25

Es el hecho, ínfimo y desagradable, de que no paraba de identificar mal los cadáveres —dijo Lynley. Saludó con un movimiento de cabeza al oficial de guardia, mostró su identificación y descendió por la rampa hasta el aparcamiento subterráneo de New Scotland Yard—. ¿Por qué afirmaba que cada uno era el de su mujer? ¿Por qué no decía que no lo tenía claro? Al fin y al cabo, daba igual. Se había realizado la autopsia a los cadáveres en cada caso. Él debía saberlo.

—Me recuerda un poco a Max de Winter[9] —contestó Helen.

Lynley frenó en un espacio convenientemente próximo al ascensor, ahora que la jornada laboral había terminado y los funcionarios se habían ido. Pensó en la idea.

—Se nos impulsa a creer que ella merecía morir —musitó.

—¿Susanna Sage?

Lynley salió del coche y abrió la puerta.

—Rebecca —dijo—. Era mala, impúdica, lasciva, lujuriosa…

—El tipo de persona que deseas invitar a una cena para que anime la función.

—… y le empujó a matarla por decirle una mentira.

—¿De veras? No me acuerdo bien.

Lynley la cogió del brazo y caminaron hacia el ascensor. Tocó el botón. Esperaron, mientras la maquinaria crujía y protestaba.

—Ella tenía cáncer. Quería suicidarse, pero carecía de valor. Por lo tanto, y ya que le odiaba, le empujó a matarla, destruyéndoles a los dos al mismo tiempo. Cometido el asesinato, y después de hundir su barca en la cueva de Manderley, Winter tuvo que esperar a que un cadáver femenino apareciera en la costa para poder identificar a Rebecca, que había desaparecido en el curso de una tormenta.

—Pobre criatura.

—¿Cuál?

Lady Helen se dio unos golpecitos en la mejilla.

—Ese es el problema, ¿no? Se supone que debemos sentir compasión por alguien, pero es un poco desolador apoyar al asesino, ¿verdad?

—Rebecca era caprichosa, inconsciente por completo. Lo acabamos considerando un homicidio justificado.

—¿Lo fue? ¿Siempre es así?

—Esa es la cuestión.

Subieron al ascensor en silencio. La lluvia había empezado a caer con insistencia durante el trayecto de vuelta a la ciudad. Una retención en Blackheath casi le había convencido de que no lograría ni tan siquiera cruzar el Támesis. No obstante, llegó a Onslow Square a las siete, fueron a cenar a Green’s a las ocho y cuarto, y ahora, a las once menos veinte, se dirigían a su oficina para echar un vistazo a lo que Havers había enviado por fax desde Truro.

Habían decretado un alto al fuego no declarado. Habían hablado del tiempo, de la decisión tomada por la hermana de Helen de vender sus tierras y ovejas de West Yorkshire para volver al sur y estar cerca de su madre, una curiosa resurrección de Heartbreak House que los admiradores de Shaw denostaban y los críticos veneraban, y una exposición de Winslow Homer que se anunciaba en Londres. Lynley notaba que Helen necesitaba mantenerla a distancia, y se prestó a colaborar, aunque no le hacía mucha gracia, ni tampoco que Helen eligiera el momento de abrirle su corazón, pero sabía que contaba con mejores posibilidades de ganarse su confianza mediante la paciencia, en lugar de la confrontación.

Las puertas del ascensor se abrieron. Incluso en el DIC, el turno de noche era mucho menos numeroso que el de día, de modo que la planta parecía desierta. Dos compañeros de Lynley estaban ante la puerta de un despacho. Bebían en tazas de plástico, fumaban y hablaban sobre el último ministro del gobierno que había sido sorprendido con los pantalones bajados en la estación de King’s Cross.

—Allí estaba el tío, tirándose a alguna puta mientras el país se va al carajo —comentó Philip Hale—. ¿Qué les pasa a estos tipos?

John Stewart tiró la ceniza del cigarrillo al suelo.

—Echar un polvo a un putón vestido con una falda de cuero proporciona una gratificación más inmediata que solucionar una crisis económica, diría yo.

—Pero no era una señorita de compañía, sino una puta de a diez libras. Santo Cristo, tú la viste.

—También he visto a su mujer.

Los dos hombres rieron. Lynley miró a Helen. Su expresión era inescrutable. Saludó a sus colegas con un imperceptible movimiento de cabeza.

—¿No estabais de vacaciones? —preguntó Hale.

—Estamos en Grecia —contestó Lynley.

Ya en su despacho, aguardó la reacción de Helen mientras se quitaba el abrigo y lo colgaba detrás de la puerta. Sin embargo, ella no hizo el menor comentario sobre el diálogo que habían escuchado. Retomó el tema de antes, si bien, cuando Lynley lo pensó, comprendió que no se había apartado en exceso de su preocupación principal.

—¿Crees que Robin Sage la mató, Tommy?

—Era de noche, hacía mala mar. No hubo testigos que vieran a su mujer tirarse del transbordador, ni nadie que atestiguara haberla visto en el bar cuando salió del salón para tomar un refresco.

—¿Un clérigo? Ya no tan solo el crimen, sino proseguir su ministerio como si tal cosa.

—No exactamente. Dejó su cargo en Truro en cuanto ella murió. Abrazó un tipo diferente de ministerio, por otra parte, en lugares donde los feligreses no le conocieran.

—Por lo tanto, si quería ocultarles algo, no se darían cuenta de que su comportamiento se había alterado, pues no le conocían de entrada.

—Es posible.

—¿Por qué la mató? ¿Cuál pudo ser el móvil? ¿Celos? ¿Ira? ¿Venganza? ¿Una herencia?

Lynley cogió el teléfono.

—Por lo visto, existen tres posibilidades. Seis meses antes, habían perdido a su único hijo.

—Dijiste que murió en la cuna.

—Puede que culpara a su mujer, o que estuviera liado con otra, a sabiendas de que un clérigo no puede divorciarse, so pena de arruinar su carrera.

—O puede que ella estuviera liada con otro hombre, él lo descubriera y se dejara arrastrar por la cólera.

—O la alternativa final: la verdad es lo que reluce, un suicidio combinado con equivocación sincera de un viudo afligido que se hacía un lío con los cadáveres. Sin embargo, no hay conjetura que explique de manera satisfactoria por qué fue a ver a la hermana de Susanna en octubre. ¿Dónde demonios encaja en todo esto Juliet Spence? —Levantó el teléfono—. Sabes dónde está el fax, ¿verdad, Helen? ¿Quieres comprobar si Havers ha enviado los artículos de los periódicos?

Helen salió, mientras Lynley telefoneaba a Crofters Inn.

—Dejé un mensaje para Denton —dijo St. James, después de que Dora Wragg pasara la llamada a su habitación—. Dijo que no te había visto el pelo en todo el día, y que tampoco lo esperaba. Supongo que en estos momentos estará llamando a todos los hospitales que hay entre Londres y Manchester, con la idea de que has sufrido un accidente.

—Lo comprobaré.

—¿Qué tal por Aspatria?

St. James le informó de los datos que había conseguido reunir en Cumbria aquel día, donde la nieve había empezado a caer a mediodía y les había acompañado en el viaje de vuelta a Lancashire.

Antes de trasladarse a Winslough, Juliet Spence había trabajado como vigilante en Stewart House, una enorme propiedad situada a unos seis kilómetros de Aspatria. Al igual que Cotes Hall, se trataba de un lugar aislado y, al mismo tiempo, habitado solo durante agosto, cuando el hijo del propietario acudía desde Londres con su familia para pasar unas vacaciones prolongadas.

—¿La despidieron por algún motivo? —preguntó Lynley.

Ninguno, contestó St. James. La casa pasó a manos del National Trust[10] cuando el propietario falleció. El Trust pidió a Juliet Spence que se quedara cuando abrieran los terrenos y edificios al público. La mujer, sin embargo, se mudó a Winslough.

—¿Algún problema mientras vivió en Aspatria?

—Ninguno. Hablé con el hijo del propietario, que le dedicó las mayores alabanzas y expresó un gran afecto por Maggie.

—No hemos conseguido nada —murmuró Lynley.

—No te precipites. Deborah y yo hemos estado colgados del teléfono casi todo el día.

Antes de Aspatria, continuó St. James, había trabajado en Northumberland, en las afueras del pueblo de Holystone. Había ejercido las funciones de ama de llaves y señora de compañía de una anciana inválida llamada señora Soames-West, que vivía sola en una pequeña mansión georgiana, al norte del pueblo.

—La señora Soames-West no tenía familia en Inglaterra, y por lo visto, nadie la visitaba desde hacía años. No obstante, pensaba mucho en Juliet Spence; declaró que su pérdida la había desolado, y nos dio recuerdos para ella.

—¿Por qué se marchó la Spence?

—No dio explicaciones, solo que había encontrado otro trabajo y había llegado el momento de irse.

—¿Cuánto tiempo pasó allí?

—Dos años. Otros dos en Aspatria.

—¿Y antes?

Lynley levantó la vista cuando Helen regresó con un metro de fax, como mínimo, colgado del brazo. Se lo entregó. Lynley lo dejó sobre el escritorio.

—Dos años en Tiree.

—¿Las Hébridas?

—Sí, y antes en Benbecula. Supongo que captas la pauta.

En efecto. Cada población estaba más lejos que la última. A este paso, su siguiente empleo sería en Islandia.

—Ahí se enfría la pista —dijo St. James—. Se empleó en una pequeña casa de huéspedes de Benbecula, pero nadie supo decirme dónde había trabajado antes.

—Curioso.

—Considerando el tiempo transcurrido, el hecho no me parece demasiado sospechoso, pero sí su estilo de vida. Es posible que me sienta atado al terruño más que la mayoría.

Helen se sentó en la silla opuesta al escritorio de Lynley. Este había encendido la lámpara en lugar de los fluorescentes del techo, de manera que las sombras resguardaban a Helen, y solo un haz luminoso caía sobre sus manos. Lynley observó que llevaba un collar de perlas que él le había regalado por su vigésimo cumpleaños. Era raro que no se hubiera dado cuenta antes.

—Pese a su vida errabunda, de momento no irán a ningún otro sitio —decía St. James.

—¿Quiénes?

—Juliet Spence y Maggie. La niña no ha ido hoy al colegio, según Josie. Al principio, pensamos que se habían enterado de tu viaje a Londres y habían puesto pies en polvorosa.

—¿Estás seguro de que siguen en Winslough?

—Desde luego. Josie nos contó después de cenar que había hablado por teléfono con Maggie casi una hora, a eso de las cinco. Maggie afirma que tiene gripe, lo cual puede ser cierto o no, puesto que al parecer ha roto con su novio y, según Josie, es posible que no haya ido a la escuela por ese motivo. En cualquier caso, aunque no esté enferma y se dispongan a huir, hace seis horas que nieva y las carreteras están imposibles. —Deborah dijo algo en voz baja desde el fondo—. Exacto. Deborah te recomienda que alquiles un Range Rover, en lugar de venir con el Bentley. Si sigue nevando, no podrás entrar, de la misma manera que nadie puede salir.

Lynley colgó, no sin prometer que lo pensaría.

—¿Alguna novedad? —preguntó Helen, mientras Lynley cogía el fax y lo extendía sobre el escritorio.

—Cada vez es más curioso —contestó.

Sacó las gafas y empezó a leer. La amalgama de datos estaba desordenada —el primer artículo hablaba del funeral—, y observó que, con un descuido hacia los detalles inaudito en ella, la sargento había fotocopiado al azar los artículos. Irritado, cogió unas tijeras, recortó los artículos, y ya los estaba ordenando por la fecha, cuando el teléfono sonó.

—Denton le cree muerto —anunció la sargento Havers.

—Havers, ¿por qué demonios me ha enviado estos artículos desordenados?

—¡No me diga! Debió distraerme el tío que manejaba la fotocopiadora de al lado. Era clavado a Ken Branagh, aunque no se me ocurre qué podría estar haciendo Ken Branagh fotocopiando notas de prensa para una feria de anticuarios. Por cierto, dice que usted conduce muy deprisa.

—¿Kenneth Branagh?

—Denton, inspector. Como no le ha telefoneado, está convencido de que se ha hecho fosfatina en la M1 o la M6. Si fuera con Helen a su casa, o si ella le acompañara, nos facilitaría mucho las cosas a todos.

—Estoy en ello, sargento.

—Estupendo. ¿Quiere hacer el favor de llamar al pobre tipo? Le dije a la una que usted estaba vivo, pero no se lo tragó, porque yo no le había visto la cara. ¿Qué representa una voz por teléfono, al fin y al cabo? Alguien pudo pasarse por usted.

—Me ocuparé —dijo Lynley—. ¿Qué ha averiguado? Sé que Joseph murió en la cuna…

—Ha estado muy ocupado, ¿eh? Duplique eso, y habrá puesto también el dedo sobre Juliet Spence.

—¿Cómo?

—Muerta en la cuna.

—¿Tuvo un hijo que murió en la cuna?

—No. Ella murió en la cuna.

—Havers, por el amor de Dios. Estamos hablando de la mujer de Winslough.

—Tal vez, pero la Juliet Spence relacionada con los Sage de Cornualles está enterrada en el mismo cementerio que ellos, inspector. Murió hace cuarenta y cuatro años. Digamos cuarenta y cuatro años, tres meses y dieciséis días.

Lynley acercó la pila de faxes recién recortados y seleccionados.

—¿Qué pasa? —preguntó Helen. Havers siguió hablando.

—La relación que usted buscaba no era entre Juliet Spence y Susanna, sino entre Susanna y la madre de Juliet, Gladys. Sigue viviendo en Tresillian. He tomado el té con ella esta tarde.

Lynley inspeccionó la información contenida en el primer artículo, mientras prolongaba el momento en que examinaría la fotografía granulada y oscura que la acompañaba y tomaría una decisión.

—Conocía a toda la familia… Por cierto, Robin creció en Tresillian, y ella solía alojar a sus padres. Aún prepara las flores para la iglesia. Aparenta unos setenta años, y me huele que podría ganarnos a los dos en una partida de tenis en menos de un minuto. En cualquier caso, fue íntima de Susanna durante un tiempo, después de la muerte de Joseph. Como ella había sufrido la misma experiencia, deseaba ayudarla, tanto como Susanna la dejara, lo cual no era muy difícil.

Lynley buscó en el cajón una lupa, la suspendió sobre la fotografía y deseó en vano poseer el original. La mujer de la fotografía tenía la cara más llena que Juliet Spence, el cabello más oscuro, cuyos rizos le colgaban más abajo del hombro. No obstante, había pasado más de una década desde que la habían tomado. La juventud de aquella mujer tal vez había dado paso a la madurez de otra, de cara más fina y cabello veteado de gris. La forma de la boca parecía la misma, y también los ojos.

—Dijo que Susanna y ella pasaron algún tiempo juntas después del entierro —continuó Havers—. Dijo que una mujer jamás supera la pérdida de un hijo, y en particular perder a un niño de aquella manera.

»Dice que aún piensa en Juliet cada día y jamás olvida su cumpleaños. Siempre se pregunta cómo habría sido. Dice que todavía sueña con la tarde en que la niña no se despertó de su siesta.

Era una posibilidad, tan nebulosa como la fotografía, pero innegablemente real.

—Gladys tuvo dos hijos más después de Juliet. Intentó ponerlos como ejemplo para explicar a Susanna que lo peor de su dolor desaparecería cuando vinieran más hijos, pero Gladys ya había tenido uno antes de Juliet, y aquel vivió. Por eso, nunca pudo romper por completo las barreras de Susanna, porque esta siempre le recordaba el hecho.

Lynley dejó la lupa y la fotografía. Solo necesitaba confirmar un dato antes de lanzarse.

—Havers, ¿qué se sabe del cadáver de Susanna? ¿Quién lo encontró? ¿Dónde?

—Según Gladys, fue pasto de los peces. Nadie la encontró. Hubo un funeral, pero solo hay polvo en la tumba. Ni siquiera un ataúd.

Colgó el teléfono y se quitó las gafas. Las limpió con un pañuelo antes de calárselas. Miró sus notas —Aspatria, Holystone, Tiree, Benbecula— y comprendió la intención de Havers. La explicación de todo seguía donde siempre había estado, en Maggie.

—Son la misma persona, ¿verdad?

Helen se levantó de la silla y se acercó a él, para mirar por encima de su hombro el material desparramado sobre el escritorio. Apoyó la mano en su hombro.

Él la cogió.

—Creo que sí —dijo.

—¿Qué significa?

—Necesitó un certificado de nacimiento para un pasaporte diferente, con el fin de huir del transbordador cuando atracó en Francia. Consiguió una copia del certificado de la niña Spence en St. Catherine’s House… no, entonces debía ser Somerset House, o quizá robó el original a Gladys sin que esta se enterara. Fue a Londres para ver a su hermana antes del «suicidio». Tuvo tiempo para prepararlo todo.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué lo hizo?

—Porque, a fin de cuentas, tal vez fue la mujer sorprendida en adulterio.

Un movimiento sigiloso en la cama despertó a Helen a la mañana siguiente, y abrió un ojo. Una luz gris se filtraba por las cortinas y caía sobre su butaca favorita, sobre cuyo respaldo colgaba un abrigo. El reloj de la mesita de noche anunciaba que faltaban pocos segundos para las ocho.

—Dios —murmuró, y palmeó su almohada. Cerró los ojos con cierta determinación.

La cama volvió a moverse.

—Tommy —dijo. Movió el reloj de cara a la pared—. Creo que ni siquiera ha amanecido. De veras, cariño. Has de dormir más. ¿A qué hora nos fuimos por fin a la cama? ¿Eran las dos?

—Maldita sea —dijo Lynley en voz baja—. Lo sé. Lo sé.

—Bien, en ese caso, acuéstate.

—El resto de la respuesta está aquí, Helen. En algún sitio.

Helen frunció el ceño y rodó de costado hasta ver que él estaba apoyado contra la cabecera de la cama con las gafas suspendidas en el extremo de la nariz, mientras sus ojos discurrían sobre montones de papeles, folletos, billetes, programas y demás artículos que había desplegado sobre la cama. Helen bostezó, y al mismo tiempo, reconoció los montones. Habían registrado tres veces la caja de cosas varias perteneciente a Robin Sage antes de tirar la toalla y acostarse, pero, al parecer, Tommy aún no se había rendido. Se inclinó hacia delante, revolvió uno de los montones y se apoyó una vez más contra la cabecera como si aguardara una súbita inspiración.

—La respuesta está aquí —repitió—. Lo sé.

Helen extendió una mano por debajo de las sábanas y la apoyó sobre su muslo.

—Sherlock Holmes ya lo habría solucionado —comentó.

—No me lo recuerdes, por favor.

—Ummm. Estás caliente.

—Helen, trato de llegar a alguna deducción.

—¿Acaso me entrometo?

—¿A ti qué te parece?

Helen lanzó una risita, cogió la bata, se la puso sobre los hombros y se acercó a Lynley. Inspeccionó al azar uno de los montones.

—Pensaba que anoche ya tenías la respuesta. Si Susanna supo que estaba embarazada, y si el bebé no era de Sage, y si no había forma de engañarle, porque habían dejado de mantener relaciones sexuales, lo cual parece ser el caso, según su hermana… ¿Qué más quieres?

—Una razón para matarle. De momento, solo contamos con un motivo para que él la matara.

—Quizá él quería que volviera, y Susanna se negó.

—No podía obligarla.

—¿Y si decidió reclamar la niña como suya, para obligarla a ceder?

—Una prueba genética habría desbaratado sus planes.

—En ese caso, quizá Maggie sea de él, al fin y al cabo. Quizá Sage era responsable de la muerte de Joseph, o quizá Susanna pensó que lo era, y cuando descubrió que volvía a estar embarazada, no quiso darle la oportunidad a Sage de que acabara con otro hijo.

Lynley emitió un gruñido y cogió la agenda de Sage. Helen había observado que, mientras ella dormía, Lynley también había ido a buscar por la casa un listín telefónico, que ahora estaba tirado al pie de la cama.

—Bueno… Déjame ver.

Examinó su pequeño montón de papeles y se preguntó para qué demonios querría alguien guardar aquellos sucios folletos, del tipo que los peatones reciben constantemente por la calle. Ella los habría depositado en la papelera más cercana. Detestaba negarse a cogerlos cuando veía la expresión ansiosa de los distribuidores. Pero guardarlos…

Bostezó.

—Es como seguir al revés una pista de migas, ¿no?

Lynley recorrió con un dedo una página del listín.

—Seis —dijo—. Gracias a Dios que no es Smith.

Echó un vistazo a su reloj de cadena, que estaba abierto sobre la mesa de su lado de la cama, y apartó las sábanas. Los papeles volaron como desperdicios arrebatados por el viento.

—¿Fueron Hansel y Gretel quienes dejaron una pista de migas, o Caperucita Roja? —preguntó Helen.

Lynley estaba registrando su maleta, que estaba abierta en el suelo, y desordenaba la ropa de una forma que Denton hubiera considerado escalofriante.

—¿De qué estás hablando, Helen?

—De esos papeles. Son como una pista de migas. Solo que él no las tiraba, sino que las cogía.

Lynley se ató el cinturón de la bata, se sentó a su lado en la cama y leyó una vez más los folletos. Ella los leyó al mismo tiempo: el primero, de un concierto en St. Martin-in-the-Fields; el segundo, de un vendedor de coches de Lambeth; el tercero, de un mitin en el auditorio de Camden Town; el cuarto, de una peluquería en la calle Clapham High.

—Venía en tren —dijo Lynley con aire pensativo, y volvió a leer los folletos—. Pásame ese plano del metro, Helen.

Con el plano en una mano, siguió reordenando los folletos, hasta colocar en primer lugar el mitin en el auditorio de Camden Town, en segundo el concierto, el vendedor de coches en tercero, y la peluquería en el cuarto.

—Tuvo que coger el primero en la estación de Euston —observó taciturno.

—Si iba a Lambeth, cogió la línea Norte y transbordó en Charing Cross —dijo Helen.

—Donde le dieron el segundo, el del concierto. ¿Dónde encaja la calle Clapham High?

—Quizá fue después de Lambeth. ¿No lo pone en su agenda?

—En el último día que pasó en Londres, solo pone Yanapapoulis.

—Yanapapoulis —suspiró Helen—. Griego. —Sintió una punzada de tristeza cuando pronunció el nombre—. He estropeado nuestra semana. Podríamos estar allí. En Corfú, ahora mismo.

Lynley la rodeó con el brazo y depositó un beso en su cabeza.

—¿Hablar de la calle Clapham High? Lo dudo.

Lynley sonrió y dejó las gafas sobre la mesa. Se echó el pelo hacia atrás y besó el cuello de Helen.

—No exactamente —murmuró—. Hablaremos de la calle Clapham High dentro de un momento.

Cosa que, en efecto, hicieron, solo que más de una hora después.

Lynley accedió a que Helen preparara el café, pero después de la comida del día anterior no estaba dispuesto a soportar lo que pudiera sacar de los aparadores y la nevera como remedo de un auténtico desayuno. Él en persona revolvió los seis huevos que encontró en la nevera, para después aderezarlos con queso cremoso, aceitunas negras deshuesadas y champiñones. Abrió una lata de pomelo, dispuso en platos los gajos, los emborrachó con marrasquino, y se puso a hacer tostadas.

Entretanto, Helen se encargó del teléfono. Cuando el desayuno estuvo preparado, ya había verificado cinco o seis Yanapapoulis, redactado una lista de cuatro restaurantes griegos que aún no había probado, copiado una receta de un pastel de semillas de amapola empapado en ouzo. —«Cielos, eso parece terriblemente inflamable, querido»—, prometido que transmitiría a sus «superiores» una queja sobre malos tratos policiales relacionados con un atraco ocurrido cerca de Notting Hill Gate, y defendido su honor de las acusaciones vertidas por una mujer histérica, que la confundió con la amante de su marido desaparecido.

Lynley estaba colocando los platos sobre la mesa, al tiempo que vertía café y zumo de naranja en los vasos, cuando Helen dio en la diana con su última llamada. Había pedido hablar con papá o mamá. La respuesta se demoró. Lynley estaba poniendo mermelada de naranja en su plato, cuando Helen dijo:

—Lo lamento muchísimo, querido. ¿Está mamá? Pero no te habrás quedado solo en casa, ¿verdad? ¿No deberías estar en el colegio? Ah. Ya, claro, alguien ha de cuidar el resfriado de Linus… ¿Tienes Meggezones? Son fabulosos para los dolores de garganta.

—Helen, ¿qué demonios…?

Ella levantó una mano para acallarle.

—¿Ella está dónde…? Entiendo. ¿Puedes decirme el nombre, querido? —Lynley vio que sus ojos se abrían de par en par y la sonrisa que curvaba sus labios—. Fabuloso. Es maravilloso, Philip. Me has sido de gran ayuda. Muchísimas gracias… Sí, querido, dale el caldo de pollo.

Colgó el teléfono y salió de la cocina.

—Helen, el desayuno está…

—Un momentito, querido.

Lynley gruñó y pinchó una porción de huevos. No estaban nada mal. La combinación de sabores no habría conseguido que Denton los aprobara o sirviera, pero siempre había sido muy maniático respecto a la comida.

—Mira.

Helen entró en la cocina como una exhalación, con la bata revoloteando a su alrededor como un remolino de seda color borgoña —era la única mujer que Lynley conocía capaz de calzar zapatillas de tacón alto con borlas como copos de nieve, teñidas a juego con el resto de su indumentaria nocturna—, y le ofreció uno de los folletos que habían mirado antes.

—¿Qué?

—«El Cabello Aparente». Calle Clapham High. Señor, qué nombre más horroroso para una peluquería. Siempre odio esos juegos de palabras: Puro Éxtasis, La Atracción Principal. ¿Quién se los va a creer?

Lynley esparció mermelada sobre una tostada, mientras Helen se sentaba y capturaba con la cuchara tres gajos de pomelo.

—Tommy, querido —exclamó—, sabes cocinar. Creo que debería seguir contigo.

—Eso inflama mi corazón. —Echó un vistazo al papel que sostenía en la mano—. «Estilo unisex —leyó—. Descuentos. Pregunte por Sheelah».

—Yanapapoulis —dijo Helen—. ¿Qué has puesto en esos huevos? Están divinos.

—¿Sheelah Yanapapoulis?

—La misma, y debe de ser el Yanapapoulis que estábamos buscando, Tommy. Sería demasiada casualidad que Robin Sage hubiera ido a ver a una Yanapapoulis y estuviera en posesión de los anuncios de un lugar donde trabajara una Yanapapoulis diferente. ¿No crees? —Prosiguió, sin aguardar la respuesta—. Estuve hablando con su hijo, a propósito. Dijo que llamara a su trabajo, y que preguntara por Sheelah.

Lynley sonrió.

—Eres una maravilla.

—Y tú un buen cocinero. Si hubieras estado aquí ayer para preparar el desayuno de papá…

Lynley dejó a un lado el folleto y se dedicó a sus huevos.

—Eso tiene fácil remedio —dijo, como si tal cosa.

—Supongo. —Helen añadió leche a su café y una cucharada de azúcar—. ¿También pasas la aspiradora a las alfombras y limpias las ventanas?

—En caso necesario.

—Cielos, quizá saldría la más beneficiada del trato.

—¿Es eso, pues?

—¿Qué?

—Un trato.

—Tommy, eres absolutamente inhumano.