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La muerte llega a quien sabe esperar. Y a quien no sabe, también…

CHARLOTTE JEAN DAVIDSON,

ÁNGEL DE LA MUERTE

Había un payaso muerto esperando en el salón. Teniendo en cuenta que no acababa de tenerles un cariño especial y que era demasiado temprano para hilar pensamientos coherentes, fingí no haberme fijado en él. Dejé escapar un inmenso bostezo y ya me dirigía a la cocina cuando me asaltó el pánico. No existe nada más bochornoso que recibir a los muertos tal como mi madre me trajo al mundo, así que bajé la vista un instante para asegurarme de no haber puesto mis atributos femeninos en un compromiso.

Por fortuna, llevaba una camiseta blanca de tirantes y unos pantalones a cuadros. Mis chicas, también conocidas como Peligro y Will Robinson, estaban a salvo.

Me persigné mentalmente mientras me movía por mi humilde morada sin hacer ruido, intentando no llamar la atención y preguntándome si el payaso muerto, que no me quitaba el ojo de encima, se habría percatado de mi presencia. Las dimensiones de mi apartamento oscilaban cómodamente entre las de un trastero lleno de almohadas y las de un armario escobero, por lo que el viaje fue corto y poco enriquecedor. Aunque he de admitir que llegué a una conclusión bastante morbosa en esos escasos y fugaces segundos: antes prefería un payaso muerto en mi apartamento que uno vivo.

Me llamo Charlotte Davidson. Charley para unos, Charlotte el Zorrón para otros, aunque eso fue antes del instituto. Venía provista de fábrica con bastantes curvas, poseo un profundo respeto por la anatomía masculina y una adicción un tanto preocupante a todo lo comestible de color marrón. Fuera de eso —y del hecho de que soy ángel de la muerte de nacimiento—, soy tan normal como cualquier chica con malas pulgas y licencia de detective privado.

Me dirigí con paso seguro hacia el señor Café con ojos lujuriosos. Ya hacía un tiempo que manteníamos un idilio, el señor Café y yo, y todavía quedaba un poso que llegaría para una taza. No sería necesario preparar una cafetera nueva y calentarlo para nada. Metí la taza en el microondas, lo puse treinta segundos para que desintegrara cualquier cosa que tuviera la desgracia de encontrarse en su radio de acción y asalté la nevera en busca de algo que llevarme a la boca, ya que comer me mantendría despierta al menos otros cinco minutos. Durante las últimas dos semanas, mi único objetivo en la vida había sido permanecer despierta a toda costa. La alternativa era agotadora.

Tras una búsqueda épica, por fin di con algo que no fuera verde ni tuviera pelusilla: una salchicha picante. La llamé Peter, principalmente porque me gustaba ponerle nombre a las cosas y solo en parte porque creía estar haciendo lo correcto. En cuanto mi café empezó a bullir, la metí en el microondas. Con un poco de suerte, el entorno radiactivo esterilizaría a Peter. No había necesidad de tener pequeños Peters correteando por todas partes y poniéndolo todo del revés.

Estaba ensimismada pensando en mis cosas, en la paz mundial, el precio desorbitado de la ropa interior de diseño y cómo sería la vida sin el guacamole, cuando Peter lanzó un pitido. Lo envolví en pan duro y me lo comí mientras cargaba mi café con suficiente sucedáneo de leche como para poner en peligro mi salud. Tras un largo trago, me arrastré hasta mi abigarrado sofá, me dejé caer en él y me volví hacia el payaso muerto. Estaba sentado en el sillón que formaba un ángulo recto con el sofá, esperando pacientemente a que reparara en él.

—¿Sabes? Los payasos no acaban de gustarme —dije, tras un nuevo sorbo de café.

No podía decirse que me sorprendiera encontrarme un muerto en mi salón. Por lo visto, era la hostia de brillante, como las lentes reflectantes de un faro en medio de una tormenta. Los muertos que no cruzaban al morir podían verme allí donde estuvieran y, si así lo decidían, cruzar a través de mí para llegar al otro lado. Eso era más o menos en lo que consistía el trabajito este de ser ángel de la muerte, resumido en pocas palabras. Nada de guadañas, nada de cosechar almas y nada de transportar a los muertos de una orilla a otra un día sí y otro también, porque podían morirse esperando.

—Me lo dicen mucho —contestó el payaso.

Parecía más joven de lo que había imaginado, tal vez unos veinticinco años, pero tenía la típica voz del fumador empedernido que suele trasnochar, una imagen que chocaba con el maquillaje chillón y la llamativa peluca rizada. Lo único que lo salvaba era la ausencia de una narizota roja. Las odiaba a muerte, sobre todo las que hacían ruido al apretarlas. Lo demás todavía tenía un pase.

—Bueno, ¿qué te cuentas?

—No mucho. —Se encogió de hombros—. Solo quería cruzar.

Lo miré, sorprendida.

—¿Solo quieres cruzar? —pregunté al fin, tras asimilar sus palabras.

—Si no te importa…

—¡Qué va a importarme! —exclamé, con un resoplido.

No había que transmitir ningún mensaje a los seres queridos que quedaban atrás, no había que resolver ningún asesinato, no había que remover cielo y tierra hasta dar con el recuerdo que había dejado escondido para sus hijos en un lugar en el que nadie en su sano juicio buscaría. Esas situaciones servían de alimento para el alma tanto como el valor nutritivo de un trozo de pastel bajo en calorías.

Hizo el gesto de acercarse a mí. No me levanté, y dudaba que hubiera podido hacerlo aunque hubiera querido —el café todavía no me había hecho efecto—, pero a él no pareció importarle. Al avanzar hacia mí, me fijé en que llevaba los vaqueros rotos y las zapatillas deportivas decoradas con rotulador.

—Un momento —dijo, deteniéndose a media zancada.

No, por favor.

Se rascó la cabeza, un gesto completamente inconsciente heredado de su vida anterior.

—¿Puedes transmitir mensajes a la gente?

Maldita sea. Qué pesadilla.

—Vaya, creo que no. Lo siento. ¿Has probado con Western Union?

—¿En serio? —preguntó con sorna, sin tragárselo. Y mira que se lo había dado mascadito.

Lancé un suspiro y me cubrí la frente con el brazo en demostración de lo poco que me apetecía hacer de correveydile, pero cuando lo miré con disimulo, seguía allí de pie, esperando, impertérrito.

—De acuerdo —claudiqué—, escribiré una nota o lo que quieras.

—No es necesario. Solo tienes que ir al Super Dog del final de la calle y hablar con una chica que se llama Jenny. Dile que a Ronald «se la trae al pairo».

Miré su disfraz de payaso de arriba abajo, la sudadera roja y amarilla.

—¿Te llamas Ronald?

—Sí, capto la ironía, créeme —contestó, con una sonrisa.

Atravesó a través de mí sin darme tiempo a preguntarle qué era lo que se la traía al pairo.

Cuando la gente cruzaba, veía sus vidas. Sabía si habían sido felices, cuál era su color preferido, los nombres de las mascotas que tenían de niños… Cerré los ojos, despacio, y esperé. Olía a maquillaje teatral, a yodo y a champú de coco. Estaba en el hospital, a la espera de un trasplante de corazón, y mientras tanto había decidido hacer algo útil y cada día se disfrazaba de un payaso distinto para ir a visitar a los niños de la planta de pediatría. Se inventaba un nombre nuevo a diario, algo divertido tipo Ron Rodeo o Capitán Calzón Corto, y los niños tenían que adivinarlo mediante las pistas gestuales que les proporcionaba. Últimamente incluso le costaba hablar, y aunque hacer gestos era complicado y lo dejaba agotado, consideraba que era mejor que asustar a los niños con su voz ronca. Había muerto apenas unas horas antes de que encontraran un corazón. A pesar de mi presunción inicial, no había fumado en toda su vida.

Y estaba enamorado de una chica llamada Jenny que olía a aceite de bebé y servía perritos calientes para pagarse la universidad. Jenny era la parte de aquel trabajito de ángel de la muerte que más odiaba. La parte de la gente que se quedaba atrás. Sentía cómo sus corazones se encogían de dolor. Sentía cómo sus pulmones se quedaban sin aire. Sentía el escozor de las lágrimas en sus ojos ante la pérdida de alguien amado, alguien sin el cual creían que no podrían seguir viviendo.

Inspiré una bocanada de aire y regresé al presente. Ronald era un buen tipo. Iría a hacerle una visita cuando me llegara la hora para ver qué tal le iba la vida eterna. Me arrellané entre los almohadones del sofá y bebí un largo trago de café, absorbiendo la cafeína, dejando que prendiera en mis neuronas y las reanimara.

Consulté la hora en el reloj de pared de los Looney Tunes y tuve que hacer un gran esfuerzo para vencer mi desesperación al comprobar que solo eran las 3.35 y que todavía faltaban varias horas hasta el amanecer. Era más fácil mantenerse despierta durante el día. La noche era demasiado tranquila y llamaba al descanso. Sin embargo, no podía dejarme llevar. Había conseguido esquivar al sueño como a un ex novio con herpes durante casi dos semanas seguidas, porque cuando no era así, lo pagaba caro.

La sola idea me procuraba un cosquilleo nada deseado en ciertas partes. Lo aparté de mi mente al tiempo que el bochorno nocturno me envolvía en una especie de densa nube de vapor y penetraba en mi piel hasta sofocar cualquier esperanza de sentirme cómoda. Me incorporé exasperada, me aparté un mechón empapado de la cara y me dirigí al baño con intención de refrescarme, preguntándome cómo demonios era posible que hiciera tanto calor en plena noche. Estábamos en noviembre, maldita sea. Tal vez el calentamiento global había empezado a jugar fuerte de verdad. O una erupción solar se había abierto camino a través de la magnetosfera y estaba friéndonos vivos. Lo que sería una verdadera mierda.

Alargaba la mano hacia el interruptor de la luz, sopesando si debía comprarme filtro solar, cuando un deseo abrasador prendió fuego en mi vientre. Me quedé sin respiración, sorprendida, y me aferré al marco de la puerta para no caerme.

Aquello no podía estar sucediendo. Otra vez, no.

Miré el grifo como si fuera mi última esperanza. El agua lo arreglaría todo. Un par de salpicaduras y volvería a ser la vieja cascarrabias de siempre en menos que cantara un gallo. Accioné el interruptor, pero la luz parpadeó como si boqueara por falta de aire y se apagó por completo. Volví a accionar el interruptor una y otra vez más antes de darme definitivamente por vencida. Más que nada porque la definición de la demencia me vino a la cabeza.

La instalación eléctrica de mi apartamento relegaba el término «incumplimiento de la normativa» a un mero eufemismo. Por suerte, tenía una lamparilla de noche que iluminó el baño con un débil resplandor, lo suficiente para que pudiera avanzar hasta el lavabo sin golpearme ningún órgano vital. Me acerqué al espejo y entrecerré los ojos, tratando de absorber hasta el último átomo de luz que me brindara el Universo. No sirvió de nada. Mi imagen apenas era una sombra, una aparición fantasmagórica privada de existencia.

Seguía allí de pie, dándole vueltas a mi repentina cualidad etérea cuando una oleada de deseo rompió de nuevo contra mí, me apresó entre sus enérgicas y deliciosas garras, y me hizo estremecer con tanta violencia que me vi obligada a cerrar la boca con fuerza para que no me castañetearan los dientes. Me aferré al tocador mientras aquel fuego me envolvía en un calor sensual que no conseguí rechazar. Penetró en mi interior, me atrajo hacia el borde del abismo, me condujo al lado oscuro. Ávida, abrí la boca, abrí las piernas y le cedí espacio para expandirse. Y vaya si se expandió. Aumentaba en fuerza y potencia a medida que sus raíces se abrían paso entre mis entrañas, enroscándose y palpitando en mi abdomen.

Sentí que me cedían las rodillas, por lo que cambié el peso a las manos al tiempo que aumentaba la presión, obligándome a encontrar el aire que le faltaba a mis pulmones. En ese momento, el sonido de otra respiración se mezcló con la mía y levanté la vista hacia el espejo.

Reyes Alexander Farrow —el hijo de Satán, mitad humano, mitad supermodelo— se materializó a mis espaldas. Unas nubecillas de vapor se alzaban alrededor de unos hombros soberbios y centelleantes, como si acabara de salir del infierno. Cosa que no, claro. Había escapado de aquellos abismos hacía siglos y en esos momentos estaba furioso conmigo por haber encadenado su ser incorpóreo a su cuerpo terrenal. Sin embargo, por muy consciente que fuera de ello, el efecto siguió siendo el mismo.

Entrecerré los ojos para verlo mejor.

—¿Qué haces aquí?

Bajó la cabeza y sus ojos oscuros me atravesaron con una mirada furibunda. El muy… Encima que estaba en mi cuarto de baño.

Aunque lo había encadenado, había encadenado su ser incorpóreo a su cuerpo terrenal, de modo que ¿cómo se explicaba que estuviera allí? No podía ser.

—Me has invocado —contestó con una voz profunda, cargada de animosidad.

Sacudí la cabeza.

—Eso es imposible.

Alargó un brazo por encima de mi hombro y apoyó la mano contra la pared del espejo, para imponerse, para dominar, para hacerme saber que no tenía escapatoria. Arrimó su cuerpo firme y robusto contra mi espalda y apoyó la otra mano en la pared, a mi derecha, con lo que quedé atrapada entre sus brazos.

Nuestras miradas se encontraron en el espejo.

—¿Es imposible porque me ataste como a un perro a una cadena?

Pues sí, estaba cabreado.

—No me dejaste alternativa —contesté con voz trémula, bastante alejada de la seguridad con que me hubiera gustado expresarme.

Bajó la cabeza hasta que su boca se encontró con mi oreja.

—Y tú tampoco me la dejas ahora.

Sus facciones se endurecieron. Entrecerró los ojos y clavó su intensa mirada cargada de deseo en mi reflejo por debajo de unos párpados medio entornados.

Fui incapaz de desviar la mía. Era tan hermoso, tan masculino. Cuando me envolvió en sus brazos y deslizó la mano por dentro de mi ropa interior, le así la muñeca.

—Espera —le pedí, entre jadeos—, sigo sin comprender cómo es posible que estés aquí.

—Ya te lo he dicho, me has invocado. —Sus dedos se abrieron paso entre mis piernas, a pesar de la nula resistencia que opuse, y me quedé sin aliento cuando se hundieron en mí—. Siempre eres tú quien me invoca. Siempre has tenido el poder de hacerme aparecer cuando lo deseas o lo necesitas, Holandesa. ¿O es que todavía no lo sabes?

Luché contra la deliciosa sensación que encendía mi vientre con cada caricia. Luché por entender el significado de sus palabras entrecortadas.

—No, siempre has acudido cuando te he necesitado. Cuando estaba en peligro.

Así era. Siempre que mi vida se había visto amenazada, él había estado a mi lado.

Su aliento acariciaba mi mejilla. Me abrasaba en el calor que desprendía cuando sentí que sus labios me buscaban el pulso en el cuello.

—Siempre has sido tú.

Se equivocaba. Tenía que estar equivocado. Era incapaz de asimilar la idea de que pudiera invocarlo, de que hubiera sido yo quien lo invocaba una y otra vez. Pero si hasta hacía muy poco tiempo ni siquiera sabía qué era. De hecho, le tenía miedo. Lo último que deseaba era encontrarme en presencia de un ser oscuro hecho de humo y sombras. ¿Cómo iba a haberlo invocado yo? Lo que proponía era imposible.

—Pero ya que estoy aquí…

Dejó la frase a medias, me atrajo hacia él y me bajó los pantalones y la ropa interior con un solo movimiento. A continuación, una leve sonrisa ladeó la comisura de sus bellos labios, me abrió las piernas y me penetró. Lancé un gemido y el torbellino que había empezado a gestarse segundos antes se convirtió en un huracán al instante. Cerré los dedos sobre la muñeca de la mano con que me rodeaba el cuello y aferré con la otra su culo de acero, invitándolo a ahondar en mí, hundiéndole las uñas con desesperación a la espera de la llegada del alivio.

Mantuve los ojos abiertos, mirándolo en el espejo, estudiando el cambio de sus facciones, los labios levemente separados, la frente arrugada, los párpados entornados.

Holandesa —dijo con su voz suave y profunda, como si hubiera perdido el control de lo que hacía.

Tensó la mandíbula a medida que se aproximaba el clímax. Me subió una de las piernas al tocador y continuó penetrándome una y otra vez, casi con violencia, arrastrándome con él a cada embestida, a cada enérgico embate.

Y con cada acometida, la corriente que electrizaba mi interior aumentaba de potencia y su erección llenaba un deseo tan profundo, tan visceral, que devoraba hasta el último centímetro de mi ser. El vivo anhelo que aguardaba en la distancia afluyó con la fuerza de un torrente hasta desembocar entre mis piernas y empezó a crecer como la marea, drenándome al mismo tiempo, arrastrándome con él.

Hundí las uñas en su muñeca, recordando de pronto que él no quería estar allí, no quería estar conmigo, no después de lo que le había hecho.

—Reyes, espera.

Lo sentí en el mismo instante en que se apoderó de él, sentí su cuerpo estremecido por sacudidas segundos antes de que la explosión que estalló en mi interior enviara afiladas esquirlas de placer contra mis huesos, recorriera mis venas y me incendiara la piel en un éxtasis abrasador.

En ese momento volví bruscamente a la realidad, cuando la violencia de un orgasmo que me atravesaba de parte a parte truncó un sueño irregular con un sobresalto. Los ecos moribundos de un grito aún resonaban en la habitación y enseguida comprendí que se trataba de mi respuesta al alcanzar el clímax. Me obligué a tranquilizarme, a recuperar el ritmo acompasado de mi respiración, a despegar las manos de la taza de café cuyo contenido había derramado sobre mi regazo. Por fortuna, no quedaba mucho. Dejé la taza en una mesita auxiliar, volví a tumbarme en el sofá y descansé un brazo sobre la frente a la espera de que amainara la ya familiar tormenta que todavía azotaba mi cuerpo.

Tres veces en una semana. En cuanto cerraba los ojos, allí estaba él, esperando, observando, enfadado y seductor.

Volví a consultar la hora. La última vez que lo había mirado eran las 3.35. Ahora eran las 3.38. Tres minutos. Había cerrado los ojos tres minutos.

Lancé un suspiro exhausto y comprendí que no podía echarle la culpa a nadie más que a mí. Me había dejado llevar.

Tal vez aquel era el modo que Reyes tenía de hacerme pagar por lo que le había hecho. Hasta entonces, siempre había podido abandonar su cuerpo a su antojo, hacerse incorpóreo y causar todo tipo de estragos allí por donde pasara. No es que lo hubiera hecho, pero podría, de haberlo querido. Sin embargo, ahora estaba atrapado en su cuerpo. En mi opinión, una nadería, aunque muy necesaria en su momento.

Aun así, había vuelto a perseguirme en sueños. Al menos antes, aunque interrumpiera mi duermevela, yo lograba dormir algo entre una partida y otra de escondite y tira y afloja. Ahora, cerraba los ojos tan siquiera un segundo y de pronto él estaba ahí, más apasionado que nunca. En cuanto me amodorraba, ya estábamos dándole como conejos en una granja de cría.

Y lo peor de todo aquel asunto era que seguía muy cabreado conmigo y, por tanto, lo último que deseaba era aparecer por allí. Estaba enfadado, consumido por la ira, y pese a todo se mostraba muy ardiente, como si no pudiera evitarlo, como si no lograra controlar el fuego que corría por sus venas, la avidez de su cuerpo. Aunque yo tampoco demostraba tener un gran dominio de mí misma precisamente, por lo que entendía cómo se sentía.

Pero ¿invocarlo yo? Imposible. ¿Cómo iba a haberlo invocado yo nunca? Como la vez en que, con cuatro años, un pederasta convicto estuvo a punto de secuestrarme. Por entonces, ni siquiera sabía que era Reyes. Lo temía.

En ese preciso instante oí que la puerta de casa se abría de golpe y decidí que había llegado el momento de adecentarme. El café nunca sienta tan bien por fuera.

—¿Qué pasa aquí? ¿Dónde estás? —oí que decía mi vecina, también pluriempleada como recepcionista y mejor amiga, al entrar en mi apartamento a trompicones.

El cabello negro de Cookie apuntaba en todas las direcciones socialmente inaceptables. Además, llevaba un pijama a rayas azules y amarillas hecho un guiñapo que se le ceñía a la rolliza cintura, conjuntado con unos largos calcetines rojos arrugados en los tobillos. Todo un poema.

—Estoy aquí —dije, incorporándome ligeramente en el sofá—. No pasa nada.

—Pero has gritado.

Preocupada, paseó la vista por la habitación.

—Tenemos que insonorizar las paredes.

Cookie vivía al otro lado del pasillo y, por lo visto, era capaz de oír hasta una pluma cayendo en mi cocina.

Tras tomarse un instante para recuperar el aliento, me dirigió una mirada gélida.

—Charley, maldita sea.

—¿Sabes? Me lo dicen mucho —admití, arrastrando los pies hasta el lavabo—, pero no me llamo Charley Maldita Sea.

Se acercó a la librería y se apoyó contra ella con una mano mientras se llevaba la otra al pecho, tratando de dominar el latido desbocado de su corazón. A continuación, me fulminó con la mirada. Me hizo gracia. Estaba a punto de abrir la boca para decir algo cuando reparó en la profusión de tazas de café vacías repartidas por todas partes. Volvió a fulminarme con la mirada. Siguió haciéndome gracia.

—¿Has estado bebiendo toda la noche?

Desaparecí en el baño, salí con un cepillo de dientes en la boca y le indiqué la puerta de casa con las cejas enarcadas.

—¿Sueles allanar domicilios muy a menudo?

Se acercó hasta la puerta y la cerró.

—Tenemos que hablar.

Ay, ay, ay. Sermón a la vista. Llevaba una semana sermoneándome a diario. Al principio me resultó fácil disimular la falta de sueño, le mentía y ella se lo tragaba, pero empezó a sospechar que padecía insomnio cuando comencé a ver elefantes morados en los respiraderos del despacho. Sabía que no tenía que haberle comentado lo de los elefantes, pero pensé que igual le había dado por redecorar la oficina.

Entré en el dormitorio y me puse unos pantalones de pijama limpios.

—¿Te apetece un café? —pregunté, dirigiéndome a la cafetera.

—Son las tres y media de la mañana.

—Vale. ¿Te apetece un café?

—No. Siéntate. —Al ver que me detenía a medio camino y enarcaba las cejas, sorprendida, proyectó la mandíbula hacia delante, con un punto de testarudez—. Ya te lo he dicho, tenemos que hablar.

—¿Tiene algo que ver con el bigote que te dibujé la otra noche mientras dormías? —Me senté en el sofá poco a poco, sin prisas, y sin quitarle el ojo de encima, por si acaso.

—No, tiene que ver con las drogas.

Me quedé boquiabierta. Casi se me cae el cepillo de dientes.

—¿Te drogas? —pregunté.

Apretó los labios.

—No, yo no. Tú.

—¿Yo me drogo? —pregunté, anonadada. La primera noticia.

—Charley —dijo Cookie, como si se compadeciera de mí—, ¿cuánto hace que no duermes?

Empecé a contar con los dedos tras un enérgico suspiro que bien pudo confundirse con un quejido.

—Unos trece días, más o menos.

Abrió los ojos de par en par, estupefacta.

—Y ¿no vas puesta de nada? —se sorprendió, tras digerir la información.

Me saqué el cepillo de la boca.

—¿Además de pasta de dientes?

—Entonces, ¿cómo te las apañas? —Se inclinó hacia delante con cara de preocupación. Las cejas le formaban una sola línea—. ¿Cómo consigues llevar tantos días sin dormir?

—No lo sé. No cierro los ojos y ya está.

—Charley, eso es imposible. Y seguramente peligroso.

—Para nada —aseguré—. Bebo un montón de café y casi nunca me duermo al volante.

—Oh, por todos los santos.

Hundió la cabeza en las manos. Volví a meterme el cepillo de dientes en la boca, con una sonrisa. Era difícil encontrar gente como Cookie: leales, fieles, inocentones.

—Cariño, no soy como tú, ¿recuerdas?

Me devolvió su atención.

—Pero sigues siendo humana. Solo porque te cures muy rápido, veas muertos y poseas esa asombrosa habilidad para hacer que hasta la persona más pacífica del mundo desee asesinarte…

—Pero es que está muy enfadado conmigo, Cook.

Cabizbaja, sentí cómo empezaba a embargarme una profunda tristeza por la situación en la que me hallaba.

Cookie meditó mis palabras unos segundos antes de continuar.

—Cuéntame exactamente qué es lo que ocurre.

—De acuerdo, pero primero necesito un café.

—Son las tres y media de la mañana.

Diez minutos después, ambas teníamos una taza de café à la fresco en la mano y yo me encontraba en medio del relato de mis sueños —si podía llamarlos así— ante una divorciada de mirada arrobada y fuego en la entrepierna. Cookie estaba al corriente de que había encadenado a Reyes a su cuerpo terrenal, pero desconocía lo de los sueños, al menos en gran parte. Al final acabé por relatarle mi último encuentro con el dios Reyes, un ser forjado en las llamas del infierno, creado de belleza y pecado y fundido con el abrasador fuego de la sensualidad.

Me abaniqué y le devolví mi atención.

—¿Y él ya estaba…?

—Sí.

—¿Y te subió la pierna…?

—Sí. Creo que para llegar mejor.

—Ay, Dios.

Se llevó una mano al pecho.

—Sí, de nuevo. Pero esa es la parte buena. La del orgasmo. La parte en que me toca y me besa y me acaricia en los sitios más increíbles.

—¿Te besa?

—Bueno, no, esta mañana no —admití, sacudiendo la cabeza—, pero a veces lo hace. Lo extraño es que él no quiere estar aquí, no quiere estar conmigo y, aun así, en cuanto cierro los ojos, ahí está, indomable, sexy, cabreado como una mona.

—Pero, entonces, ¿te subió la pierna…?

—Cookie, céntrate —dije, asiéndola del brazo y obligándola a mirarme.

—Vale. —Parpadeó y sacudió la cabeza—. Vale, disculpa. Bueno, ya veo por qué no quieres «sufrir» ese trauma una noche tras otra.

—Pero es que no consigo descansar. Te juro que estoy más agotada cuando me despierto, no sé, unos tres minutos después. Además, está muy enfadado conmigo.

—Bueno, lo encadenaste para toda la eternidad.

Suspiré.

—No será para tanto, es decir, seguro que puedo arreglarlo. —Decidí obviar la parte en que ya había intentado desencadenarlo y había fracasado estrepitosamente—. Ya descubriré cómo desencadenarlo, ¿no crees?

—¿Me preguntas a mí? —se sorprendió—. Este es tu mundo, guapa, yo solo soy un mero espectador.

Consultó la hora en mi reloj de los Looney Tunes.

Como era habitual, mi preocupación desinteresada por el prójimo me dejó atónita.

—Vete a la cama, anda —dije, quitándole la taza de café y llevándomela a la cocina—. Todavía puedes aprovechar un par de horitas antes de levantar a Amber para ir al colegio.

Amber era la hija de Cookie y estaba a punto de cumplir trece años.

—Acabo de tomar café.

—Como si eso fuera un impedimento para ti.

—Cierto. —Se puso en pie y se dirigió hacia la puerta—. Ah, casi se me olvidaba, ha llamado Garrett. Puede que tenga un trabajito para ti. Dijo que llamaría por la mañana.

Garrett Swopes era un cazarrecompensas cuya piel morena hacía que sus ojos gris plata se iluminaran cuando sonreía, un atributo que la mayoría de las mujeres encontraba atractivo. Yo solo lo encontraba cargante. Habíamos tenido nuestros roces, como cuando descubrió por azar mi condición sobrenatural y decidió encerrarme en un manicomio.

En general, no estaba mal. Por lo demás, podía irse al carajo. Sin embargo, como rastreador era un fenómeno y a veces venía muy a mano.

—Un trabajito, ¿eh? —Parecía interesante. Y algo más provechoso que estar todo el día rascándose la barriga—. Puede que me acerque un momento y lo hable personalmente con él.

Cookie se detuvo con medio cuerpo fuera del apartamento y se volvió hacia mí.

—Son las cuatro menos cuarto.

Una amplia sonrisa animó mi semblante. Ella volvió a mirarme con expresión arrobada.

—¿Puedo ir?

—No. —La empujé para que acabara de salir de mi casa—. A la cama. Necesitamos a alguien cuerdo durante las horas de oficina y ese alguien no voy a ser yo, guapa.

Unos quince minutos después, mientras llamaba a la puerta de Garrett Swopes vestida con mi cómodo pijama de algodón y mis zapatillas rosas de conejito, me dio por pensar que podría haber muerto por el camino. Estaba tan cansada que ya ni siquiera me sentía viva. Tenía los dedos entumecidos, los labios hinchados y los párpados tan secos que tenían la textura del papel de lija, como si estuvieran empeñados en irritarme los ojos y quitarme las ganas de vivir.

Sí, lo más probable era que estuviera muerta.

Volví a llamar a la puerta mientras un escalofrío me recorría la espalda, deseando con las escasas fuerzas que me quedaban que mi probable muerte no me impidiera cumplir con mi deber sobrenatural, que básicamente consistía en quedarme allí plantada mientras los muertos que no habían cruzado justo después de morir lo hicieran a través de mí. Sin embargo, como único ángel de la muerte a este lado de la eternidad, prestaba un servicio inestimable a la sociedad, a la humanidad, ¡¡¡al mundo!!!

La puerta se abrió de golpe y un rastreador malhumorado llamado Garrett apareció delante de mí, mirándome con una furia asesina indescriptible, lo que significaba que, después de todo, podía ser que no estuviera muerta. Parecía resacoso, y cuando Garrett estaba de resaca era incapaz de ver un elefante, así que menos aún un muerto.

—¿Qué? —consiguió articular con un gruñido a través de los dientes apretados.

—Necesito un antiinflamatorio —contesté, con voz pastosa y muy poco seductora.

—Lo que necesitas es un loquero.

Era sorprendente lo bien que lo entendía, teniendo en cuenta que seguía con los dientes apretados.

—Necesito un antiinflamatorio —repetí, con el ceño fruncido, por si acaso no me había oído la primera vez—. No bromeo.

—Yo tampoco.

—Pero yo no he bromeado primero.

Lanzó un largo suspiro y se hizo a un lado para indicarme que entrara en su cueva. Me miré las zapatillas de conejito, suplicándoles en silencio que dieran un saltito para avanzar, cuando Garrett me cogió por la cinturilla del pantalón y me ayudó a entrar.

Menos mal. Gracias al impulso que llevaba, crucé la alfombra derecha a los armarios de la cocina y encendí las luces por el camino.

—¿Tienes la menor idea de qué hora es? —preguntó.

—No mucha. ¿Dónde guardas los medicamentos?

Hacía poco que había empezado a dolerme la cabeza. Seguramente por haberme estampado contra un poste telefónico de camino allí.

El apartamento de soltero de Garrett estaba mucho más ordenado de lo que esperaba. Muchos ocres y negros. Fui abriendo un armario tras otro en busca de su alijo de drogas, aunque solo encontré vasos, platos, cuencos. Vale.

Se plantó detrás de mí.

—¿Puedes repetirme que estás buscando?

Tardé un segundo antes de contestar, lo suficiente para que me diera tiempo a fruncir el ceño.

—No me creo que seas tan lento de entendederas.

Hizo eso de pinzarse el caballete de la nariz con los dedos. Cosa que me ofreció la oportunidad de fijarme un poco más en él: pelo alborotado, con buena falta de saneamiento de puntas; barba incipiente, también con buena falta de afeitado; pelo en pecho varonil, también con buena falta de…

—¡Ay, Dios mío! —exclamé, llevándome las manos a los ojos y arrojándome contra la encimera.

—¿Qué ocurre?

—Vas desnudo.

—No voy desnudo.

—Estoy ciega.

—No estás ciega. Voy en calzoncillos.

—Ah.

Qué situación más embarazosa.

Cambió de postura, con impaciencia.

—¿Quieres que me ponga una camiseta?

—Demasiado tarde. Tengo esa imagen grabada en la retina.

Tenía que martirizarlo un poco, por estar tan rezongón a las cuatro y media de la mañana. Volví a escudriñar sus armarios.

—En serio, ¿qué andas buscando?

—Analgésicos —contesté, abriéndome camino a tientas entre una cantimplora del ejército y un paquete de galletas, las cuales daba la casualidad que se incluían dentro de la categoría de comestibles de color marrón. Me metí una en la boca y continué mi noble misión.

—¿Has venido hasta aquí por un analgésico?

Volví a mirarlo de arriba abajo mientras masticaba. Aparte de las heridas de bala que ahora lucía en el pecho y en el hombro de cuando estuve a punto de hacer que lo mataran un par de semanas atrás, tenía una piel bonita, unas pestañas sanas y unos abdominales espectaculares. Puede que Cookie no fuera tan desencaminada.

—No, he venido hasta aquí para hablar contigo —contesté, tragando con cierta dificultad—. Que necesite un analgésico es un hecho puramente casual y puntual. ¿Están en el baño?

Me dirigí hacia allí.

—Se me han acabado —dijo, cortándome el paso. Era evidente que me ocultaba algo.

—Pero eres un cazarrecompensas.

Frunció el ceño.

—¿Y eso qué narices tiene que ver?

—Vamos, Swopes —protesté, en un tono claramente acusador—. Sé que persigues camellos cuando no estás viendo porno. Tienes acceso a todo tipo de drogas. ¿No irás a decirme que no te quedas con un poco de crack por aquí, algún analgésico de receta por allá…?

Tras frotarse la cara con los dedos, arrastró los pies hasta una diminuta mesa de comedor, retiró una silla y se sentó.

—¿Tu hermana no es psiquiatra?

Entré en el dormitorio y encendí la luz. Salvo por las sábanas arrugadas y la ropa diseminada por toda la habitación, no estaba mal. Me dirigí al tocador.

—En realidad, me alegro de que estés aquí —oí que decía Garrett—. Puede que tenga un trabajito para ti.

Aquello era justo por lo que había ido, aunque él no lo sabía.

—No voy a volver a limpiarte la camioneta para encontrar un objeto perdido misteriosamente, Swopes. No volverás a jugármela.

—No, un caso de verdad —dijo, y por el tono adiviné que sonreía—, a través de un amigo de un amigo. Parecer ser que la mujer del tipo lleva una semana desaparecida y está buscando un buen detective privado.

—¿Y por qué me lo envías a mí? —pregunté, perpleja.

—¿Ya has acabado?

Acababa de repasar las mesitas de noche y me encaminaba hacia el botiquín del baño.

—Falta poco. Tu colección de porno es más ecléctica de lo que imaginaba.

—Es médico.

—¿Quién es médico?

Nada de provecho en el botiquín. Nada de nada. Salvo que los antihistamínicos no aletargantes pudieran considerarse analgésicos.

—El tipo cuya mujer ha desaparecido.

—Ah, vale.

¿A quién se le ocurría no tener ni una maldita aspirina? Me dolía la cabeza, por el amor de Dios. Me había quedado dormida de camino al apartamento de Garrett y había girado el volante hacia el carril contrario. Los bocinazos y las ráfagas de luz me llevaron a creer que me habían abducido los extraterrestres. Menos mal que un poste de teléfono bien colocado puso fin a aquella locura. Necesitaba un café más fuerte si quería seguir despierta. O puede que algo distinto. Algo industrial.

Asomé la cabeza por la puerta.

—¿Tienes alguna jeringuilla de adrenalina a mano?

—Existen programas especiales para gente como tú.

En un momento de terror en estado puro, me di cuenta de que no sentía el cerebro, y eso que hacía un minuto estaba allí. Tal vez estaba muerta de verdad.

—¿Te parezco muerta?

—¿Tu hermana tiene teléfono de urgencias?

—No eres de gran ayuda —protesté, procurando que el tono evidenciara mi irritación—. Lo harías de pena en atención al cliente.

Se levantó de la silla y se dirigió a la nevera.

—¿Quieres una cerveza?

Me arrastré hasta la mesa y le robé el asiento.

—¿En serio?

Enarcó una ceja, como si le diera igual lo que opinara al respecto, y se abrió una.

—No, gracias. El alcohol es un depresivo. Necesito que estos párpados sigan abiertos. —Los señalé para confirmárselo visualmente.

—¿Por qué? —preguntó, tras un largo trago.

—Porque cuando los cierro, ahí está él.

—¿Dios? —aventuró Garrett.

—Reyes.

Garrett cerró la boca y tensó la mandíbula. Probablemente porque ni Reyes ni nuestra relación tan poco convencional acababan de gustarle. En cualquier caso, nadie había dicho que confraternizar con el hijo de Satán iba a ser cosa de coser y cantar. Dejó la cerveza en la encimera y se dirigió al dormitorio con paso repentinamente firme y decidido. Lo vi desaparecer —su forma iba menguando poco a poco a medida que se alejaba— y reapareció casi de inmediato con una camisa y unas botas en la mano.

—Vamos, te llevo a casa.

—He venido en Misery.

—Eso es evidente, pero no hace falta que nos hundas a todos en ella.

—No, me refiero a mi jeep. ¿Misery? ¿Lo recuerdas? —A veces la gente encontraba un poco raro que le hubiera puesto Misery a mi Jeep Wrangler rojo cereza, pero es que Gertie no le pegaba—. Se disgustará si la dejo aquí, en una callejuela extraña, sola, maltrecha.

—¿Has tenido un accidente?

Tuve que pensármelo.

—No acabo de estar segura del todo. Recuerdo un poste de teléfono, el chirrido de unos neumáticos y es muy posible que vida extraterrestre. Todo ocurrió muy deprisa.

—Lo digo en serio, necesito el teléfono de tu hermana.

Se enfundó la camiseta mientras buscaba las llaves.

—¿Tan desesperado estás? Además, no eres su tipo.

Después de que Garrett me acompañara hasta su camioneta sin demasiada delicadeza, subió al asiento del conductor y la puso en marcha, con un rugido. El motor tampoco sonó nada mal. Atravesamos Albuquerque en silencio, con la cara vuelta hacia la ventanilla, en una noche cerrada a cal y canto sobre una oscuridad casi impenetrable. La serenidad que reinaba en el entorno no contribuyó precisamente a soslayar mi delicada situación. Los ásperos párpados parecían hechos de plomo y se hacían más pesados a medida que pasaban los segundos. A pesar de la incomodidad, luché con todas mis fuerzas por mantenerlos abiertos, porque aquello era mucho mejor que la alternativa: Reyes Farrow transportado hasta mis sueños en contra de la voluntad de ambos, como si una fuerza invisible lo atrajera hacia mí cada vez que los cerraba. Además, en cuanto aparecía en mi cabeza, nuestra rabia e inhibiciones se veían arrastradas hasta desembocar en un mar de sensualidad de labios abrasadores y manos impacientes. Un verdadero fastidio, porque ambos seguíamos bastante molestos entre nosotros.

Sin embargo, que dijera que lo había invocado no tenía sentido. Tenía que averiguar lo que ocurría.

—¿Cuánto hace que no duermes?

Me volví sobresaltada hacia Garrett y le eché un vistazo al reloj. O, bueno, a la muñeca donde hubiera llevado el reloj de no habérmelo olvidado.

—Mmm… Unos trece días.

Creí notar cómo se tensaba a mi lado, aunque no hubiera podido asegurarlo. A juzgar por la niña subida al capó empuñando un cuchillo de cocina, todo parecía indicar que me debatía entre la realidad y la inconsciencia. Supongo que podría haberse tratado de un fantasma, pero rara vez viajan en el capó.

—Mira, sé que no eres como los demás —dijo Garrett, con cautela—, pero trece días en vela no puede ser bueno para nadie, ni siquiera para ti.

—Seguramente no. ¿Llevas algún adorno nuevo en el capó?

Le echó una mirada.

—No.

—¿Ese médico tiene nombre?

Alargó una mano hacia mí y abrió la guantera, de la que extrajo una tarjeta de visita.

—Aquí lo tienes todo. Se supone que se pasará esta mañana por tu oficina, si es que te da por presentarte.

Doctor Nathan Yost.

—Me presentaré. ¿Es amigo tuyo?

—No, es un capullo, pero parece que todo el mundo lo adora.

—Vale, muy bien. —Intenté meterme la tarjeta en el bolsillo, hasta que caí en la cuenta de que no tenía bolsillos—. He dejado el bolso en Misery.

Garrett sacudió la cabeza.

—Qué cosas tienes, Charles. Ah, sí, también quería comentarte que he estado trabajando en una lista de cosas que nunca deberías decirle al ángel de la muerte.

Solté una risita.

—Se me ocurren tantas, que ahora mismo no sabría por dónde empezar.

—Pues lo hago yo por la última —dijo, sonriente—. ¿Preparada?

Enarqué una ceja, dejando entrever lo poco que me importaba.

—Más que nunca.

—Vale, en quinto lugar: «estoy muerto de cansancio».

—Vaya, no es una lista muy larga que digamos.

—¿Quieres oírlas todas o no? —preguntó, entrando en el aparcamiento de mi edificio.

—Estoy sopesando las opciones. Esa lista puede ser una revelación de proporciones bíblicas o un completo desperdicio de mis escasos recursos neuronales. Me inclino más por lo último.

—De acuerdo, te diré las siguientes cuando estés de mejor humor. Así mantendré el suspense.

—Buena idea —dije, levantando los pulgares.

Suspense, venga ya.

—La gente ya no sabe apreciar el talento natural. —Me acompañó hasta arriba—. ¿Vas a dormir un poco? —preguntó mientras le cerraba la puerta, despacio, intentando dejarlo en el pasillo.

—No, si puedo evitarlo.

Al menos Swopes me había servido de algo. Otra hora despierta.

Ya me había vuelto hacia la cafetera cuando Garrett volvió a asomar la cabeza.

—Cierra con llave —musitó, antes de irse definitivamente.

Me arrastré de nuevo hacia la puerta y eché la llave cuando, dos segundos después, oí un tintineo metálico al otro lado. Eso o había vuelto a quedarme dormida de pie. Aunque, teniendo en cuenta que Reyes no había aparecido para proponerme un orgasmo que hiciera temblar la tierra bajo mis pies, supuse que no era así.

Cookie irrumpió en mi piso, pasó por mi lado como un vendaval y se fue derecha a la cafetera.

—¿Has hablado con Garrett?

La seguí.

—Sí. Creo que esta mañana había un payaso en mi apartamento.

—¿De verdad parezco un payaso en pijama? —preguntó, mirándose los pantalones, que todavía no se había cambiado—. Bueno, y ¿qué te ha dicho?

—No. —La miré, imitando su desconcierto—. Un payaso muerto.

—Ah. ¿En plan fantasma?

—Sí.

—¿Sigue aquí? —preguntó, echando un vistazo a su alrededor, un tanto preocupada.

—No. Cruzó.

—Bueno, eso explica lo del comentario del payaso. Creía que estabas haciéndote la graciosa.

El trayecto en coche hasta casa me había dejado grogui. Puede que al final necesitara un chute de adrenalina de verdad.

—Oye, creía que te volvías a la cama.

—Lo hice, pero me cansé de contar pepinos. De la variedad masculina, no sé si me entiendes. A propósito —dijo, tras un largo trago de café—, ¿Garrett iba desnudo?

—¿Por qué iba a ir Garrett desnudo? —quise saber, frunciendo el ceño intencionadamente para camuflar la risita que pugnaba por escapárseme.

—No, por nada, solamente me preguntaba si dormiría desnudo.

—Pues no tengo ni idea, pero en cualquier caso no creo que abriera la puerta en cueros.

Asintió, pensativa.

—En eso tienes razón. Ay, mierda, que tengo que levantar a Amber para ir al colegio.

—De acuerdo, de todos modos yo voy a darme una ducha, que todavía huelo a café. Y hoy tendría que pasarme en algún momento a buscar perritos calientes. Recuérdamelo.

Me dirigí al cuarto de baño.

—No te preocupes. Ah —dijo Cookie, a punto de salir por la puerta—, casi se me olvida: he cogido prestado un bote de café de la oficina.

Me volví en redondo y le lancé mi mejor mirada atónita.

—¿Has robado un bote de café de la oficina?

—Cogido prestado, pres-ta-do. Compraré otro con mi próxima paga.

—Esto es inaudito.

—Charley…

—Estoy tomándote el pelo. No pasa nada —dije yo, restándole importancia con un gesto—. Además, a mí me sale gratis.

Ya casi había salido cuando se detuvo en seco.

—¿Qué?

—El café. Que me sale gratis.

—¿De dónde lo sacas?

—Se lo birlo a mi padre del almacén. —Al ver que me dirigía una mirada sorprendida y desaprobadora, sobre todo desaprobadora, levanté las manos y pedí tiempo muerto—. Un momentito, guapa. He resuelto crímenes para ese hombre durante años, así que lo mínimo que puede hacer por mí es proveerme de vez en cuando de una taza de café.

Mi padre había sido inspector del Departamento de Policía de Albuquerque y yo lo había ayudado a cerrar casos desde que tenía cinco años. Por alguna razón, resulta mucho más sencillo solucionar un crimen cuando puedes preguntar a la víctima quién lo ha hecho. Aunque hacía unos años que mi padre se había retirado, yo continuaba haciendo lo mismo para el tío Bob, también inspector de dicho departamento.

—¿Le robas el café a tu padre?

—Sí.

—¿Bebo café robado?

—A diario. ¿Recuerdas esa mañana que nos quedamos sin café, hará más o menos un mes, y apareció ese tipo de la pistola que intentó matarme y entonces se materializó Reyes como por arte de magia y le partió la espina dorsal en dos con esa espada gigantesca que esconde debajo de la capa y luego el tío Bob llegó con todos esos polis y mi padre empezó a hacerme preguntas sobre el asunto de la columna vertebral?

—Vagamente —contestó al cabo de un buen rato, con evidente ironía.

—Bueno, pues no sabes cómo necesitaba un café después de esa experiencia cercana a la muerte, pero resultó que no teníamos, así que cogí un bote del almacén de mi padre.

—Charley —dijo, mirando a su alrededor, como asegurándose de que nadie pudiera oírnos—, no puedes robarle el café a tu padre.

—Cook, en ese momento, habría vendido mi alma por un capuchino con chocolate.

Asintió, comprensiva.

—Entiendo por qué lo hiciste en aquel momento, pero no puedes continuar robándole.

—Ah, claro, si lo haces tú no pasa nada, pero si lo hago yo no está bien, ¿verdad?

—No lo he robado, lo he tomado prestado.

—Espero que eso te ayude a dormir por las noches, Bonnie. Saluda a Clyde de mi parte.

Dio media vuelta, lanzando un profundo suspiro.

—Por cierto, no llevaba camiseta cuando abrió la puerta —dije, levantando la voz, antes de cerrar la del baño.

—Gracias —contestó, tras un grito ahogado.