Brendan Power giró en redondo cuando la puerta se abrió con un crujido y su hermano menor Hogarth entró en el frío glacial de la sacristía de la iglesia de San Juan Bautista, en el pueblo de Winslough. Detrás de él, el organista, acompañado por una sola voz, trémula y, sin duda, espontánea, interpretaba All Ye Who Seek for Sure Relief, como propina a God Moves in a Mysterious Way[1].

Brendan no albergaba dudas de que ambas piezas constituían el comentario consolador, pero no solicitado, del organista sobre los incidentes de la mañana.

—Nada —anunció Hogarth—. Ni rastro del vicario. Todos los que están a su lado tiemblan como hojas, Bren. Su mamá lloriqueaba que el banquete nupcial iba a estropearse, ella siseaba algo sobre vengarse de una «puerca asquerosa», y su papá acaba de salir «a la caza de esa rata». Vaya gente, esos Townley-Young.

—Puede que aún te vayas a librar, Bren.

Tyrone, su hermano mayor, padrino de bodas y, por derecho propio, la única otra persona que podía estar en la sacristía, aparte del vicario, habló en tono esperanzado, mientras Hogarth cerraba la puerta a su espalda.

—No caerá esa breva —contestó Hogarth.

Hurgó en el bolsillo de la chaqueta de su levita alquilada que, pese a los esfuerzos del sastre, no lograba evitar que sus hombros parecieran la encarnación de las laderas del monte Pendle. Sacó un paquete de Silk Cut, rascó una cerilla sobre el frío suelo de piedra y encendió un cigarrillo.

—Lo tiene cogido por los huevos, Ty. No te engañes. Que te sirva de lección. Guárdalos en los pantalones hasta que les encuentres un hogar apropiado.

Brendan dio media vuelta. Los dos le querían, los dos intentaban consolarle, pero ni las bromas de Hogarth ni el optimismo de Tyrone iban a cambiar la realidad de aquel día. Se casaría con Rebecca Townley-Young contra viento y marea. Intentó no pensar en ello, cosa que no había dejado de hacer desde que Rebecca entró en su oficina de Clitheroe con el resultado de su prueba de embarazo.

—No sé cómo ocurrió —dijo—. Nunca he tenido el período regular. El médico llegó a decirme que debería medicarme para regularlo, si algún día quería tener descendencia. Y ahora… Mira dónde hemos ido a parar, Brendan.

«Mira lo que me has hecho», era el mensaje subliminal, al igual que: «¡Y tú, Brendan Power, el socio más joven de la firma legal de papá! Tsch, tsch. Sería una pena que te despidieran».

Pero no hacía falta que lo dijera. Lo único que necesitó decir, con la cabeza gacha como si hiciera penitencia, fue:

—Brendan, no sé qué voy a decirle a papá. ¿Qué haré?

Un hombre en otra tesitura habría contestado: «Deshazte de él, Rebecca», y habría reanudado su trabajo. Un tipo de hombre diferente, en la misma tesitura de Brendan, habría dicho lo mismo, pero faltaban dieciocho meses para que St. John Andrew Townley-Young decidiera cuál de sus abogados se encargaría de sus negocios y su fortuna cuando el actual socio mayoritario se jubilara, y las consecuencias secundarias de aquella decisión no eran del tipo que Brendan podía tomarse a la ligera: introducirse en la sociedad, una promesa de más clientes pertenecientes a la clase de los Townley-Young, y un avance meteórico en su carrera.

Las oportunidades que prometía la protección de Townley-Young habían impulsado a Brendan a relacionarse con su hija de veintiocho años. Llevaba en la firma apenas un año. Ardía en deseos de hacerse un lugar en el mundo. Por lo tanto, cuando por mediación del socio mayoritario, St. John Andrew Townley-Young había cursado una invitación a Brendan para que acompañara a la señorita Townley-Young a la subasta de caballos y ponis de la feria de Cowper Day, Brendan había pensado que era un golpe de suerte demasiado tentador para rechazarlo.

En aquella época, no le había hecho ascos a la idea. Si bien era cierto que, aun en las mejores condiciones —después de una buena noche de sueño, una hora y media entregada de lleno a sus maquillajes y rizadores de pelo, y vestida con sus mejores ropas—, Rebecca todavía tendía a parecerse a la reina Victoria en sus años de decadencia, Brendan había considerado que podía tolerar uno o dos encuentros de buen grado, bajo el disfraz de la camaradería. Confiaba ciegamente en su capacidad de disimulo, consciente de que todo abogado decente llevaba varias gotas de hipocresía en la sangre. Sin embargo, no contaba con la capacidad de Rebecca para decidir, dominar y dirigir el curso de su relación desde el primer momento. La segunda vez que estuvo con ella, Rebecca le llevó a la cama y le cabalgó como el jefe de la cacería cuando avista el zorro. La tercera vez que estuvo con ella, Rebecca le sobó, acarició, pasó por la piedra y se quedó embarazada.

Brendan quería echarle la culpa, pero no podía ocultar el hecho de que, cuando ella jadeaba, brincaba y se aplastaba contra él, con sus extraños y escuálidos pechos colgando sobre su cara, había cerrado los ojos, sonreído y exclamado Dios-qué-pedazo-de-mujer-eres-Becky, sin dejar de pensar ni un momento en su futura carrera.

Así que hoy iban a casarse, sin remisión. Ni siquiera el retraso del reverendo Sage iba a impedir que el futuro de Brendan Power avanzara hacia su objetivo.

—¿Cuánto se ha retrasado? —preguntó Hogarth.

Su hermano consultó el reloj.

—Media hora.

—¿Nadie se ha ido de la iglesia?

Hogarth meneó la cabeza.

—Pero se susurra e insinúa que eres tú quien no ha aparecido. He hecho lo posible por salvar tu reputación, muchacho, pero deberías asomar la cabeza al coro y tranquilizar a las masas. No sé si será suficiente para tranquilizar a tu novia, sin embargo. ¿Quién es esa puerca a la que odia? ¿Ya te has montado alguna historia? No te culpo. Que Becky te la ponga tiesa debe de ser realmente difícil, pero a ti siempre te ha atraído la aventura, ¿eh?

—Vale ya, Hogie —dijo Tyrone—. Y apaga el cigarrillo. Estamos en una iglesia, por el amor de Dios.

Brendan se acercó a la única ventana de la sacristía, una ventana ojival hundida en la pared. Los cristales estaban tan polvorientos como la habitación, y limpió una parte para echar un vistazo al día. Vio el cementerio, las losas como impresiones de pulgar deformes color pizarra recortadas contra la nieve, y a lo lejos, las laderas de Cotes Fell, que se alzaban hacia el cielo gris.

—Vuelve a nevar.

Contó, distraído, cuántas tumbas estaban coronadas por ramas de acebo, típicas de la estación; sus bayas rojas brillaban sobre las hojas verdes y puntiagudas. Distinguió siete. Las habrían traído los invitados, porque las guirnaldas y ramas solo se veían levemente salpicadas de nieve.

—El vicario debió salir por la mañana temprano —dijo—, y se habrá quedado bloqueado en algún sitio. Eso es lo que habrá ocurrido.

Tyrone se reunió con él en la ventana. Detrás, Hogarth apagó el cigarrillo en el suelo. Brendan se estremeció. Pese a que la calefacción de la iglesia funcionaba a toda máquina, el frío de la sacristía era insoportable. Apoyó la mano sobre la pared. Estaba helada y húmeda.

—¿Cómo están mamá y papá?

—Oh, mamá está un poco nerviosa, pero por lo que yo sé, aún piensa que formáis una pareja ideal. Su primer hijo casado, y con la hija de un terrateniente, siempre que el vicario asome la jeta. Sin embargo, papá mira hacia la puerta como si ya estuviera hasta el gorro.

—Hace años que no salía de Liverpool —observó Tyrone—. Está nervioso, nada más.

—No. Es consciente de lo que es.

Brendan se apartó de la ventana y miró a sus hermanos. Eran como espejos de él, y lo sabía. Hombros hundidos, narices ganchudas, y todo lo demás indeciso. El cabello no era ni pardo ni rubio. Los ojos no eran ni azules ni verdes. Los mentones no eran ni pronunciados ni débiles. Gozaban de todas las ventajas para convertirse en asesinos múltiples; sus rostros se fundirían con cualquier muchedumbre. Y así reaccionaron los Townley-Young cuando conocieron a toda la familia, como si hubieran topado de frente con el peor de sus temores. A Brendan no le extrañó que su padre mirara a la puerta y contara los minutos que le quedaban para escapar. Sus hermanas debían sentir lo mismo. Hasta experimentó una punzada de envidia. Dentro de una o dos horas, todo habría terminado. Para él, se prolongaría hasta el fin de sus días.

Cecily Townley-Young había aceptado el papel de dama de honor de su prima porque su padre se lo había ordenado. No deseaba participar en la ceremonia. Ni siquiera quería acudir a la boda. Rebecca y ella jamás habían compartido otra cosa que su relativo lugar como hijas de retoños de un escuálido árbol familiar, y por lo que a ella respectaba, ojalá todo hubiera seguido de la misma forma.

No le gustaba Rebecca. En primer lugar, no tenía nada en común con ella. Para Rebecca, pasar una tarde agradable consistía en asistir a cuatro o cinco subastas de ponis, charlar sobre la cruz de los caballos y levantar elásticos labios equinos para examinar aquellos siniestros dientes amarillentos. Llevaba en los bolsillos manzanas y zanahorias, como si fueran calderilla, e inspeccionaba cascos, escrotos y globos oculares con el interés que la mayoría de las mujeres dedican a la ropa. En segundo lugar, Cecily estaba harta de Rebecca. Veintidós años de soportar cumpleaños, Pascuas, Navidades y celebraciones de Año Nuevo en la finca de su tío —todo en nombre de una falsa unidad familiar en la que nadie creía—, había dado al traste con el afecto que hubiera podido sentir por una prima mayor. Algunas experiencias vividas de los incomprensibles extremos a los que llegaba el comportamiento de Rebecca, mantenían a Cecily a una distancia respetable de su prima siempre que ocupaban la misma casa durante más de un cuarto de hora. Y en tercer lugar, la consideraba intolerablemente estúpida. Rebecca jamás había hervido un huevo, escrito un talón o hecho una cama. Su respuesta para todos los problemas de la vida era: «Papá ya se ocupará de ello», la clase de perezosa dependencia paterna que Cecily detestaba.

Incluso hoy, papá se ocupaba de ello, y a tope. Habían interpretado su papel, esperando obedientemente al vicario en el porche norte de la iglesia, helado y espolvoreado de nieve, pateando el suelo para calentar los pies, los labios morados, en tanto los invitados se removían y murmuraban en el interior de la iglesia, entre el acebo y la hiedra, y se preguntaban por qué los cirios no estaban encendidos, por qué no sonaba la marcha nupcial. Habían esperado un cuarto de hora, mientras la nieve trenzaba perezosos velos nupciales en el aire, hasta que papá atravesó la calle hecho una furia y golpeó con insistencia la puerta del vicario. Volvió cuando no habían transcurrido ni dos minutos, con su semblante, por lo general rubicundo, pálido de ira.

—Ni siquiera está en casa —anunció St. John Andrew Townley-Young—. Esa vaca subnormal —definición del ama de llaves del vicario, decidió Cecily— ha dicho que ya había salido cuando ella llegó por la mañana. Increíble. Esa incompetente y repugnante… —Cerró los puños dentro de sus guantes color paloma. Su sombrero de copa osciló—. Entrad en la iglesia. Todos. Protegeos del frío. Yo me haré cargo de la situación.

—Pero Brendan ha venido, ¿verdad? —preguntó Rebecca, angustiada—. ¡Papá, Brendan no nos habrá fallado!

—Somos muy afortunados —replicó su padre—. Toda la familia está aquí, como ratas que no abandonan el barco.

—St. John —murmuró su esposa.

—¡Entrad!

—Pero la gente me verá —gimió Rebecca—. Verán a la novia.

—Rebecca, por el amor de Dios. Townley-Young desapareció en el interior de la iglesia durante otros dos minutos, y salió con nuevas instrucciones.

—Esperad en el campanario.

Se marchó de nuevo a la caza del vicario.

Y seguían esperando en el campanario, ocultos de los invitados mediante una puerta de balaustres color nogal, cubierta por una cortina de terciopelo rojo polvorienta y maloliente, tan desgastada que podían ver a su través las luces de las arañas de la iglesia. Oían los murmullos preocupados que se alzaban de la multitud. Oían el inquieto arrastrar de pies. Los libros de himnos se abrían y cerraban. El organista tocó. Bajo sus pies, en la cripta de la iglesia, el sistema de calefacción gemía como una madre al dar a luz.

Cuando se le ocurrió aquella analogía, Cecily dirigió una mirada pensativa a su prima. Jamás había creído que Rebecca encontrara un hombre lo bastante imbécil para casarse con ella. Si bien era cierto que heredaría una fortuna y que ya había recibido como adelanto aquella monstruosidad siniestra de Cotes Hall, donde se recogería en éxtasis conyugal en cuanto recibiera el anillo y firmaran el registro, Cecily no podía creer que la fortuna —por grande que fuera—, o la antigua mansión victoriana en estado ruinoso —por poderosa que fuera su capacidad de resucitar— fueran capaces de incitar a un hombre a soportar de por vida a Rebecca. Pero ahora… Recordó a su prima en el cuarto de baño, aquella mañana, el ruido de sus náuseas, sus gritos histéricos: «¿Es que toda la jodida mañana va a ser igual?», y a continuación, las palabras apaciguadoras de su madre: «Rebecca, por favor. Hay invitados en casa». Y después, la contestación de Rebecca: «Me dan igual. Todo me da igual. No me toques. Sácame de aquí». Una puerta se cerró con estrépito. Pasos apresurados recorrieron el pasillo de arriba.

¿Embarazada?, se había preguntado Cecily en aquel momento, mientras se aplicaba maquillaje y colorete con sumo cuidado. La idea de que un hombre se hubiera acostado con Rebecca la dejó estupefacta. Señor, en aquel caso, todo era posible. Examinó a su prima en busca de señales que revelaran la verdad.

El aspecto de Rebecca no era el de una mujer satisfecha. Si, en teoría, iba a florecer en todo su esplendor gracias al embarazo, se había extraviado en algún estadio preliminar, propenso a los mofletes, con los ojos del tamaño y forma de cuentas y el cabello como un casco que coronara su cabeza. En su favor, debía reconocer que tenía la piel perfecta, y la boca bastante bonita, pero, por algún extraño motivo, nada armonizaba, y siempre daba la impresión de que las facciones de Rebecca se habían declarado una guerra mutua y encarnizada.

No era culpa suya en realidad, pensó Cecily. Tendría que sentir una pizca de compasión por alguien tan ultrajado por su físico, pero cada vez que Cecily trataba de arrancar alguna conmiseración de su corazón, Rebecca hacía algo que arruinaba sus esfuerzos.

Como ahora.

Rebecca cruzó a pasitos la diminuta zona situada bajo las campanas de la iglesia, mientras estrujaba con furia su ramo. El suelo estaba sucio, pero no hizo nada para levantar el vestido y evitar arrastrarlo. Su madre se encargó de la tarea. La siguió desde el punto A al punto B como un perrito fiel, con el raso y el terciopelo aferrados en sus manos. Cecily se mantuvo apartada, rodeada por un par de cubos de hojalata, un rollo de cuerda, una pala, una escoba y un montón de trapos. Un aspirador Hoover antiguo estaba apoyado contra una pila de cajas de cartón, cerca de ella, y colgó su ramo del gancho de metal que, en otras circunstancias, se habría utilizado para sujetar el cable. Levantó su vestido de terciopelo. La atmósfera era sofocante, y era imposible moverse en cualquier dirección sin tocar algo negro de mugre. Al menos, se estaba caliente.

—Sabía que pasaría algo por el estilo. —Las manos de Rebecca estrangularon sus flores nupciales—. La ceremonia no se celebrará, y todos se reirán de mí, ¿no es cierto? Ya les oigo reír.

La señora Townley-Young efectuó un cuarto de giro al mismo tiempo que Rebecca, quien arrojó a sus brazos más metros de cola de raso y la parte inferior del vestido.

—Nadie se está riendo —dijo su madre—. No te mortifiques, querida. Se habrá producido alguna equivocación desafortunada. Un malentendido. Tu padre lo solucionará todo.

—¿Cómo puede haberse cometido una equivocación? Ayer por la tarde vimos al señor Sage. Lo último que dijo fue: «Hasta mañana por la mañana». ¿Y luego se olvidó? ¿Se marchó de viaje?

—Quizá se produjo una urgencia. Un moribundo, alguien que quisiera ver…

—Pero Brendan regresó. —Rebecca dejó de pasear. Entornó los ojos y miró con aire pensativo hacia la pared oeste del campanario, como si pudiera ver la vicaría, al otro lado de la calle—. Fui al coche y él dijo que había olvidado preguntarle una última cosa al señor Sage. Volvió. Entró. Esperé un minuto. Dos, tres. Y… —Dio media vuelta y reanudó sus paseos—. No estaba hablando con el señor Sage, no. Es esa puta. ¡Esa bruja! Está detrás de todo esto, madre. Tú ya lo sabes. La mataré, lo juro por Dios.

Cecily consideró que se había producido un giro interesante en los acontecimientos de la mañana. Contenía una atractiva promesa de diversión. Si tenía que soportar aquel día en nombre de la familia, y con un ojo puesto en el testamento de su tío, decidió que bien debía hacer algo por mitigar sus sufrimientos.

—¿Quién? —preguntó, en consecuencia.

—Cecily —dijo la señora Townley-Young, en tono sereno pero decidida a mantener la disciplina.

Pero la pregunta de Cecily había sido suficiente.

—Polly Yarkin —dijo Rebecca entre dientes—. Esa miserable guarra de la vicaría.

—¿El ama de llaves del vicario? —se extrañó Cecily.

Era un giro que merecía estudiarse en profundidad. Teniendo en cuenta las circunstancias, no podía culpar al pobre Brendan, pero pensó que sus miras no eran demasiado ambiciosas. Continuó el juego.

—Dios, ¿qué tiene que ver ella en todo esto, Becky?

—Cecily, querida.

La voz de la señora Townley-Young tenía un timbre menos afable.

—Planta esas tetazas en la cara de todos los hombres y aguarda la reacción —dijo Rebecca—. Y él la desea. Ya lo creo. A mí no me lo puede ocultar.

—Brendan te quiere, cariño —dijo la señora Townley-Young—. Va a casarse contigo.

—Tomó una copa con ella en el Crofters Inn la semana pasada. Una parada rápida antes de volver a Clitheroe, dijo. Ni siquiera sabía que ella estaba allí, dijo. No podía fingir que no la había reconocido, dijo. Al fin y al cabo, es un pueblo. No podía comportarse como si ella fuera una extraña.

—Cariño, estás haciendo una montaña de nada.

—¿Crees que está enamorado del ama de llaves del vicario? —preguntó Cecily, y abrió los ojos con falsa ingenuidad—. Pero, Becky, en ese caso, ¿por qué se casa contigo?

—¡Cecily! —siseó su tía.

—¡No va a casarse conmigo! —gritó Rebecca—. ¡No va a casarse con nadie! ¡No tenemos vicario!

De pronto, se hizo el silencio en la iglesia. El organista dejó de tocar un momento, y dio la impresión de que las palabras de Rebecca rebotaban de pared a pared. El organista se reanimó de inmediato, y atacó Crown with Love, Lord, This Glad Day[2].

—Misericordia —susurró la señora Townley-Young.

Pasos decididos resonaron sobre el suelo de piedra, y una mano enguantada apartó la cortina roja. El padre de Rebecca asomó la cara.

—Ni rastro. —Sacudió la nieve de su abrigo y sombrero—. No está en el pueblo. No está en el río. No está en el ejido. Ni rastro. Haré que le despidan.

Su mujer extendió la mano hacia él, pero no llegó a tocarle.

—St. John, por Dios bendito, ¿qué vamos a hacer? Toda esa gente. Tanta comida en casa. Y el estado de Reb…

—Conozco todos los jodidos detalles. No necesito que me refresques la memoria. —Townley-Young apartó un poco la cortina y echó un vistazo a la iglesia—. Seremos el hazmerreír de todo el mundo durante la próxima década. —Miró de nuevo a las mujeres, y a su hija en particular—. Tú te metiste en este lío, Becky, y debería dejar que te salieras solita.

—¡Papá! —gimoteó Rebecca.

—La verdad, St. John…

Cecily decidió que había llegado el momento de echar una mano. Su padre, sin duda, se les uniría en cualquier momento —los problemas sentimentales le causaban un placer especial—, y en ese caso, hacer gala de su capacidad para solucionar una crisis familiar serviría a sus propósitos a las mil maravillas. Al fin y al cabo, su padre todavía estaba reflexionando sobre su petición de pasar las vacaciones en Creta.

—Quizá deberíamos llamar a alguien, tío St. John —dijo—. Habrá algún otro vicario no lejos.

—He hablado con el agente de policía —respondió Townley-Young.

—Pero él no puede casarles, St. John —protestó su mujer—. Necesitamos un vicario. Necesitamos que se celebre la boda. La comida espera en casa. Los invitados estarán hambrientos. El…

—Quiero a Sage —replicó el marido—. Le quiero aquí. Le quiero ahora. Y si he de arrastrar a esa rata de iglesia hasta el altar, lo haré.

—Pero si ha tenido que ir a otra parte…

Estaba claro que la señora Townley-Young trataba de hablar con la voz de la razón.

—No es así. Esa tal Yarkin salió a buscarle por el pueblo. Dijo que anoche no había dormido en su cama, pero tiene el coche en el garaje, de modo que no anda muy lejos. Y sé muy bien a qué se ha estado dedicando.

—¿El vicario? —preguntó Cecily, fingiendo horror, al tiempo que experimentaba el placer del drama que estaba a punto de estallar. Un matrimonio a la fuerza celebrado por un vicario fornicador, protagonizado por un novio reticente enamorado del ama de llaves del vicario, y una novia enfurecida y sedienta de venganza. Casi valía la pena haber sido designada dama de honor—. No, tío St. John. El vicario no. Cielos, qué escándalo.

Su tío le dirigió una mirada penetrante. Alzó un dedo hacia ella, y ya estaba a punto de hablar cuando alguien apartó la cortina. Todos se volvieron como un solo hombre y vieron al policía del pueblo, con su grueso chaquetón sembrado de nieve y las gafas de concha con vaho. No llevaba sombrero, y una capa de cristales cubría su peto color jengibre. Se pasó la mano por la cabeza para sacudirlos.

—¿Y bien? —preguntó Townley-Young—. ¿Le ha encontrado, Shepherd?

—Sí —contestó el hombre—, pero esta mañana no va a casar a nadie.