29

Brendan Power caminaba por la cuneta en dirección al pueblo. Se habría hundido hasta las rodillas en la nieve, pero alguien ya había practicado un sendero. Estaba sembrado, cada treinta metros o así, de tabaco quemado. La persona que había paseado antes fumaba una pipa que tiraba tan mal como la de Brendan.

No estaba fumando aquella mañana. Se había llevado la pipa por si experimentaba la necesidad de hacer algo con las manos, pero hasta el momento no había sacado la bolsa de piel, aunque sentía su peso consolador sobre la cadera.

El día posterior a cualquier tormenta solía ser glorioso, y Brendan consideró aquella mañana tan espléndida como aterradora había sido la noche. El sol de la mañana diseminaba grandes hogueras de incandescencia cristalina sobre la tierra. La escarcha cubría la parte superior de los muros de piedra seca. Un espeso manto de nieve se había posado sobre los tejados. Cuando pasó ante la primera casa adosada, camino del pueblo, vio que alguien se había acordado de los pájaros. Tres gorriones estaban picoteando un puñado de mendrugos delante de un portal, y si bien le observaron con cautela cuando pasó, el hambre impidió que huyeran a los árboles.

Deseó haber traído algo. Una tostada, una rebanada de pan rancio, una manzana. Daba igual. Cualquier sobra que ofrecer a los pájaros habría servido de excusa, más o menos creíble, para marcharse. Y necesitaría una excusa cuando volviera a casa. De hecho, lo más prudente sería empezar a pensar en una mientras paseaba.

No se le había ocurrido antes. De pie ante la ventana del comedor, desde donde contemplaba el prado blanco perteneciente a la propiedad Townley-Young, solo había pensado en escapar, practicar agujeros en la nieve y mover los pies hacia una eternidad que pudiera soportar.

Su suegro había acudido a su habitación a los ocho en punto. Brendan había oído sus pasos militares en el pasillo y había saltado de la cama, no sin liberarse de la presa que suponía el pesado brazo de su mujer. En sueños, lo había deslizado en diagonal sobre su cuerpo, con los dedos apoyados sobre su entrepierna. En otras circunstancias, Brendan había considerado de una intimidad muy erótica aquella implicación soñolienta, pero en aquel caso, siguió tendido flácido, algo asqueado y, al mismo tiempo, agradecido de que ella estuviera dormida. Sus dedos no se deslizarían con timidez un poco más a la izquierda, a la espera de encontrar lo que consideraba una erección matutina adecuada. No exigiría lo que él era incapaz de dar, sacudiendo su miembro con furia, a la espera, agitada, ansiosa, por fin encolerizada, de que su cuerpo respondiera. No seguirían acusaciones formuladas con voz metálica, ni sollozos desprovistos de lágrimas que deformaban su cara y resonaban en los pasillos. Mientras durmiera, Brendan era dueño de su cuerpo y su espíritu volaba en libertad, así que caminó hasta la puerta al oír los pasos de su suegro, y la abrió antes de que Townley-Young llamara y la despertara.

Su suegro estaba completamente vestido, como de costumbre. Brendan nunca le había visto de otra guisa. Su traje de tweed, la camisa, los zapatos y su corbata daban cuenta de una buena educación que, como bien sabía Brendan, debía comprender y emular. Todo cuanto llevaba era lo bastante anticuado para proclamar la adecuada falta de interés en el vestir inherente a la nobleza provinciana. Más de una vez, Brendan había mirado a su suegro y se preguntaba cómo lograba la hazaña de tener un vestuario completo que, desde la camisa a los zapatos, siempre aparentaba diez años de antigüedad, como mínimo, aunque las prendas fueran nuevas.

Townley-Young dedicó una mirada a la bata de lana que exhibía Brendan, y se humedeció los labios en señal de silenciosa desaprobación hacia el desastroso nudo que Brendan había improvisado en el cinturón. Los hombres viriles utilizan nudos cuadrados para ceñir sus batas, decía su expresión, y los dos cabos que cuelgan de la cintura deben estar perfectamente parejos, bobo.

Brendan salió al pasillo y cerró la puerta a su espalda.

—Aún duerme —explicó.

Townley-Young escudriñó la puerta, como si pudiera ver a su través y examinar el estado mental de su hija.

—¿Otra noche agitada? —preguntó.

Era una forma de expresarlo, pensó Brendan. Había vuelto a casa después de las once con la esperanza de encontrarla dormida, solo para terminar forcejeando debajo de las mantas en la forma que adoptaban sus relaciones matrimoniales. Había logrado funcionar, gracias a Dios, solo porque la habitación estaba a oscuras y, durante sus torneos nocturnos bisemanales, su mujer había adoptado la costumbre de susurrar ciertas ocurrencias anglosajonas que a Brendan le permitían fantasear con más libertad. Durante aquellas noches, no se acostaba con Becky. Elegía a su pareja con total libertad. Gemía y se contorsionaba debajo de ella y decía, oh, Dios, oh, sí, me encanta, me encanta, a la imagen de Polly Yarkin.

Anoche, sin embargo, Becky se había mostrado más agresiva de lo habitual. Sus prestaciones poseían un aura colérica. No le había acusado o llorado cuando entró en el dormitorio apestando a ginebra, con aspecto —lo sabía, porque no podía disimularlo— derrotado y compungido. Becky, sin palabras, exigió compensación de la manera que a Brendan menos le gustaba.

Por eso había sido una noche agitada, pero no de la forma que imaginaba su cuerpo.

—Un poco de malestar —contestó, y confió en que Townley-Young aplicara la descripción a su hija.

—Ya —había dicho Townley-Young—. Bien, al menos podremos tranquilizar su mente. Quizá así se sienta mejor.

Explicó a continuación que las obras de Cotes Hall ya podrían proseguir sin interrupciones. Explicó la razón, pero Brendan se limitó a asentir y trató de fingir impaciencia, mientras su vida se escurría como la marea baja.

Ahora, mientras se acercaba a Crofters Inn por la carretera de Lancaster, se preguntó por qué había confiado tanto en que la mansión continuara inasequible a ser habitada. Al fin y al cabo, Becky era su mujer. Él mismo se había complicado la vida. ¿Por qué se le antojaba un desastre más permanente si vivían en su propia casa?

Lo ignoraba, pero el anuncio de la inminente conclusión de las obras había cerrado una puerta a sus sueños de futuro, tan absurda como los propios sueños. Y al cerrarse la puerta, experimentó claustrofobia. Necesitaba huir. Si no podía escapar del matrimonio, al menos sí de la casa. Y salió a la escarchada mañana.

—¿Adonde vas, Bren?

Josie Wragg estaba subida sobre uno de los dos pilares de piedra que señalaban el acceso al aparcamiento de Crofters Inn. Lo había limpiado de nieve, balanceaba las piernas y parecía tan desolada como se sentía Brendan. Era la apatía personificada, en su espalda, brazos, piernas y pies. Hasta su cara parecía hundida, con la piel colgando alrededor de su boca y ojos.

—A dar un paseo —dijo—. ¿Quieres venir conmigo? —añadió, al verla tan deprimida, porque sabía perfectamente que aquella sensación ensombrecía las vidas.

—No puedo. Estas no van bien en la nieve.

«Estas» eran las botas de agua, que extendió hacia él. Eran enormes. Casi doblaban en tamaño a sus pies. Debajo, llevaba tres pares de calcetines largos hasta la rodilla, como mínimo.

—¿No tienes botas adecuadas?

Josie meneó la cabeza y se bajó la gorra hasta las cejas.

—Las mías ya me venían pequeñas en noviembre, y si le digo a mamá que necesito unas nuevas, le dará un soponcio. «¿Cuándo vas a dejar de crecer, Josephine Eugenia?». Ya sabes. Estas son del señor Wragg. Tampoco es que le importe mucho.

Golpeteó con las piernas las piedras heladas.

—¿Por qué le llamas señor Wragg?

Josie estaba manoseando un paquete de cigarrillos. Intentaba sacar el envoltorio del celofán sin quitarse los guantes. Brendan cruzó la carretera, cogió el paquete e hizo los honores, para ofrecerle fuego a continuación. La muchacha fumó sin contestar, intentó hacer un anillo y fracasó, y expulsó tanto vapor como humo.

—Pura farsa —dijo por fin—. Una estupidez, lo sé. No hace falta que me lo digas. Mamá se pone como una furia, pero al señor Wragg no le importa. Si no es mi verdadero papá, puedo imaginar que mi mamá vivió una gran pasión y yo soy el producto de su amor fatal. Finjo que ese tío pasó por Winslough y conoció a mamá. Estaban locos el uno por el otro, pero no pudieron casarse, claro, porque mamá no quiso marcharse de Lancashire, pero fue el gran amor de su vida y la ponía a cien, como dicen que los hombres ponen a las mujeres. Y yo soy como ella le recuerda ahora. —Josie tiró ceniza en dirección a Brendan—. Por eso le llamo señor Wragg. Qué chorrada. No sé por qué te lo he dicho. No sé por qué digo cosas a la gente. Siempre es culpa mía, y todo el mundo acaba sabiéndolo. Hablo demasiado.

Su labio tembló. Se pasó el dedo bajo la nariz y tiró el cigarrillo, que siseó levemente al entrar en contacto con la nieve.

—Hablar no es ningún crimen, Josie.

—Maggie Spence era mi mejor amiga, y se ha marchado. El señor Wragg dice que no volverá. Y estaba enamorada de Nick. ¿Lo sabías? Verdadero amor. No volverán a verse. Me parece injusto.

Brendan asintió.

—La vida es así, ¿no?

—Y a Pam la han encerrado de por vida porque su mamá la sorprendió anoche en la sala de estar con Todd. Lo estaban haciendo. Allí mismo. Su mamá encendió las luces y empezó a chillar. Fue como en una película, dijo Pam. Así que ya no queda nadie. Nadie especial. Siento como un hueco, aquí. —Señaló su estómago—. Mamá dice que necesito comer, pero yo no tengo hambre, ¿sabes?

Brendan sabía. Era un experto en huecos. A veces, pensaba que era el vacío personificado.

—No puedo pensar en el vicario —siguió Josie—. No puedo pensar en nada. —Miró hacia la carretera—. Al menos, tenemos la nieve. Vale la pena mirarla, de momento.

—Pues sí.

Brendan asintió, palmeó su rodilla y siguió su camino. Se desvió por la carretera de Clitheroe, absorto en el paseo, sus energías concentradas en aquel esfuerzo, más que en pensar.

Era menos dificultoso caminar por la carretera de Clitheroe. Al parecer, más de una persona había abierto un sendero en la nieve para ir a la iglesia. Se cruzó con la pareja londinense a corta distancia de la escuela primaria. Caminaban poco a poco, con las cabezas juntas mientras conversaban. Solo levantaron un momento la vista cuando él pasó.

Al verles, sintió una punzada de tristeza. Hombres y mujeres juntos, que caminaban y se tocaban, prometían causarle incontables penas durante los años venideros. El objetivo era pasar de todo. No sabía si lo conseguiría sin buscar algún consuelo.

Por eso estaba ahora paseando, sin detenerse, y se decía que solo era para ir a echar un vistazo a la mansión. El ejercicio era bueno, el sol había salido, necesitaba aire puro. La capa de nieve era mucho más profunda al otro lado de la iglesia, y cuando llegó al pabellón tuvo que detenerse unos minutos para recuperar el aliento.

—Un poco de descanso —se mintió, y escudriñó las ventanas una tras otra, en busca de algún movimiento detrás de las cortinas.

Polly no había ido al pub las dos últimas noches. La había esperado hasta el último momento, cuando Ben Wragg anunciaba que ya era hora de cerrar y Dora se dedicaba a recoger vasos. Sabía que no solía aparecer después de las nueve y media, pero esperó y soñó.

Aún seguía soñando cuando la puerta principal se abrió y Polly salió. Se sobresaltó al verle. Brendan avanzó hacia la joven con decisión. Llevaba una cesta colgada del brazo e iba envuelta de pies a cabeza en lana y bufandas.

—¿Vas al pueblo? —preguntó Brendan—. Acabo de estar en la mansión. ¿Te acompaño, Polly?

Ella se acercó y examinó la pista, cubierta de nieve prístina y traicionera.

—¿Vienes de allí? —preguntó.

Brendan buscó en su bolsillo la bolsa del tabaco.

—En realidad, iba, no venía. A dar un paseo. Hermoso día.

Cayó un poco de tabaco sobre la nieve. Polly lo siguió con la mirada, como si lo estudiara. Brendan observó que se había dado un golpe en la cara. Una media luna púrpura destacaba sobre el tono cremoso de su piel, y comenzaba a amarillear en los bordes, como una señal de curación.

—No te he visto por el pub. ¿Ocupada?

Ella asintió, sin dejar de examinar la nieve.

—Te he echado de menos. Hablar contigo y todo eso. Tienes cosas que hacer, gente que ver. Lo comprendo. Una chica como tú. Me pregunté dónde podrías estar. Una tontería, pero es verdad.

La joven ajustó la cesta en su brazo.

—Me han dicho que se ha solucionado. Lo de Cotes Hall, la muerte del vicario. ¿Lo sabías? Estás a salvo. Una buena noticia, ¿verdad?, considerando cómo han ido las cosas.

Ella no contestó. Llevaba unos guantes negros, con un agujero en la muñeca. Deseó que se los quitara para poder ver sus manos. Calentarlas, incluso. Y a ella también.

—Pienso en ti, Polly —estalló de repente—. En todo momento. Día y noche. Lo sabes, ¿verdad? No sirvo para disimular. No puedo disimular esto. Ya sabes lo que siento. Lo sabes, ¿verdad? Lo has sabido desde el primer momento.

Polly había rodeado su cabeza con una bufanda púrpura, y la acercó más a su cara, como si quisiera ocultarla. Tenía la cabeza gacha. Recordó a Brendan la actitud de alguien que reza.

—Los dos estamos solos, ¿no? —prosiguió—. Los dos necesitamos a alguien. Te deseo, Polly. Sé que no puede ser perfecto, tal como están las cosas en mi vida, pero algo es algo. Será especial. Juro que me esforzaré por hacerte feliz, si me dejas.

Ella levantó la cabeza y le miró con curiosidad. Brendan notó que le sudaban las axilas.

—Lo he dicho mal, ¿verdad? Ha quedado un poco confuso. Empezaré por el principio. Estoy enamorado de ti, Polly.

—No lo has dicho mal. No hay confusión que valga.

Su corazón saltó de alegría.

—Entonces…

—No lo has dicho todo.

—¿Qué más quieres que diga? Te quiero. Te deseo. Te haré feliz si…

—Olvidas el hecho de que tienes esposa. —Polly sacudió la cabeza—. Vete a casa, Brendan. Ocúpate de la señorita Becky. Métete en tu cama. Deja de rondar alrededor de la mía.

Cabeceó con brusquedad —adiós, buenos días, como él quisiera entenderlo— y se encaminó hacia el pueblo.

—¡Polly!

Ella se volvió, el rostro impenetrable. No quería conmoverse, pero él lo lograría. Encontraría su corazón. Pediría, suplicaría, lo que hiciera falta.

—Te quiero —dijo—. Te necesito, Polly.

—Todos necesitamos algo.

Polly se alejó.

Colin la vio pasar, como una caprichosa visión colorida que se destacaba contra un fondo blanco. Bufanda púrpura, chaquetón marinero, pantalones rojos, botas marrones. Llevaba una cesta y caminaba con decisión por el otro lado de la carretera. No miró en su dirección. En otro tiempo, lo habría hecho. Habría dirigido una mirada subrepticia hacia su casa, y si por casualidad le hubiera visto trabajando en el jardín delantero o limpiando el coche, habría cruzado la carretera con cualquier excusa. ¿Sabes lo de las carreras de galgos en Lancaster, Colin? ¿Cómo está tu papá? ¿Qué dijo el veterinario sobre los ojos de Leo?

Ahora, se había emperrado en mirar hacia delante. El otro lado de la carretera, las casas que la bordeaban, y esta en particular, no existían. Ya estaba bien así. Les estaba salvando a los dos. Si hubiera vuelto la cabeza, si hubiera visto que él la estaba observando desde la ventana de la cocina, tal vez Colin habría sentido algo. Hasta el momento, había conseguido no sentir nada en absoluto.

Había cumplido los rituales matutinos: preparar café, afeitarse, dar de comer al perro, servirse un cuenco de cereales, cortar un plátano, espolvorearlo de azúcar y regar la mezcla con leche. Hasta se había sentado a la mesa con el cuenco delante. Incluso había llegado a hundir la cuchara. Incluso se había llevado la cuchara a los labios. Dos veces. Pero no pudo comer.

Había cogido su mano, un peso muerto en la suya. Había dicho su nombre. No sabía muy bien cómo llamarla, aquella Juliet-Susanna que el detective londinense afirmaba ser, pero necesitaba llamarla de alguna forma, en un esfuerzo por recuperarla.

En realidad, descubrió que no estaba con él. Su cascara, el cuerpo que había reverenciado con el suyo, sí, pero su sustancia interior viajaba en el otro Range Rover, trataba de calmar los temores de su hija e invocaba la valentía necesaria para decir adiós.

Aumentó la presión de su mano.

—El elefante —dijo ella, con una voz sin el menor timbre.

Colin se esforzó por comprender. El elefante. ¿Por qué? ¿Por qué aquí? ¿Por qué ahora? ¿Qué le estaba diciendo? ¿Qué debía saber sobre elefantes? ¿Que nunca olvidaban? ¿Que ella tampoco? ¿Que la salvara de las arenas movedizas de su desesperación? El elefante.

Y entonces, como si se comunicaran en un inglés que solo significaba algo para ellos, el inspector Lynley contestó.

—¿Está en el Opel?

—Le dije que Punkin o el elefante. Has de decidir, querida.

—Me ocuparé de que lo recupere, señora Spence.

Y eso fue todo. Colin deseó que ella respondiera a la presión de sus dedos. La mano de Juliet no se movió en ningún momento, no apretó la suya. Se había hundido en su dolor.

Ahora, lo comprendía. A él también le había pasado. Al principio, tuvo la impresión de que el proceso se había iniciado cuando Lynley expuso los hechos. Al principio, tuvo la impresión de que se iba degenerando a medida que transcurría la noche interminable. Dejó de oír sus voces. Se desgajó de su cuerpo y les observó desde lo alto de las cosas. Lo observó todo con curiosidad, lo desechó, y pensó que tal vez lo investigaría más tarde. Cómo hablaba Lynley, no como un oficial de policía, sino como si deseara consolarla o tranquilizarla, cómo la ayudaba a subir al coche, cómo la sostenía con el brazo alrededor de sus hombros y ella apoyaba la cabeza contra el pecho del detective cuando oyeron el último grito de Maggie. Era curioso que en ningún momento expresara satisfacción por haber demostrado sus conjeturas. En cambio, parecía desgarrado. El tullido dijo algo acerca del funcionamiento de la justicia, pero Lynley lanzó una carcajada amarga. Odio todo esto, dijo, la vida, la muerte, todo este lío asqueroso. Y aunque Colin escuchaba desde el lejano lugar al que se había retirado, descubrió que no odiaba nada. Cuando alguien está sumido en el proceso de morir, no puede odiar.

Después, comprendió que el proceso había empezado cuando levantó la mano contra Polly. Ahora, de pie ante la ventana, viéndola pasar, se preguntó si no llevaría años de agonía.

Detrás, el tictac del reloj señalaba la progresión del día. Los ojos del gato se movían al compás del péndulo de su cola. Cómo había reído ella al verlo. Es precioso, Col, dijo, ha de ser mío. Y él se lo había regalado para su cumpleaños, envuelto en papel de periódico porque había olvidado el papel de regalo y el lazo, abandonados en el porche delantero. Tocó el timbre. Cómo había reído ella, ¡cómo había aplaudido!, cuélgalo ahora mismo, dijo, ahora mismo.

Lo bajó de la pared y lo dejó sobre la encimera. Le dio la vuelta. La cola siguió meneándose. Presintió que los ojos también se movían. Incluso pudo oír su tictac.

Intentó abrir el compartimiento que albergaba la maquinaria, pero no logró hacerlo con los dedos. Lo intentó tres veces, abandonó y abrió un cajón situado bajo la encimera. Buscó un cuchillo.

El reloj continuaba su tictac. La cola del gato se movía.

Deslizó el cuchillo entre la tapa y el cuerpo y tiró hacia arriba con fuerza. Una segunda vez. El plástico cedió con un chasquido, parte de la tapa se rompió. Salió despedida y cayó al suelo. Alzó el reloj y lo estrelló una sola vez contra la encimera. La cola y los ojos se inmovilizaron. El leve tictac cesó.

Rompió la cola. Utilizó el mango de madera del cuchillo para triturar los ojos. Tiró el reloj a la basura. Una lata de sopa se ladeó a causa del impacto y empezó a verter tomate diluido sobre la esfera del aparato.

¿Cómo le llamaremos, Col?, había preguntado ella, cogiéndole del brazo. Necesita un nombre. A mí me gusta Tigre. Escucha cómo suena: Tigre dicta el tiempo. ¿Seré poeta, Col?

—Quizá lo eras —dijo él.

Se puso la chaqueta. Leo salió como una exhalación de la sala de estar, dispuesto a correr. Colin oyó su gemido ansioso y acarició la cabeza del perro con los nudillos, pero cuando se fue de casa, lo hizo solo.

El vapor de su aliento le informó de que el aire era helado, pero no sintió nada, ni frío ni calor.

Cruzó la carretera y entró en el cementerio. Observó que alguien había entrado antes que él, porque vio una rama de enebro sobre una tumba. Las demás estaban desnudas, heladas bajo la nieve, y sus lápidas se alzaban como chimeneas hacia las nubes.

Caminó hacia el muro y el castaño donde Annie reposaba, muerta desde hacía seis años. Imprimió una senda nueva en la nieve, y notó que los montones cedían ante la presión de sus espinillas, como se rompe el mar al caminar por él.

El cielo estaba tan azul como el lino que ella había plantado un año junto a la puerta. Una telaraña de hielo y nieve reluciente se había formado entre las ramas sin hojas del castaño. Las ramas arrojaban una red de sombras sobre la tierra. Enviaban dedos sin piel hacia la tumba de Annie.

Tendría que haber traído algo, pensó. Una rama de hiedra y acebo, una guirnalda de pino. Al menos, tendría que haber ido preparado para limpiar la lápida, para impedir que los líquenes crecieran. Debía evitar que las letras se borraran. De momento, necesitaba leer su nombre.

La nieve sepultaba en parte la lápida, y empezó a limpiarla con las manos; primero, limpió la superficie, luego los lados, y después se dispuso a utilizar los dedos para despejar las letras grabadas.

Entonces, la vio. Primero, captó el color, rosa brillante sobre blanco puro. Después, distinguió las formas, dos óvalos entrelazados. Era una pequeña piedra plana, pulida por mil años de río, y yacía sobre la cabecera de la tumba, tangente a la lápida.

Extendió la mano, después la retiró. Se arrodilló en la nieve.

Quemé cedro por ti, Colin. Coloqué cenizas sobre su tumba, y también la piedra anular. Di a Annie la piedra anular.

Extendió un brazo. Su mano cogió la piedra. Sus dedos se cerraron a su alrededor.

—Annie —susurró—. Oh, Dios, Annie.

Sintió el aire frío procedente de los páramos. Sintió el frígido e implacable abrazo de la nieve. Sintió la pequeña piedra acomodarse en su palma. La sintió dura y suave.