Si bien el hijo de Sheelah Yanapapoulis había recomendado llamar por teléfono a El Cabello Aparente, Lynley se decantó por una visita personal. Encontró la peluquería en la planta baja de un estrecho edificio victoriano tiznado de hollín, encajado entre un restaurante hindú y una tienda de reparaciones de aparatos eléctricos, en la calle Clapham High. Había atravesado el río por Albert Bridge y rodeado Clapham Common, en cuya parte norte Samuel Pepys[11] había sido devotamente atendido durante sus últimos años. Se había denominado a la zona el «Clapham paradisíaco» durante la época de Pepys, pero entonces era un pueblo, con sus edificios y casas diseminados en una curva desde la esquina noreste del ejido, y con campos y huertos en lugar de las calles apretujadas que habían acompañado a la llegada del ferrocarril. En esencia, el ejido continuaba inviolado, pero muchas de las agradables villas que daban a él habían sido demolidas y sustituidas por edificios del siglo diecinueve, más pequeños y menos inspirados.
La lluvia que se había iniciado el día anterior continuó cayendo mientras Lynley conducía por la calle principal. En los bordillos se amontonaba la consabida colección de envoltorios, bolsas, periódicos y basura selecta, formando montones mojados carentes de todo color. Había conseguido eliminar casi por completo el tráfico peatonal. Aparte de un hombre sin afeitar vestido con un raído abrigo de tweed, que arrastraba los pies, hablaba solo y se protegía la cabeza con un periódico, el único ser que se veía por la calle en aquel momento era un perro vagabundo que olfateaba un zapato tirado sobre una caja de madera volcada.
Lynley encontró un lugar para aparcar en la avenida de St. Luke, cogió el abrigo y el paraguas, y volvió hacia la peluquería, donde descubrió que la lluvia también había perjudicado al negocio. Abrió la puerta y fue asaltado por el nauseabundo olor que se desprende cuando alguien inflige una permanente a una cabeza inocente, y vio que la única persona del local era la receptora de la maloliente operación de belleza. Se trataba de una mujer regordeta de unos cincuenta años, que aferraba un ejemplar de Royalty Monthly.
—Caramba, Stace, mira esto —decía—. El vestido que llevó al Ballet Real debía costar cuatrocientas libras, como mínimo.
—Gloria a Dios en las alturas —fue la respuesta de Stace, en un tono intermedio entre un contenido entusiasmo y un gigantesco fastidio.
Roció con algún producto químico un diminuto rulo rosado de la cabeza de su clienta y contempló su reflejo en el espejo. Se alisó las cejas, que llegaban hasta puntos curiosos de su frente y hacían juego con su cabello negro como el carbón. En ese instante, vio a Lynley, parado detrás del mostrador de cristal que separaba la minúscula sala de espera del resto del local.
—No atendemos a hombres, cariño. —Movió la cabeza en dirección a la silla siguiente, y sus largos pendientes tintinearon como castañuelas—. Ya sé que pone unisex en todos los anuncios, pero solo es los lunes y los miércoles, cuando viene Rog. Hoy no le toca. Solo estamos servidora y Sheel. Lo siento.
—De hecho, estoy buscando a Sheelah Yanapapoulis —contestó Lynley.
—¿De veras? Si tampoco hace hombres. Quiero decir —guiñó un ojo—, no lo hace de esta manera. En cuanto a la otra… Bueno, siempre ha tenido suerte esa chica, ¿no? —Se volvió hacia la parte trasera del local—. ¡Sheelah! Sal. Hoy es tu día de suerte.
—Stace, ya te dije que me iba, ¿vale? Linus tiene anginas y estuve de pie toda la noche. Esta tarde no hay ninguna reserva, de modo que es absurdo quedarse.
La voz, que sonaba quejosa y cansada, llegó acompañada de algunos ruidos. Un bolso se cerró con un clic metálico; una prenda chasqueó cuando fue agitada; botas de goma rebotaron en el suelo.
—Sheel es guapa —dijo Stace con otro guiño—. No te la querrías perder por nada del mundo. Confía en mí, cariño.
—¿Es mi Harold, que se está divirtiendo contigo? Porque si lo es…
Salió de la trastienda mientras se ponía una bufanda negra sobre el cabello, que llevaba corto, modelado artísticamente y de un tono rubio blanco que solo podía ser consecuencia de haberlo blanqueado o de haber nacido albina. Vaciló cuando vio a Lynley. Sus ojos azules resbalaron sobre él, tomaron nota y evaluaron el abrigo, el paraguas, el corte de pelo. Una expresión cautelosa inundó de inmediato su rostro; su nariz y barbilla, tan similares a las de un ave, dieron la impresión de encogerse. Al cabo de un momento, levantó la cabeza con un movimiento brusco.
—Soy Sheelah Yanapapoulis. ¿Quién desea conocerme, exactamente?
Lynley exhibió su tarjeta.
—DIC de Scotland Yard.
La joven se estaba abotonando un impermeable verde, y aunque procedió con más lentitud cuando Lynley se identificó, no se detuvo.
—¿Policía, pues?
—Sí.
—No tengo nada en absoluto que decirles. Se ajustó el bolso sobre el brazo.
—Seré breve —dijo Lynley—. Y me temo que es importante.
La otra peluquera se había apartado de su dienta.
—Sheel, ¿quieres que llame a Harold? —preguntó, algo alarmada.
Sheelah no le hizo caso.
—Importante ¿para quién? ¿Se ha metido en un lío alguno de mis chicos? Hoy les he dejado en casa, si se supone que es un crimen. Todos se han resfriado. ¿Han hecho alguna barrabasada?
—No que yo sepa.
—Siempre están jugando con el teléfono. Gino llamó el mes pasado al 999 y gritó ¡fuego! Recibió una azotaina, pero es muy terco, como su padre. No me extrañaría que lo volviera a hacer.
—No he venido por sus hijos, señora Yanapapoulis, aunque Philip me dijo dónde podría encontrarla.
La mujer se ató las botas alrededor de los tobillos. Se enderezó con un gruñido y hundió los puños en la región lumbar. En aquella postura, Lynley se fijó en un detalle nuevo. Estaba embarazada.
—¿Podemos hablar en algún sitio? —preguntó.
—¿Sobre qué?
—Sobre un hombre llamado Robin Sage.
Las manos de Sheelah volaron hacia su estómago.
—Usted le conoce —siguió Lynley.
—¿Y qué?
—Sheel, voy a llamar a Harold —dijo Stace—. No le hará gracia que hables con polis, ya lo sabes.
—Si se va a casa, la llevaré en coche —dijo Lynley—. Hablaremos por el camino.
—Escuche: soy una buena madre. Nadie dice lo contrario. Pregunte a quien quiera. Pregunte a Stace.
—Es una santa —informó Stace—. ¿Cuántas veces ha ido descalza para comprar las bambas que querían? ¿Cuántas veces, Sheel? ¿Cuándo fue la última vez que comiste fuera? ¿Quién plancha, si no tú? ¿Cuántos vestidos nuevos te compraste el año pasado?
Stace exhaló un suspiro. Lynley aprovechó el momento.
—Estoy investigando un asesinato —dijo.
La única cliente del local bajó la revista. Stace apretó el frasco contra su pecho. Sheelah miró a Lynley como si sopesara sus palabras.
—¿De quién? —preguntó.
—De él. De Robin Sage.
Las facciones de Sheelah se suavizaron y abandonó sus aires bravucones. Respiró hondo.
—Bien, vivo en Lambeth y mis hijos me están esperando. Si quiere hablar, lo haremos allí.
—Tengo el coche fuera —dijo Lynley.
—¡Voy a llamar a Harold! —gritó Stace cuando salían.
Cayó un nuevo chaparrón en cuanto Lynley cerró la puerta. Abrió el paraguas, y aunque era bastante grande para los dos, Sheelah guardó las distancias mediante el expediente de abrir uno plegable, que sacó del bolsillo del impermeable. Guardó silencio hasta que el coche se puso en marcha, hacia Clapham Road y Lambeth.
—Menudo cacharro, señor —dijo—. Espero que lleve alarma, de lo contrario le aseguro que no quedará ni un tornillo cuando salga de mi piso. —Acarició el asiento de piel—. A mis chicos les gustaría.
—¿Tiene tres hijos?
—Cinco.
Se subió el cuello del impermeable y miró por la ventana.
Lynley la miró de reojo. Su actitud era arrabalera y sus preocupaciones adultas, pero no parecía tan mayor como para tener cinco hijos. Aún no habría cumplido los treinta.
—Cinco —repitió—. Deben darle mucho trabajo.
—Gire a la izquierda por South Lambeth Road.
Fueron en dirección al Albert Enbankment, y cuando toparon con una retención cerca de la estación de Vauxhall, ella le guio por un laberinto de calles, que al final les condujeron hasta el bloque en que Sheelah y su familia vivían. Veinte pisos de altura, acero y hormigón, sin el menor adorno y rodeado por más acero y hormigón. Sus colores dominantes eran un metálico oxidado y un beige amarillento.
El ascensor olía a pañales mojados. La pared posterior estaba cubierta por anuncios de asambleas comunitarias, organizaciones para la detección del crimen, y temas de ardiente actualidad, desde la violación al sida. Las paredes laterales consistían en espejos rotos. Las puertas se habían reducido a un amasijo de grafiti ilegibles, en medio del cual se destacaban las palabras «Héctor chupa pollas», en brillantes letras rojas.
Sheelah dedicó la ascensión a sacudir el paraguas, plegarlo, guardarlo en el bolsillo, quitarse la bufanda y ahuecarse el cabello, estirándolo hacia delante desde el centro. Formó una especie de cresta inclinada, desafiando a las leyes de la gravedad.
—Por aquí —dijo Sheelah, cuando las puertas del ascensor se abrieron.
Le guio hacia la parte posterior del edificio por un angosto pasillo, flanqueado por puertas numeradas. Detrás de estas se oía música, televisores y voces.
—¡Suéltame, Billy! —gritó una mujer.
Chillidos de niños se oían en el piso de Sheelah.
—¡No, no! ¡No puedes obligarme!
Retumbó el sonido de un tambor, golpeado por alguien de talento solo moderado. Sheelah abrió la puerta.
—¿Cuál de mis chicos va a dar un beso a mamá? —gritó.
Al instante, tres de sus hijos la rodearon, todos pequeños y ansiosos por corresponder. Cada uno gritaba más fuerte que el otro. Su conversación consistió en:
—Philip dice que hemos de ser obedientes pero no lo somos, ¿verdad?
—¡Obligó a Linus a tomar caldo de pollo para desayunar!
—Hermes ha cogido mis calcetines y no se los quiere quitar, y Philip dice…
—¿Dónde está, Gino? —preguntó Sheelah—. ¡Philip! Ven a dar a tu mamá lo que se merece.
Un esbelto muchacho de piel color arce de unos doce años se asomó a la puerta de la cocina con una cuchara de madera en una mano y una olla en la otra.
—Estoy haciendo puré —explicó—. Las patatas están hirviendo. Las estoy vigilando.
—Ven a dar un beso a mamá.
—Ven tú.
—No, ven tú.
Sheelah señaló su mejilla. Philip se acercó y cumplió su deber. Le dio una palmada suave y le agarró el cabello, donde el pick que utilizaba para peinarse se erguía como una toca de plástico. Se lo quitó.
—Deja de actuar como tu papá. Eso me pone a parir, Philip. —Lo guardó en el bolsillo posterior de los tejanos de Philip y le dio una palmada en el trasero—. Estos son mis chicos —dijo a Lynley—. Mis chicos superespeciales. Y este señor es un policía, de modo que id con cuidado, ¿vale?
Los chicos contemplaron a Lynley. Este hizo lo posible por no devolverles la mirada. Recordaban más a una delegación de las Naciones Unidas que a los miembros de una familia, y era evidente que las palabras «tu papá» poseían un significado diferente para cada niño.
Sheelah los fue presentado, con un pellizco aquí, un beso allí, un mordisco en el cuello, una ruidosa pedorreta en la mejilla. Philip, Gino, Hermes, Linus.
—Mi angelito, Linus —dijo—. El de las anginas que me han dado la noche.
—Y Peamut —dijo Linus, palmeando ruidosamente el estómago de su madre.
—Exacto. ¿Cuántos hace este, cariño?
Linus alzó una mano con los dedos extendidos, sonriente, mientras los mocos manaban a chorro de su nariz.
—¿Cuántos son? —preguntó su madre.
—Cinco.
—Un encanto. —Le pellizcó el estómago—. Y tú, ¿cuántos años tienes?
—¡Cinco!
—Exacto. —Se quitó el impermeable y lo dio a Gino—. Traslademos esta pandilla a la cocina. Si Philip está haciendo puré, quiero ver las salchichas. Hermes, deja ese tambor y ayuda a Linus a sonarse. ¡No utilices los faldones de la camisa para hacerlo, joder!
Los chicos la siguieron a la cocina, una de las cuatro habitaciones que daban a la sala de estar, junto con dos dormitorios y un cuarto de baño abarrotado de camiones de plástico, pelotas, dos bicicletas y un montón de ropa sucia. Lynley vio que los dormitorios daban al bloque contiguo, y los muebles impedían cualquier movimiento en ambos: dos conjuntos de literas en una habitación, una cama de matrimonio y una cuna en la otra.
—¿Ha llamado Harold esta mañana? —preguntó Sheelah a Philip, cuando Lynley entró en la cocina.
—No. —Philip frotó la mesa de la cocina con un paño decididamente gris—. Has de cortar con ese tío, mamá. Es un mal rollo.
La mujer encendió un cigarrillo y, sin aspirar el humo, lo dejó en el cenicero y se inclinó sobre el humo para inhalar.
—No puedo hacerlo, cariño. Peamut necesita a su papá.
—Ya. Bueno, fumar no es bueno para ella, ¿verdad?
—No estoy fumando. ¿Me has visto fumar? ¿Has visto un cigarrillo colgando de mi boca?
—Es igual de malo. Lo estás respirando, ¿no? Respirarlo es malo. Podríamos morirnos todos de cáncer.
—Crees que lo sabes todo, pero…
—Como mi papá.
Sheelah sacó una sartén de una alacena y se acercó a la nevera, de la que colgaban dos listas pegadas con celo amarillo. Una llevaba escrito en la parte superior NORMAS, y la otra TAREAS. Alguien había garrapateado en diagonal sobre ambas: ¡Que te den por el culo, mamá! Sheelah arrancó las listas y se volvió hacia los chicos. Philip estaba frente a los fogones, vigilando las patatas. Gino y Hermes gateaban alrededor de las patas de la mesa. Linus hundió la mano en una caja de cereales que estaba tirada en el suelo.
—¿Quién de vosotros ha sido? —preguntó Sheelah—. Vamos, quiero saberlo. ¿Quién ha sido el cabrón?
Se hizo el silencio. Los niños miraron a Lynley, como si hubiera venido para detenerles por el delito.
Sheelah arrugó los papeles y los tiró sobre la mesa.
—¿Cuál es la norma número uno? ¿Cuál ha sido siempre la norma número uno? ¿Gino?
El niño escondió las manos detrás de la espalda, como temeroso de recibir un palmetazo.
—Respetar la propiedad —contestó.
—¿Y de quién era esa propiedad? ¿Sobre qué propiedad decidiste escribir?
—¡Yo no he sido!
—¿No? No me vengas con monsergas. ¿Quién causa problemas, sino tú? Llévate estas listas al dormitorio y cópialas diez veces.
—Pero mamá…
—No habrá salchichas y puré hasta que lo hagas. ¿Entendido?
—Yo no…
Sheelah le cogió por el brazo y le empujó en dirección al dormitorio.
—No quiero verte hasta que las listas estén terminadas.
Los demás niños intercambiaron miradas de astucia cuando Gino desapareció. Sheelah se acercó a la encimera y aspiró más humo.
—No he superado el mono —dijo a Lynley, refiriéndose al cigarrillo—. Pude con otras cosas, pero esta no.
—Yo también fumaba —dijo Lynley.
—¿Sí? Entonces, ya me comprende. —Sacó las salchichas de la nevera y las puso en la sartén. Encendió el fuego, acarició el cuello de Philip y le besó ruidosamente en la sien—. Jesús, eres un tío guapísimo, ¿sabes? Dentro de cinco años, las chicas se volverán locas por ti. Tendrás que ahuyentarlas como si fueran moscas.
Philip sonrió y se soltó del abrazo.
—¡Mamá!
—Sí, te encantará esto cuando seas un poco mayor, pero…
—Como a mi papá.
Sheelah le pellizcó el trasero.
—Cabronazo. —Se volvió hacia la mesa—. Hermes, vigila esas salchichas. Acerca la silla. Linus, pon la mesa. He de hablar con este caballero.
—Quiero cereales —dijo Linus.
—Para comer, no.
—¡Quiero cereales!
—Te he dicho que para comer no. —Cogió la caja y la tiró dentro de un aparador. Linus empezó a llorar—. ¡Para! Es por culpa de su papá —explicó a Lynley—. Esos malditos griegos. Maleducan a sus hijos. Son peores que los italianos. Salgamos de aquí.
Se llevó el cigarrillo a la sala de estar y se detuvo junto a la tabla de planchar para enrollar un cable raído alrededor de la plancha. Apartó de un puntapié una enorme cesta de colada, y algunas prendas cayeron al suelo.
—Es estupendo sentarse.
Suspiró cuando se hundió en el sofá. Los almohadones tenían cobertores rosas. El color verde original asomaba por los agujeros de quemaduras. Detrás de ella, la pared estaba decorada con un gran collage de fotografías. La mayoría eran instantáneas. Se extendían en forma de estrella a partir de un retrato de estudio profesional situado en el centro. Aunque aparecían algunos adultos en todas salía un niño, como mínimo. Hasta las fotografías de la boda de Sheelah —al lado de un hombre moreno, con gafas de montura metálica y un visible hueco entre los dientes delanteros— plasmaban a dos de sus hijos, un Philip mucho más pequeño, vestido de acompañante de honor, y Gino, que no tendría más de dos años.
—¿Es obra suya? —preguntó Lynley, y movió la cabeza en dirección al collage, mientras la mujer torció el cuello para mirarlo.
—¿Quiere decir si lo he hecho yo? Sí. Los chicos me ayudaron, pero casi todo lo hice yo. ¡Gino! —Se inclinó hacia delante en el sofá—. Vuelve a la cocina y come.
—Pero las listas…
—Haz lo que te digo. Ayuda a tus hermanos y cierra el pico.
Gino se encaminó a la cocina, dirigió una mirada cautelosa a su madre y agachó la cabeza. Los ruidos de la cocina disminuyeron de intensidad.
Sheelah tiró la ceniza del cigarrillo y lo sostuvo bajo la nariz unos momentos. Después, volvió a dejarlo en el cenicero.
—Vio a Robin Sage en diciembre, ¿verdad? —dijo Lynley.
—Justo antes de Navidad. Vino a la peluquería, como usted. Pensé que quería cortarse el pelo, le habría ido bien un estilo nuevo, pero quería hablar. Allí no, aquí. Como usted.
—¿Le dijo que era un sacerdote anglicano?
—Iba con el uniforme de cura, o como se llame, pero pensé que sería un disfraz. Sería muy propio de Servicios Sociales enviar a alguien para que husmeara vestido de sacerdote, a la caza de pecadores. Estoy hasta el gorro de esa gente, se lo digo en serio. Vienen dos veces al mes, como mínimo, acechando como buitres por si golpeo a uno de mis chicos y así poder llevárselo y meterlo en lo que ellos llaman un hogar adecuado. —Lanzó una amarga carcajada—. Pueden esperar sentados. Jodidos mamones.
—¿Por qué pensó que le enviaba Servicios Sociales? ¿Hizo alguna referencia? ¿Le enseñó una tarjeta?
—Fue por su forma de actuar en cuanto entró en casa. Dijo que quería hablar sobre aspectos religiosos, por ejemplo, ¿dónde enviaba a mis hijos para que aprendieran las enseñanzas de Jesús?, ¿íbamos a la iglesia y dónde? Se pasó todo el rato escudriñando el piso, como si estuviera calculando si sería apropiado para Peamut cuando naciera. Quería hablar sobre lo que es ser madre, si quería a mis hijos, si les enseñaba religión, cómo les enseñaba y qué clase de disciplina les imponía. La mierda típica de los asistentes sociales. —Encendió la lámpara. Una bufanda púrpura cubría de cualquier manera la pantalla. Cuando la bombilla se encendió, aparecieron manchones de cola que imitaban la forma del continente americano bajo la tela—. Pensé que iba a ser mi nuevo asistente social, y que no era una forma muy inteligente de hacérmelo saber.
—Pero él nunca le dijo eso.
—Se limitaba a mirarme como siempre hacen ellos, con la cara arrugada y las cejas fruncidas. —Imitó bastante bien la expresión de falsa conmiseración. Lynley intentó reprimir una sonrisa, pero fracasó. La mujer asintió—. Me han venido a importunar muchos desde que tuve mi primer hijo, señor. Nunca ayudan y nunca cambian nada. No creen que intentas esforzarte al máximo, y si algo pasa, te culpan enseguida. Los odio a todos. Por su culpa perdí a mi Tracey Joan.
—¿Tracey Jones?
—Tracey Joan. Tracey Joan Cotton.
Cambió de postura y señaló la foto de estudio que ocupaba el centro del collage. En ella, una niña risueña vestida de rosa abrazaba un elefante gris de peluche. Sheelah tocó con los dedos la cara de la niña.
—Mi pequeña —dijo—. Así era mi Tracey.
Lynley notó que se le erizaba el vello de las manos. Sheelah había dicho cinco hijos. Como estaba embarazada, no la había entendido bien. Se levantó de la silla y examinó de cerca la foto. La niña no aparentaba más de cuatro o cinco meses de edad.
—¿Qué le pasó? —preguntó.
—La secuestraron una noche. De mi propio coche.
—¿Cuándo?
—No lo sé. Entré en el pub para buscar a su papá —se apresuró a explicar, cuando vio la expresión de Lynley—. La dejé durmiendo en el coche porque tenía fiebre y había dejado por fin de berrear. Cuando salí, había desaparecido.
—Me refería a cuánto tiempo hace que ocurrió.
—Hizo doce años en noviembre. —Cambió otra vez de postura, lejos de la fotografía. Se frotó los ojos—. Tenía seis meses, mi Tracey Joan, y cuando la raptaron, los jodidos Servicios Sociales no hicieron otra cosa que denunciarme a la policía.
Lynley se quedó sentado en el Bentley. Le pasó por la cabeza volver a fumar. Recordó la plegaria de Ezequiel que estaba subrayada en el libro de Robin Sage: «Cuando el hombre malvado se arrepiente de las iniquidades que ha cometido para dedicarse a lo que es justo y lícito, salvará su alma inmortal». Comprendió.
Todo se reducía a aquello: él había querido salvar el alma de la mujer, pero ella había querido salvar a su hija.
Lynley se preguntó a qué tipo de dilema moral se habría enfrentado el clérigo cuando localizó por fin a Sheelah Yanapapoulis. Sin duda, su mujer le habría contado la verdad. La verdad era su única defensa y la mejor manera de convencerle de que pasara por alto el delito cometido tantos años antes.
Escucha, le habría dicho, yo la salvé, Robin. ¿Quieres saber lo que decía el expediente de Kate acerca de sus padres, su ambiente y lo que le pasó? ¿Quieres saberlo todo, o vas a condenarme sin conocer todos los hechos?
Sage habría accedido a escuchar. En el fondo, era un hombre honrado, obsesionado por proceder con justicia, no solo ceñirse a la ley. Escuchó la historia, y después fue a verificarla a Londres. Primero, se entrevistó con Kate Gitterman y trató de descubrir si su mujer había tenido acceso a los informes de su hermana, en aquella lejana época cuando trabajaba para Servicios Sociales. Después, se personó en Servicios Sociales para seguir el rastro de la muchacha cuya hija había sufrido una fractura de cráneo y otra de pierna antes de los dos meses, para ser luego secuestrada en una calle de Shoreditch. No debió resultarle difícil recabar la información.
Su madre tenía quince años, le habría dicho Susanna. Su padre, trece. Con semejantes antecedentes, la vida no le reservaba la menor oportunidad. ¿No lo entiendes? ¿No lo ves? Sí, yo la cogí, Robin, y volvería a hacerlo.
Sage fue a Londres. Vio lo que Lynley había visto. La conoció. Tal vez, mientras hablaba con ella en el asfixiante piso, Harold habría llegado, diciendo: «¿Cómo está mi nena? ¿Cómo está mi querida mamá?», mientras apoyaba su mano morena sobre el estómago de Sheelah, una mano en la que centelleaba la alianza de oro. Quizá también habría oído a Harold susurrar: «Esta noche no puedo, nena. No montes un número, Sheel, no puedo hacerlo» en el pasillo, cuando se marchaba.
¿Tienes idea de cuántas segundas oportunidades concede Servicios Sociales a una madre que maltrata a sus hijos, antes de quitárselos?, habría preguntado ella. ¿Sabes lo difícil que es, de entrada, demostrar malos tratos, cuando el niño aún no sabe hablar y parece que existe una explicación razonable del accidente?
—Nunca le toqué ni un pelo —había dicho Sheelah a Lynley—, pero no me creyeron. Oh, me dejaron conservarla porque no pudieron demostrar nada, pero me obligaron a ir a clases, tenía que presentarme cada semana y… —Aplastó el cigarrillo—. Todo fue por culpa de Jimmy, su estúpido padre. La niña estaba llorando y él no sabía cómo callarla. La dejé con él solo una hora y Jimmy maltrató a mi nena. Perdió los estribos… La tiró… La pared… Yo nunca, jamás, pero nadie me creyó y él no confesó.
De modo que cuando la niña desapareció y la joven Sheelah Cotton, aún no Yanapapoulis, juró que la habían raptado, Kate Gitterman telefoneó a la policía y dio su opinión profesional de la situación. Examinaron a la madre, comprobaron su nivel de histeria y buscaron un cadáver, en lugar de seguir el posible rastro del secuestrador. Nadie implicado de la investigación relacionó nunca el suicidio de una joven frente a la costa de Francia con un secuestro en Londres acaecido casi tres semanas después.
—Pero no encontraron el cadáver, ¿verdad? —dijo Sheelah, mientras se secaba las mejillas—. Porque yo nunca le hice daño. Era mi niña. La quería, de veras.
Los niños habían salido a la puerta de la cocina mientras ella lloraba. Linus atravesó a gatas la sala de estar y se sentó a su lado en el sofá. Ella lo abrazó y meció, con la mejilla apretada contra su cabeza.
—Soy una buena madre. Cuido de mis hijos. Nadie dice lo contrario, y nadie me los va a robar.
Sentado en el Bentley con las ventanas empañadas y el tráfico de la calle Lambeth rugiendo a su alrededor, Lynley recordó el final de la historia de la mujer sorprendida en adulterio. Consistía en lapidarla, pero solo el hombre libre de pecado —muy interesante, pensó, que fueran los hombres, y no las mujeres, quienes se encargan de la lapidación— podía juzgar y administrar el castigo. El que no tuviera el alma inmaculada debía hacerse a un lado.
Ve a Londres si no me crees, debió decir a su marido. Verifica la historia. Comprobarás si merecía vivir con una madre que le fracturó el cráneo.
Y Sage había ido. La había conocido. Y después, tuvo que tomar la decisión. Comprendió que no estaba libre de pecado. La incapacidad de Sage para ayudar a su mujer a reconciliarse con su dolor cuando Joseph murió la había inducido en parte a cometer el delito. ¿Cómo podía ahora levantar una piedra contra ella, cuando él era el responsable, siquiera en parte, de lo que su mujer había hecho? ¿Cómo podía iniciar un proceso que la destruiría para siempre, al tiempo que corría el riesgo de perjudicar también a la niña? ¿Era ella, en verdad, mejor para Maggie que aquella mujer de pelo albino, con hijos de todos los colores que no tenían padre? Aun en ese caso, ¿podía dar la espalda a un delito considerando que su castigo era una injusticia todavía mayor?
Había rezado para saber cuál era la diferencia entre lo que es moral y lo que es justo. La conversación telefónica con su esposa, el último día de su vida, había telegrafiado su futura decisión: «Usted puede juzgar lo que ocurrió entonces. No sabe lo que es justo ahora. No está en sus manos, sino en las de Dios».
Lynley consultó su reloj. La una y media. Iría en avión a Manchester y alquilaría un Range Rover. Llegaría a Winslough por la noche.
Levantó el teléfono del coche y marcó el número de Helen. Ella lo adivinó todo cuando Lynley dijo su nombre.
—¿Te acompaño? —preguntó.
—No, ahora no deseo compañía. No tardaré mucho.
—Eso da igual, Tommy.
—A mí sí me da.
—Quiero ayudarte de alguna manera.
—Espérame aquí cuando llegue.
—¿Cómo?
—Quiero volver a casa, y eso significa a ti.
La vacilación de Helen se prolongó unos segundos. Lynley pensó que podía oír su respiración, pero sabía que era imposible, considerando la conexión. Debía estarse escuchando a él mismo.
—¿Qué haremos? —preguntó ella.
—Nos amaremos mutuamente. Nos casaremos. Tendremos hijos. Confiaremos en lo mejor. Dios, no sé más, Helen.
—Eso suena horrible. ¿Qué vas a hacer?
—Voy a quererte.
—No me refiero aquí, sino a Winslough. ¿Qué vas a hacer?
—Desear ser Salomón en lugar de Némesis.
—Oh, Tommy.
—Dilo. Has de decirlo alguna vez. Podría ser ahora.
—Te esperaré. Siempre. Cuando todo haya acabado. Ya lo sabes.
Poco a poco, con sumo cuidado, Lynley colgó el teléfono.