28

No hubo otro remedio que llevarse a Shepherd con ellos. Se había criado en la zona. Conocía la configuración del terreno. Sin embargo, Lynley no quiso concederle el privilegio de conducir su propio vehículo. Le adjudicó al asiento delantero del Range Rover alquilado, la agente Garrity y St. James les siguieron en el otro, y todos se dirigieron hacia el embalse.

La nieve se estrellaba contra el parabrisas en constantes ráfagas blancas, empujadas por el viento, que brillaban a la luz de los faros. Otros vehículos habían practicado surcos en la carretera, pero estaban cubiertos de hielo y la conducción era peligrosa. Ni siquiera la dirección asistida del Range Rover era suficiente para superar las curvas y cuestas. Culeaba y patinaba, aun a la velocidad mínima.

Dejaron atrás el monumento en recuerdo de la Primera Guerra Mundial. La cabeza inclinada y el rifle del soldado estaban cubiertos de nieve. Dejaron atrás el ejido, donde la nieve giraba en remolinos espectrales que espolvoreaban los árboles. Cruzaron el puente que se arqueaba como un saltimbanqui. La visibilidad empeoró a medida que los limpiaparabrisas iban dejando un rastro curvo de hielo sobre el cristal cuando se movían.

—Joder —masculló Lynley. Manipuló el descongelador. No sirvió de nada, porque el problema era externo.

A su lado, Shepherd se limitaba a dar instrucciones concisas cada vez que se acercaban a un cruce. Lynley le miró cuando dijo: «A la izquierda», al tiempo que los faros iluminaban el letrero «Embalse de Fork». Pensó en regodearse unos minutos con una mezcla de insultos y oprobios —bien sabía Dios que Shepherd saldría muy bien librado, con su simple dimisión, en lugar de ser sometido a un juicio público—, pero la máscara demacrada en que se había convertido la cara del agente aplacó los deseos de Lynley. Colin Shepherd reviviría los sucesos de aquellos últimos días hasta el fin de sus días. Lynley esperaba que, cuando cerrara los ojos, el rostro de Polly Yarkin se convertiría en su peor tormento.

La agente Garrity conducía su Land Rover con suma energía. Pese al fragor del viento y a llevar las ventanillas subidas, oían los chirridos que producía al cambiar de marcha. El motor de su vehículo rugía y protestaba, pero la distancia entre ambos coches nunca superaba los seis metros.

En cuanto dejaron atrás las afueras del pueblo, solo se vieron las luces de los dos vehículos y las que brillaban en alguna granja. Era como conducir con los ojos vendados, porque la nieve se reflejaba en los faros, y creaba un muro lechoso y permeable, siempre engañoso, siempre cambiante, siempre hosco.

—Sabía que usted había ido a Londres —dijo por fin Shepherd—. Yo se lo dije. Añádalo a mi cuenta, si quiere.

—Rece para que la encontremos, agente.

Lynley cambió de marcha al coger una curva. Los neumáticos patinaron, giraron inútilmente, y se cogieron al suelo de nuevo. Detrás, la agente Garrity les felicitó con un bocinazo. Continuaron adelante.

A unos seis kilómetros del pueblo, la entrada al embalse de Fork apareció a su izquierda, semioculto por un bosque de pinos. Las ramas se inclinaban bajo el peso de la nieve atrapada en la red de agujas de los árboles. Los pinos bordeaban la carretera durante medio kilómetro. Al otro lado, un seto permitía el acceso a los páramos.

—Allí —dijo Shepherd, cuando dejaron atrás los árboles.

Lynley lo vio al mismo tiempo que Shepherd hablaba: la forma de un coche, las ventanas, el techo, el capó y el maletero ocultos bajo un manto de nieve. El coche se había detenido en el mismo punto donde la carretera ascendía. Estaba en la cuneta, atravesado en diagonal, y el chasis oscilaba de manera peculiar sobre el suelo.

Aparcaron. Shepherd ofreció su linterna. La agente Garrity se reunió con ellos y enfocó la suya sobre el coche. Las ruedas traseras, al girar, habían cavado una tumba en la nieve. Estaban hundidas profundamente en un lado de la cuneta.

—La imbécil de mi hermana lo intentó una vez —dijo la agente Garrity, y señaló con la mano la carretera ascendente—. Intentó subir la cuesta y resbaló hacia atrás. Casi se rompió el cuello, la muy idiota.

Lynley apartó la nieve de la puerta del conductor y probó el tirador. No estaba cerrado con llave. Abrió la puerta e iluminó el interior.

—Señor Shepherd —dijo.

Shepherd se acercó. St. James abrió la otra puerta. La agente Garrity le pasó la linterna. Shepherd examinó las cajas de madera y cartón y St. James investigó la guantera, que colgaba abierta.

—¿Y bien? —dijo Lynley—. ¿Es su coche, agente?

Era un Opel como cientos de miles de otros, pero diferente en que el asiento trasero estaba cargado hasta el techo de pertenencias. Shepherd acercó una caja y extrajo un par de guantes para jardinería. Lynley vio que su mano se cerraba con fuerza a su alrededor. Era suficiente información.

—Aquí no hay gran cosa —dijo St. James, y cerró la guantera. Cogió del suelo un trozo de tela de toalla sucio y arrolló el cordel girado a un lado alrededor de su mano. Miró hacia los páramos con aire pensativo. Lynley siguió su mirada.

El paisaje era como un estudio en blanco y negro. Caía la nieve y también la noche, sin que la luna o las estrellas aliviaran su negrura. Nada contenía la fuerza del viento, ni bosques ni montañas alteraban la simetría del terreno, y el aire helado se abalanzaba sobre ellos, hasta arrancarles lágrimas de los ojos.

—¿Qué hay delante? —preguntó Lynley.

Nadie respondió a la pregunta. La agente Garrity se estaba palmeando los brazos y daba pataditas en el suelo.

—Debemos estar a diez bajo cero —dijo.

St. James hacía nudos en el cordel que había encontrado, con el ceño fruncido. Shepherd sostenía los guantes de jardinería, que apretaba contra su pecho. Estaba mirando a St. James. Parecía atontado, entre estupefacto e hipnotizado.

—Agente —dijo con voz perentoria Lynley—. Le he preguntado qué hay delante.

Shepherd volvió a la realidad. Se quitó las gafas y las limpió con la manga. Era una actividad inútil. En cuanto se las volvió a poner, la nieve cubrió los cristales.

—Páramos —contestó—. La ciudad más cercana es High Bentham, hacia el noroeste.

—¿Por esta carretera?

—No. Esta desemboca en la A65.

Conduce a Kirby Lonsdale, pensó Lynley, y después, a la M6, los Lagos y Escocia. O por el sur, a Lancaster, Manchester, Liverpool. Las posibilidades eran infinitas. Si hubiera podido llegar a cualquiera de esas poblaciones, tal vez habría conseguido escapar a la República de Irlanda. Tal como estaba la situación, interpretaba el papel de zorro en un paisaje invernal, donde la policía y el tiempo inmisericorde acabarían acorralándola.

—¿High Bentham está más cerca que la A65?

—Por esta carretera, no.

—¿Y saliendo de la carretera, si atajaran por los campos? Por los clavos de Cristo, hombre, no irán caminando por la cuneta para hacer autoestop cuando nosotros pasemos.

Los ojos de Shepherd se clavaron en el interior del coche, y después, con lo que pareció un enorme esfuerzo, en la agente Garrity, como si estuviera ansioso por asegurarse de que todos oirían sus palabras y comprenderían que, llegado a este punto, había tomado la decisión de colaborar al ciento por ciento.

—Si se han dirigido hacia el este a través de los páramos, la A65 está a unos siete kilómetros. High Bentham dista el doble.

—En la A65 quizá las cogería alguien, señor —indicó la agente Garrity—. Puede que aún no la hayan cerrado.

—Bien sabe Dios que jamás lograrían recorrer catorce kilómetros en dirección noroeste con este tiempo —dijo St. James—, pero si van hacia el este tienen el viento de cara. Ni siquiera podrían recorrer los siete kilómetros.

Lynley dejó de examinar la oscuridad. Enfocó la linterna más allá del coche. La agente Garrity le imitó, y avanzó unos cuantos metros en dirección opuesta. No obstante, la nieve había escondido las huellas que Juliet Spence y Maggie hubieran podido dejar.

—¿Conoce ella el terreno? —preguntó Lynley a Shepherd—. ¿Había estado ya por aquí? —Captó algo en la expresión de Shepherd—. ¿Dónde?

—Está demasiado lejos.

—¿Dónde?

—Aunque hubiera empezado a caminar antes de oscurecer, antes de que la nevada se intensificara…

—Maldita sea, ahora no me interesan sus análisis Shepherd. ¿Dónde?

El brazo de Shepherd se extendió más hacia el oeste que al norte.

—Back End Barn —dijo—. Seis kilómetros al sur de High Bentham.

—¿Y desde aquí?

—¿A través de los páramos? Unos cinco kilómetros.

—¿Lo sabría ella, atrapada aquí, en el coche? ¿Lo sabría?

Lynley vio que Shepherd tragaba saliva. Vio la palidez traicionera que se extendía sobre sus facciones, como la máscara de un hombre carente de esperanzas y futuro.

—Fuimos de excursión cuatro o cinco veces desde el embalse. Lo sabe.

—¿Es el único refugio?

—Sí.

Tendría que haber encontrado la senda que conducía desde el embalse de Fork a Knottend Well, explicó, el manantial que estaba a mitad de camino entre el embalse y Back End Barn. Estaba bien señalizado a la luz del día, pero un giro equivocado en la oscuridad y caminarían en círculos a causa de la nieve. De todos modos, si Juliet encontraba la senda, podría seguirla hasta Raven’s Castle, un cruce donde se unían las sendas que iban a la Cruz de Greet y las East Cat Stones.

—¿Cómo se va al establo desde aquí? —preguntó Lynley.

Desde la cruz de Greet, distaba tres kilómetros en dirección norte. No estaba lejos de la carretera que corría de norte a sur entre High Bentham y Winslough.

—No entiendo por qué no fue en coche directamente —concluyó Shepherd—, en lugar de venir por aquí.

—¿Por qué?

—Porque hay una estación de tren en High Bentham.

St. James salió del coche y cerró la puerta con estrépito.

—Pudo ser una treta, Tommy.

—¿Con este tiempo? Lo dudo. Habría necesitado la ayuda de un cómplice, otro vehículo.

—Conducir hasta aquí, fingir un accidente, seguir adelante con otra persona —dijo St. James—. No está tan alejado del falso suicidio, ¿no?

—¿Quién pudo ayudarla?

Todos miraron a Shepherd.

—La vi a mediodía. Dijo que Maggie estaba enferma. Nada más. Pongo por testigo a Dios, inspector.

—Ya ha mentido antes.

—Pero ahora no. Ella no esperaba que sucediera esto. —Señaló el coche con el pulgar—. No planeó un accidente. Solo pensó en huir. Piense: sabe adonde fue usted. Si Sage descubrió la verdad en Londres, usted también. Huye. El pánico la domina. No va con tanto cuidado como debería. El coche patina en el hielo y acaba con la cuneta. Intenta salir. No puede. Se queda en la carretera, justo donde estamos. Sabe que podría intentar llegar a la A65 a través de los páramos, pero está nevando y tiene miedo de perderse, porque nunca ha efectuado ese recorrido y no quiere correr el riesgo. Mira en la otra dirección y recuerda el establo. No puede llegar a High Bentham, pero cree que allí sí. Ya ha ido en otras ocasiones. Se pone en camino.

—También es posible que quiera hacernos pensar todo eso.

—¡No! Rediós, eso es lo que ocurrió, Lynley. Es la única explicación de…

Enmudeció. Miró hacia los páramos.

—¿De qué? —le urgió Lynley.

El viento casi ahogó la respuesta de Shepherd.

—De que se llevara la pistola.

La guantera abierta, dijo. El trapo y el cordel en el suelo.

¿Cómo lo sabía?

Había visto la pistola. Y la había visto utilizarla. La había sacado de un cajón de la sala de estar. La había desenvuelto. Había disparado contra una chimenea de la mansión. Había…

—Maldita sea, Shepherd, ¿usted sabía que tenía una pistola? ¿Qué hacía con una pistola? ¿Es coleccionista, tiene permiso?

—No.

—¡Santo Dios!

No pensó que… No le pareció en aquel momento… Sabía que habría debido confiscarla. Pero no lo hizo. Eso era todo.

Shepherd hablaba en voz baja. Estaba revelando otra violación de las normas y procedimientos que había quebrantado desde el primer momento por Juliet Spence, y sabía cuáles serían las consecuencias.

Lynley dio un manotazo sobre el cambio de marchas y volvió a maldecir. Siguieron camino hacia el norte. No tenían otra alternativa. Si Juliet había encontrado la senda que partía del embalse, contaba con la ventaja de la oscuridad y la nieve. Si aún estaba en los páramos e intentaban seguirla con una linterna, frustraría sus intuiciones con solo disparar hacia las luces. Su única posibilidad era continuar hasta High Bentham y volver hacia el sur por la carretera que conducía a Back End Barn. Si aún no había llegado, no podrían correr el riesgo de esperar, por si se había perdido en la tormenta. Tendrían que atravesar los páramos, en dirección al embalse, en un desesperado esfuerzo por localizarla.

Lynley intentó no pensar en Maggie, confusa y asustada, arrastrada por la furia de Juliet Spence. Ignoraba a qué hora habrían salido de la casa. Ignoraba qué ropas llevarían. Cuando St. James dijo algo acerca de que debían tener en cuenta la hipotermia, Lynley saltó al Range Rover y descargó su puño sobre el claxon. Así no, pensó. Maldita sea mi estampa, no puede terminar así.

Ni el viento ni la nieve les concedieron un momento de respiro. La nevada era tan intensa que, por la mañana, tal vez el suelo estaría cubierto por una capa de metro y medio de espesor. El paisaje había cambiado por completo. Los verdes y bermejos oscuros del invierno se habían transformado en una estampa lunar. El brezo y la aulaga habían desaparecido. Un inmenso camuflaje blanco convertía la hierba, los helechos y los brezales en una sábana uniforme, de la que solo emergían los peñascos, con la parte superior espolvoreada pero todavía visible, puntos oscuros como manchas en la piel.

Continuaron adelante, ascendiendo penosamente las cuestas, empleando los frenos para bajar las pendientes. Las luces del Land Rover de la agente Garrity oscilaban y parpadeaban, pero no se distanciaban un ápice.

—No lo conseguirán —dijo Shepherd, mientras contemplaba las ráfagas que se estrellaban contra el vehículo—. Nadie podría con este tiempo.

Lynley cambió a primera. El motor aulló.

—Está desesperada —dijo—. Eso la impulsará a continuar.

—Añada el resto, inspector. —Shepherd se arrebujó en su abrigo. A la luz del tablero, su rostro se veía de un tono gris verdoso—. Si ella muere, será por mi culpa.

Se volvió hacia la ventana. Manoseó sus gafas.

—No será lo único que pesará sobre su conciencia, señor Shepherd, pero supongo que ya lo sabe, ¿no?

Tomaron una curva. Un letrero que señalaba al oeste exhibía una única palabra: KEASDEN.

—Gire aquí —dijo Shepherd.

Se desviaron a la izquierda por una senda que se reducía a dos carriles del tamaño de un coche. Atravesaba una aldea que parecía consistir en una cabina telefónica, una pequeña iglesia y media docena de letreros que indicaban senderos públicos. Gozaron de un brevísimo descanso de la tormenta cuando entraron en un bosquecillo situado al oeste de la aldea. Los árboles detenían con las ramas casi toda la nieve, de forma que el suelo se mantenía relativamente despejado. Sin embargo, otra curva les llevó de nuevo a terreno descubierto, y una ráfaga de viento azotó al coche en el mismo instante. Lynley la notó en el volante. Los neumáticos patinaron. Blasfemó con cierta reverencia y quitó el pie del gas. Reprimió el impulso de aplastar los frenos. Los neumáticos se cogieron al suelo y el coche siguió adelante.

—¿Y si no están en el establo? —preguntó Shepherd.

—Buscaremos en el páramo.

—¿Cómo? No sabe lo que dice. Podría morir de frío. ¿Va a arriesgarse por una asesina?

—No solo estoy buscando a una asesina.

Se acercaron a la carretera que comunicaba High Bentham con Winslough. La distancia entre Keasden y aquel cruce de caminos era de unos cuatro kilómetros. Habían tardado casi media hora en recorrerla.

Giraron a la izquierda, en dirección sur, camino de Winslough. Durante el siguiente kilómetro, divisaron las luces de algunas casas, muy alejadas de la carretera. Se alzaban muros sobre la tierra, y los muros se estaban transformando en otra erupción blanca, de la que surgían piedras individuales, como picos inclinados, que conseguían romper la capa de nieve. Ni muros ni vallas servían de demarcación entre la tierra y la carretera. Solo los surcos dejados por un pesado tractor les guiaban. Dentro de media hora, habrían quedado borrados.

El viento formaba con la nieve pequeños ciclones de cristal. Surgían tanto del suelo como del aire. Remolineaban frente al vehículo como derviches fantasmales y volvían a desaparecer en la oscuridad.

—La nevada empieza a aminorar —indicó Shepherd. Lynley le dirigió una rápida mirada, en la que el agente leyó incredulidad—. Solo es el viento, que la levanta —explicó.

—Mal asunto, igualmente.

No obstante, cuando Lynley estudió el panorama, vio que no era puro optimismo de Shepherd. La intensidad de la nevada estaba disminuyendo. La mayoría de los remolinos de nieve se elevaban de la tierra en lugar de caer del cielo. Suponía el único alivio de que la situación no iba a empeorar.

Continuaron otros diez minutos, mientras el viento aullaba como un lobo a su alrededor. Cuando los faros iluminaron un portal que cortaba la carretera, Shepherd volvió a hablar.

—Ya hemos llegado. El establo queda a la derecha, detrás del muro.

Lynley miró por el parabrisas. Solo vio remolinos de nieve y oscuridad.

—A treinta metros de la carretera —dijo Shepherd. Abrió su puerta—. Echaré un vistazo.

—Usted hará lo que yo le diga —replicó Lynley—. Quédese donde está.

Un músculo se movió iracundo en la mandíbula de Shepherd.

—Tiene una pistola, inspector. Si está ahí, no es probable que me dispare. Hablaré con ella.

—Ahora no va a hacer nada de eso.

—¡Sea sensato! Déjeme…

—Ya ha hecho bastante.

Lynley salió del coche. La agente Garrity y St. James le siguieron. Apuntaron las linternas hacia delante y vieron el muro de piedra, que se elevaba en una finca perpendicular a la carretera. Movieron las linternas y descubrieron los barrotes de hierro rojo de un portal. Al otro lado del portal se alzaba Back End Barn. Era de piedra y pizarra, con una puerta grande para vehículos y otra más pequeña para sus conductores. Estaba orientado hacia el este, de modo que el viento había arrojado grandes ráfagas de nieve contra la fachada. Las ráfagas formaban montoncitos contra la puerta más grande. Un único montón se veía contra la pequeña. En él se había practicado un orificio en forma de V. Nieve fresca espolvoreaba sus bordes.

—Dios, lo ha conseguido —exclamó en voz baja St. James.

—Alguien lo ha conseguido, al menos —replicó Lynley. Miró hacia atrás. Vio que Shepherd había salido del Range Rover, pero se mantenía inmóvil junto a la puerta.

Lynley sopesó sus posibilidades. Contaban con el elemento sorpresa, pero la mujer iba armada con una pistola. No tenía la menor duda de que la utilizaría en cuanto se acercara a ella. Lo único razonable, en verdad, era enviar por delante a Shepherd, pero no deseaba arriesgar la vida de nadie, máxime cuando era posible hacerla salir sin disparar. Al fin y al cabo, era una mujer inteligente. En primer lugar, había huido porque sabía que estaban a punto de descubrir la verdad. No podía confiar en escapar con Maggie y salir bien librada por segunda vez en su vida. El tiempo, su historia y todas las posibilidades estaban en su contra.

—Inspector. —Apretaron algo contra su mano—. Quizá quiera utilizar esto. —Bajó la vista y vio que la agente Garrity le había dado un altavoz—. Forma parte del arsenal del coche. —Dio la impresión de que estaba algo violenta, cuando movió la cabeza hacia su vehículo y abrochó el cuello de la chaqueta para protegerse del viento—. El sargento Hawkins dice que un agente siempre ha de saber lo que se necesita en el lugar de un crimen o en una emergencia. Hay que demostrar iniciativa, dice. También llevo una cuerda, chalecos salvavidas, de todo.

Sus ojos parpadearon solemnemente detrás de los cristales mojados de sus gafas.

—Es usted un verdadero regalo del cielo, agente —dijo Lynley—. Gracias.

Levantó el altavoz. Miró hacia el establo. No se veía ni una rendija de luz en las puertas. No había ventanas. Si Juliet estaba dentro, se había encerrado por completo.

¿Y qué le digo?, se preguntó. ¿Qué estupidez cinematográfica serviría para obligarla a salir? Está rodeada, no puede escapar, tire la pistola, salga con las manos en alto, sabemos que está dentro…

—Señora Spence —gritó—. Va armada. Yo no. Hemos llegado a un callejón sin salida. Me gustaría que Maggie y usted salieran de ahí sin que nadie sufriera daños.

Esperó. Silencio. El viento siseó cuando se deslizó entre tres hileras de salientes de piedra que corrían a lo largo de la parte norte del establo.

—Se encuentran todavía a ocho kilómetros de High Bentham, señora Spence. Aunque lograran sobrevivir esta noche en el establo, ni usted ni Maggie estarían en condiciones de seguir caminando por la mañana. Estoy seguro de que lo sabe.

Nada, pero casi la sintió pensar. Si le disparaba, se apoderaría de su vehículo, mejor que el suyo, y huirían. Pasarían horas antes de que alguien reparara en su desaparición, y si le hería de gravedad, no tendría la fuerza suficiente para arrastrarse hacia High Bentham y encontrar ayuda.

—No empeore más la situación —continuó—. Sé que no quiere hacer eso a Maggie. Tiene frío, está aterrorizada, probablemente hambrienta. Quiero que vuelva al pueblo ahora mismo.

Silencio. Sus ojos ya se habían acostumbrado a la oscuridad. Si se precipitaba sobre ella y tenía la suerte de deslumbrarla con la linterna a la primera, aunque apretara el gatillo no le alcanzaría. Quizá funcionara. Si podía localizarla en cuanto irrumpiera por la puerta…

—Maggie nunca ha visto a alguien herido por un disparo. No sabe lo que es. No ha visto sangre. No deje que eso se sume a sus recuerdos de esta noche. Si la quiere, no lo hará.

Deseó añadir algo más. Que sabía que su marido y su hermana le habían fallado cuando más los necesitaba. Que el dolor por la muerte de su hijo habría cesado si alguien la hubiera ayudado a superar el mal trago. Que sabía que había actuado en función de lo que consideraba el bien de Maggie cuando la había raptado del coche aquella noche lejana. Pero también deseó decirle que, en último extremo, no había tenido derecho a decidir el destino de una niña que pertenecía a una muchacha de quince años. Que si bien quizá había sido mejor para Maggie que la raptara, no podía saberlo con certeza. Y por aquel simple no saber, Robin Sage había decidido llevar a cabo una cruel justicia.

Descubrió que deseaba echar la culpa de lo que iba a ocurrir aquella noche al hombre que ella había envenenado, a causa de sus ideas fijas y sus torpes intentos por enmendar los errores cometidos. Al final, Juliet era tanto su víctima como él lo era de ella.

—Señora Spence —dijo—, sabe que no hay salida. No se empeñe en empeorar las cosas para Maggie, por favor. Sabe que he estado en Londres. He visto a su hermana. He conocido a la madre de Maggie. He…

Un grito se impuso de repente al viento. Espeluznante, inhumano; taladró su corazón y luego cobró forma en una única palabra: «Mamá».

—¡Señora Spence!

Y después, de nuevo el chillido, henchido de terror, con el tono inconfundible de una súplica.

—¡Mamá, tengo miedo! ¡Mamá! ¡Mamá!

Lynley tiró el altavoz a las manos de la agente Garrity. Se lanzó hacia la puerta. Y entonces, vio una forma que se movía a su izquierda, a lo largo del muro, como él.

—¡Shepherd! —gritó.

—¡Mamá! —gritó Maggie.

El agente corría sobre la nieve, en dirección al establo.

—¡Shepherd! —chilló Lynley—. ¡Lárguese, mecaguen Dios!

Shepherd llegó a la puerta del establo cuando sonó el primer disparo. Ya estaba dentro cuando se produjo el segundo.

Pasaba bastante de la medianoche cuando St. James subió la escalera hasta su habitación. Pensaba que Deborah estaría dormida, pero le estaba esperando, tal como había dicho, sentada en la cama con las mantas subidas hasta el pecho y un antiguo ejemplar de Elle abierto sobre el regazo.

—¿La encontrasteis? —preguntó, y entonces se fijó en su expresión—. Simon, ¿qué ha pasado?

Él asintió y se limitó a decir:

—Sí.

Estaba agotado. Sentía la pierna muerta como si colgaran cien kilos de su cadera. Tiró el abrigo y la bufanda al suelo, tiró los guantes encima, y lo dejó todo como estaba.

—¿Simon?

Se lo contó. Empezó con el intento de Colin Shepherd de implicar a Polly Yarkin. Terminó con los disparos en Back End Bard.

—Era una rata —dijo—. Estaba disparando a una rata.

Estaban acurrucadas en un rincón cuando Lynley las encontró: Juliet Spence, Maggie y un gatito naranja llamado Punkin que la muchacha se había negado a dejar en el coche. Cuando la luz de la linterna cayó sobre el grupo, el gato siseó y se escabulló en la oscuridad, pero ni Juliet ni Maggie se movieron. La chica se refugió en los brazos de la mujer y ocultó el rostro. La mujer la rodeó lo máximo posible, quizá para darle calor, quizá para protegerla.

—Al principio, pensamos que estaban muertas —dijo St. James—, un asesinato y un suicidio, pero no había sangre.

Después, Juliet habló como si no hubiera nadie.

—No pasa nada, cariño. Si no le hubiera disparado, te habría dado un susto de muerte. No te cogerán, Maggie. Sssh. No pasa nada.

—Estaban sucias —dijo St. James—. Tenían las ropas empapadas. No creo que hubieran sobrevivido a la noche.

Deborah extendió las manos hacia él.

—Por favor —dijo.

Él se sentó en la cama. Deborah pasó las yemas de los dedos bajo sus ojos y sobre su frente. Apartó su cabello.

No se resistió, siguió St. James, no tenía intención de huir otra vez o de disparar. Dejó caer la pistola en el suelo de piedra del establo y apoyó la cabeza de Maggie contra su hombro. Empezó a mecerla.

—Se quitó la chaqueta y tapó con ella a la niña —dijo St. James—. Creo que ni siquiera era consciente de nuestra presencia.

Shepherd fue el primero en llegar a su lado. Se quitó la chaqueta, la arropó con ella y rodeó con los brazos a las dos, porque Maggie no quería soltar a su madre. Colin la llamó por el nombre, pero ella se limitó a contestar que había disparado contra la rata, querida, nunca erraba un tiro, debía estar muerta, no había nada que temer.

La agente Garrity corrió en busca de mantas. Había traído un termo de casa y lo vertió mientras decía pobres criaturas pobrecitas, en un tono más material que profesional. Intentó que Shepherd se pusiera la chaqueta de nuevo, pero él se negó, prefirió envolverse en una manta y contempló todo cuanto sucedía a su alrededor, con los ojos clavados en la cara de Juliet y una expresión agónica en el rostro.

Cuando se pusieron de pie, Maggie empezó a llamar al gato, ¡Punkin!, mamá, ¿dónde está Punkin? Se ha ido. Está nevando y se helará. No sabrá qué hacer.

Encontraron al gato detrás de la puerta, el pelaje erizado y las orejas tiesas. St. James lo cogió. El gato se subió a su hombro presa del pánico, pero se calmó en cuanto volvió con la muchacha.

Maggie dijo, Punkin nos dio calor, ¿verdad, mamá? Fue una buena idea traer a Punkin, tal como yo dije, ¿no? Se alegrará de volver a casa.

Juliet rodeó a la muchacha con el brazo y apretó la cara contra su cabeza. Cuida a Punkin, querida, dijo.

Y entonces, Maggie pareció comprender. ¡No!, exclamó. Mamá, por favor, tengo miedo, no quiero volver. No quiero que me hagan daño. ¡Mamá, por favor!

—Tommy tomó la decisión de separarlas al instante —dijo St. James.

La agente Garrity se encargó de Maggie —coge el gato, querida, dijo—, mientras Lynley cuidaba de la madre. Tenía la intención de llegar hasta Clitheroe, aunque tardaran toda la noche. Quería terminar de una vez por todas. Quería desentenderse del asunto.

—No le culpo —dijo St. James—. Tardaré en olvidar sus gritos cuando se dio cuenta de que iban a separarlas.

—¿La señora Spence?

—Maggie. Llamó a su madre. La oímos, incluso después de que el coche se fuera.

—¿Y la señora Spence?

Al principio, Juliet Spence no dijo nada. Vio que la agente Garrity se alejaba, sin la menor reacción. Permaneció inmóvil, con las manos hundidas en los bolsillos de la chaqueta de Shepherd, mientras el viento azotaba su rostro, y siguió con la mirada las luces posteriores del jeep, que se alejaban a través del páramo en dirección a Winslough. Cuando se pusieron a seguirlas, se sentó en la parte posterior, al lado de Shepherd, y no apartó la vista de aquellas luces ni un instante.

—¿Qué otra cosa podía hacer? —dijo—. Iban a llevarla de vuelta a Londres.

—Y eso es lo más jodido del crimen —dijo St. James.

—¿Lo más jodido? —preguntó Deborah—. ¿A qué te refieres?

St. James se levantó y caminó hasta el ropero. Empezó a desnudarse.

—Sage no tenía la menor intención de denunciar a su mujer por el secuestro de la niña. La última noche de su vida le entregó dinero suficiente para abandonar el país. Prefería ir a la cárcel antes que revelar dónde había encontrado a la niña, después de entregarla a Servicios Sociales. A la larga, la policía lo habría averiguado, por supuesto, pero para entonces su mujer ya habría desaparecido.

—No puede ser —dijo Deborah—. Ella habrá mentido sobre algún detalle.

St. James se volvió.

—¿Por qué? La oferta de dinero solo consigue complicarle más el caso. ¿Para qué iba a mentir?

—Porque… —Deborah estiró las mantas, como si ocultaran la respuesta. Desplegó los datos como si fueran cartas—. Él la encontró. Descubrió quién era Maggie. Si tenía la intención de devolverla a su verdadera madre, ¿por qué Juliet no aceptó el dinero y se salvó de la cárcel? ¿Por qué le mató? ¿Por qué no huyó? Sabía que el juego había terminado.

St. James se desabrochó la camisa con sumo cuidado. Examinó cada botón cuando sus dedos lo tocaron.

—Porque Juliet creyó siempre que era la verdadera madre de Maggie, cariño, en mi opinión.

Levantó la vista. Deborah estaba pellizcando la sábana entre el índice y el pulgar, sin dejar de contemplar sus movimientos. St. James prefirió desaparecer.

Entró en el cuarto de baño y dedicó mucho rato a lavarse la cara, cepillarse los dientes y peinarse. Se quitó la abrazadera de la pierna y la dejó caer al suelo. Le propinó un puntapié, hasta que chocó contra la pared. Estaba hecha de plástico y metal, cintas de velero y poliéster. De diseño simple, pero esencial para funcionar. Cuando las piernas no respondían como era debido, bastaba con ponerse una abrazadera, desplazarse en silla de ruedas, o ayudarse con muletas. Lo importante era seguir adelante. Siempre había sido su filosofía básica. Quería que Deborah también abrazara aquel principio, pero sabía que ella debía decidirlo.

Deborah había apagado la lámpara de la mesilla de noche, pero cuando St. James salió del cuarto de baño, su luz iluminó el resto de la habitación. En las sombras, vio que su mujer seguía sentada en la cama, pero esta vez con la cabeza apoyada sobre las rodillas y los brazos alrededor de las piernas, ocultando el rostro.

Apagó la luz del cuarto de baño y avanzó hacia la cama, tanteando con cautela en una oscuridad más negra que la noche, porque las claraboyas estaban cubiertas de nieve. Se metió en la cama y dejó en silencio las muletas sobre el suelo. Acarició la espalda de Deborah con una mano.

—Vas a coger frío —dijo—. Acuéstate.

—Enseguida.

Esperó. Pensó en cuánto tiempo de la vida ocupaba aquel acto, y en que esperar siempre implicaba a otro individuo o a una fuerza exterior. Hacía mucho tiempo que había dominado el arte de esperar. Un don acompañado de demasiado alcohol, faros deslumbrantes y el chillido de los neumáticos al resbalar. Por pura necesidad, «espera y verás» y «dale tiempo» se habían convertido en sus lemas defensivos. En ocasiones, las máximas le conducían a la inacción. En otras, le proporcionaban paz mental.

Deborah se removió bajo su mano.

—Tenías razón la otra noche, por supuesto —dijo—. Lo deseaba por mí, pero también lo deseaba por ti. Quizá incluso más.

Volvió la cabeza para mirarle. St. James no vio sus rasgos en la oscuridad, solo su forma.

—¿Como castigo? —preguntó. Notó que sacudía la cabeza.

—Estábamos alejados en aquellos días, ¿verdad? Yo te quería, pero tú no te permitías corresponderme. Por eso intenté querer a otra persona. Y lo conseguí. Quererle.

—Sí.

—¿Te duele pensar en ello ahora?

—No pienso en ello. ¿Y tú?

—A veces, se abre paso hasta mi mente. Nunca estoy preparada. Ocurre de repente.

—Me siento desgarrada por dentro. Pienso en cuánto daño te he hecho, y quiero que todo sea diferente.

—¿El pasado?

—No. No se puede cambiar el pasado, ¿verdad? Solo puede perdonarse. Lo que me preocupa es el presente.

St. James adivinó que le estaba guiando hacia algo que había meditado largo y tendido, tal vez aquella noche, tal vez en los días previos. Quería ayudarla a decir lo que fuera, pero aún no veía en qué dirección apuntaba. Solo presentía que Deborah estaba convencida de que iba a herirle de una manera indefinible. Y si bien no tenía miedo a las discusiones —en realidad, estaba decidido a provocarlas desde el momento en que salieron de Londres—, descubrió en aquel momento que solo deseaba una discusión si era capaz de controlar su contenido. Que aquella fuera la intención de Deborah, con un objetivo todavía oscuro, le obligó a ceñirse una capa de cautela. Intentó disimularlo, pero no lo consiguió por completo.

—Tú eres todo para mí —dijo Deborah en voz baja—. Eso es lo que quería ser para ti. Todo.

—Lo eres.

—No.

—Ese asunto del niño, Deborah… La adopción, todo el rollo de los hijos.

No terminó la frase, porque ignoraba cómo continuarla.

—Sí —dijo Deborah—. Eso es. El asunto del niño. Todo el rollo de los hijos. Sentirse completo gracias a ello. Es lo que deseaba para ti. Iba a ser mi regalo.

Entonces, comprendió la verdad. Era el único hueso seco de realidad que existía entre ellos, al que atacaban y daban vueltas como perros vagabundos. Lo había masticado y atormentado durante los años de su separación. Deborah lo había martirizado desde entonces. Incluso ahora, cuando ya no era necesario, lo revolvía.

No dijo nada más. Deborah había cubierto una larga distancia, y confió en que dijera el resto. Estaba demasiado cerca para retroceder, y retroceder, de hecho, no era su estilo. Comprendió que lo había hecho durante meses para protegerle, cuando él no necesitaba protección, de ella o de aquello.

—Quería compensarte —dijo. Di lo demás, pensó, no me duele, no te dolerá, puedes decir lo demás.

—Quería darte algo especial.

De acuerdo, pensó. No cambia nada.

—Porque estás lisiado.

La atrajo hacia él. Ella se resistió al principio, pero accedió cuando St. James pronunció su nombre. Después, el resto surgió a borbotones, susurrado en su oído. Casi nada tenía sentido, una extraña combinación de recuerdos con la experiencia y la comprensión de los últimos días. Él se limitó a abrazarla y escuchar.

Deborah recordó cuando le habían traído a casa de su convalecencia en Suiza, dijo. Había estado ausente cuatro meses, ella tenía trece años, y recordaba aquella tarde lluviosa. Lo había observado todo desde el último piso de la casa, cuando su padre y la madre de él le seguían poco a poco escaleras arriba, atentos a que se cogiera bien de la barandilla, y sus manos volaban para impedir que perdiera el equilibrio, pero no llegaban a tocarle, en ningún momento, pues a pesar de que no podían ver la expresión de su cara —que ella sí veía desde lo alto de la casa—, sabían que no podrían tocarle nunca más de aquella manera. Una semana más tarde, cuando los dos se quedaron solos, ella en el estudio, y aquel hosco extraño llamado señor St. James en el piso de arriba, en el dormitorio que no abandonaba desde hacía días, había oído el ruido, el golpe sordo, y comprendió que había caído. Corrió escaleras arriba y se detuvo ante su puerta, con la agónica indecisión propia de los trece años. Después, le oyó llorar. Oyó que se arrastraba por el suelo. Se marchó de puntillas. Dejó que se enfrentara solo a sus demonios, porque ignoraba cómo podía ayudarle.

—Me prometí que haría cualquier cosa por ti —susurró en la oscuridad—. Para mejorar la situación.

Pero Juliet Spence no había visto ninguna diferencia entre el niño que había dado a luz y el que había robado, dijo Deborah. Los dos eran hijos suyos. Ella era la madre. No había diferencia. Para ella, la maternidad no era el acto inicial y los nueve meses que seguían, pero Robin Sage no lo veía del mismo modo, ¿verdad? Le ofreció dinero para escapar, pero debería haber sabido que ella era la madre de Maggie, no abandonaría a su hija, sin importarle el precio que debería pagar para quedarse con ella, lo pagaría, la querría, era su madre.

—Ella lo entendía así, ¿verdad? —susurró Deborah.

St. James besó su frente y la tapó más con las mantas.

—Sí —dijo—. Lo entendía así.