4
No me dejes caer en la tentación.
Ya tropiezo con ella yo solita.
(Camiseta)
Le mostré mi identificación al guardia que había junto a la garita de la penitenciaria de Nuevo México y este me hizo una seña para que pasara. Dejé el coche en el aparcamiento de visitas, cerca del nivel cinco, el ala de máxima seguridad de la prisión. En cuanto puse un pie en aquel edificio decorado con molduras de color turquesa, Neil Gossett se acercó a mí, me quitó el café que llevaba en las manos y lo arrojó a una papelera. Vale. Mala idea.
—Eh, ¿qué pasa? —protesté con voz entrecortada, con la sensación de que unas mariposas bombardeaban en picado las paredes de mi estómago.
Neil y yo habíamos ido juntos al instituto, aunque no nos movíamos en los mismos círculos sociales y, desde luego, no éramos amigos. Él era un atleta, lo que solo explicaba en parte su actitud mezquina hacia mí durante nuestro paso por el instituto. No es que toda la culpa la tuviera él, pero echársela a Neil era más saludable para la imagen que tenía de mí misma.
Le había confiado a Jessica Guinn, una buena amiga, mis secretos más íntimos, entre ellos uno insignificante relacionado con las palabras «exterminador» y «ángel», y no precisamente en ese orden. Tendría que haberlo sabido. No sé por qué me sorprendió que se lo contara a todo el mundo, y que luego me dejara tirada como a un perro —cuando estaba claro que yo era más de quedarme tirada a la bartola— y me colgara el sambenito de rarita. Aquello último no se lo discutía, pero tampoco podría decirse que disfrutara de mi nueva condición de leprosa. Y Neil no se había quedado al margen, se había unido a las burlas y el escarnio general, y había acabado por darme la espalda.
A pesar de que por aquel entonces Gossett no se había tragado lo de mis aptitudes, había cambiado de opinión desde que nuestros caminos habían vuelto a encontrarse. Además, al ser el subdirector de la cárcel en la que Reyes Farrow había pasado los últimos diez años de su vida, no me había quedado más remedio que volver a relacionarme con él en mi búsqueda del hombre con más posibilidades de ganar el premio al Hijo de Satán Más Atractivo del Planeta. Asimismo, a raíz de un suceso ocurrido a la llegada de Reyes a la prisión relacionado con la caída en cuestión de quince segundos de tres de los reclusos más peligrosos de toda la población carcelaria, Neil había empezado a creer que existían cosas que ponían los pelos de punta y a las que difícilmente se les podía encontrar una explicación. Lo que Neil vio aquel día lo afectó de manera evidente, y sabía lo suficiente sobre mí para creer lo que le dijera. Pobre iluso.
Se dio media vuelta y echó a andar, un gesto sumamente grosero, aunque lo seguí de todas maneras.
—¿Solo quiere hablar? —pregunté, apretando el paso para darle alcance—. ¿Te pidió que me llamaras? ¿Te dijo por qué?
No contestó hasta que dejamos atrás los puestos de seguridad.
—Pidió un tête-à-tête conmigo —dijo, echando un vistazo a su alrededor para asegurarse de que nadie pudiera oírnos—. Así que fui a la planta, en fin, convencido de que iba a morir, consciente de lo cabreado que estaba porque cierta conocida de ambos lo había encadenado. —Me lanzó una breve mirada de soslayo—. Pero cuando llegué a su celda, lo único que me dijo era que quería hablar contigo.
—¿Así, sin más ni más?
—Sin más ni más.
Cruzamos otro par de puestos de control, y luego me condujo a una sala sin ventanas en la que había una mesa y dos sillas, como las que utilizaban para las visitas con los abogados. Era diminuta, pero las brillantes paredes blancas de hormigón ayudaban a minimizar la sensación de claustrofobia. Daba la impresión de que la ventanilla de la puerta, del tamaño de un sello, era el único modo que tenían los guardias de controlar visualmente lo que ocurría allí dentro.
—Vaya.
—Sí. ¿Estás segura de que quieres hacer esto, Charley?
—Por supuesto. ¿Por qué no habría de estarlo?
Me senté a la mesa, sobre la que dejé una carpeta que había llevado conmigo, sorprendida de que no me la hubieran confiscado.
—Bueno, déjame pensar. —Neil estaba nervioso y empezó a pasearse por la habitación. A pesar de la trágica calvicie incipiente típicamente masculina, todavía conservaba un buen físico. Por lo que había podido averiguar, no se había casado, lo que me resultaba bastante chocante. Siempre estaba rodeado de chicas en el instituto. Me miró, sin dejar de caminar—. Reyes Farrow es el hijo de Satán —dijo, empezando a contar con los dedos, el pulgar el primero—. Es el hombre más poderoso que haya conocido jamás. —Índice—. Se mueve a la velocidad de la luz. —Corazón—. Ah, y está cabreado. —Puño contra el costado.
—Ya sé que está cabreado.
—Está cabreado como un demonio, Charley. Contigo.
—Venga ya. ¿Cómo sabes que está enfadado conmigo? Igual, con quien está enfadado es contigo.
—He visto lo que le hace a la gente que lo cabrea —prosiguió, haciendo caso omiso de mis palabras—. Es una de esas imágenes que se te quedan grabadas para el resto de tu vida, no sé si me entiendes.
—Te entiendo. Maldita sea.
Me mordí el labio.
—Nunca lo había visto así. —Lo pensó un momento y luego apoyó las palmas de las manos en la mesa—. Está diferente desde que ha vuelto.
—Diferente, ¿en qué sentido? —pregunté, preocupada.
Empezó a caminar de nuevo.
—No sé. Está ausente, más de lo habitual. Y no duerme. No hace más que pasearse como un animal enjaulado.
—¿Como tú ahora? —pregunté.
Se volvió hacia mí, y no parecía que le hubiera hecho gracia.
—¿Recuerdas lo que vi cuando lo trajeron aquí por primera vez?
Asentí con la cabeza.
—Claro.
La primera vez que había ido a visitarlo, Neil me había contado la historia de cómo se había enterado de lo que Reyes era capaz. Hacía poco que había empezado a trabajar en la cárcel y estaba en la planta de la cafetería cuando vio que tres reclusos se dirigían hacia aquel chico de veintiún años que acababa de llevar junto con los presos comunes, recién salido de recepción y diagnosis. Reyes. Carne fresca. Neil montó en pánico y se abalanzó sobre la radio, pero aun antes de que pudiera pedir refuerzos, Reyes había anulado a tres de los hombres más peligrosos del centro sin despeinarse. Neil aseguraba que el joven se había movido tan rápido que ni siquiera había podido seguir sus movimientos. Como un animal. O un fantasma.
—Por eso estaré vigilándote a través de esa cámara —dijo, indicando el aparato que había instalado en un rincón—, y tengo un equipo preparado al otro lado de la puerta, esperando la señal.
—Neil, si en algo aprecias a tus hombres, no puedes hacerlos entrar. Y lo sabes —repuse, lanzándole una mirada de advertencia.
Sacudió la cabeza.
—En el caso de que ocurriera algo, puede que consiguieran retenerlo lo suficiente para que te diera tiempo a escapar.
Me levanté y me acerqué a él.
—Sabes que no es así.
—Pero, entonces, ¿qué quieres que haga? —preguntó, con aspereza.
—Nada —contesté, casi con un gemido—. No me hará nada, pero no puedo prometerte lo mismo de tus hombres si los haces entrar con porras y espray de pimienta. Puede que se moleste un poco.
—Tengo que tomar precauciones. La única razón por la que permito este encuentro… —Volvió a bajar la cabeza—. Ya la conoces.
La conocía. Reyes le había salvado la vida. Fuera, en el mundo real, aquello significaba mucho. En la cárcel, su valor se multiplicaba exponencialmente.
—Neil, pero si ya en el instituto no podías ni verme.
Se atragantó intentando ahogar una risita y enarcó las cejas, sorprendido.
—Me halaga que te preocupes por mí, pero…
—No creas. —Sonrió de oreja a oreja—. ¿Sabes cuánto papeleo hay que rellenar cuando asesinan a alguien dentro de la cárcel?
—Gracias —dije, dándole unas suaves palmaditas.
Retiró mi silla hacia atrás.
—Quédate aquí quietecita mientras voy a echarles una mano para traerlo. No quiero problemas.
—De acuerdo. No me moveré.
Y así lo hice. Tenía el estómago revuelto a causa de la emoción, la adrenalina, el miedo y demasiado café. Se me hacía difícil creer que por fin fuera a verlo, en persona, consciente. Ya lo había visto antes en persona, pero o estaba en coma o inconsciente, después de haber sido torturado. Qué poco me gustaban las torturas.
La puerta se abrió unos minutos después, y me levanté con torpeza cuando un hombre esposado puso un pie en la sala y se volvió hacia el fornido funcionario de prisiones que lo seguía. Era Reyes, y su presencia me dejó sin respiración. Tenía el mismo cabello oscuro y desgreñado, los mismos hombros robustos sobre los que se tensaba la tela naranja del uniforme penitenciario, y las líneas precisas y nítidas de sus tatuajes se enroscaban en sus bíceps y desaparecían bajo las descoloridas mangas enrolladas. Era muy real y muy poderoso. El calor que desprendía, su seña de identidad, serpenteó hasta mí en cuanto se abrió la puerta.
El funcionario de prisiones bajó la vista hacia las manos esposadas de Reyes, luego lo miró a la cara y se encogió de hombros.
—Lo siento, Farrow. Se quedan donde están. Órdenes.
En ese momento apareció Neil. Reyes solo le sacaba unos centímetros, pero parecía muchísimo más alto que él.
Levantó las manos esposadas hacia el subdirector. Iban unidas a una cadena que se acoplaba a un cinturón y luego bajaba por las piernas hasta un nuevo par de grilletes que le rodeaban los tobillos.
—Sabes que no servirían de nada —le dijo a Neil, bañándome en su voz cálida y profunda.
Neil me miró.
—Nos darán unos segundos en caso de necesitarlos.
Reyes lo imitó. Por primera vez después de diez años, volvía a mirar a los ojos al Reyes Farrow de verdad, al de carne y hueso, y creí que me flaqueaban las rodillas. Lo había visto muchas veces en un sentido más espiritual, cuando me visitaba en su estado incorpóreo, pero aquella tangibilidad era algo totalmente nuevo para mí. De hecho, la última vez que había visto su cuerpo terrenal, unos demonios aracniformes de garras afiladas como cuchillas intentaban descuartizarlo. A juzgar por el sensual torrente de adrenalina que en esos momentos corría por sus venas, parecía haberse recuperado bastante bien.
Igual que yo percibía su poca disposición a interrumpir el contacto visual, estaba convencida de que él podía sentir el calor que trepaba por mis piernas y penetraba en mi vientre, una respuesta pavloviana a su cercanía, y muy dentro de mí me sentí cohibida. Aunque también adivinaba el deseo de arrancarse aquellas esposas, en parte para fastidiar a Neil y en parte para apartar la mesa que se interponía entre nosotros. Y podría haberlo hecho. Podría haberse quitado las esposas como si estuvieran hechas de papel maché. Pese a todo, también advertía su ira soterrada, y de pronto me alegré de contar con la cámara, de aquella sensación adicional de protección, por ridícula e inútil que acabara resultando si se daba la ocasión.
Se acercó a la mesa y la luz que iluminó su rostro me aceleró el pulso.
Sus facciones se habían endurecido desde el instituto, habían madurado, pero aquellos ojos de color caoba eran inconfundibles. Había acabado de desarrollarse, de aquello no cabía duda, algunas partes de su cuerpo más que otras, y aunque seguía siendo esbelto, la envergadura de sus hombros hacía que las esposas parecieran muy incómodas.
El cabello oscuro y la falta de afeitado enmarcaban el rostro más bello que jamás hubiera visto. Tenía unos labios carnosos, sensuales, y los ojos seguían siendo como los recordaba, de color chocolate, salpicados de motitas verdes y doradas y rodeados de unas pestañas increíblemente espesas. Brillaban incluso bajo la luz artificial que nos alumbraba.
Diez años en la cárcel. En aquel lugar. Sentí una opresión en el pecho de solo pensarlo y me invadió un extraño deseo de protección.
Por desgracia, él también lo sintió y me lanzó una mirada glacial.
—Dile que todo está bien —dijo, y solo entonces comprendí que Neil seguía en la sala.
Respiré hondo, intentando recuperar la compostura.
—Todo está bien, Neil. Gracias.
Neil vaciló, señaló a la cámara para recordármela y luego se fue, cerrando la puerta detrás de él.
—Cuántas atenciones —comentó, mientras tomaba asiento y reparaba en la carpeta que había sobre la mesa.
Las cadenas tintinearon contra el metal cuando colocó las manos encima.
Yo también me senté.
—¿Qué?
Señaló la puerta con un gesto de cabeza.
—Gossett. —Y añadió, en tono desaprobador—: Y tú.
Un esbozo de sonrisa amarga ladeó la comisura de sus labios.
Sabía muy bien qué era capaz de hacer aquella boca, por mis sueños, por nuestros encuentros, pero nunca en persona.
—¿Qué pasa con Neil y conmigo? —pregunté, fingiéndome ofendida, aunque estaba demasiado desconcertada como para mirarlo atónita—. Fuimos juntos al instituto.
Enarcó una ceja, como si aquello lo hubiera sorprendido.
—Vaya, qué conveniente.
—Supongo que sí.
En ese preciso instante sentí que alguien arrastraba mi silla y ahogué un grito. Reyes había enroscado un pie en una de las patas y me acercaba a la mesa.
Iba a protestar cuando se llevó un dedo a los labios.
—Chist —susurró, con mirada traviesa.
Tras acortar la distancia que nos separaba, bajó la vista hacia mi busto.
Al arrimarme al borde de la mesa, el jersey se había estirado y se me había pegado al cuerpo, con lo que Peligro y Will Robinson quedaban mejor definidas.
—Así está mejor —dijo, visiblemente complacido. Estaba a punto de reprenderlo cuando preguntó—: ¿Cuánto hace que lo sabe?
Lo miré, confusa.
—¿Quién? ¿Que sabe qué?
—Gossett —contestó, levantando la vista—. ¿Cuánto hace que sabe lo que soy?
Me quedé sin aire. Balbucí, estrujándome los sesos para encontrar una respuesta que no implicara necesariamente la muerte de Neil.
—Yo… No sabe nada.
—Ni se te ocurra.
Apenas había alzado la voz y aun así di un respingo, como si hubiera gritado.
—¿Cómo sabes…?
—Holandesa.
Chascó la lengua y ladeó la cabeza, a la espera, y comprendí que no tenía sentido seguir mareando la perdiz.
—No lo sabe, al menos no lo sabe todo. No es una amenaza para ti —aseguré, intentando convencernos a ambos.
Cuando en mi última visita le solté a Neil que Reyes era el hijo de Satán, puse la vida del subdirector de la prisión en peligro. Lo supe en cuanto las palabras abandonaron mi boca. No era como decírselo a Cookie o a Gemma. Neil estaba encerrado en el mismo lugar que él un día tras otro. Sinceramente, había sido una de las cosas más estúpidas que había hecho en toda mi vida.
—Puede que tengas razón —dijo, y casi se me escapa un suspiro de alivio—. ¿Quién lo creería?
Levantó la vista y miró a la cámara con una sonrisa que destilaba una muda advertencia.
Tuve la sensación de que apenas lo conocía, cosa que era cierta. Nuestros encuentros siempre habían sido breves y expeditivos. Rara era la ocasión en que manteníamos conversaciones íntimas, y cuando lo hacíamos, invariablemente acababan igual. Aunque decir que me arrepentía un solo instante de haberme acostado con un ser forjado en el fuego del pecado sería una mentira flagrante. Su cuerpo —tanto el incorpóreo como el terrenal— estaba hecho de acero fundido, su pasión era insaciable, y cuando me tocaba, cuando nuestros labios se unían y su cuerpo se abría paso en mi interior, todo lo demás dejaba de existir.
Solo de pensarlo, sentí una opresión en el vientre e inspiré hondo, despacio.
Me miró con atención, como si intentara adivinar mis pensamientos, por lo que cerré los dedos sobre la carpeta que había llevado, tratando de serenarme. Contenía las transcripciones del juicio, una copia de sus antecedentes y los informes de conducta de la prisión, al menos a los que Neil me había dado acceso. El perfil psicológico estaba vedado. Y sabía que le habían hecho pruebas para determinar su nivel de inteligencia. ¿Cómo lo habían descrito? ¿Incalculable?
Decidí primero quitarme de encima todas aquellas preguntas antes de que nos centráramos en la verdadera razón que me había llevado hasta allí. Reyes había sufrido maltratos físicos y psíquicos a manos del hombre que supuestamente había asesinado, razón esta última por la cual lo habían encarcelado. Sin embargo, nada de todo aquello había salido a la luz durante el proceso y quería saber por qué. Enderecé la espalda.
—¿Por qué durante el juicio no se abordó la cuestión de malos tratos recibidos por parte de Earl Walker?
Se quedó helado. La sonrisita despreocupada desapareció y un muro de desconfianza se alzó entre nosotros. Cambió de postura de manera apenas perceptible, se puso a la defensiva e inclinó los hombros en actitud hostil. Empezaba a respirarse una tensión cargada de recelo.
Cogí la carpeta con más fuerza. Necesitaba saber por qué se había quedado de brazos cruzados y había permitido que lo enviaran a la cárcel sin mover ni un solo dedo en su defensa, en defensa de sus actos.
—No se mencionó en ningún momento —volví a la carga, inspirando hondo.
Reyes echó un vistazo al expediente con un brillo malévolo en la mirada.
—¿Así que ahora lo sabes todo sobre mí?
No parecía gustarle la idea.
—Ni de lejos —aseguré.
Lo meditó mucho antes de contestar.
—Todo lo que quieres saber está en esa carpeta. Lo dice bien claro. Punto por punto.
El peso de su intensa mirada me robaba el aire de los pulmones y tenía que luchar con todas mis fuerzas para poder seguir respirando.
—Creo que te subestimas.
—La única persona de esta habitación que me subestima eres tú.
Sus palabras me erizaron el vello de la nuca.
—Lo dudo.
—Gossett no quería dejarte a solas conmigo. Al menos a él todavía le quedan dos dedos de frente.
Decidí no entrar en su juego. Estaba enfadado y lo pagaba conmigo. ¿Acaso mi padre no había hecho exactamente lo mismo hacía una hora? Los hombres y su incapacidad para enfrentarse a sus emociones nunca dejaban de sorprenderme. Bajé la vista hacia sus manos, asaltada por el cansancio y las tensiones.
Me dirigió una mirada inquisitiva.
—No duermes bien.
Parpadeé, sorprendida.
—No puedo. Tú… siempre apareces.
Relajó los hombros de manera apenas perceptible y bajó la barbilla, como si se avergonzara.
—No es mi intención.
—Lo sé.
Su confesión me dejó helada. Aunque procuré que mi voz no delatara el dolor que sus palabras me habían producido, tuvo que sentir las emociones que bullían en mi interior.
—¿A qué te refieres?
—A que estás… estás enfadado. —Me tragué mi amor propio y admití—: No quieres estar allí, conmigo.
Apartó los ojos, molesto, cosa que me brindó la oportunidad de estudiar su perfil, duro y noble a la vez. Incluso con aquel uniforme carcelario, era el ser más poderoso que había visto nunca, una bestia que sobrevive guiada por la fuerza y el instinto.
—No estoy enfadado porque no quiera estar allí, Holandesa —dijo, con voz suave, vacilante. Me traspasó con una mirada solemne—. Estoy enfadado porque sí quiero.
Antes de que mi corazón revoloteara hasta el techo después de aquella pequeña confesión, decidí aclarar un asunto al que llevaba todo el día dándole vueltas.
—Esta mañana, cuando has acudido a mi lado —dije, con las mejillas repentinamente encendidas, muerta de vergüenza—, has dicho que es cosa mía, que soy yo quien te invoca y que siempre ha sido así, pero eso es imposible.
—Algún día descubrirás de lo que eres capaz —respondió al fin, tras un largo silencio. Tan largo que casi había empezado a suplicar que la tierra se abriera y me tragara—. Ya hablaremos de eso entonces. —Y sin darme ocasión a seguir preguntándole sobre aquel asunto, añadió, aunque esta vez con un áspero susurro—: Desencadéname.
Se me encogió el ombligo. Sabía que tarde o temprano iríamos a parar allí. Sabía que esa era la razón por la que me había hecho venir. ¿Cuál si no? Como que iba a querer verme sin más. Agaché la cabeza.
—No puedo desencadenarte. No sé.
—Ya lo creo que sí —replicó, mirándome con suficiencia.
Sacudí la cabeza.
—Lo he intentado, pero no sé cómo hacerlo.
Las cadenas tintinearon al rebotar contra la mesa cuando se inclinó hacia delante.
—No volveré… —Miró a la cámara, consciente de su presencia—. No volveré a intentar lo de la última vez que nos vimos. —Es decir, básicamente que no volvería a intentar deshacerse de su cuerpo terrenal mediante el suicidio—. Créeme. No puedes desencadenarme si no confías en mí.
—Ya te lo he dicho, lo he intentado. Dudo que se trate de una cuestión de confianza.
—Precisamente se trata de una cuestión de confianza.
Se levantó de la mesa con brusquedad, luchando de manera evidente por controlar sus emociones, y la silla cayó estrepitosamente al suelo.
Alcé una mano hacia la cámara para informar a Neil de que todo iba bien y lo imité.
—Volveré a intentarlo —aseguré, intentando conservar la calma.
—Tienes que desencadenarme —susurró, con la voz entreverada de desesperación.
En ese momento empecé a sospechar que había algo más detrás de aquella repentina necesidad que quedar libre. Reyes tenía un objetivo, un propósito, lo veía en sus ojos.
—¿Por qué?
El calor que desprendía penetró en mis ropas y en mi piel, bañándome en una repentina e indeseada oleada de deseo. Era evidente que Reyes tenía mejores cosas en que pensar que en mí y mi patética chifladura por él.
Se me quedó mirando, con los dientes apretados.
—Tengo asuntos pendientes, y si crees que estas cadenas van a impedir que los zanje, estás muy equivocada, Holandesa.
A pesar de que la mesa seguía haciendo de barrera entre nosotros, retrocedí un paso, con cautela.
—Neil estará aquí en dos segundos.
Bajó la cabeza y entornó los ojos, como si fuera su presa.
—¿Tienes idea de lo que puedo hacer en dos segundos?
La puerta de la sala se abrió de golpe y tres guardias irrumpieron en ella con las porras en la mano. Neil pasó entre ellos y se detuvo en medio de la habitación, observándonos con recelo.
—Se acabó el tiempo.
Reyes no levantó la cabeza, sino que se limitó a volverla hacia Neil, con expresión incrédula. Neil palideció, pero se mantuvo firme, impresionando a todos los que allí sabían qué era Reyes. Los guardias esperaban una orden, completamente ajenos al peligro que corrían, preparados para entrar en acción. Se notaba que eran nuevos.
No había acabado de dar un paso cuando recuperé la atención de Reyes de inmediato. Se me quedó mirando, tan quieto que me recordó a una cobra a punto de atacar.
—Creo que hemos terminado, Neil. Gracias —dije, con una voz entrecortada en la que se mezclaban el miedo y la adrenalina.
Dos de los guardias se adelantaron y sujetaron a Reyes por los brazos para acompañarlo fuera de la sala. Para mi absoluto asombro, no opuso resistencia, pero justo cuando cruzaba la puerta, se volvió hacia mí.
—No me dejas alternativa —dijo.
Tras echar un rápido vistazo a Neil, salió de la habitación y permitió que los hombres lo acompañaran de vuelta a su celda.
Neil me miró, completamente lívido.
—Entonces, ¿todo ha ido bien?