3
¡Maldita sea, Jim!
(Camiseta)
—Hace mucho tiempo, en una galaxia prácticamente igualita a esta, unos padres maravillosos llamados papá y mamá tuvieron una niñita.
—Esa parte ya me la sé.
—Tenía una melena oscura —proseguí al teléfono como si tal cosa, fingiendo no haber oído a Gemma, mi hermana, la del leve trastorno obsesivo compulsivo, mientras me incorporaba a la interestatal al volante de Misery, en dirección a Santa Fe.
Por suerte no había poli por los alrededores, porque, la verdad, no necesitaba más multas por hablar por teléfono mientras conducía.
Garrett me había acercado a Misery hasta casa después de comprobar que no había sufrido demasiados daños mecánicos a causa del choque, y Misery parecía haberme perdonado, así que podíamos circular. Había encomendado a Cookie la farragosa tarea de investigar el pasado del buen doctor y luego había salido de la oficina con tanta prisa que los papeles habían salido volando por los aires.
—Y unos ojos dorados que tuvieron embobadas a las enfermeras durante días —seguí diciendo.
—¿Que las enfermeras se quedaron embobadas? ¿Eso es lo que le cuentas a la gente?
—La madre quería tanto a su hija que sacrificó su vida para que su niñita tuviera alguna oportunidad de sobrevivir.
—No creo que tuviera elección.
—La madre murió el mismo día en que nació su hija y cruzó al otro lado a través de la recién nacida, pues la niña estaba hecha de magia y de luz, pero aquello entristeció al padre. No lo de la luz, eso no lo sabía, sino lo de que la madre muriera.
—Sí, doy fe.
Adelanté a un camionero que parecía no haber entendido que los ciento cincuenta de antes eran los ciento veinte de ahora.
—Y la niñita pasó tres largos días en el nido.
—¿Tres días? ¿Estás segura? —preguntó Gemma, no demasiado convencida.
Gemma llevaba toda la vida siendo mi hermana y siempre había sabido que podía ver a los muertos y que era el único e incomparable ángel de la muerte a este lado de la Vía Láctea, de ahí mi capacidad para ayudar a mi padre, y ahora al tío Bob, a resolver sus casos. Sin embargo, nunca habíamos estado demasiado unidas. Suponía que mi condición de encarnación de la muerte era lo que la había hecho alejarse de mí, pero hacía poco tiempo había descubierto que mi trabajo no tenía nada que ver con que mantuviera las distancias, sino mi insistencia en que no se acercara a mí por nada del mundo. Jamás hubiera imaginado que me tomaría tan en serio.
—Sí, deja de interrumpirme —le pedí, dando un volantazo para esquivar un neumático abandonado en medio de la carretera. Menudo lugar para dejar una rueda—. ¿Por dónde iba? Ah, vale. Nadie fue a buscarla, nadie fue a verla, salvo el ejército de muertos que se reunió a su alrededor y que decidió velarla hasta que su padre consiguiera reponerse lo suficiente para volver y llevarse la niñita a casa.
—Yo diría que no fueron tres días.
—La niña lo recordaba todo gracias a que poseía una muy buena memoria a corto plazo para una recién nacida.
—Sí, claro —dijo Gemma—. Ve a lo importante.
Gemma era psiquiatra, lo que significaba que sabía hacerse cargo de los problemas de todo el mundo menos de los suyos, un aspecto más de los muchos en que coincidíamos, aunque el parecido físico no era uno de ellos. Mientras que yo era morena y tenía los ojos dorados, ella era el típico bellezón rubio de ojos azules que aceleraba el pulso a los hombres. Yo también podía acelerárselo, aunque debía mi éxito a un gran talento: a lo que sabía hacer con la boca.
—Entonces, ¿ya estabas al tanto de que recordaba el día de mi nacimiento?
—Por favor, me lo explicaste miles de veces cuando éramos pequeñas.
Vaya, eso no lo recordaba.
—Vale, y ¿ya te he contado lo del terrorífico ser descomunal que levitaba en un rincón envuelto en una capa negra y ondulante que inundaba la sala de partos como un mar de olas que rompían contra las paredes y que estuvo a mi lado los tres días prometiéndome que mi padre no tardaría en venir a buscarme, aunque nunca oí su voz? ¿Y lo de que me inspiraba un miedo aterrador porque tenía la sensación de que su sola presencia me dejaba sin fuerzas y me robaba el aire?
—No, esa parte no la mencionaste —dijo, tras un largo silencio. Tan largo que temí que hubiera vuelto a dormirse.
—Ah, vale, pues entonces, veamos… —Tamborileé los dedos sobre el volante al compás de la música rock que sonaba de fondo, contenta de poder retomar la historia—. Bueno, pues después de todo eso, cuando el padre de la niñita por fin apareció al tercer día para llevársela a casa, ella deseó preguntarle: «¿Dónde coño te habías metido, papá?», pero carecía del control motor necesario para hablar. Transcurrió un año y la niñita vivía más feliz que unas castañuelas. No había vuelto a ver a la criatura grande y terrorífica, y su padre parecía quererla de verdad, menos cuando comía puré de guisantes, pero de eso la culpa la tenía él. Luego trajo a casa a una mujer llamada Denise y las castañuelas dejaron de sonar a partir de entonces.
—Vale, también me sé el capítulo de la madrastra —dijo Gemma—. Vuelve a lo del ser poderoso.
Probablemente, Reyes era la única parte alucinante de mi vida que Gemma desconocía, además de aquella noche con el escuadrón VMFA-122 de los marines, en la que estaban celebrando el ascenso de uno de sus compañeros y les eché una mano. Malditas cubiteras. Esa noche aprendí mucho sobre maniobras de evasión. Y sobre mi apego a la vida, que me obligó a sobreponerme a la peor de las resacas.
—Vale, te contaré la versión didáctica, apta para todos los públicos.
—¿Estás conduciendo?
—… No.
—¿Seguro? Oigo ruido de motor.
—… Sí.
—Vale, tendré que conformarme con esa versión. Tengo un paciente a las nueve.
—De acuerdo —dije, echando un vistazo al reloj—. Bueno, pues nazco y resulta que ese ser imponente está allí, envuelto en una capa negra y todo lo demás. Y es soberbio, pero aterrador. Y me llamó Holandesa.
—Espera un momento.
—Tu cliente llegará de aquí a cinco segundos. ¿Podrías guardarte las preguntas para el final?
—¿Te llamó Holandesa? ¿Cuándo naciste?
Vaya, nunca hubiera imaginado que Gemma recordara aquel detalle.
—Lo recuerdas, ¿no?
—De esa noche, de cuando impediste que ese hombre machacara al chico que salvamos. Él te llamó Holandesa.
Qué buena era. Cuando Gemma y yo íbamos al instituto, una noche la acompañé a la zona más sórdida de la ciudad para echarle una mano con un proyecto de clase. Gemma quería grabar la vida en las calles para un vídeo sobre la parte más dura de Albuquerque. Estábamos agazapadas en un colegio abandonado, haciendo poco más que congelarnos el culo, cuando vimos movimiento en una ventana de un pequeño apartamento. Horrorizadas, comprendimos que se trataba de un hombre golpeando a un adolescente, y de pronto, solo pude pensar en salvarlo. Llevada por la desesperación, lancé un ladrillo a la ventana del apartamento y, milagrosamente, funcionó. El hombre dejó de pegar al chico y fue a por nosotras. Gemma y yo echamos a correr por un callejón oscuro, y estábamos buscando un agujero en una valla que nos cortaba el paso, cuando me di cuenta de que el chico también había escapado. Lo vi doblado sobre sí mismo, en el suelo, tosiendo e intentando respirar a pesar de lo doloroso que le resultaba.
Retrocedimos con paso inseguro, y cuando levantó la vista, vimos que tenía la cara llena de sangre y que le goteaba de la boca, una boca fascinante. Intentamos echarle una mano, pero él no quiso aceptar nuestra ayuda e incluso llegó a amenazarnos si no nos íbamos.
No pudimos hacer nada. Lo dejamos allí, magullado y sangrando, pero volví al día siguiente y me enteré, por medio de la casera, de que la familia se había ido en mitad de la noche y le había dejado a deber dos meses de alquiler. También me dijo cómo se llamaba el chico: Reyes, pero no conseguí averiguar nada más. Durante años, me aferré a aquel nombre como a un clavo ardiendo y cuando por fin di con él, más de diez años después, no puede decirse que me sorprendiera descubrir que había pasado la última década en la cárcel por el asesinato de aquel hombre.
Y esa noche, la noche que habíamos intentado salvarlo, me había llamado Holandesa.
—No puedo creer que lo hayas relacionado —dije—, a mí me costó años.
—Bueno, soy más lista que tú. Entonces, ¿tienen algo que ver el uno con el otro?
—Sí. Ese ser y Reyes Farrow son uno y lo mismo.
—¿Cómo es posible? —preguntó, al cabo de un momento, tras procesar la información.
—En fin, tendrías que saber algo más sobre él.
Aunque en raras ocasiones le había contado a nadie la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad sobre Reyes, salvo a unos pocos y selectos individuos cuya vida con toda probabilidad había puesto en peligro al hacerlo, Gemma ya estaba al tanto de casi todo y la había mantenido alejada de mí demasiado tiempo. Nuestra madrastra, Denise, había abierto una brecha entre nosotras que yo deseaba cerrar. Quería recuperar nuestra relación de antes. Quería volver a intimar con ella. Prefería estar a partirnos un piñón que a partirnos la cara.
—Antes de contártelo, necesito saber tres cosas —dije.
—De acuerdo.
—Una, ¿estás sentada?
—Sí.
—Dos, ¿qué tal tu estabilidad mental?
—Mejor que la tuya.
Aquello había estado fuera de lugar.
—Y tres, ¿cómo se escribe esquizofrenia?
—¿Qué tiene que ver eso con todo lo demás?
—Nada. Solo quería saber si lo sabías.
Suspiró, irritada.
—Decías que…
—Vale, pero recuerda que te he avisado.
—No, un momento, no me has avisado de nada.
—Sí, lo sé, ese era el aviso. «Recuerda que te he avisado» era el aviso.
—Ah, disculpa.
—¿Ya estás?
—Sí.
—¿Puedo seguir?
—Charley.
—Vale, allá va: Reyes Farrow es el hijo de Satán.
Vaya, lo había dicho. Ya lo había soltado. Había abierto mi corazón. Le había contado mi vida y milagros. Esperé. Y seguí esperando. Comprobé que el teléfono siguiera funcionando. Sí, funcionaba.
—¿Gemma?
—¿Te refieres a Satán… Satán?
—Sí.
—Porque tengo un cliente que una vez se cambió su nombre por el de Satán. ¿Estás segura de que no se trata del padre de Reyes?
Reprimí una carcajada.
—No, Reyes Farrow es el guapísimo, cabezota e impredecible hijo de Satán, y hace muchos siglos escapó del infierno para estar conmigo. Esperó a que yo naciera, escogió una familia y él también nació en la Tierra. Aunque luego lo secuestraron y lo vendieron al hombre que acabó criándolo, Earl Walker. Pero lo sacrificó todo para estar conmigo, Gemma, consciente de que al nacer no recordaría ni quién era él ni quiénes éramos ninguno de los dos. Apenas hace unos años que ha empezado a recuperar recuerdos de su pasado, más o menos al mismo ritmo que yo me entero de las cosas. Lento como una tortuga en enero. —Adelanté un camión que transportaba vacas, las cuales me miraron con sus ojazos tristes al pasar por su lado. Pobres—. ¿Me has colgado?
—Vale, el martes tengo un hueco a las cuatro. Te voy a reservar una sesión de dos horas, por si acaso.
—No estoy loca, Gem. Tú lo sabes.
Lanzó un suspiro, admitiéndolo a regañadientes.
—Ya sé que no estás loca, pero es que nunca he creído en el demonio y ¿ahora vas tú y me dices que no solo es real, sino que además tiene un hijo? ¿Y que ese hijo ha estado acechándote desde que naciste?
—Sí. Bueno, más o menos. Y ha estado en la cárcel los últimos diez años por asesinar al hombre que lo crio, el hombre de aquella noche.
—La madre del cordero, ¿lo mató? Eso no suele ocurrir.
—Lo sé. Es raro que un niño maltratado se vuelva contra su agresor, pero a veces pasa.
—Entonces, ¿Reyes es el ser que te perseguía?
—Sí. Por lo que he podido averiguar, de pequeño sufría pequeños ataques durante los cuales abandonaba su cuerpo y se convertía en ese ser, o en el Malo Malísimo, como solía llamarlo. Era esa presencia imponente que superaba toda realidad y que me salvaba la vida cuando me encontraba en peligro.
—¿Fue él? Cuando tenías, ¿qué, cuatro o cinco años?
—No puedo creer que te acuerdes de eso. Siempre ha estado a mi lado. Cuando el pederasta convicto quiso jugar a las casitas conmigo, el Malo Malísimo apareció. Cuando un compañero de curso intentó atropellarme con el monovolumen de su padre en el instituto, el Malo Malísimo apareció.
—Ah, de eso también me acuerdo. Owen Vaughn intentó matarte.
—Sí, y el Malo Malísimo lo detuvo.
—Owen parecía un chico muy normal. ¿Alguna vez sospechaste que sería capaz de hacer algo así?
—No. Y sigue odiándome.
—Qué rollo.
—Sí, y la noche esa en que el tipo que me acechaba en la universidad decidió conocerme mejor mientras me ponía un cuchillo en el cuello, el Malo Malísimo también apareció.
—Eso no me lo habías explicado —me reprendió.
—Ya no me hablabas.
—No te hablaba porque me dijiste que no lo hiciera.
—Lo sé. Lo siento.
—¿Alguna otra situación en que tu vida pendiera de un hilo?
—Ya lo creo, cientos de ellas. Una vez, el marido de una clienta, a la que maltrataba, sintió la necesidad de acabar con mi vida con una treinta y ocho milímetros cromada y apareció el Malo Malísimo. Y la lista sigue. Por eso, por mucho que lo he intentado, nunca he logrado llegar a entender por qué me aterrorizaba hasta tal punto. De pequeña, no le tenía miedo a nada. Y menos mal, porque llevo jugando con los muertos desde que nací, pero el Malo Malísimo siempre me ponía los pelos de punta. Lo cual me lleva a la razón por la que te he llamado.
—¿Para conseguir que tuviera pesadillas el resto de mi vida?
—Ah, no, eso es de regalo. ¿Por qué le tenía tanto miedo?
—Cariño, para empezar era un ser gigantesco, poderoso y parecía hecho de humo negro.
—Entonces, ¿estás diciendo que soy racista?
—No, Charley, estoy diciendo que posees el mismo instinto de supervivencia que cualquiera de nosotros y que por eso lo considerabas una amenaza. Y ya lo creo que estás conduciendo. ¿Adónde vas?
—¿Podrías pensarlo y decirme algo? —pregunté, completamente insatisfecha con su respuesta. Ni una miserable teoría freudiana. Ni una sola mención a Jung o a Erikson. Ni siquiera a Oprah, aunque fuera de refilón—. Lo que me lleva a la segunda razón por la que te he llamado: voy a Santa Fe a verlo. ¿Recuerdas que lo encontramos hecho un guiñapo en el sótano de mi edificio hace un par de semanas?
Gemma sabía que Reyes estaba muy malherido, pero no por qué.
—Sí.
—Bueno, pues resulta que ocurrió algo raro en el camino hacia la eternidad. Unos demonios escaparon del infierno, en realidad varios cientos, y se dedicaron a torturar su cuerpo terrenal para atraerme hacia ellos.
—Demonios.
—Demonios.
—¿Te refieres a demonios…?
—Sí, de los de llamas y azufre.
—Y ¿por qué querían atraerte hacia ellos? —preguntó, tras una larga pausa, con voz ligeramente temblorosa.
—Porque soy el ángel de la muerte, el portal hacia el cielo, y me buscan.
—Ya.
—Aunque Reyes es el portal por el que salir del infierno y también lo buscan a él.
—Ajá…
—Lo sé, ¿vale? Y ¿recuerdas los tatuajes que llevaba aquella noche? Es un mapa hacia las puertas del infierno, aunque eso es otra historia. Total, que él va y me dice: «Así soy demasiado vulnerable. Voy a dejar morir mi cuerpo terrenal». Y yo voy y le digo: «No, no lo harás». Y él va y responde: «Sí, sí que lo haré». Y yo voy y respondo…
—Charley —me interrumpió bruscamente—, nada de lo que me estás contando es posible. Lo que dices…
—Tú sigue escuchando, ¿vale?
Oía el pánico asfixiante que empezaba a atenazar su voz. Sin embargo, era medio hermana, medio terapeuta, no había nadie más cualificado que ella con quien hablar de aquel asunto. La noche que había encontrado a los demonios torturando a Reyes, también había descubierto una habilidad verdaderamente increíble con la que había conseguido acabar con todos ellos, pero lo que le habían hecho a él… Ni siquiera podía recordarlo sin que todo me diera vueltas. Tal vez no hacía falta que Gemma conociera esa parte.
—Lo intento.
—Bueno, resumiendo —proseguí, acelerando antes de perderla—, para evitar que se suicidara, encadené su ser incorpóreo a su cuerpo físico.
—¿Que hiciste qué?
—Lo sé, pero es que estaba desesperada. Iba a suicidarse. Si vieras cómo maneja esa espada… Ah, ¿había mencionado que tiene un espadón? Y no, no es una metáfora. Aunque debo decir que…
—Charley, espera —me cortó, interrumpiéndome de nuevo—. ¿Lo encadenaste? Y eso, ¿qué significa exactamente?
—Sueles ser más avispada.
—¡Está a punto de darme un ataque! —me chilló al oído, y comprendí que tendríamos que haber mantenido aquella conversación cara a cara.
No podía sentir sus emociones por teléfono. La verdad, Gemma debería de haberlo tenido en cuenta.
—Lo sé, disculpa. —Quizá debía explicarme mejor—. Bueno, dicho de otra manera, no puede abandonar su cuerpo físico porque está encadenado a él. Y ahora, Reyes Farrow, uno de los seres más poderosos del Universo, quiere hablar. —Se me encogía el estómago cada vez que pensaba en ello—. ¡Y…! —añadí, a punto de olvidar la mejor parte—, papá subió a la oficina esta mañana para decirme que lo deje.
—¿Al hijo de Satán?
—No, la investigación privada.
—Ah, vale.
—¿Tú qué opinas?
—¿De papá?
—No, de papá ya me encargaré yo. —Aunque, tal vez debería preocuparme. La última vez que empezó a comportarse de manera extraña, un hombre me atacó con un cuchillo de carnicero. Me caló hondo. El cuchillo, no el hombre—. De Reyes. Voy de camino a verlo mientras hablamos.
—Charley, apenas entiendo nada y mi cita de las nueve ya ha llegado.
—¿En serio? ¿Vas a dejarme ahora?
—De momento, te diría que salieras corriendo, pero eso es lo que haría yo. Llámame de aquí a una hora.
—Espera sentada —contesté, pero ya me había colgado.
Pues vaya, confiaba en que ella supiera cómo solucionar mis problemas.
Demasiado para asimilarlo de golpe. Lo entendía, ya lo creía que sí. Era difícil asimilar todo lo relativo a Reyes Farrow. Además, tendría que estar centrada en la esposa desaparecida del doctor Yost en vez de ir de aquí para allá con la esperanza de obtener audiencia con el príncipe de las tinieblas. Estaba tan enfadado después de haberlo encadenado que desde entonces se negaba a verme, de ahí mi sorpresa ante la llamada de Neil Gossett.
Todo empezaba a aflorar a la superficie. Todas las emociones relacionadas con Reyes hervían a fuego lento en mi interior. Me había pasado media vida buscándolo, rezando una noche tras otra por encontrarlo, para acabar descubriendo que llevaba más de diez años en la cárcel, acusado de asesinato, cosa que me supuso una gran decepción, aunque por motivos puramente egoístas, porque me habría gustado estar con él, porque me habría gustado salvarlo aquella noche en que Gemma y yo todavía íbamos al instituto y haberlo apartado de aquel infierno, de aquel monstruo. Pero él rechazó nuestra ayuda, y cuando me enteré de que había matado al hombre que le había propinado aquella paliza, tuve la sensación de haberle fallado. Y eso que por entonces ni siquiera sospechaba quién era, es decir, el hijo de Satán, literalmente. No hacía mucho que había descubierto esa parte.
—Crecer en el infierno tuvo que ser una mierda —dije, en voz alta.
—¿Ya vuelves a hablar sola?
Me volví hacia el pandillero muerto de trece años que había aparecido en el asiento del acompañante.
—Eh, Angel, ¿cómo van las cosas por el otro lado?
Había conocido a Angel la misma noche que a Reyes. Había muerto hacía más de una década, cuando su mejor amigo decidió liarse a tiros con todo bicho viviente desde el coche sin consultárselo previamente. Él iba al volante, por lo que se sorprendió un poquitín cuando su amigo empezó a disparar por la ventanilla del coche robado de su madre. Angel trató de detenerlo y lo pagó muy caro. Sin embargo, desde mi punto de vista, el precio que me tocaba pagar a mí a diario era mucho mayor. Ignoraba qué había hecho para tener que aguantar a aquel tocapelotas, aunque tampoco renunciaría ni a un solo minuto.
—De puta madre —contestó, encogiéndose de hombros. Llevaba una camiseta sucia y un pañuelo rojo que enmarcaba un rostro atrapado entre la inocencia de la infancia y la rebeldía de la adolescencia—. Mi madre está haciendo muchos clientes nuevos. La entrevistaron o algo así para un periódico y dijeron que era la mejor cosmetóloga de la ciudad para cortes a lo garçon, aunque no tengo ni idea de lo que significa.
—Vaya, eso es magnífico.
Le di una palmada en el hombro y sonrió un tanto cohibido.
—Supongo —dijo—. Bueno, por lo visto tenemos un caso, ¿no?
—Lo tenemos. Hay un médico cerca de la universidad que ha intentado deshacerse de su mujer.
—¿En serio?
—En serio.
—¿Un tipo rico?
—Sí.
—¿Y ha cometido un crimen? ¡Venga ya!
Asentí y dejé que Angel se regodeara con la idea. Nada le complacía más que un rico haciendo estupideces.
—¿Ya has terminado? —pregunté, después de que enunciara la lista de razones por las cuales los ricos tendrían que recibir condenas más duras que los pobres, y no al revés.
—Debería de existir una escala, cuanto más rico eres, más te arriesgas.
—¿Ahora ya has terminado de verdad?
—Creo que sí.
—¿Mejor?
—Lo estaría si te desnudaras.
—Pues el médico en cuestión —me apresuré a decir antes de que se dejara llevar por la emoción— hizo algo con su mujer y luego denunció su desaparición. No hay cuerpo, así que convendría que lo siguieras. Podría conducirnos hasta ella.
—¿Contrató a alguien para que hiciera el trabajito?
—Es lo que quiero que averigües. Espero que nos lleve junto a ella, no sé, volviendo a visitar el lugar del crimen o algo por el estilo.
Lo puse al corriente de todo lo que sabía sobre el doctor Yost, descripción física y señas incluidas.
—Vale, pero, si lo hizo, ¿por qué no lo detienes y ya está?
—Yo no detengo a la gente.
—Entonces, ¿para qué te pagan? —preguntó, en broma.
Le dediqué mi mejor sonrisa, una genuina, no de esas postizas que se te caen si no las llevas bien pegadas.
—Acabas de tocar un tema controvertido, guapo.
—De todas formas, creo que no es buena idea —comentó, jugueteando con el aire acondicionado.
El vello que le salpicaba la barbilla y el bigote incipientes le daban ese aire de hombrecito en ciernes. Sus ojos eran de un castaño intenso bordeados de espesas pestañas y tenía una mandíbula cuadrada de la que cualquier cholo estaría orgulloso.
—Puede que tengas razón —admití, fijándome en un motorista con ganas de morir, a juzgar por el modo en que zigzagueaba entre el tráfico—, tal vez no nos conduzca a ninguna parte, pero es lo único que tenemos por ahora, y la verdad es que me gustaría echarle el guante.
—No, me refiero a ti. A que vayas a verlo.
Reyes nunca había sido santo de su devoción. Angel parecía incapaz de ver más allá de su filiación satánica.
—¿Por qué dices eso?
Dejó escapar un suspiro exasperado, como si ya me lo hubiera dicho un millón de veces.
—Te lo he dicho un millón de veces: Rey’aziel no es lo que tú crees.
La sola mención del nombre sobrenatural de Reyes me ponía los pelos de punta.
—Cariño, sé qué es, ¿recuerdas?
Volvió la cabeza hacia la ventanilla y guardó silencio durante casi dos kilómetros.
—Está enfadado.
Asentí.
—Lo sé.
—No, no tienes ni idea. —Me miró, con sus enormes ojos castaños entrecerrados, muy serio—. Está cabreado, cabreado como para trastornar el orden del Universo.
No estaba muy segura de a qué se refería, pero bueno.
—Pues sí que está enfadado, sí.
—Ni siquiera sabía que pudiera hacer esas cosas, que fuera tan poderoso. Creo que no es un buen momento para ir a verlo.
—Lo encadené, Angel.
Me dirigió una mirada suplicante, con el ceño fruncido en un gesto de preocupación.
—Ahora no puedes volverte atrás. Charley, por favor, si lo liberas… ¿quién sabe lo que podría hacer? Está fuera de sí.
Me mordí el labio, asaltada por el remordimiento.
—De todos modos, tampoco sé cómo hacerlo —admití.
—¿Qué? —preguntó, sorprendido—. ¿No puedes desencadenarlo?
—No. Ya lo he intentado.
—¡No! No, no lo hagas. —Agitó una mano, como si quisiera apartar aquella idea de mi cabeza—. Déjalo en paz. Si aún estando atrapado en su cuerpo como está causa estragos, ¿quién sabe lo que podría llegar a hacer si lo liberases?
—¿A qué te refieres? ¿Qué quieres decir con eso de que está causando estragos?
—Ya sabes, lo típico: terremotos, huracanes, tornados…
Quise sonreír, pero no lo conseguí.
—Angel, esas cosas suceden por sí solas. Reyes no tiene…
—Tú vives en las nubes, ¿verdad?
Me miró como si fuera medio tonta y el otro medio imbécil.
—Angel, ¿cómo va Reyes a afectar al clima?
Nunca había tomado a Angel por un conspiracionista. Qué cosas.
—Su ira está desequilibrándolo todo, como esa atracción de feria que gira a la vez que da vueltas sobre sí misma. ¿No te habías fijado?
Ah, sí, más de un niño se había despedido de su almuerzo por culpa de esa atracción.
—Cariño…
—¿No te has enterado de que ha habido un terremoto en Santa Fe? ¡Santa Fe! —Iba a protestar cuando me interrumpió alzando una mano—. Haz lo que quieras, pero no lo desencadenes. Seguiré al pendejo del médico.
Desapareció sin darme tiempo a replicar. Me negaba a dar crédito a sus palabras. Lo que sugería era imposible. ¿La ira de Reyes causante de desastres naturales? Había hecho enfadar a mucha gente antes, pero no tanto como para provocar un terremoto.
Por si acaso, cogí el móvil y llamé a Cookie.
—¿Qué hay, jefa?
—Pregunta: ¿ha habido un terremoto en Santa Fe?
—¿No te has enterado?
—La madre del cordero. ¿Dónde coño estaba?
—Tienes que ver las noticias más a menudo.
—No puedo.
—¿Por qué?
—Porque me deprimo.
—Claro, porque andar por ahí con muertos es la monda.
Vaya, eso había estado fuera de lugar.
—Venga, ¿en serio? —insistí—. ¿Un terremoto?
—El primero de esa magnitud en más de un siglo.
Mierda.