—¿La estaba buscando, Tommy? —preguntó Deborah—. ¿Piensas que nunca creyó que se hubiera ahogado? ¿Por eso se trasladaba de parroquia en parroquia? ¿Por eso vino a Winslough?
St. James añadió otra cucharada de azúcar a su taza y contempló a su esposa con aire pensativo. Se había servido café, pero sin añadir nada. Daba vueltas entre sus manos a la pequeña jarra de crema. No levantó la vista mientras aguardaba la respuesta de Lynley. Era la primera vez que había hablado.
—Creo que fue pura coincidencia.
Lynley pinchó un trozo de buey. Había llegado a Crofters Inn cuando St. James y Deborah estaban terminando de cenar. Aunque aquella noche no tenían el comedor para ellos solos, las otras dos parejas que estaban saboreando el buey a la Wellington y el costillar de cordero se habían trasladado al salón para tomar café. Entre las apariciones de Josie Wragg en el comedor para servir uno u otro plato de carne a Lynley, este les había narrado la historia de Sheelah Cotton Yanapapoulis, Katherine Gitterman y Susanna Sage.
—Pensad en los hechos —prosiguió—. No iba a la iglesia; vivía en el norte cuando él vivía en el sur; no paraba de moverse de un lado a otro; elegía poblaciones aisladas. Cuando las poblaciones perdían parte de ese aislamiento, se limitaba a irse.
—Excepto esta última vez —apuntó St. James.
Lynley cogió su copa de vino.
—Sí. Es extraño que no se fuera al cabo de vivir dos años aquí.
—Quizá sea a causa de Maggie —dijo St. James—. Es una adolescente. Su novio vive aquí, y según lo que Josie explicó anoche con su habitual pasión por los detalles, es una relación bastante seria. Tal vez le resultara difícil, como a todo el mundo, alejarse de alguien a quien ama. Tal vez se negó a marchar.
—Una posibilidad muy razonable, pero el aislamiento era esencial para su madre.
Deborah levantó ta cabeza al oír aquellas palabras. Empezó a hablar, pero se contuvo.
Lynley continuó.
—Parece extraño que Juliet, o Susanna, como queráis, no interviniera para forzar la situación. Al fin y al cabo, su aislamiento en Cotes Hall debía terminar tarde o temprano. Cuando la renovación terminara, Brendan Power y su mujer… —Hizo una pausa y pinchó un trozo de patata—. Por supuesto.
—Ella era la que boicoteaba las obras de la mansión.
—Posiblemente. Una vez estuviera ocupada, aumentaban las posibilidades de que la vieran. No la gente del pueblo, que ya la había visto en alguna ocasión, sino los invitados. Y con un niño recién nacido, Brendan Power y su mujer habrían recibido invitados: familia, amigos, forasteros.
—Por no mencionar al vicario.
—No quería correr el riesgo.
—Aun así, debió saber el nombre del nuevo vicario mucho antes de que le viera. Es extraño que no se inventara alguna crisis para huir.
—Tal vez lo intentó, pero el vicario llegó a Winslough en otoño. Maggie ya había empezado el colegio. Si en verdad su madre había accedido a quedarse en el pueblo para complacer a Maggie, mucho le habría costado encontrar una excusa para marcharse.
Deborah soltó la jarrita de crema y la apartó.
—Tommy —dijo, con una voz tan controlada que sonó como estrangulada—, no entiendo cómo estás tan seguro. Quizá no era necesario que huyera —se apresuró a continuar, cuando Lynley la miró—. ¿Qué pruebas tienes de que Maggie no es su auténtica hija? Podría ser suya, ¿no?
—Es muy improbable, Deborah.
—Pero estás extrayendo conclusiones sin poseer todos los datos.
—¿Qué más datos necesito?
—¿Y si…? —Deborah cogió la cuchara y la aferró como si fuera a golpear la mesa para subrayar su frase. Después, la dejó caer—. Supongo que… —empezó con voz desmayada—. No sé.
—Yo diría que una radiografía de la pierna de Maggie demostraría que se rompió una vez, y la prueba del ADN confirmaría el resto —dijo Lynley.
En respuesta, Deborah se levantó.
—Sí. Bien, escuchad. Lo siento, pero estoy un poco cansada. Creo que subiré a la habitación. Yo… No, Simon, por favor, quédate. Tommy y tú tendréis muchas cosas de qué hablar. Buenas noches.
Salió de la sala antes de que pudieran contestar. Lynley la siguió con la mirada.
—¿He dicho algo que no debía? —preguntó a St. James.
—No, para nada.
St. James contempló la puerta, pensando que Deborah volvería. Al cabo de unos momentos, se volvió hacia su amigo. Sus motivos para interrogar a Lynley eran dispares, pero Deborah había dado en el clavo, aunque no en el que quería.
—¿Por qué no se defendió? —preguntó—. ¿Por qué no reclamó a Maggie como propia, el producto de una relación pasajera?
—Yo también me lo pregunté al principio. Parecía lo más lógico, pero Sage había conocido a Maggie antes, recuerda. Averiguó su edad, la misma que habría tenido su Joseph. Juliet no tuvo otra alternativa. Sabía que no podía ponerle una venda en los ojos, sino contarle toda la verdad y esperar lo mejor.
—¿Le contó la verdad?
—Supongo. Al fin y al cabo, la verdad ya era bastante mala: adolescentes solteros con un bebé que ya había sufrido una fractura de cráneo y pierna. No me cabe duda de que se vio como la salvación de Maggie.
—Pudo serlo.
—Lo sé. Eso es lo más jodido. Pudo serlo. Imagino que Robin Sage también lo sabía. Había visitado a la Sheelah Yanapapoulis adulta. Imposible saber cómo habría sido la adolescente de quince años en posesión de un bebé. Pudo extraer conclusiones basadas en sus demás hijos: cómo eran, qué contaba la mujer sobre los niños y su educación, cómo actuaba con ellos, pero de ninguna manera podía saber qué habría sido de Maggie si hubiera crecido con Sheelah como madre en lugar de Juliet Spence. —Lynley se sirvió otra copa de vino y sonrió—. Me alegro de no estar en la misma situación que Sage. Su decisión fue agónica. La mía solo es desoladora. Y aun así, no va a desolarme.
—No es responsabilidad tuya —señaló St. James—. Se ha cometido un crimen.
—Y yo sirvo a la causa de la justicia. Ya lo sé, Simon, pero no me hace la menor gracia. —Bebió casi toda la copa, se sirvió más, volvió a beber. Dejó la copa sobre la mesa. El vino centelleó a la luz—. He intentado mantener mi mente alejada de Maggie todo el día. He intentado centrarme en el crimen. Sigo pensando que, si continúo examinando lo que Juliet hizo, hace tantos años y también en diciembre pasado, podría olvidar por qué lo hizo. Porque la explicación carece de importancia.
—Entonces, olvida el resto.
—Me lo he estado repitiendo como una letanía desde la una y media. Él la telefoneó para comunicar su decisión. Ella protestó. Dijo que jamás renunciaría a Maggie. Le pidió que fuera aquella noche a su casa para hablar de la situación. Salió a buscar la cicuta. Desenterró un rizoma. Se lo dio para cenar. Le despidió. Sabía que iba a morir. Sabía cómo iba a morir.
St. James añadió el resto.
—Tomó un purgante para enfermar. Después, telefoneó al agente y le implicó.
—Entonces, ¿cómo puedo perdonarla, en nombre de Dios? Asesinó a un hombre. ¿Por qué he de pasar por alto el hecho de que es una asesina?
—Por Maggie. En una época de su vida, fue una víctima, y está a punto de convertirse en otra clase de víctima. Esta vez, a tus manos.
Lynley no dijo nada. En el pub, la voz de un hombre se alzó unos breves momentos. Siguió un rumor de conversaciones.
—¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó St. James.
Lynley estrujó su servilleta de hilo.
—He pedido a Clitheroe que envíen a una mujer policía.
—Para Maggie.
—Tendrá que hacerse cargo de la hija cuando detengamos a la madre. —Consultó su reloj—. No estaba de servicio cuando pasé por la comisaría. La fueron a buscar. Se encontrará conmigo en casa de Shepherd.
—¿Él aún no lo sabe?
—Ahora voy hacia allí.
—¿Te acompaño? —Lynley miró hacia la puerta por donde Deborah había desaparecido—. No pasa nada.
—En ese caso, agradeceré tu compañía.
Aquella noche había más gente en el pub. Los congregados eran en su mayor parte granjeros que habían ido a pie, en tractor y en Land Rover para comentar a grito pelado el tiempo. El humo de sus cigarrillos y pipas flotaba como una masa espesa en el aire, mientras cada uno comentaba el efecto que la nevada incesante estaba obrando en las ovejas, las carreteras, sus mujeres y su trabajo. Gracias a un respiro entre mediodía y las seis de la tarde, aún no habían quedado bloqueados por la nieve, pero habían vuelto a caer pertinaces copos desde las seis y media, y daba la impresión de que los granjeros se estaban fortificando para un largo asedio.
No eran los únicos. Los adolescentes del pueblo se habían refugiado al fondo del pub, concentrados en las máquinas tragaperras y en observar el número habitual de Pam Rice con su novio, igual al que habían escenificado la noche en que los St. James llegaron a Winslough. Brendan Power estaba sentado cerca del fuego, y levantaba la vista esperanzado cada vez que se abría la puerta, con tenaz regularidad a medida que más lugareños entraban, sacudiéndose la nieve de la ropa y el cabello.
—Estamos esperando, Ben —gritó un hombre sobre el clamor de las voces.
Ben Wragg, enfrascado en sus espitas detrás de la barra, no podía estar más contento. Los clientes escaseaban en invierno. Si el tiempo empeoraba, la mitad de aquellos tipos se alojarían en el hostal.
St. James subió a buscar el abrigo y los guantes. Deborah estaba sentada en la cama, con todas las almohadas amontonadas bajo la espalda. Tenía la cabeza echada hacia atrás, los ojos cerrados y las manos enlazadas sobre el regazo. No se había desnudado.
—Mentí —dijo, cuando St. James cerró la puerta—. Pero tú lo sabías, ¿verdad?
—Sabía que no estabas cansada, si te refieres a eso.
—¿Estás enfadado?
—¿Debería estarlo?
—No soy una buena esposa.
—¿Porque no quisiste escuchar nada más sobre Juliet Spence? No me parece un buen método de medir tus lealtades.
Sacó el abrigo del ropero y se lo puso. Buscó los guantes en el bolsillo.
—Te vas con él, pues. Para concluir el caso.
—Me sentiré mejor si no lo hace solo. Yo le metí en esto, al fin y al cabo.
—Eres un buen amigo, Simon.
—Y él también.
—También eres un buen amigo para mí.
St. James se acercó a la cama y se sentó en el borde. Cerró la mano sobre sus puños. Los puños giraron, los dedos se abrieron. St. James notó que apretaba algo contra su palma. Vio que era una piedra, con dos anillos pintados sobre su brillante esmaltado rosa.
—La encontré sobre la tumba de Annie Shepherd —explicó Deborah—. Me recordó al matrimonio, los anillos y cómo están pintados. La llevo encima desde entonces. Pensé que me ayudaría a ser mejor para ti de lo que he sido.
—No tengo quejas, Deborah.
St. James cerró los dedos alrededor de la piedra y besó la frente de su mujer.
—Tú querías hablar, y yo no. Lo siento.
—Yo quería predicar, que es muy diferente de hablar. No te culpo por rechazar mis sermones. —Se levantó y se puso los guantes. Sacó la bufanda de la cómoda—. No sé cuánto tardaremos.
—Da igual. Esperaré.
Dejó la piedra sobre la mesita de noche cuando él salió.
Lynley le esperaba ante la puerta del pub, refugiado en el porche. Contemplaba la nieve que seguía cayendo en oleadas silenciosas, iluminada por las farolas de la calle y las luces de las casas adosadas que bordeaban la carretera de Clitheroe.
—Solo se ha casado una vez, Simon —dijo—. Con Yanapapoulis. —Se encaminaron al aparcamiento, donde había dejado el Range Rover alquilado en Manchester—. He intentado comprender cómo llegó a tomar Robin Sage su decisión, y se reduce a esto: Sheelah no es una mala persona, a fin de cuentas, quiere a sus hijos, y solo se ha casado una vez, pese a su estilo de vida anterior y posterior a ese matrimonio.
—¿Qué le ocurrió?
—¿A Yanapapoulis? Le dio Linus, su cuarto hijo, y luego se largó con un chico de veinte años recién llegado a Londres desde Delhi.
—¿Portador de un mensaje del oráculo?
Lynley sonrió.
—Me atrevería a decir que eso es mejor que los dones.
—¿Te contó ella el resto?
—De manera indirecta. Dijo que tenía debilidad por los extranjeros morenos: griegos, italianos, iraníes, paquistaníes, nigerianos. Dijo: «Basta con que chasqueen los dedos para quedarme embarazada. No entiendo cómo». Solo el padre de Maggie era inglés, dijo, y fíjese qué clase de tío era, señor inspector.
—¿Crees la historia de las fracturas de Maggie?
—A estas alturas, ¿qué más da? Robin Sage la creyó. Por eso está muerto.
Subieron al Range Rover y, cuando el motor empezó a funcionar, Lynley dio marcha atrás. Pasaron a escasos centímetros de un tractor y se abrieron paso entre el laberinto de coches hasta la calle.
—Había decidido lo que era moral —observó St. James—. Apoyó la postura legal. ¿Qué habrías hecho tú, Tommy?
—Habría investigado la historia, como él.
—¿Y cuándo averiguaras la historia?
Lynley suspiró y se desvió por la carretera de Clitheroe.
—Que Dios me ayude, Simon. No lo sé. No poseo la clase de certeza moral que Sage parecía abrigar. Para mí, en lo ocurrido, no hay negro ni blanco. Siempre franjas grises, pese a la ley y mis obligaciones para con ella.
—¿Y si tuvieras que decidir?
—Entonces, supongo que todo se reduciría a crimen y castigo.
—¿El crimen de Juliet Spence contra el de Sheelah Cotton?
—No. El crimen de Sheelah contra la niña: dejarla sola con su padre para que este tuviera la oportunidad de hacerle daño, dejarla sola en el coche de noche, solo cuatro meses después, para que alguien pudiera cogerla. Me preguntaría, supongo, si el castigo de perderla durante trece años, o para siempre, equivaldría o superaría a los crímenes cometidos contra ella.
—Y después, ¿qué? —dijo Lynley.
—Después, me iría a Getsemaní, para suplicar que fuera otro quien bebiera del cáliz. Lo mismo que hizo Sage, imagino.
Colin Shepherd la había visto a mediodía, pero ella no le dejó entrar en la casa. Maggie no se encontraba bien, dijo. Una fiebre persistente, escalofríos, dolor de estómago. Huir con Nick Ware y dormir en un cobertizo, aunque solo hubiera sido durante una parte de la noche, se había cobrado su tributo. Había tenido una segunda mala noche, pero ahora estaba durmiendo. Juliet no quería que nada la despertara.
Salió fuera para decírselo. Cerró la puerta detrás de ella y tembló de frío. Lo primero parecía un esfuerzo deliberado por impedirle la entrada. Lo segundo aparentaba ir destinado a que se marchara. Si la amaba, informaba su cuerpo tembloroso, no querría que se expusiera al frío para hablar con él.
Su lenguaje corporal era muy claro: los brazos cruzados con decisión, los dedos hundidos en las mangas de su camisa de franela, la postura rígida. Colin se dijo que era a causa del frío, y trató de buscar bajo sus palabras un mensaje implícito. Escrutó su rostro y la miró a los ojos. Leyó cortesía y distancia. Su hija la necesitaba. ¿No era un acto de egoísmo por su parte esperar que ella deseara ser apartada de aquella necesidad?
—Juliet, ¿cuándo podremos hablar? —dijo.
Juliet levantó la vista hacia el dormitorio de Maggie.
—Tengo que estar con ella. —Contestó—. Tiene pesadillas. Te telefonearé más tarde, ¿de acuerdo?
Entró sin más en la casa y cerró la puerta sin hacer ruido. Colin oyó que la llave giraba en la cerradura.
Quiso gritar: «¿Has olvidado que tengo llave? Aún puedo entrar. Puedo obligarte a hablar. Puedo obligarte a escuchar». En cambio, contempló la puerta fijamente, contó los cerrojos, esperó a que su corazón dejara de latir con furia.
Volvió a trabajar, hizo las rondas, se ocupó de tres coches que habían juzgado mal las carreteras heladas, guio a cinco ovejitas hasta que saltaron el muro casi desintegrado próximo a Skelshaw Farm, colocó de nuevo sus piedras, capturó a un perro vagabundo que había sido acorralado en un establo, en las afueras del pueblo. Asuntos de rutina, nada capaz de mantener ocupada su mente. A medida que las horas pasaban, experimentó una necesidad mayor de controlar sus pensamientos.
Volvió a casa después, y ella no telefoneó. Mientras esperaba, deambuló inquieto por las habitaciones. Miró por la ventana la nieve que cubría el cementerio de la iglesia de San Juan Bautista, y al otro lado, los pastos y pendientes de Cotes Fell. Encendió el fuego y dejó que Leo dormitara delante, mientras el día avanzaba hacia la noche. Limpió tres escopetas. Preparó un taza de té, le añadió whisky, olvidó tomarlo. Levantó dos veces el teléfono para asegurarse de que todavía funcionaba. Al fin y al cabo, la nieve podía haber averiado algunas líneas. Escuchó el despiadado pitido, comunicándole que algo iba muy mal.
No quiso creerlo. Estaba preocupada por su hija, por Maggie, se dijo. Tenía verdaderos motivos para estarlo. Seguramente no era más que eso.
A las cuatro ya no pudo resistir más la espera. Telefoneó. Comunicaba, y comunicaba un cuarto de hora después, y comunicaba media hora después, y cada cuarto de hora después, hasta que a las cinco y media comprendió que Juliet había descolgado para que el timbre no despertara a su hija.
Esperó a que llamara desde las cinco y media a las seis. Después de las seis, empezó a pasear. Rememoró hasta la más breve conversación que habían sostenido durante los dos días posteriores a la breve huida de Maggie. Oyó el tono de Juliet cuando habían hablado por teléfono, como resignada a algo que él no quería comprender, y experimentó una creciente desesperación.
Cuando el teléfono sonó a las ocho, se precipitó hacia él.
—¿Dónde cojones has estado todo el día, muchacho? —oyó que preguntaba una voz hosca.
Colin apretó los dientes y procuró tranquilizarse.
—He estado trabajando, papá. Es lo que suelo hacer.
—No me vengas con chorradas. Ha pedido una pájara, y ya está en camino. ¿Lo sabías, muchacho? ¿Estabas al loro?
El cable del teléfono era largo. Colin acunó el auricular contra su oído y caminó hacia la ventana de la cocina. Vio la luz del porche de la vicaría, pero todo lo demás estaba borroso a causa de la nieve que caía como despedida en explosiones desde las nubes.
—¿Quién ha pedido una pájara? ¿De qué estás hablando?
—Ese tío de Scotland Yard.
Colin se volvió de la ventana. Miró el reloj. Los ojos del gato se movían rítmicamente, y su cola hacía tictac.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó.
—Algunos de nosotros mantenemos los vínculos, muchacho. Algunos tenemos camaradas leales hasta la muerte. Algunos hacemos favores para que, cuando necesitemos uno, nos lo devuelvan. Te lo he repetido desde el primer día, ¿no? Pero tú no quieres aprender. Has sido tan estúpido, tan confiado…
Colin oyó que un vaso tintineaba contra el auricular de su padre. Oyó el ruido de los cubitos.
—¿Qué pasa? ¿Te estás atizando ginebra o whisky?
El vaso se estrelló contra algo, la pared, un mueble, la cocina, el fregadero.
—Maldito seas, saco de mierda ignorante. Estoy intentando ayudarte.
—No necesito tu ayuda.
—Vaya broma. Estás tan hundido en la mierda que ni puedes olería. Ese chuloputas estuvo encerrado con Hawkins casi una hora, muchacho. Llamó al forense y al agente que vino cuando descubriste el cadáver. No sé qué les dijo, pero el resultado fue que pidieron una pájara por teléfono, y todo lo que haga a partir de ahora ese sujeto del Yard cuenta con la bendición de Clitheroe. ¿Captas, muchacho? Hawkins no te telefoneó para explicarte la película, ¿verdad?
Colin no contestó. Vio que había dejado una olla sobre los fogones a la hora de comer. Por suerte, solo contenía agua con sal, que ya había hervido hacía rato. Sin embargo, el fondo de la olla estaba incrustado de sedimentos.
—¿Qué crees que significa eso? —preguntó su padre—. ¿Eres capaz de adivinarlo tú sólito, o he de deletreártelo?
Colin se obligó a hablar en tono indiferente.
—Que venga una pájara me viene de perlas, papá. Te has alterado por nada.
—¿Qué coño quieres decir?
—Que pasé por alto algunas cosas. Hay que reabrir el caso.
—¡Jodido loco! ¿Sabes lo que significa obstruir una investigación criminal?
Colin casi pudo ver las venas que se destacaban en los brazos de su padre.
—No voy a hacer historia. No es la primera vez que se reabre un caso.
—Capullo. Gilipollas —siseó su padre—. Declaraste a su favor. Hiciste el juramento. Te la tiras día y noche. Nadie lo olvidará cuando llegue el momento de…
—Tengo información nueva, y no está relacionada con Juliet. Voy a entregársela a ese tío del Yard. Mejor que le acompañe una mujer policía, porque la necesitará.
—¿Qué estás diciendo?
—Que he descubierto al asesino.
Silencio. Oyó que el fuego crepitaba en la sala de estar. Leo estaba masticando minuciosamente un hueso de jamón. Lo apretaba con las patas contra el suelo, y sonaba como alguien que estuviera desbastando madera.
—¿Estás seguro? —La voz de su padre era cautelosa—. ¿Tienes pruebas?
—Sí.
—Porque si la cagas otra vez, estás definitivamente acabado, muchacho. Y cuando eso ocurra…
—No va a ocurrir.
—… no quiero que vengas a llorarme en busca de ayuda. Estoy harto de salvar tu culo del CC de Hutton-Preston. ¿Captas?
—Capto, papá. Gracias por confiar en mí.
—No me vengas con maric…
Colin colgó el teléfono. Volvió a sonar al cabo de diez segundos. No lo cogió. Sonó durante tres minutos seguidos, mientras se imaginaba a su padre al otro extremo. Estaría blasfemando como un poseso, ardería en deseos de convertir algo en fosfatina, pero a menos que estuviera con alguna de sus muñecas, tendría que hacer frente solo a su furia.
Cuando el teléfono enmudeció, Colin se sirvió una buena medida de whisky, volvió a la cocina y marcó el número de Juliet. Seguía comunicando.
Llevó el vaso al segundo dormitorio, que servía de estudio, y se sentó ante el escritorio. Sacó del último cajón el delgado volumen: Magia alquímica: hierbas, especias y plantas. Lo dejó junto al cuaderno amarillo y empezó su informe. Lo hilvanó con bastante facilidad, línea tras línea, y forjó una pauta de culpabilidad a base de datos y conjeturas. No tenía otra alternativa, se dijo. Si Lynley había solicitado una mujer policía, significaba problemas para Juliet. Solo había una forma de detenerle.
Había completado, revisado y mecanografiado el escrito cuando oyó el ruido de las puertas del coche al cerrarse. Leo empezó a ladrar. Se levantó y fue a la puerta antes de que pudieran tocar el timbre. No le sorprenderían desprevenido ni falto de recursos.
—Me alegro de que hayan venido —dijo.
Habló en un tono confiado y efusivo a la vez, y le gustó cómo sonó. Cerró la puerta y les guio hasta la sala de estar.
El rubio, Lynley, se quitó el abrigo, la bufanda y los guantes, y sacudió la nieve de su cabello, como si tuviera la intención de quedarse un rato. El otro, St. James, se aflojó la bufanda y unos cuantos botones del abrigo, pero solo se quitó los guantes. Jugueteó con ellos, mientras los copos de nieve se derretían en su cabello.
—Una mujer policía va a venir desde Clitheroe —dijo Lynley.
Colin sirvió a los dos un whisky y les tendió los vasos, indiferente a que desearan beber o no. Se dio la última circunstancia. St. James asintió y lo dejó sobre la mesa contigua al teléfono. Lynley dio las gracias y posó el vaso sobre el suelo cuando se sentó, sin pedir permiso, en una de las butacas. Indicó a Colin que le imitara, con expresión grave.
—Sí, sé que está en camino —respondió Colin con desenvoltura—. Además de sus demás dones, posee usted clarividencia, inspector. Se me ha adelantado doce horas, porque pensaba llamar al sargento Hawkins. —Le tendió el libro—. Le gustará ver esto.
Lynley lo cogió y le dio vueltas en las manos. Se puso las gafas, leyó la portada, y luego la contraportada. Abrió el libro y repasó el índice. Las páginas estaban dobladas en las esquinas, como resultado del examen de Colin, y las leyó. Leo, tirado en el suelo junto al fuego, procedió a seguir masticando el hueso de jamón. Meneó la cola con alegría.
Por fin, Lynley levantó la vista sin hacer el menor comentario.
—La confusión inicial del caso fue culpa mía —dijo Colin—. Al principio, no pensé en Polly, pero esto lo explica todo.
Pasó el informe a Lynley, quien tendió el libro a St. James y empezó a leer. Pasó las páginas. Colin le observó, a la espera de que expresara algún sentimiento, aprobación o aceptación incipiente que agitara su boca, enarcara sus cejas o iluminara sus ojos.
—En cuanto Juliet cargó con la culpa y dijo que era un accidente —explicó—, me concentré en esos aspectos. Me fue imposible comprender que alguien tuviera motivos para asesinar a Sage, y cuando Juliet insistió en que nadie podía acceder al sótano sin que ella lo supiera, la creí. No me di cuenta de que ella había sido el objetivo del envenenamiento. Estaba preocupado por ella, por la encuesta. No vi las cosas con claridad. Tendría que haberme dado cuenta mucho antes de que este asesinato no tenía nada que ver con el vicario. Fue la víctima por error.
A Lynley le quedaban dos páginas por leer, pero cerró el informe y se quitó las gafas. Las devolvió al bolsillo de la chaqueta y dio el informe a Colin.
—Tendría que haberse dado cuenta antes… —dijo, cuando los dedos del agente tocaron el documento—. Una elección de palabras muy interesante. ¿Antes o después de que le diera una paliza, agente? ¿Y por qué lo hizo, a propósito? ¿Para arrancar una confesión, o por simple placer?
De pronto, el papel resbaló de entre los dedos de Colin, como si careciera de peso. Vio que había caído al suelo. Lo recogió.
—Estamos aquí para que las sospechas recaigan sobre mí, eso debería decirle algo acerca de ella, ¿no cree?
—Lo que me dice algo es que no ha abierto la boca. No ha dicho nada sobre el ataque, ni sobre usted, ni sobre Juliet Spence. Su comportamiento no es muy propio de alguien que intenta ocultar su culpabilidad.
—¿Por qué iba a hacerlo? La persona a la que persigue sigue viva. Quizá piense que la otra murió por equivocación.
—A causa de un amor frustrado, supongo. Debe pensar mucho en sí mismo, señor Shepherd.
Colin notó que sus facciones se endurecían.
—Sugiero que tenga en cuenta los datos.
—No, usted los va a tener en cuenta. Ahora, va a escucharme, y lo hará bien, porque cuando haya terminado, dimitirá de su cargo. Dé gracias a Dios de que sus superiores solo esperen eso de usted.
Y entonces, el inspector empezó a hablar. Enumeró nombres que carecían de significado para Colin: Susanna Sage y Joseph, Shelah Cotton y Tracey, Gladys Spence, Kate Gitterman. Habló sobre muertes en la cuna, un suicidio acaecido mucho tiempo atrás y una tumba vacía en el espacio reservado a una familia. Describió el viaje del vicario a través de Londres, y explicó la historia que Robin Sage, y él, habían descifrado. Al final, desdobló una fotocopia deficiente de un artículo periodístico.
—Mire la foto, señor Shepherd —dijo.
Sin embargo, Colin siguió con la vista clavada en el lugar donde la había posado en cuanto el hombre empezó a hablar: la vitrina de la pistola y las escopetas que había limpiado. Estaban cargadas, preparadas, y ardía en deseos de utilizarlas.
—St. James —oyó que Lynley decía, y entonces, su compañero empezó a hablar.
No, pensó Colin, ni puedo ni quiero, y conjuró el rostro de Juliet para mantener a raya la verdad. Frases y palabras ocasionales se filtraron: la planta más venenosa del hemisferio occidental… rizoma… tendría que haber visto…, un jugo aceitoso que daba cuenta de… no pudo haber ingerido…
—Estaba enferma —dijo, con una voz tan lejana que apenas pudo oírla—. Había ingerido la cicuta. Yo estuve allí.
—Temo que no es ese el caso. Había tomado un purgante.
—La fiebre. Estaba quemando. Quemando.
—Supongo que tomó algo para elevar la temperatura. Cayena, probablemente. Con eso habría bastado.
Se sintió partido en dos.
—Mire la fotografía, señor Shepherd; —dijo Lynley.
—Polly quería matarla. Quería eliminar contrincantes.
—Polly Yarkin no tuvo nada que ver con esto —dijo Lynley—. Usted hizo las veces de coartada. En la encuesta, usted sería el único testigo de que Juliet enfermó la noche que Robin Sage murió. Ella le utilizó, agente. Asesinó a su marido. Mire la foto.
¿Se parecía a ella? ¿Era aquella su cara? ¿Eran aquellos sus ojos? Habían transcurrido más de diez años, la copia era mala, oscura, borrosa.
—Esto no demuestra nada. Ni siquiera se ve bien.
Pero los otros dos hombres se mostraron inflexibles. Un simple careo entre Kate Gitterman y su hermana bastaría para la identificación. Y si no, podría exhumarse el cadáver de Joseph Sage para efectuar pruebas genéticas y compararlas con la mujer que se hacía llamar Juliet Spence. Porque, si en verdad era Juliet Spence, ¿para qué iba a negarse a pasar las pruebas, a que Maggie fuera sometida a ellas, a exhibir los documentos relativos al nacimiento de Maggie, a hacer lo que fuera para limpiar su nombre?
Se quedó con las manos vacías. Nada que decir, nada que discutir, nada que revelar. Se levantó y llevó la fotografía y el artículo acompañante hacia el fuego. Los tiró y contempló el efecto de las llamas sobre el papel; lo retorció por los extremos, prendió con fuerza y lo consumió por completo.
Leo levantó los ojos de su hueso, le miró y emitió un gemido gutural. Dios, si todas las cosas fueran tan sencillas como para los perros. Comida y refugio. Calor contra frío. Lealtad y amor inconmovibles.
—Estoy preparado —dijo.
—No le vamos a necesitar, agente —replicó Lynley. Colin alzó la vista para protestar, aun a sabiendas de que no tenía derecho. Sonó el timbre de la puerta. El perro ladró por lo bajo.
—¿Quiere hacer el favor de abrir usted mismo la puerta? —preguntó con amargura Colin a Lynley—. Será su pájara.
Lo era, pero no venía sola. La mujer policía iba uniformada, abrigada para protegerse del frío, con las gafas empañadas.
—Agente Garrity —dijo—, del DIC de Clitheroe. El sargento Hawkins ya me ha puesto al corriente.
Mientras tanto, en el porche, había aparecido un hombre ataviado con gruesas prendas de tweed, botas y una gorra inclinada sobre la frente: Frank Ware, el padre de Colin. Desde atrás, los faros de uno de los dos vehículos los iluminaban, al tiempo que destacaban la blancura cegadora de la nieve que caía.
Colin miró a Frank Ware. Este paseó una mirada insegura desde la agente a Colin. Pateó el suelo para quitarse la nieve de las botas y se tiró de la nariz.
—Lamento interrumpirles —dijo—, pero un coche ha caído en la cuneta cerca de la presa, Colin. He pensado que lo mejor era venir a comunicártelo. Me ha parecido el Opel de Juliet.