dos palabras más en japonés.

(Camiseta)

Me incorporé a la interestatal y conduje a una velocidad media-alta sin dejar de darle vueltas a la cabeza. Reyes era todo un enigma: tan auténtico y etéreo, tan visceral y, bueno, cabreado, y menudos bíceps.

Empezó a sonar «Da Ya Think I’m Sexy?» en el móvil y lo abrí para contestar.

—¿Qué hay, Cookie?

—¿Y?

—¿Y?

—¿Y?

—Cookie, en serio.

—Charley Davidson —me amonestó, adoptando su mejor tono maternal—, si crees que vas escatimarme ni un solo detalle, ya puedes ir quitándotelo de la cabeza.

Solté una carcajada, pero entonces pensé en Reyes y se me cortó la respiración.

—Dios mío, Cook, está tan… Es que está tan…

—¿Bueno? ¿Macizo? ¿Cañón?

—Añádele a eso un «muy, pero que muy enfadado» y habrás dado de lleno en el clavo.

Cookie sorbió aire entre los dientes.

—Me lo temía. Tienes que contármelo todo. Espera, ¿dónde estás?

—En la interestatal, saliendo de Santa Fe.

—Vale, pues para.

—¿Aquí?

—Sí.

—Vale, pero si muero, volveré para rondarte.

Era lo justo. Tomé la siguiente salida y volví a la ciudad.

—Agárrate. Por lo que he podido averiguar, el doctor Feelgood no tiene antecedentes, pero lo detuvieron en la universidad por una amenaza de muerte o algo por el estilo. Retiraron los cargos, así que no hay nada jugoso en la base de datos.

—Interesante.

—Eso pensé yo. Estoy en el cómo y el porqué. Mientras tanto, he intentado sin éxito ponerme en contacto con la hermana de la mujer desaparecida, aunque sí he dado con el hermano, en Santa Fe.

—Ah, y de ahí que estuviera a punto de cometer un homicidio por negligencia para volver a la ciudad.

—Exacto. Por lo que veo, has sobrevivido.

—Como siempre.

—El hermano se llama Luther Dean.

—Lo recuerdo. Un nombre con fuerza, rotundo.

Me hacía pensar en un supremacista blanco. O en una salchicha.

—Sí, también parecía enérgico y rotundo por teléfono.

—Perfecto. —Aquello podía ser interesante—. ¿Te facilitó alguna pista sobre el caso?

—No. No quiso hablar conmigo.

Ay, ay, ay.

—¿Y conmigo sí querrá?

—No, tampoco.

—Entonces, voy a verlo porque…

—Eres un encanto. Si hay alguien que pueda hacerlo hablar, esa eres tú.

—Oh, gracias, qué bonito. Insisto, si muero, volveré para rondarte.

Lo meditó unos instantes.

—Tienes cierta propensión a conseguir que estén a punto de matarte en los sitios más insospechados.

Tenía toda la razón, esa era yo. Me había planteado ir a terapia, pero la búsqueda interminable de la estabilidad mental interferiría con mi tiempo de estar tumbada a la bartola. Ese sofá no iba a echar raíces él solo.

—¡Espera! —dijo de pronto, emocionada—. No tienes de qué preocuparte. Él es contratista y tú vas a una obra. Acabar asesinado en una obra, con todas esas herramientas y esa maquinaria por todas partes, es algo bastante factible, así que seguro que no ocurrirá nada.

—Ah, claro, bien pensado. —Qué lista era—. ¿Me das la dirección? —Anoté las señas entre bocinazos y un par de pájaros en pleno vuelo—. Y búscame el nombre de la mujer que presentó cargos contra el buen doctor en la universidad. Me gustaría oír esa historia.

—Dalo por hecho, jefa. Bueno, entonces, todo va bien, ¿no?

—Absolutamente. En cuanto dejen de temblarme las rodillas por haber estado ante el dios Reyes, todo irá bien.

—Joder, yo quiero un dios —dijo en tono quejumbroso—. Solo uno. No pido tanto.

—Bueno, si el mío me mata, es todo tuyo.

—Qué detalle.

De fondo, oí el repiqueteo de unas uñas sobre un teclado.

—¿Para qué están las amigas?

—Ah, y esa Mistress Marigold no deja de enviar mensajes. Prácticamente te suplica que le contestes.

Me detuve en un stop y me fijé en el grupo de niños sordos que pasaba por delante. Uno de ellos les estaba explicando algo y los demás reían. Una historia sobre un orientador oyente subiéndose a una mesa de un salto para escapar de un chihuahua.

—Menos mal que creaste esa cuenta falsa —dije, riéndome entre dientes. La anécdota del chico tenía gracia—. Está como un cencerro.

Mistress Marigold daba albergue a una página web sobre ángeles y demonios en la que había estado navegando una noche, intentando averiguar algo más sobre estos últimos mientras ellos se dedicaban a torturar a Reyes. Después de mucho rebuscar, por fin di con una página alojada en el sitio en la que se leía una frase bastante peculiar que decía: «Si eres el ángel de la muerte, por favor, ponte en contacto conmigo inmediatamente».

Era todo tan extraño que despertó nuestra curiosidad, de modo que Cookie le envió un mensaje al día siguiente donde le preguntaba qué quería del ángel de la muerte. Contestó a vuelta de correo con un: «Eso es algo entre el ángel de la muerte y yo», cosa que, por descontado, animó a Cookie a iniciar una cruzada. Hizo que Garrett le enviara un correo electrónico diciéndole que él era el ángel de la muerte y Mistress Marigold contestó de nuevo. Esta vez, su mensaje rezaba lo siguiente: «Si tú eres el ángel de la muerte, yo soy el hijo de Satán». Suficiente para dejarme boquiabierta sus buenos treinta segundos. ¿Cómo sabía lo de Reyes? No podía tratarse de una coincidencia. Acto seguido, Cookie me creó una cuenta de correo alternativa para que me pusiera en contacto con ella. De modo que, en aras de la ciencia y los sucesos inexplicables y escalofriantes, le envié un mensaje, en el cual volvía a preguntarle qué quería del ángel de la muerte. Supuse que recibiría un nuevo desplante; en cambio, respondió: «Llevo mucho tiempo esperando oír noticias tuyas».

O era clarividente, o poseía una gran intuición. En cualquier caso, decidí dejarlo correr.

—Creo que deberías contestarle —dijo Cookie—. Ahora me da pena. Parece un poco desesperada.

—¿De verdad? ¿Qué dice?

—Estoy un poco desesperada.

—Ah. Bueno, en estos momentos no tengo tiempo para jueguecitos. Hablando de juegos, esta noche podríamos sacar el Scrabble.

—No voy a pasarme la noche jugando contigo para que no te duermas.

—Gallina.

—No soy una gallina.

—Co, co, co.

—Charley…

—Cooo, co, cooo…

—Charley, en serio…

—¡Cooo, cocó, cooo!

—No me importa que me ganes al Scrabble. Solo quiero que eches un sueñecito.

—Lo que tú digas, chiquita.

Veinte minutos después, aparqué en la obra de un nuevo y flamante centro comercial en las afueras de la ciudad. Santa Fe crecía, tal como lo demostraba la congestión vial; sin embargo, seguía conservando su encanto. Era la única ciudad del país cuyas ordenanzas municipales exigían que todas las edificaciones se adscribieran a un estilo arquitectónico concreto, ya fuera el territorial español o el pueblo, y de ahí que la City Different fuera sencillamente eso, diferente, deslumbrante y uno de mis lugares preferidos del planeta.

Bajé de Misery para examinar el centro comercial medio acabado. Tenía paredes de adobe, tejas de terracota y amplios arcos de madera.

—¿Puedo ayudarla en algo?

Me volví hacia un chico que pasaba por mi lado con un tablón al hombro y un brillo de genuino interés en la mirada. Maldita fuera la alegre lozanía de Peligro y Will Robinson.

—Ya lo creo, estoy buscando a Luther Dean.

—Ah, ya. —Echó un vistazo a su alrededor y luego señaló a través de los vanos que algún día acabarían teniendo vidrios. Había un hombre al otro lado—. El duque está allí.

—¿El duque? —Un título impresionante, igual que la persona que lo ostentaba. Era una mezcla entre un jugador profesional de fútbol americano y un muro de ladrillos, con el pelo negro azabache y crespo asomando por debajo del casco—. ¿Puedo entrar?

—No sin uno de estos —contestó, golpeando con los nudillos su casco mientras descargaba el tablón. A continuación, se acercó a la carrera hasta una caseta en la que se leía el letrero de DEAN CONSTRUCTION. Tras rebuscar en un cubo de plástico, regresó con un reluciente casco amarillo—. Ahora sí —dijo, tendiéndomelo con una sonrisa juvenil.

—Gracias.

Por lo general le habría guiñado un ojo o algo por el estilo, pero parecía demasiado joven, incluso para mí. No quería dar alas a sus pubescentes ilusiones.

—No hay de qué, señora.

Se tocó el casco antes de volverse a cargar el tablón al hombro.

Fui sorteando cascotes y escombros con cuidado y atravesé el hueco que algún día cerrarían unas puertas.

—¿Señor Dean?

Al otro lado se encontraba un hombre descomunal estudiando una pila de planos. Tenía unas espaldas tan anchas que incluso debía de resultarle incómodo. Había visto puertas de cámaras acorazadas menos intimidantes. El hombre levantó la vista, sin apenas demostrar interés.

—Sí.

—Hola. —Me acerqué a él y le tendí la mano, rezando para que no me la estrujara—. Me llamo Charlotte Davidson. Soy detective privado y trabajo en el caso de su hermana.

Su semblante se ensombreció al instante, de modo que bajé la mano, obedeciendo a mi instinto de supervivencia.

—Ya se lo he dicho a su ayudante, no tenemos nada de qué hablar.

La carga emocional que se escondía tras aquella respuesta —impregnada de rabia, preocupación y resentimiento— me golpeó de frente con tal fuerza que me quedé sin aire y necesité unos segundos para recuperarme, durante los cuales él se dedicó a enrollar los planos y a ladrar órdenes a un grupo de hombres que se encontraba en otra habitación. Se pusieron en marcha de un salto, literalmente.

—Señor Dean, créame, estoy de parte de su hermana.

El ceño con el que me topé podría haberle aflojado el esfínter incluso al asesino más despiadado.

—¿Cómo ha dicho que se llamaba?

El papel que llevaba en la mano se rindió a la presión que ejercía sobre él y fue arrugándose a medida que cerraba el puño.

—Jane —dije, tragando saliva—. Jane Scanlon.

Entrecerró los ojos.

—Creí que era Charlotte o Sherry, o algo por el estilo.

—Lo era. Me lo he cambiado hace muy poco.

—¿Sabe lo que hago con quienes se meten con mi familia?

—Y me mudo a Sudamérica.

—Me ensaño.

—Y puede que me haga una operación de cambio de sexo. Jamás me reconocería, en caso de que me buscara.

—¿Hemos terminado?

Maldita sea. Pregunta trampa. Se dio la vuelta y echó a andar hacia su oficina. Tendría que haber dicho que sí, en serio, tendría que haberlo hecho, pero no podía permitir que se llevara tan mala impresión de mí, es decir, el de una masa temblorosa de algo gelatinoso e invertebrado. Cookie se equivocaba. Iba a morir en una obra. Y desde luego regresaría para rondarla.

—Mire, imbécil —dije en voz alta.

Se detuvo en seco y se volvió hacia mí, boquiabierto. Más o menos como todo el mundo, pero aquello era algo entre el duque y yo.

Me acerqué a él y bajé la voz.

—Lo entiendo. Cree que trabajo para el doctor Feelgood y por eso no confía en mí. —Ladeó la cabeza, como si de repente le interesara lo que tuviera que decirle—. Pues no es así, no me ha pagado ni un solo centavo. Estoy buscando a su hermana, y si usted no quiere ayudarme, es cosa suya, pero si hay alguien que puede encontrarla, esa soy yo. —Busqué una tarjeta de visita en la chaqueta y se la metí en el bolsillo de la camisa. El bolsillo de la camisa que cubría unos pectorales de miedo—. Llámeme si quiere saber dónde está —añadí, asombrada de seguir consciente.

Acto seguido, di media vuelta y regresé junto a Misery antes de que me desmayara.

—¿Que le dijiste qué? —preguntó Cookie. Su voz subió una octava en solo cuatro palabras.

Sonreí y me recoloqué el teléfono mientras cambiaba de marcha.

—Mire, imbécil.

—Ay, dios del cielo. Espera, ¿es lo que le dijiste a Luther Dean o es lo que estás diciéndome a mí?

Qué graciosa.

—Fui a ver a Rocket para averiguar si Teresa Yost seguía viva o muerta, pero habían soltado al rottweiler.

Rocket era un muerto, un verdadero genio que vivía en un manicomio abandonado, el cual me veía obligada a allanar cada vez que necesitaba verlo. Conocía el nombre de todo aquel que hubiera nacido y el lugar que ocupaba en el gran orden del Universo. Él podría decirme si Teresa Yost seguía viva o si el buen doctor ya había movido ficha, una pequeña información que me sería de gran ayuda. Sin embargo, la banda de motoristas que ahora era dueña del frenopático también lo era de un montón de rottweilers y, gracias, pero prefería seguir conservando las piernas.

—¡Puf!, maldito rottweiler. Entonces, ¿crees que está casado?

—Bueno, no lo sé, Cookie, pero estoy segura de que preferiría algo con cuatro patas.

—El rottweiler no, el hermano de Teresa. Ah, ha llamado tu tío. Ha dicho que necesita que le desatasques el desagüe o algo parecido. ¿Ya has encontrado una profesión nueva?

Resoplé y luego, mentalmente, recuperé el resoplido y lo sustituí por una epifanía.

—¿Sabes qué? No es mala idea. ¿Qué te parecería reconvertirnos en fontaneras? Tengo una huchita la mar de resultona.

—De momento, paso.

—¿Estás segura? Llevan llaves inglesas.

—Del todo. Bueno, ¿qué tal estás? —preguntó.

Por el tono de voz, adiviné que se refería a la conversación anterior sobre Reyes.

—Estoy bien. Gracias a ese encuentro tengo suficiente material para alimentar un millar de solitarias noches en vela.

—Maldita sea, Charley, ¿es que nunca aprenderás a documentar estas cosas? Necesito imágenes, organigramas.

—Eh, voy a pasarme por el Super Dog para comer algo rápido y transmitir un mensaje a la novia de un muerto. Podrías venirte.

—No, gracias.

—¿Es por mi moral cuestionable?

—No, es porque son las tres de la tarde y tengo que ir a recoger a Amber al colegio.

—Ah, vale. Entonces, ¿lo de la moral no te preocupa?

Se echó a reír y colgó.

Llamé a Ubie, mi hemorroico e hipertenso tío, inspector del Departamento de Policía de Albuquerque, preguntándome qué querría esta vez. Gracias a él, dicho departamento me había contratado como asesora y le echaba una mano en sus casos con cierta regularidad. La paga no estaba mal. El acceso a su base de datos estaba mejor.

—¿De qué va eso de los desagües? —quise saber cuando descolgó—. Porque suena casi incestuoso.

—Ah, quiere decir que me llames cuanto antes, en clave.

—¿En serio? —Entrecerré los ojos, pensativa—. ¿Y no podrías limitarte a decir que te llamara cuanto antes?

—Supongo que sí. Quería ser un poco moderno.

—Tío Bob, ¿por qué no se lo pides y te dejas de tonterías? —dije, reprimiendo una risita poco oportuna.

—¿A quién?

—Ya sabes a quién.

No hacía mucho que bebía los vientos por Cookie. ¿Perturbador? Por supuesto. Se mirara como se mirara. Pero era un buen tipo y se merecía una buena chica. Por desgracia, tendría que conformarse con Cookie.

—¿En qué andas ahora? —preguntó.

—Tengo una esposa desaparecida.

—Ni siquiera sabía que estuvieras casada.

—Qué graciosito. ¿Qué sabes de un tal doctor Nathan Yost? —dije, mientras iba mirando los letreros de Central en busca de un perrito caliente gigantesco.

Nunca conseguía recordar si el Super Dog estaba junto a la tienda de juguetes para adultos o la boutique para mascotas Doggie Style. Lo único que me sonaba era que tenía connotaciones sexuales.

—Sé que su mujer ha desaparecido —contestó.

—¿Eso es todo?

—Resumiendo.

—Vaya, qué lástima, porque lo hizo él.

—La madre del cordero, ¿estás completamente segura?

—Como del resultado de un test de embarazo un mes después del baile de fin de curso.

—Esto es un bombazo. ¿A quién tienes trabajando en ello?

—A Cookie.

Lanzó un hondo suspiro.

—Bueno, llevo unos diecisiete meses de retraso de papeleo, pero le echaré un vistazo a ver si tenemos algo sobre ese tipo.

—Gracias, Ubie. Ya puestos, ¿podrías conseguirme una copia de las declaraciones?

—Claro, ¿por qué no?

Ahí estaba, junto al despacho de abogados de Sexton and Hoare.

—Tendrías que venir a comer conmigo al Super Dog.

—No.

—¿Es por mi moral cuestionable?

—No, es porque tendré ardor de estómago toda la noche si como en el Super Dog a estas horas de la tarde.

—Entonces, ¿lo de la moral no te importa?

—No tanto como mi ardor de estómago.

Era bueno saberlo. Al menos la gente que me rodeaba no parecía avergonzarse demasiado de mí.

Aparqué junto al Super Dog y entré, buscando la plaquita identificativa donde se leyera el nombre de JENNY. Quiso la suerte que se tratara de mi cajera. Primero hice mi pedido, consciente de que en cuanto le transmitiera el mensaje de Ron, el payaso fallecido que me había encontrado en el salón esa mañana, me bombardearía con preguntas y mi aspiración de comer un perrito caliente picante tendría como final una muerte triste y solitaria.

En aras del romanticismo, decidí no repetir el mensaje de Ron palabra por palabra. Jenny era una joven guapa, de cabello rubio y unas cejas de supermodelo que seguramente se merecía algo mejor que un rápido «me la trae al pairo», el mensaje del payaso.

—Jenny, me llamo Charlotte Davidson y tengo un mensaje para ti de un amigo tuyo —dije, después de que tendiera el perrito caliente picante y las patatas.

Volvió a mirarme. Una tristeza insondable se había instalado y establecido en ella, había llegado hasta el último rincón de su ser.

—¿Para mí? —preguntó, sin el más mínimo interés.

¿Quién lo tendría?

—Sí. Esto va a sonarte muy raro, pero solo necesito que me prestes atención un minuto. —Entrelazó los largos y finos dedos y esperó—. Ronald dijo que te quería mucho.

Tragó saliva mientras asimilaba mis palabras, lenta, metódicamente. Los ojos se le anegaron de lágrimas que se abrieron paso entre las pestañas y rodaron por las mejillas como en la apertura de las compuertas de una presa, aunque no mudó de expresión.

—Miente —dijo, con la voz teñida de rencor—. Él jamás me diría algo así. Nunca.

Se dio la vuelta y regresó a la trastienda, dejándome con tres palmos de narices. En general, aquella experiencia podría enclavarse entre la beduina que cruzó cuando yo tenía doce años y me pidió que cuidara de los camellos de su padre y el aspirante a estrella del porno que se negó a cruzar hasta que no lo llamé doctor Amor, es decir, nada demasiado fuera de lo común, aunque tampoco demasiado dentro. Rodeé el mostrador y me dirigí a la trastienda.

—¡No puede estar aquí! —gritó alguien, cuando localicé la sala de descanso.

Jenny se acurrucaba en una silla de plástico, con las mejillas húmedas y la mirada perdida en un póster de un gato que animaba a aguantar.

—Jenny, lo siento mucho —dije.

Se limpió la cara con la manga y me miró.

—Él jamás habría dicho algo así.

Maldita sea, qué poco me gustaba que me pillaran mintiendo. Prefería que mis mentiras pasaran desapercibidas, como la carrera de una estrella del cine a quien hubieran detenido y enviado a rehabilitación.

—Es que no fue eso lo que dijo.

Agaché la cabeza, avergonzada, y me prometí flagelarme más tarde.

Abrió la boca como si fuera a preguntar algo, con el semblante iluminado de pronto por la esperanza.

—Dijo, y lo digo con todo el respeto del mundo: «Me la trae al pairo».

Su expresión se transformó tan lenta y metódicamente como antes, y me estrechó entre sus brazos.

—¡Lo sabía! —gritó, cuando un par de compañeros entraron en la atestada habitación para saber qué estaba pasando—. Sabía que era eso lo que había dicho. —Se incorporó e intentó explicarse, a pesar del nudo que se le había formado en la garganta—. Hacia el final ya apenas podía hablar de lo débil que estaba y yo casi no lo entendía. —Se detuvo y enderezó la espalda para poder echarme una ojeada—. Un momento, tú eres la luz —dijo, abriendo los ojos desmesuradamente ante la súbita revelación.

—¿La luz? —pregunté, con acaloro, inocencia y mirra.

—Claro. Cuando estaba… Poco antes de morir, dijo que veía una luz, pero que provenía de una mujer de cabello castaño, ojos dorados y… —bajó la vista hacia mis pies— botas de motorista.

—¿En serio? —pregunté, pasmada—. ¿Me vio? Es decir, tendría que haberse dirigido hacia la otra luz. Ya sabes, la principal, la vía directa. A mí me dejan para los que han muerto y no suben de inmediato. —Bajé la vista. Me fastidiaba no poder ver lo que veían los muertos: el brillante y atrayente faro—. Tengo que hacerme mirar la potencia eléctrica.

—¿Dijo que se la traía al pairo? —preguntó, pasando por alto el hecho de que estaba ante una luz que atravesaban los muertos. Ya caería en ello más tarde.

—Sí —contesté, con una tímida risita—. ¿Qué significa?

Su cara se iluminó con una sonrisa cegadora más potente que la parrilla de focos de un coche patrulla.

—Significa que quería casarse conmigo. Era una especie de código secreto. —Sus largos dedos juguetearon con un hilo suelto que asomaba entre las costuras de la camisa—. No nos gustaba discutir en público, por eso teníamos códigos secretos para todo, incluso para las cosas buenas.

—Ah —dije, comprendiendo por qué antes había reaccionado de aquel modo—, y «te quiero mucho» vendría siendo…

—Antes prefiero que un ejército de hormigas de fuego me saque los ojos que seguir viendo tu cara ni un segundo más —contestó, esbozando una sonrisita avergonzada.

—Ah, vaya, así que os inventasteis un código, ¿eh?

Ahogó una risita, pero el dolor no tardó en volver a reclamarla y la sonrisa se tambaleó. La joven se rehízo como pudo e intentó hacerlo retroceder por deferencia a mí.

—No, por mí no es necesario que te reprimas —dije, poniéndole una mano en el hombro.

Las lágrimas reaparecieron al instante y volvió a abrazarme. Permanecimos así largo rato, mientras buena parte de la plantilla masculina de toda clase y condición se pasaba por la habitación para ver qué ocurría, casi siempre con la esperanza de pescar a dos chicas en acción.