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Ojalá existiera un tipo de letra que transmitiera el sarcasmo.
(Camiseta)
Me di una ducha rápida, me hice una coleta de cualquier manera, y me puse unos vaqueros muy cómodos, un jersey negro bastante holgado y unas botas que quitaban el hipo y que le había ganado a un motorista por bailarle en el regazo. A él tampoco se le había dado mal, después de que consiguiera superar mi aversión al pelo de la espalda.
—¡Le dejo al cargo del fuerte, señor Wong! —grité, mientras recogía mis cosas.
El señor Wong venía con el apartamento y hacía las veces de compañero de piso y tipo muerto y espeluznante que levitaba en un rincón. En realidad, nunca le había visto la cara, sobre todo porque era un poco complicado con la nariz enterrada en la pared día tras día, año tras año. Sin embargo, su ropa, gris y anodina, sugería que podría tratarse de un inmigrante del siglo XIX o tal vez un prisionero de guerra chino. En cualquier caso, me gustaba. Ojalá supiera cómo se llamaba de verdad. Lo llamaba señor Wong porque tenía más pinta de señor Wong que de señor Zielinski.
—No haga nada que yo no haría.
Cookie había llevado a Amber al colegio y había caminado los diez metros que la separaban de la oficina para empezar a trabajar un poco antes. El negocio se ubicaba en la segunda planta del Calamity’s, el bar de mi padre, el cual se encontraba justo enfrente de nuestro edificio de apartamentos. El breve trayecto hasta el trabajo no estaba mal y casi nunca encontrabas mapaches rabiosos por el camino.
Me di un paseo hasta la oficina, ensimismada en mis pensamientos que, como siempre, derivaban hacia Reyes Farrow. En cuanto cerraba los ojos, ahí estaba él, y por lo visto ninguno de los dos podía hacer absolutamente nada al respecto.
Me hallaba en plena recreación mental de nuestro último encuentro, cosa que me producía un cosquilleo en mis partes pudendas de solo pensarlo, cuando una oleada de tristeza me arrancó de mis cavilaciones. Mi condición de ángel de la muerte me hacía sensible a las emociones que emanaban de las personas, aunque no solían interferir en mis reflexiones. Hacía tiempo que había aprendido a bloquearlas como si se tratara de ruido blanco, salvo que deseara sentirlas, salvo que quisiera escudriñar el aura de alguien objeto de investigación. Sin embargo, en ese momento llamó mi atención una emoción desgarradora que procedía de un coche detenido al otro lado de la calle. Además, por extraño que pudiera parecer, tuve la impresión de que se proyectaba en mi dirección. Me di la vuelta. Un Buick antiguo con el motor al ralentí quedaba medio oculto detrás de un camión de reparto, por lo que solo conseguí distinguir la forma de una mujer de cabello oscuro y unas gafas de sol enormes, que me observaba desde el otro lado del aparcamiento. El reflejo de la primera luz de la mañana me impedía ser más precisa.
A pesar de que, por lo general, entraba por la puerta trasera del bar y subía a la oficina por la escalera interior, ese día decidí dar la vuelta hasta el frente del edificio, con la esperanza de ver mejor a la mujer.
Empecé a acercarme con aire despreocupado, mirando de reojo cada dos por tres como quien no quiere la cosa, cuando la mujer puso el coche en marcha y se fue. La tristeza y el miedo que dejó tras de sí impregnaban el aire que me envolvía y que respiré sin poder impedirlo.
Me detuve y busqué en el bolsillo algo con que anotar la matrícula en la palma de la mano. Pero ¡ay!, no llevaba nada para escribir. Y ya se me habían olvidado algunos números. Había una ele, creo. Y un siete. Maldita fuera mi memoria a corto plazo.
Sin darle mayor importancia, subí la escalera que conducía a la oficina. Al abrir la puerta se entraba en la recepción, cariñosamente conocida como La Maldita Oficina de Cookie así que Quita Tus Sucias Manos de los Putos Muebles. También LMODCAQQTSMDLPM para abreviar.
—Hola, cariño —me saludó, sin levantar la vista del ordenador.
Me acerqué andando hasta la cafetera, que se encontraba en mi pedacito de cielo particular. Las oficinas de Davidson Investigations eran un poquitín oscuras y anticuadas, pero albergaba grandes esperanzas de que el panelado de madera volviera a ponerse de moda algún día.
—Acaba de ocurrirme algo extrañísimo.
—¿Has recordado la noche que perdiste la virginidad?
—Ojalá. Había una mujer en un coche, observándome desde el otro lado de la calle.
—Ya… —contestó, sin molestarse siquiera en fingir interés.
—Y apestaba a tristeza. La consumía.
Cookie por fin levantó la cabeza.
—¿Sabes por qué?
—No, arrancó antes de que pudiera hablar con ella.
Puse suficientes cucharadas de café molido en el filtro para conseguir el gusto y la consistencia del aceite de motor sin refinar.
—Qué raro. Ya sabes que tu padre acabará descubriendo que le robas el café. Trabajó más de veinte años de inspector.
—¿Ves esto? —pregunté, asomando la mano por la puerta—. Tengo a ese hombre comiendo de esta palma, así que relájate, chiquita.
—No cuentes con que vaya a visitarte a la cárcel. —Se oyó el tintineo de una campanilla al abrirse la puerta—. ¿Puedo ayudarle en algo? —preguntó Cookie, mientras yo volvía a la recepción para echar un vistazo.
—Sí, quisiera hablar con Charley Davidson.
Un hombre bien parecido, rubio y de ojos azules avanzó hasta la mesa de Cookie. Vestía una bata blanca de laboratorio sobre una camisa azul cielo, que combinaba con una corbata azul marino, y llevaba un maletín caro en una mano. Gracias a mis grandes poderes de deducción, concluí que debía de tratarse del médico del que Garrett me había hablado.
—Yo soy Charley —dije, aunque no sonreí, no fuera que estuviera equivocada y aquel tipo solo hubiera venido a vendernos suscripciones a revistas. No quería darle falsas esperanzas.
Me tendió una mano.
—Soy el doctor Nathan Yost. Garrett Swopes me habló de usted.
Para ser un hombre cuya mujer acaba de desaparecer, interiormente no parecía demasiado angustiado. Cierto, era un torbellino de emociones, pero tal vez no las que cabrían esperar en un hombre que desconoce el paradero de su esposa. El del perro, puede. O el de una ceja tras una noche loca, tal vez, pero no el de su mujer. Pese a todo, iba un tanto despeinado y en sus ojos se leía el cansancio y la preocupación, de modo que a primera vista cumplía todos los requisitos que definen al marido afligido.
—Pase, por favor. —Lo acompañé al despacho—. El café estará listo en un minuto o, si prefiere, también puedo ofrecerle un poco de agua —dije, después de que se sentara.
—No, no quiero nada, muchas gracias.
—No hay de qué —contesté, tomando asiento—. Garrett me avisó de que vendría. Cuénteme qué le trae hasta aquí.
Se arregló la corbata y echó un vistazo a los cuadros que colgaban de las paredes. Los tres los había pintado mi amiga Pari. Dos correspondían a la antigua imagen del típico detective —siendo el detective una mujer, naturalmente—, con sombrero de fieltro, gabardina y pistolas humeantes a conjunto con una mirada seductora; y el tercero, que se encontraba detrás de mi mesa, era un poco más gótico. En él se veía a una chica joven lavándose la sangre de las mangas. Se acercaba lo suficiente al estilo abstracto para que resultara difícil adivinar qué hacía con exactitud, una broma entre Pari y yo. Principalmente porque hacer la colada nos gustaba tanto como cortarse con papel o machacarse los dedos de los pies contra los muebles.
—Por supuesto. —Respiró hondo—. Mi mujer lleva más de una semana desaparecida.
—Lo siento mucho —dije, cogiendo una libreta y un bolígrafo de la mesa—. Explíqueme qué ha ocurrido.
—Sí, claro —contestó, con profundo pesar—. Mi mujer había salido con unas amigas y sabía que iba a llegar tarde, por lo que no me preocupé cuando, al despertarme hacia medianoche, vi que todavía no había vuelto.
—¿Qué día fue eso? —pregunté, tomando notas.
Alzó la vista hacia el techo, en actitud pensativa.
—El viernes pasado. Sin embargo, el sábado por la mañana, al levantarme, ella seguía fuera de casa.
—¿La llamó al móvil?
—Sí, y luego a las amigas con quienes había ido a cenar.
—¿Tenía el móvil encendido?
—¿El móvil?
Dejé de escribir y lo miré.
—El teléfono móvil, cuando la llamó, ¿estaba encendido o salió directamente el buzón de voz?
—No sé qué decirle —confesó, frunciendo el ceño—. Mmm…, yo diría que el buzón de voz. La verdad es que estaba un poco molesto.
Respuesta incorrecta.
—Claro, claro. ¿A qué hora se despidió su mujer de sus amigas?
—Sobre las dos.
—Necesitaré sus nombres y cómo puedo ponerme en contacto con ellas.
—Por supuesto. —Rebuscó en el interior del maletín y me tendió una hoja de papel que había sacado de una carpeta de cuero—. Aquí tiene una lista de la mayoría de sus amistades, y he marcado las amigas con quienes salió esa noche.
—Genial, gracias. Y ¿qué me dice de la familia?
—Sus padres murieron hace unos años, pero tiene una hermana aquí, en Albuquerque, y un hermano en Santa Fe. Su hermano es dueño de una constructora. Verá —se acercó un poco más a la mesa—, no estaban demasiado unidos. A mi mujer no le gustaba hablar de ello, pero me pareció pertinente que usted lo supiera, por si no se muestran demasiado cooperativos.
Interesante.
—Comprendo. Se parece un poco a lo que ocurre en mi familia.
Aunque hacía poco que mi hermana y yo habíamos vuelto a relacionarnos después de años de indiferencia, mi madrastra y yo llevábamos décadas casi sin hablarnos. Aunque, teniendo en cuenta que la mayoría de cosas que salían por su boca no eran demasiado respetuosas o giraban en torno a ella, siempre me había parecido bien el trato frío que nos dispensábamos.
Anoté los nombres de sus hermanos y los lugares en que la mujer había realizado trabajos de voluntariado, solo para darle al asunto un aire un poco profesional. El hombre no había escogido el tiempo verbal más indicado, pero decidí no tenerlo en cuenta por el momento.
—¿Ha recibido alguna petición de rescate?
—No, es lo que estamos esperando. Me refiero a que…, tiene que ser por eso, ¿no? Disfruto de una buena posición. Deben de querer dinero.
—No puedo afirmárselo, pero desde luego es un buen motivo. Creo que tengo suficiente para empezar. Solo una pregunta más. —Le dirigí una mirada al estilo de Alex Trebek, compasiva con una pizca de arrogancia. Está claro que Alex se sabe las respuestas del concurso de antemano. Más o menos como yo en esos momentos—. Hay veces que uno tiene una corazonada, doctor Yost, es algo intuitivo. ¿Le ha ocurrido alguna vez?
El dolor se reflejó en su rostro y bajó la cabeza.
—Sí, alguna vez.
—¿Le dice algo su instinto? ¿Cree que su mujer sigue viva, que sigue esperando que la encuentre?
Lo negó, sin levantar la vista del suelo.
—Me gustaría creer que es así, pero ya no sé qué pensar.
Respuesta incorrecta de nuevo. Le iría fatal en el concurso de Alex Trebek. El lapsus en el tiempo verbal, que no supiera si el teléfono de su mujer estaba encendido o no —si hubiera estado buscándola de verdad, lo habría sabido— y que no hubiera mencionado el nombre de su mujer en toda la conversación apuntaba a un médico acaudalado con las manos manchadas de sangre. La omisión del nombre de su esposa señalaba que ya no la creía viva y, aunque eso no implicaba necesariamente que la señora Yost estuviera muerta, era un claro indicador. Eso o intentaba no verla como a una persona de manera intencionada y apartarla de su mente.
Sin embargo, la clave definitiva residía en el hecho de que aquellos con parejas o hijos desaparecidos solían aferrarse con todas sus fuerzas a la esperanza de que sus seres queridos siguieran con vida, sobre todo tras poco más de una semana. En ocasiones, ni siquiera la visión de los restos de dicha persona bastaba para convencerlos de su muerte. Sencillamente, no eran capaces de separarse de ellos para siempre. No obstante, alguien que hubiera asesinado a su esposa no sabría cómo aferrarse a esa esperanza, por falsa que pudiera ser; por tanto, lo más probable era que la señora Yost estuviera muerta. Con todo, no pensaba chivarle que sabía que era más culpable que Caín, por si acaso me equivocaba. Si seguía con vida, necesitaría tiempo para encontrarla antes de que él terminara su trabajo.
—Comprendo —repetí—, pero quiero que se aferre a la idea de que ella está bien, doctor Yost.
Me miró con los ojos llenos de dolor fingido.
—Entonces, ¿acepta el caso? —preguntó, iluminándosele el rostro.
Al fin y al cabo, un marido pesaroso haciendo lo posible por encontrar a su mujer parecería menos sospechoso.
—Bueno, debo serle sincera, doctor Yost, teniendo en cuenta que el FBI ya se ha puesto a trabajar en el asunto, no sé qué más puedo hacer yo.
—Algo podrá hacer, estoy seguro. Si es por el dinero, puedo extenderle un cheque ahora mismo.
Extrajo un talonario de la carpeta y se palpó el bolsillo de la camisa en busca de un bolígrafo.
—No, no es cuestión de dinero —aseguré, sacudiendo la cabeza—, es cuestión de que no quiero aceptar nada si no hay nada que hacer.
Asintió, haciéndose cargo.
—Si le parece bien, le dedicaré un par de días, y si creo que puedo serle de alguna ayuda a su mujer, lo llamaré.
—De acuerdo —aceptó, con un atisbo de esperanza—. Entonces, ¿quedamos en que me llamará?
—No se preocupe.
Lo acompañé hasta la puerta y le puse una mano en el hombro.
—Se lo prometo, haré todo lo que pueda por ella.
Una sonrisa triste se dibujó en su rostro.
—Pagaré lo que sea.
Lo seguí con la mirada, esperé un impaciente segundo después de que saliera de la oficina y me volví hacia Cookie poniendo los ojos en blanco.
—Ese hombre es más culpable que mi contable.
Cookie ahogó un grito.
—¿Es culpable? No parece culpable.
—Mi contable tampoco —dije, revolviendo los papeles que tenía en la mesa.
Alargó la mano y me dio un palmetazo.
—¿De qué es culpable tu contable?
Me chupé el dorso de la mano antes de contestar.
—De alterar la contabilidad.
—¿Tu contable altera la contabilidad?
—¿Por qué si no iba a pagarle a alguien para que me llevara las cuentas? En cualquier caso —señalé a mi espalda con el pulgar—, culpable. Y tenemos otra esposa en paradero desconocido. Debe de ser la temporada.
Hacía dos semanas que habíamos resuelto el caso de una mujer desaparecida, durante las cuales me habían secuestrado, torturado, disparado y había estado a punto de conseguir que mataran a Garrett, a Cookie y a nuestra clienta. Modestia aparte, la semana no había estado nada mal.
—Si es culpable, ¿significa que su mujer está muerta?
Conocía las estadísticas y había un noventa y cinco por ciento de posibilidades de que la respuesta fuera un sí rotundo, pero me negaba a trabajar con aquella asunción.
—Eso no acaba de estar del todo claro, pero el tipo es bueno. Solo se equivocó un par de veces con el tiempo verbal y eso me dice que la cree muerta. Además, no mencionó su nombre ni una sola vez.
—Eso no es bueno —dijo Cookie, frunciendo el ceño, con preocupación.
—Aunque no hubiera sentido cómo exudaba culpabilidad por todos los poros de su piel, tampoco habría conseguido engañarme.
—A mí sí.
—A ti siempre te engañan —dije, con una sonrisa amable—, porque siempre piensas bien de todo el mundo. Por eso nos entendemos, porque mi encanto y belleza te deslumbran y te impiden ver cómo soy en realidad.
—Oh, no, sé muy bien cómo eres, lo que pasa es que la gente con limitaciones intelectuales me produce mucha lástima. Creo que merecéis una oportunidad en la vida tanto como cualquier otra persona.
—¡Qué bonito! —exclamé, como una animadora puesta hasta las cejas.
Se encogió de hombros.
—Intento ser una influencia positiva para los menos afortunados.
En ese momento me asaltó un pensamiento.
—Mierda.
—¿Qué?
—Acabo de darme cuenta de algo.
—¿Has vuelto a olvidarte la ropa interior?
La miré a los ojos.
—Teniendo en cuenta que el médico es culpable, tarde o temprano querrá matarme. Puede que te convenga tomar precauciones.
—Entendido. ¿Por dónde empezamos?
—Tal vez por un chaleco antibalas. O un espray de pimienta como mínimo.
—Me refiero al caso. —Cookie desvió la mirada hacia el despacho—. Ah, hola, señor Davidson.
Me volví cuando mi padre entraba. Había subido por el bar, por la escalera interior, cosa que me parecía bien, puesto que él era el dueño y esas cosas. Aquel cuerpo alto y espigado parecía combarse ligeramente. Iba medio despeinado y un tono morado cercaba sus ojos, inyectados en sangre. Y no se trataba de un morado bonito, sino de ese morado oscuro y grisáceo que suele llevar la gente deprimida.
Nada había vuelto a ser igual entre nosotros desde que mi padre había intentado que me asesinaran. Hacía poco que habían soltado a uno de los criminales que había metido en chirona cuando todavía era inspector de policía, y el tipo había decidido desquitarse yendo a por su familia; así que no se le ocurrió otra cosa que colocarme ladinamente una diana en la espalda para salvar a mi hermana y a mi hermanastra del plan ruin del asesino, y casi consiguió que me mataran. Hasta ahí, ningún problema. El problema radicaba en que, creyendo que lo atraparían antes de que pudiera hacer daño a nadie, se le olvidó comentarme que había enviado a un asesino tras de mí y, por tanto, me dejó a su merced. Había encargado a Garrett Swopes que me vigilara, lo que en circunstancias normales habría bastado para proteger al presidente dando un discurso en contra de las armas de fuego en la NRA, pero el novato que Garrett me había asignado decidió ir a tomar un café justo cuando el tipo en libertad condicional salió a matar a todo aquel que se le pusiera por delante. Y me había quedado una fea cicatriz en el pecho que lo demostraba. O me habría quedado, de no recuperarme tan rápido. Por lo visto tenía que ver con eso de ser un ángel de la muerte.
Ese tipo de detallitos familiares no eran fáciles de superar, pero así y todo, estaba dispuesta a olvidar el pasado. Sin embargo, el tufo a culpa que se desprendía de él como una colonia barata actuaba de recordatorio constante y parecía mantenerlo fuera de mi alcance. Daba la impresión de que era incapaz de perdonarse a sí mismo y de que el remordimiento hacía mella en él, cosa que ya acostumbra a hacer el remordimiento.
Así que ahora no sabía si la intensa emoción que emanaba de él era un derivado de ese incidente o si se trataba de algo nuevo y mejorado, sin conservantes, potenciadores del sabor ni colorantes artificiales. Fruncía el ceño, eso estaba claro. Tal vez tenía ardor de estómago, aunque lo más probable era que hubiera oído lo del comentario sobre el espray de pimienta.
—Hola, papá.
Me acerqué dando alegres saltitos y lo besé en esa mejilla de viejo gruñón.
—Cariño, ¿podemos hablar?
—Por supuestísimamente. Vuelvo enseguida —le dije a Cookie.
Mi padre la saludó con un gesto de cabeza y luego cerró la puerta que separaba nuestros despachos, como si eso sirviera de algo. Esa puerta hacía que el cartón pareciera indestructible.
—¿Es por lo del café? —pregunté, repentinamente incómoda.
—¿El café?
—Ah vaya, esto, ¿te apetece una taza?
—No, sírvete tú.
Me preparé una rápida taza de café de contrabando y luego me senté tras la mesa, mientras él tomaba asiento en la silla que tenía enfrente.
—¿Qué ocurre? —pregunté.
Me miró apenas unos instantes y luego apartó los ojos, sin llegar a encontrarse con los míos. Mala señal.
Tras un hondo suspiro, por fin se decidió a soltar en todo su psicótico esplendor lo que claramente venía preocupándole.
—Quiero que dejes la investigación privada.
Aunque lo único que podría sentarme peor después de aquella baladronada sería una infección por clamidia, debía felicitarlo por haber sido tan directo. Para ser un inspector retirado con honores, podía convertirse en el hombre más evasivo de mi línea genética, por lo que se agradecía el cambio.
Aun así, ¿dejar mi profesión? ¿La misma profesión que había levantado desde sus cimientos con estas manos y unos Louis Vuitton de diseño? ¿La misma profesión que me había costado sangre, sudor y lágrimas? Bueno, tal vez sudor y lágrimas no, pero ¿sangre? A raudales.
¿Que lo dejara? Ni en broma. Además, ¿a qué iba a dedicarme? Tendría que haber ido a Hogwarts cuando tuve la oportunidad.
Me removí incómoda en la silla, consciente de que mi padre esperaba una respuesta. Parecía decidido, como si lo empujara una determinación inquebrantable. Haría falta un poco de tacto… y prudencia, tal vez incluso unas chocolatinas.
—¿Tú estás mal de la chaveta o qué? —pregunté, comprendiendo que mi plan de camelármelo y sobornarlo si era necesario se había ido a hacer gárgaras en cuanto había abierto la boca.
—Charley…
—Papá, no. No puedo creer que te atrevas a pedirme algo así.
—No te lo estoy pidiendo. —Su sequedad me dejó helada, y todos los morritos y los resoplidos que habían ido acumulándose bajo la superficie chocaron contra mí y me dejaron sin aliento. ¿Lo decía en serio?—. Puedes trabajar para mí en el bar a tiempo completo hasta que encuentres otra cosa. —Por lo visto, sí—. Salvo, claro está, que prefirieras quedarte. No me vendría mal alguien que me llevara los libros y se encargara del inventario y los pedidos. —¿Pero qué…?—. Aunque lo entendería si no quisieras. Podría ayudarte a buscar trabajo en otro sitio. O podrías volver a estudiar y sacarte el máster. —Parecía ilusionado—. Yo lo pago. Hasta el último centavo.
—Papá…
—Noni Bachicha está buscando un nuevo gerente.
—Papá, re…
—Te contrataría en un santiamén.
—Papá, para. —Me levanté de la silla como impulsada por un resorte para que me prestara atención. Cuando por fin me miró, planté las manos en la mesa y me incliné hacia delante—. No —dije, con toda la delicadeza que pude.
—¿Por qué no?
—¿Por qué no? —Alcé las manos, atónita—. Para empezar, no se trata solo de mí. Tengo empleados.
—Tienes a Cookie.
—Exacto, y también contrato a otros detectives cuando lo exige la situación.
—Cookie puede encontrar trabajo donde quiera. Está sobrecualificada para este puesto y lo sabes.
Tenía razón. No le pagaba lo que se merecía ni de lejos, pero a ella ya le gustaba la labor que desempeñaba. Y a mí me gustaba ella.
—Además, tengo un caso. No puedo recoger los bártulos y si te he visto no me acuerdo.
—No has aceptado su dinero. Te he oído. No tienes caso.
—Hay una mujer desaparecida.
Él también se levantó.
—Y él es el culpable —dijo, señalando la puerta de entrada—. Díselo a tu tío y mantente al margen.
Dejé que la frustración se abriera paso entre mis labios.
—Tengo recursos de los que ellos carecen y tú lo sabes mejor que nadie. Puedo ayudar.
—Sí, informando a tu tío de todo lo que sepas —insistió, inclinándose hacia delante— y manteniéndote al margen.
—Ni hablar.
Parecía haber perdido fuelle, pero sentí cómo la rabia y el remordimiento se agitaban en su interior.
—¿Al menos lo pensarás?
Seguía atónita, sin poder dar crédito a lo que acababa de oír. Mi propio padre me pedía que abandonara mi medio de vida, mi vocación. Debería haberme imaginado que se traía algo entre manos cuando estuvo a punto de hacer que me mataran.
Se dio la vuelta para irse, por lo que rodeé la mesa y lo así por el brazo, con más fuerza de la que pretendía.
—Papá, ¿a qué viene todo esto?
—¿De verdad que no lo sabes?
Parecía sorprenderse de que se lo preguntara.
Me estrujé el cerebro intentando comprender a qué se refería. Era mi padre. Mi mejor amigo desde siempre. La única persona a quien podía acudir, que creía en mí, en mis habilidades, y que no me miraba como si fuera un monstruo de feria.
—Papá, ¿por qué? —insistí, intentando sofocar la pena que impregnaba mi voz, aunque sin éxito.
—Porque no voy a quedarme sentado sin hacer nada viendo cómo te apalean, secuestran, disparan…, en fin, de todo, cosa que ha empezado a ocurrir desde que te metiste en este negocio —contestó, con aspereza, abarcando la oficina con un gesto, como si el edificio tuviera parte de culpa.
Retrocedí un paso y me dejé caer en la silla.
—Papá, llevo resolviendo crímenes desde los cinco años, ¿recuerdas? Para ti.
—Pero yo nunca te puse en primera línea. Siempre te mantuve al margen.
No conseguí reprimir la sarcástica carcajada que se me escapó. Aquello sí que tenía gracia.
—No hace ni dos semanas, papá. ¿O ya has olvidado la diana que me pintaste en la espalda?
Fue un golpe bajo, pero también lo era que hubiera ido a mi despacho para prácticamente exigirme que dejara mi trabajo.
El sentimiento de culpa que pareció engullirlo por completo hizo mella en mi determinación. Intenté enfrentarme a él. Tanto daba cuáles hubieran sido sus intenciones cuando ese ex convicto intentó matarnos, mi padre no había sabido llevar el asunto y ahora se desquitaba conmigo.
—De acuerdo, me lo merezco —reconoció en voz baja—, pero, y todo lo demás, ¿qué? ¿Y esa vez que un marido cabreado fue tras de ti con una pistola? ¿O cuando esos hombres te secuestraron y te dieron una paliza antes de que apareciera Swopes? ¿O cuando el crío ese te sacudió y caíste desde diez metros de altura del tejado de un almacén?
—Papá…
—Podría continuar. De hecho, podría pasarme horas.
Sí, podía, pero mi padre no lo entendía. Todo tenía una explicación. Agaché la cabeza, desconcertada como un niño enfurruñado, asombrada de que mi padre pudiera hacerme sentir tan pequeña. Asombrada de que esa fuera precisamente su intención.
—Y tu solución es que deje todo por lo que he luchado, ¿no?
Soltó el aire poco a poco.
—Sí, creo que sí —afirmó, dando media vuelta y dirigiéndose hacia la puerta—. Y deja de llevarte mi café.
—¿De verdad crees que dejar este trabajo aliviará tu culpa?
Ni siquiera se detuvo, pero sé que le dolió. Sentí una breve y aguda punzada antes de que desapareciera al doblar la esquina.
Tras permanecer unos minutos carcomida por los remordimientos —y solo en parte por lo del café—, por fin me repuse y fui a ver a Cookie.
—Nos han pillado. Sabe lo del café.
—Se equivoca —dijo, sin levantar la vista del ordenador, como si estuviera ofendida.
—No, le he estado birlando el café.
Me senté en la silla que tenía enfrente.
—No estoy sobrecualificada.
—Sí, cariño, sí que lo estás —repuse, maldiciendo ese rollo de que la honradez es la mejor política de empresa.
Dejó de teclear y me miró.
—No. Me encanta este trabajo. Nadie hace lo que nosotras hacemos, nadie salva vidas como nosotras. ¿Se puede pedir más?
Su vehemencia me sorprendió. No sabía que sintiera tanta pasión por lo que hacíamos.
Forcé una sonrisa.
—Solo está preocupado. Ya se le pasará. Bueno, lo del café tal vez no.
Cookie meditó unos instantes.
—Quizá… Quizá, si se lo dijeras…
—Que le dijera ¿el qué?
—Es decir, ya sabe que puedes ver a los muertos, Charley. Lo entendería, estoy segura. Si incluso tu hermana sabe que eres el ángel de la muerte.
Sacudí la cabeza.
—No puedo decirle algo así. ¿Cómo va a encajarlo? ¿Cómo va a tomarse que su hija sea el ángel de la muerte?
Lo de ser la muerte personificada no solía tener muy buena prensa.
—Dame la mano.
Me las miré y luego alcé la vista hasta Cookie, con recelo.
—¿Ya has vuelto a engancharte a leer la palma de las manos? Sabes lo que opino de esas cosas.
Ahogó una risita.
—No voy a leerte la palma de la mano. Dámela.
Se la tendí, sin tenerlas todas conmigo.
La tomó entre las suyas y se inclinó hacia mí.
—Si Amber pudiera hacer lo que tú haces, estaría orgullosísima de ella. La querría y la apoyaría por muchos escalofríos que me produjera su trabajo.
—Pero tú no eres como mi padre.
—No estoy de acuerdo. —Me estrechó la mano, con cariño—. Tú padre siempre te ha apoyado. Toda esa negatividad, esa agresividad y ese odio reprimido hacia ti misma…
—No puede decirse que me odie precisamente. ¿Tú has visto el culo que tengo?
—Todo eso proviene de tu madrastra, del modo en que te ha tratado. No de tu padre.
—Mi madrastra es una mala pécora —admití, dándole la razón a medias—, pero no creo que pueda decírselo a mi padre. Eso no. Lo de ser el ángel de la muerte no.
Intenté retirar la mano y me soltó.
—Pues yo creo que él estaría más tranquilo si supiera que sabes hacer algo más aparte de hablar con los muertos.
—Tal vez.
—Ahora en serio, ¿tu contable defrauda?
—Tanto como hacerse las mechas en casa —dije, agradeciendo el cambio de tema—. Tardé una eternidad en encontrar un contable de moral «relajada». —Le guiñé el ojo un par de veces para que me entendiera—. Por lo visto, tienen que saltarse una especie de código ético o algo por el estilo.
En ese momento me sonó el móvil. Lo saqué del bolsillo delantero y miré quién llamaba. Era Neil Gossett, un amigo del instituto que ahora era subdirector de la prisión de Santa Fe.
—¿Sí? —me limité a contestar, porque La Casa de los Pezones Bailones no me pareció adecuado.
—Reyes quiere hablar.