Una salida temprana, iniciada mucho antes de que el sol se alzara sobre las laderas de Cotes Fell, logró que Lynley llegara a las afueras de Londres a mediodía. El tráfico de la ciudad, que cada día se iba convirtiendo más en una especie de nudo gordiano sobre ruedas, añadió una hora más a la duración de su viaje. Entró poco después de la una en Onslow Square y se adjudicó un espacio que estaba abandonando un Mercedes-Benz, con la puerta del conductor arrugada como un acordeón pateado y un conductor ceñudo y ceñido a un collarín.
No la había telefoneado, ni desde Winslough ni desde el Bentley. Al principio, se había dicho que era demasiado —¿cuándo, al fin y al cabo, se había levantado Helen antes de las nueve de la mañana, si no era absolutamente necesario?—, pero a medida que transcurrían las horas, varió su razonamiento y pensó que no deseaba obligarla a variar sus horarios en función de él. No era una mujer a la que gustara estar a la disposición de un hombre, y Lynley no pensaba imponerle aquel papel. Al fin y al cabo, el piso estaba bastante cerca de su casa. Si había salido, se dirigiría a Eaton Terrace y comería allí. Aquellas ideas tan liberadas le halagaron, pero solo servían para ocultar la verdad evidente: quería verla, pero no deseaba llevarse un chasco si Helen tenía un compromiso que le excluía.
Tocó el timbre y esperó, mientras escudriñaba un cielo del color aproximado de una moneda de diez peniques y se preguntaba cuánto tardaría en llover, y si lluvia en Londres significaba nieve en Lancashire. Llamó por segunda vez y la oyó por el altavoz.
—Estás en casa —dijo.
—Tommy.
La puerta se abrió.
Salió a recibirle en la puerta del piso. Sin maquillaje, con el cabello apartado de la cara y sujeto con una ingeniosa combinación de goma y cinta de raso, parecía una adolescente. El tema que eligió para conversar acentuó la similitud.
—Esta mañana he tenido una pelea espantosa con papá —dijo, mientras él la besaba—. Yo debía encontrarme con Sidney y Hortense para ir a comer, Sid ha descubierto un restaurante armenio en Chiswick y jura que es el paraíso en la tierra, si es posible combinar la comida armenia con Chiswick y el paraíso, pero papá vino ayer a la ciudad por asuntos de negocios, pasó la noche aquí y nos hundimos en abismos todavía más profundos de nuestro odio mutuo, esta misma mañana.
Lynley se quitó el abrigo. Observó que Helen se había consolado con el raro lujo de un fuego de mediodía, frente al cual había instalado una mesa de café, ocupada por el periódico de la mañana, dos tazas y dos platillos, y los restos de un desayuno que, al parecer, había consistido en huevos demasiado hervidos y consumidos solo a medias, y unas tostadas increíblemente carbonizadas.
—Ignoraba que tu padre y tú os odiabais. ¿Es algo reciente? Siempre había tenido la sensación de que realmente eras su hija favorita.
—Oh, no nos odiamos y soy su favorita, en efecto. Por eso es tan desagradable que espere esas cosas de mí. «No me malinterpretes, querida. A tu madre y a mí no nos molesta ni un ápice que utilices este piso», dijo con su habitual estilo rimbombante. Ya sabes a qué me refiero.
—De barítono, sí. ¿Quiere echarte del piso?
—«Tu abuela lo legó a la familia, y como tú formas parte de la familia, no podemos acusarte o acusarnos de hacer caso omiso de sus deseos. No obstante, tu madre y yo hemos reflexionado sobre la forma en que empleas tu tiempo», y todos los etcéteras que tanto le gustan. Le odio cuando me chantajea con el piso.
—¿Te refieres a «Cuéntame con qué tonterías empleas tu tiempo, querida Helen»? —preguntó Lynley.
—Exacto. —Se acercó a la mesita de café y empezó a doblar los periódicos y amontonar los platos—. Y todo porque Caroline no estaba aquí para prepararle el desayuno. Ha vuelto a Cornualles. Está totalmente decidida a regresar, y esa no es la mejor noticia de la década, y la culpa es de Denton, Tommy. Y también, porque Cybele es un modelo de felicidad conyugal y porque Iris es feliz como un cerdo en el barro con Montana, el ganado y su vaquero. Pero sobre todo porque su huevo no estaba hervido como a él le gusta y quemé su tostada. Cielos, ¿cómo iba a saber yo que debes quedarte junto a la tostadora como una mujer enamorada? Eso le puso frenético. De todas formas, por las mañanas es siempre tan hiriente como un zarzal.
Lynley seleccionó de toda la información el único punto en que tenía, al menos, cierta experiencia. No podía comentar las elecciones maritales de dos de las hermanas de Helen —Cybele con un industrial italiano e Iris con un ranchero de Estados Unidos—, pero conocía bastante bien una parte de su vida. Durante los últimos años, Caroline había jugado el papel de criada, acompañante, ama de llaves, cocinera, ayuda de cámara y ángel de la guardia de Helen. Pero había nacido y crecido en Cornualles, y Lynley siempre había sabido que, a la larga, Londres la acabaría abrumando.
—No esperarías que Caroline fuera a quedarse para siempre —comentó—. Al fin y al cabo, su familia vive en Hownestow.
—Lo habría conseguido si Denton no se hubiera dedicado a romper su corazón cada mes, más o menos. No entiendo por qué no controlas a tu criado. Carece de conciencia en lo relativo a mujeres.
Lynley la siguió a la cocina. Dejaron los platos sobre la encimera, y Helen se encaminó a la nevera. Sacó un yogur de limón y lo abrió con el extremo de una cuchara.
—Iba a proponerte ir a comer —se apresuró a decir Lynley, cuando Helen hundió la cuchara en el yogur y se apoyó en la encimera.
—¿De veras? Gracias, querido. Es imposible. Temo que estoy demasiado ocupada en decidir qué hacer con mi vida, de una forma que nos permita vivir a mí y a papá. —Se arrodilló, rebuscó de nuevo en la nevera y sacó tres yogures más—. Fresa, plátano, otro de limón. ¿Cuál prefieres?
—Ninguno, de hecho. Tuve visiones de salmón ahumado seguido de buey. Cócteles de champán antes, clarete durante, coñac después.
—En ese caso, plátano. —Helen decidió por él y le pasó el yogur y una cuchara—. Es lo mismo. Muy refrescante. Ya lo verás. Voy a preparar café.
Lynley examinó el yogur con una mueca.
—¿De veras puedo comerme esto sin sentirme como la señorita Muffet?
Se acercó a una mesa circular de abedul y cristal que encajaba a la perfección en un hueco de la cocina. Sobre ella descansaban tres días de correo, como mínimo, sin abrir, junto con dos revistas de modas, con las esquinas de las páginas interesantes dobladas. Las hojeó mientras Helen molía el café. Su elección de lecturas era intrigante. Se había dedicado a investigar vestidos de novia y bodas. Raso venus seda versus algodón. Flores en el pelo versus sombreros versus velos. Recepciones y desayunos. La oficina de registro versus la iglesia.
Lynley levantó la vista y observó que ella le estaba mirando. Giró en redondo y se concentró en moler café, pero él ya había advertido la momentánea confusión en sus ojos —¿cuándo demonios se había quedado Helen perpleja por algo?—, y se preguntó hasta qué punto estaba relacionado con él, y hasta qué punto con las críticas de su padre, su repentino interés por las bodas. Dio la impresión de que ella había leído en su mente.
—Siempre está a vueltas con Cybele —dijo Helen—, lo cual le predispone contra mí. Ella es: madre de cuatro, esposa de uno, la gran dama de Milán, protectora de las artes, miembro de la junta directiva de la ópera, presidente del museo de arte moderno, miembro de todos los comités habidos y por haber. Y habla italiano como una nativa. Qué repugnante hermana mayor. Al menos, podría tener la decencia de ser desgraciada, o estar casada con un patán. Pero no: Cario la adora, la reverencia, la llama su frágil rosa inglesa. —Helen colocó la jarra de café bajo la espita de la cafetera—. Cybele es tan frágil como un caballo y él lo sabe.
Abrió un aparador y empezó a sacar latas, tarros y envases de cartón, que transportó a la mesa. Galletas de queso tomaron posiciones en una bandeja, junto con un trozo de Brie. Aceitunas y encurtidos fueron a parar a un cuenco. Añadió unas cuantas cebollas de cóctel. Terminó el despliegue con un pedazo de salami y una tabla de cortar.
—La comida —anunció, y se sentó frente a él mientras el café hervía.
—Una selección gastronómica ecléctica —comentó Lynley—. ¿En qué estaría pensando cuando sugerí salmón ahumado y buey?
Lady Helen se cortó un poco de Brie y lo aplicó sobre una galleta.
—No considera necesario que yo siga una carrera, es un papá muy victoriano, con toda franqueza, pero piensa que debería hacer algo útil.
—Ya lo haces. —Lynley atacó su yogur de plátano y trató de pensar en él como algo masticable, en lugar de aquella masa informe—. Piensa en la ayuda que prestas a Simon cuando va muy ahogado.
—Eso es lo que más le duele a papá. ¿Qué demonios hace una de sus hijas espolvoreando y fotografiando huellas dactilares, colocando pelos en bandejas de microscopios, mecanografiando informes sobre carne descompuesta? Dios mío, ¿es ese el tipo de vida que esperaba del fruto de sus entrañas? ¿Para eso me envió al colegio? ¿Para pasar el resto de mis días, intermitentemente, por supuesto, no pretendo dedicarme con regularidad a algo alejado de la frivolidad, en un laboratorio? Si fuera un hombre, al menos podría perder el tiempo en el club. Lo aprobaría. Al fin y al cabo, fue su principal ocupación durante la mayor parte de su juventud.
Lynley enarcó una ceja.
—Creo recordar que tu padre era presidente de tres o cuatro empresas bastante lucrativas. Creo recordar que todavía preside una.
—Oh, no me lo recuerdes. Se pasó la mañana haciéndolo, cuando no se dedicaba a enumerar la lista de organizaciones caritativas a las que debería entregar mi tiempo. La verdad, Tommy, a veces pienso que sus actitudes y él han salido de una novela de Jane Austen.
Lynley señaló la revista que había hojeado.
—Hay otras formas de aplacarle, por supuesto, aparte de entregar tu tiempo a la caridad. No porque sea necesario aplacarle, sino solo en el caso de que lo desees. Por ejemplo, podrías entregar tu tiempo a algo que él considerara valioso.
—Naturalmente. Reunir fondos para la investigación médica, visitar a ancianos en su domicilio, trabajar en una organización de caridad. Sé que debería hacer algo, y lo sigo intentando, pero siempre se me cruza algo en el camino.
—No estaba diciendo que te hicieras voluntaria.
Helen se quedó inmóvil cuando iba a cortarse un trozo de salami. Bajó el cuchillo, se limpió los dedos con una servilleta de hilo y no respondió.
—Piensa en cuántos pájaros mataría la única piedra del matrimonio, Helen. Toda tu familia podría volver a utilizar este piso.
—Pueden venir cuando les plazca. Ya lo saben.
—Podrías declararte demasiado ocupada en los intereses egocéntricos de tu marido para poder llevar una intensa actividad social y cultural como Cybele.
—Tengo que empezar a implicarme más en las cosas. Papá tiene razón en eso, aunque detesto admitirlo.
—Y en cuanto tuvieras hijos, podrías utilizar sus necesidades como escudo contra las opiniones formuladas por tu padre sobre tu inactividad. Claro que, para entonces, ya no emitiría ningún juicio. Estaría demasiado satisfecho.
—¿Por qué?
—Porque habrías… sentado la cabeza, supongo.
—¿Sentado la cabeza? —Lady Helen pinchó un encurtido y lo masticó con aire pensativo mientras le observaba—. Santo Dios, no me digas que eres tan provinciano.
—No pretendía…
—No puedes pensar que lo más apropiado para una mujer sea sentar la cabeza. ¿O es lo que me reservas? —preguntó con malicia.
—No, lo siento. Elegí mal las palabras.
—Prueba otra vez.
Lynley dejó el yogur sobre la mesa. Las primeras cucharadas habían sido bastante gustosas, pero su paladar ya tenía bastante.
—Estamos dando vueltas alrededor del tema y será mejor que paremos. Tu padre sabe que quiero casarme contigo, Helen.
—Sí. ¿Y qué?
Lynley cruzó las piernas, las descruzó. Llevó la mano hacia el nudo de la corbata para aflojarlo, y descubrió y recordó que no llevaba. Suspiró.
—Maldita sea. Pues nada. Solo me parece que nuestro matrimonio no sería algo tan horroroso.
—Y bien sabe Dios qué complacería en grado sumo a mi padre, ¿verdad?
Lynley se sintió herido por su sarcasmo y respondió en el mismo estilo.
—No tengo el menor deseo de complacer a tu padre, pero hay…
—Utilizaste la palabra complacido hace menos de un minuto. ¿O ya te has olvidado?
—Pero hay momentos, aunque este no sea uno de ellos, en que estoy lo bastante cegado para pensar que me complacería.
Esta vez, fue Helen la que aparentó picarse. Se reclinó en su silla. Se miraron unos segundos. El teléfono, compadecido, empezó a sonar.
—Olvídalo —dijo Lynley—. Hemos de aclarar esto, y hemos de aclararlo ahora.
—No creo.
Helen se levantó. El teléfono estaba sobre la encimera, cerca de la cafetera. Sirvió una taza a cada uno mientras hablaba.
—Estupenda intuición. Está sentado aquí mismo, en la cocina, comiendo salami y yogur… —Rio—. ¿Truro? Bien, espero que le exprimas bien las tarjetas de crédito… No, aquí está… De veras, Barbara, ni lo pienses. No estábamos discutiendo nada más trascendental que los méritos de los encurtidos sobre el eneldo.
Adivinaba cuándo Lynley se sentía más traicionado por su frivolidad, de modo que él no se llevó ninguna sorpresa cuando le tendió el teléfono sin mirarle a los ojos y dijo:
—Es para ti. La sargento Havers.
Atrapó los dedos de Helen bajo los suyos cuando cogió el auricular. No los soltó hasta que ella le miró. Ni siquiera entonces habló, porque, maldita sea, era culpa de ella y no pensaba disculparse por tirar coces cuando Helen le empujaba a ello.
Cuando dijo hola a su sargento, comprendió que Havers había captado algo más en su voz de lo que pretendía transmitir, porque se lanzó al informe sin comentarios de ningún tipo.
—Le asombrará saber que la Iglesia de Truro se toma muy en serio el trabajo de la policía. El secretario del obispo fue tan amable de concederme una cita a celebrar dentro de una semana a partir de mañana, muchísimas gracias. El obispo está tan ocupado como las abejas con las flores, si hay que creer a su secretario. —Exhaló un largo y ruidoso suspiro. Debía estar fumando, como de costumbre—. Tendría que ver las chozas donde viven esos tíos. La leche. Recuérdeme que me guarde el dinero en el bolsillo la próxima vez que pasen el cepillo en la iglesia. Ellos deberían ayudarme a mí, no al revés.
—De manera que ha sido una pérdida de tiempo.
Lynley vio que Helen volvía a la mesa, se sentaba y empezaba a enderezar las esquinas de las páginas de las revistas que había doblado previamente. Alisaba cada una con sus dedos. Quería que él fuera consciente de la actividad. Lo sabía porque la conocía muy bien. Al darse cuenta, experimentó una oleada de rabia tan irracional y poderosa que le vinieron ganas de catapultar la mesa contra la pared.
—Es evidente que la expresión «accidente náutico» era un eufemismo —estaba diciendo Havers.
Lynley apartó los ojos de Helen.
—¿Qué?
—¿Es que no me escuchaba? —preguntó Havers—. Da igual. No conteste. ¿Cuándo ha vuelto a conectar?
—En el accidente náutico.
—Perfecto.
Empezó de nuevo.
En cuanto Havers se dio cuenta de que el obispo de Truro no iba a colaborar, se había dirigido a la oficina del periódico, donde pasó la mañana leyendo ejemplares atrasados. Descubrió que el accidente náutico que había costado la vida a la esposa de Robin Sage…
—Se llamaba Susanna, por cierto.
… ni había ocurrido a bordo de un barco ni se había calificado de accidente.
—Fue en el transbordador que comunica Plymouth con Roscoff —dijo Havers—. Y fue un suicidio, según el periódico.
Havers resumió la historia a partir de los detalles que había reunido tras examinar los artículos periodísticos. Los Sage habían realizado una travesía con mal tiempo para iniciar unas vacaciones de dos semanas en Francia. Después de una comida, a mitad de la travesía…
—Dura seis horas.
… Susanna había ido al lavabo de señoras, mientras su marido regresaba al salón con un libro. Pasó más de una hora antes de que reparara en su dilatada ausencia, pero como estaba algo deprimida, pensó que deseaba pasar un rato sola.
—Dijo que su mujer era propensa a perder el sentido del tiempo cuando estaba de aquella manera —explicó Havers—, y él quería concederle un respiro. Son palabras mías, no suyas.
Según la información que Havers había conseguido reunir, Robin Sage había salido del salón dos o tres veces durante el resto de la travesía, para estirar las piernas, tomar un refresco, comprar una barra de chocolate, pero no para buscar a su mujer, cuya prolongada ausencia, por lo visto, no parecía preocuparle. Cuando atracaron en Francia, bajó al coche, suponiendo que la encontraría esperando. Cuando no apareció entre los pasajeros que empezaban a bajar, se lanzó en su búsqueda.
—No dio la alarma hasta advertir que su bolso estaba en el asiento delantero del coche —siguió Havers—. Había una nota en el interior. Déjeme ver… —Lynley oyó el ruido de las páginas al pasar—. Decía: «Robin, lo siento. No sé encontrar la luz». No estaba firmada, pero la letra era suya.
—No parece la nota de un suicida —observó Lynley.
—No es usted el único que lo piensa.
Al fin y al cabo, el mal tiempo había acompañado a la travesía. La segunda mitad se realizó ya al oscurecer. Hacía frío, y nadie había estado en cubierta para ver a una mujer que se tirara por la borda.
—O que la tiraran —insinuó Lynley.
Havers se mostró de acuerdo, aunque de manera indirecta.
—La verdad es que pudo ser un suicidio, pero también otra cosa. Lo mismo pensaron, al parecer, los polis de ambos lados del Canal. Pasaron por la piedra a Sage dos veces. Salió impoluto, al menos lo máximo que pudo, al no haber testigos de nada, incluyendo la visita de Sage al bar o sus paseos para estirar las piernas.
—¿No pudo largarse la mujer del barco cuando atracó? —preguntó Lynley.
—Una frontera internacional, inspector. Tenía el pasaporte en el bolso, junto con el dinero, el permiso de conducir, las tarjetas de crédito y todo eso. No habría podido bajar del barco en ninguna de ambas escalas. Lo registraron de arriba abajo en Francia y en Inglaterra.
—¿Y el cuerpo? ¿Dónde la encontraron? ¿Quién la identificó?
—Aún no lo sé, pero estoy en ello. ¿Quiere que apostemos?
—A Sage le gustaba hablar sobre la mujer sorprendida en adulterio —dijo Lynley, casi para sí.
—Y como no había piedras a mano en el barco, le dio el típico empujón que merecía, ¿no?
—Tal vez.
—Bien, pasara lo que pasase, todos están durmiendo ya en el seno de Jesús. En el cementerio de Tresillian. Todos, de hecho. Fui a comprobarlo.
—¿Todos?
—Susanna, Sage y el niño. Los tres. Alineados en una diminuta hilera.
—¿El niño?
—Sí, el niño. Joseph. Su hijo.
Lynley frunció el ceño, mientras escuchaba a su sargento y miraba a Helen; la primera le estaba suministrando los últimos datos averiguados, mientras Helen deslizaba el cuchillo sobre el pedazo de Brie, al azar, con las revistas cerradas y apartadas a un lado.
—Tenía tres meses cuando murió —dijo Havers—. Y ella murió. Déjeme ver… Aquí está. Murió seis meses después, lo cual fortalece la teoría del suicidio, ¿no? Debía llevar una depresión del copón, después de que su hijo muriera. ¿Cómo lo dijo? No sé encontrar la luz.
—¿Qué provocó la muerte del niño?
—No lo sé.
—Averígüelo.
—De acuerdo. —Removió unos papeles, como si tomara notas en su cuaderno—. Coño, inspector —exclamó de repente—, tenía tres meses. ¿Cree que ese tal Sage puso… o su mujer…?
—No lo sé, sargento. —Al otro lado de la línea, oyó el ruido de una cerilla al encenderse. Otro cigarrillo. Anheló imitarla—. Profundice un poco más en Susanna, a ver si descubre algo acerca de su relación con Juliet Spence.
—Spence… Ya lo tengo. —Más papeles crujieron—. He hecho copias de los artículos periodísticos para usted. No son gran cosa, pero los enviaré por fax al Yard.
—Está bien, por si acaso.
Parecía poca cosa, desde luego.
—De acuerdo. Bien. —Lynley oyó que chupaba su cigarrillo—. Inspector…
Apenas susurró la palabra.
—¿Qué?
—Manténgase firme ahí. Ya sabe, con Helen.
Muy fácil de decir, pensó mientras colgaba el teléfono. Volvió a la mesa, vio que Helen había llenado de rayas la superficie del Brie. No había comido el yogur, y apenas había tocado el salami. En aquel momento, estaba utilizando el tenedor para dar vueltas en el plato a una aceituna negra. Su expresión era desolada. Experimentó una curiosa compasión.
—Creo que tu padre tampoco aprobaría que jugaras con la comida —dijo en voz baja.
—No. Cybele nunca juega con la comida. Iris nunca come, por lo que yo sé.
Lynley se sentó y miró sin el menor apetito el Brie que había esparcido sobre la galleta. Lo cogió, lo dejó, extendió la mano hacia el cuenco de encurtidos, lo alejó.
—Muy bien —dijo por fin—. Me voy. Debo ir a…
—Lo siento muchísimo, Tommy —le interrumpió Helen—. No quería herirte. No sé qué me pasa o por qué lo hago.
—Yo te empujo. Nos empujamos mutuamente.
Helen se quitó la cinta elástica del pelo y jugueteó con ella.
—Creo que busco pruebas, y como no las encuentro, me las invento.
—Esto no es un tribunal, Helen, sino una relación. ¿Qué intentas demostrar?
—Indignidad.
—Entiendo. La mía.
Intentó fingir objetividad, pero no lo logró.
Helen levantó la vista. Tenía los ojos secos, pero la piel colorada.
—Sí, la tuya, porque bien sabe Dios que ya cargo con la mía.
Lynley extendió la mano hacia la cinta que retorcía en sus manos. Las había enlazado, y Lynley aflojó el nudo.
—Si estás esperando a que dé por terminado lo nuestro, olvídalo. Tendrás que hacerlo tú.
—Soy muy capaz, ¿sabes?
—No lo dudo.
—Sería mucho más fácil.
—Sí, pero solo al principio. —Se levantó—. He de ir a Kent. ¿Cenarás conmigo? —Sonrió—. ¿Desayunarás, también?
—Hacer el amor no es lo que procuro evitar, Tommy.
—No, Helen. Hacer el amor es bastante fácil. Lo malo es vivir con ello.
Lynley entró en el aparcamiento de la estación ferroviaria de Sevenoaks, justo cuando las primeras gotas caían sobre el parabrisas del Bentley. Unas cuantas curvas después de dejar atrás el lugar donde se habían alzado los robles que daban nombre a la ciudad, y ya salió al campo. Bajó por dos sendas más, subió por una pendiente suave, y desembocó en un corto camino particular llamado Wealdon Oast. Conducía a una casa, de tejas arriba y ladrillo debajo, adornada con el típico horno secador circular de chimeneas inclinadas, adosado al edificio en su extremo norte. La casa miraba a Sevenoaks al oeste, y a una mezcla de tierras de labranza y bosques al sur. La tierra y los árboles estaban sometidos al colorido monótono del invierno, pero el resto del año, sin duda, desplegarían toda una paleta cromática.
Mientras aparcaba entre un Sierra y un Metro, Lynley se preguntó si Robin Sage habría venido a pie desde la ciudad. No habría conducido todo el rato desde Lancashire, y la colección de direcciones parecía indicar dos hechos: había llegado en tren sin la menor intención de coger un taxi en la estación, y nadie había ido a recibirle, ni en la estación ni en la ciudad.
Un letrero de madera, escrito con letras amarillas y sujeto a la izquierda de la puerta principal, identificaba el horno secador no como una casa sino como un local comercial. «Agencia de Colocaciones» rezaba. Y debajo, en letras más pequeñas, «Katherine Gitterman, propietaria».
Kate, pensó Lynley. Otra respuesta aparecía a las preguntas suscitadas por la agenda de Sage y la caja de cartón que contenía cosas sueltas.
Una joven levantó la vista del mostrador de recepción cuando Lynley entró. Lo que había sido una sala de estar se había convertido en una oficina de paredes color marfil, alfombras verdes y muebles de roble modernos que olían levemente a aceite de limón. La chica le saludó con un cabeceo, al tiempo que continuaba hablando por teléfono.
—Puedo enviarle otra vez a Sandy, señor Coatsworth. Se entendió bien con su personal, y sus aptitudes… Bueno, sí, es la del aparato de ortodoncia. —Volvió los ojos hacia Lynley. Este observó que les había aplicado con pericia una sombra aguamarina que hacía juego con su blusa—. Sí, por supuesto, señor Coatsworth. Déjeme ver… —Sobre el escritorio, por lo demás muy bien ordenado, había seis carpetas de papel manila. Abrió la primera—. Ningún problema, señor Coatsworth. De veras. Ni lo piense, por favor. —Examinó la segunda carpeta—. No ha probado a Joy, ¿verdad? No, no, claro, no lleva aparato de ortodoncia. Y mecanografía… Déjeme ver…
Lynley miró hacia su izquierda, a la puerta que daba acceso al nicho circular. Media docena de pulcros cubículos se habían construido a lo largo de la pared. Dos estaban ocupados por muchachas que tecleaban en una máquina eléctrica, mientras un metrónomo hacía tictac a un lado. En un tercero, un joven trabajaba con un ordenador.
Lynley se volvió hacia el escritorio de recepción. Aguamarina empuñaba un lápiz, como dispuesta a tomar notas. Había sacado las carpetas del escritorio, sustituyéndolas por un cuaderno de papel amarillo. Detrás de ella, un único pétalo de un ramo de rosas de invernadero, erguidas en un jarro que descansaba sobre un anaquel reluciente, cayó al suelo. Lynley sospechó que una apresurada celadora aparecería de un momento a otro como por arte de magia, armada con una pala, y haría desaparecer aquella ofensiva muestra floribunda.
—Busco a Katherine Gitterman —dijo, y extrajo su tarjeta de identificación—. DIC de Scotland Yard.
—¿Busca a Kate? —Al parecer, la incredulidad de la joven impidió que prestara la menor atención a la tarjeta—. ¿A Kate?
—¿Está libre?
La joven asintió, sin dejar de mirarle, levantó un dedo para indicar que no se moviera, y pulsó tres números en el teléfono. Al cabo de una breve conversación en voz baja, que sostuvo con la silla vuelta hacia el anaquel, le condujo hasta un segundo escritorio, sobre el cual descansaba un cuaderno de papel secante marrón que albergaba el correo del día, dispuesto artísticamente en forma de abanico, cuyo mango consistía en un abridor de cartas. Abrió la puerta situada al otro lado del escritorio y señaló una escalera.
—Arriba —dijo—. Le ha dado el día —añadió con una sonrisa—. No le gustan mucho las sorpresas.
Kate Gitterman le recibió en lo alto de la escalera. Era una mujer alta, vestida con una elegante bata a cuadros de franela, cuyo cinturón estaba anudado en un lazo perfectamente simétrico. El color predominante de la prenda era el mismo verde de las alfombras, y debajo llevaba un pijama del mismo tono.
—Gripe —informó—. Los últimos coletazos. Espero que no le importe. —No le dio tiempo para responder—. Hablaremos aquí.
Le guio por un estrecho pasillo que desembocaba en la sala de estar de un piso moderno y bien amueblado. Una tetera empezó a silbar cuando entraron, y la mujer le dejó con un «Espere un momento, por favor». Las suelas de sus zapatillas de piel repiquetearon sobre el linóleo cuando se movió por la cocina.
Lynley paseó la vista por la sala de estar. Como las oficinas de abajo, se veía obsesivamente limpia, con estanterías, rejillas y soportes en que cada posesión tenía su lugar señalado. Las almohadas del sofá y de las butacas estaban inclinadas en el mismo ángulo. Una pequeña alfombra persa situada frente a la chimenea ocupaba el centro exacto. En la chimenea no ardía leña ni carbón, sino una pirámide de troncos artificiales, que refulgían como si fueran brasas.
Estaba leyendo los títulos de sus cintas de vídeo, alineadas como centinelas debajo de la televisión, cuando la mujer volvió.
—Me gusta estar en forma —dijo, como para explicar el hecho de que, excepto el Cumbres borrascosas interpretado por Olivier, todas las cintas eran de ejercicios gimnásticos, a cargo de una u otra actriz.
Comprendió que estar en forma era tan importante para ella como la limpieza, pues aparte de que era esbelta, fuerte y de aspecto atlético, la única fotografía de la sala era una ampliación enmarcada de la mujer en plena carrera, con el número 194 sobre el pecho. Llevaba una cinta roja alrededor de la frente y sudaba a mares, pero había logrado dedicar una sonrisa fugaz a la cámara.
—Mi primera maratón —explicó—. La primera siempre es especial.
—Supongo que sí.
—Sí. Bien.
Se pasó los dedos índice y medio por el pelo. Era castaño claro, con cuidadas mechas rubias, muy corto y retirado de la cara, con un estilo elegante que sugería frecuentes viajes a una peluquera que manejaba tijeras y tintes con idéntica habilidad. A juzgar por las arrugas de sus ojos, y gracias a la luz del día que entraba en la sala, pese a que la lluvia empezaba a repiquetear sobre las ventanas del piso, Lynley calculó que estaría en la última etapa de los cuarenta, pero imaginó que ataviada para negocios o placer, maquillada y vista a la indulgente luz artificial de algún restaurante, parecería diez años más joven, como mínimo.
Sostenía una taza de la que se elevaba un humo aromático.
—Caldo de pollo —dijo—. Supongo que debería ofrecerle un poco, pero no sé muy bien qué hay que hacer cuando la policía viene a verte. ¿Es usted policía?
Lynley le tendió su tarjeta. Al contrario que la recepcionista, la examinó antes de devolverla.
—Supongo que no vendrá por alguna de mis chicas.
Caminó hacia el sofá y se sentó en el borde, con la taza de caldo apoyada sobre la rodilla izquierda. Lynley observó que tenía hombros de nadadora y la inflexible postura de una mujer victoriana asfixiada por un corsé.
—Investigo por completo sus antecedentes cuando envían la solicitud. Nadie entra en mis archivos sin, al menos, tres referencias. Si obtienen malos informes de más de dos patronos, las despido. De esta forma nunca tengo problemas. Nunca.
Lynley se sentó en una butaca.
—He venido a hablar sobre un hombre llamado Robin Sage. Entre sus pertenencias encontré la dirección de esta casa, y una referencia a Kate en su agenda. ¿Le conoce? ¿Vino a verla?
—¿Robin? Sí.
—¿Cuándo?
La mujer frunció el ceño.
—No me acuerdo bien. Fue en otoño. Quizá a finales de septiembre.
—¿El once de octubre?
—Pudo ser. ¿Quiere que vaya a comprobarlo?
—¿Tenía cita?
—Podría llamarse así. ¿Por qué? ¿Se ha metido en algún lío?
—Ha muerto.
La mujer cogió con un poco más de firmeza la taza, pero fue la única reacción que Lynley percibió.
—¿Se trata de una investigación?
—Las circunstancias fueron bastante peculiares. —Esperó a que la señora Gitterman hiciera lo normal, o sea, preguntar en qué circunstancias, pero no fue así—. Sage vivía en Lancashire. Supongo que no vino a verla para contratar a una trabajadora eventual, ¿no?
La mujer bebió el caldo.
—Vino a hablar de Susanna.
—Su mujer.
—Mi hermana. —Sacó un cuadrado de hilo blanco del bolsillo, secó las comisuras de su boca y lo volvió a doblar con todo cuidado—. No le había visto ni sabido una palabra de él desde el día del funeral. Su presencia aquí no era muy grata, sobre todo después de lo sucedido.
—Entre su mujer y él.
—Y el niño. El horrible asunto de Joseph.
—Era casi un bebé cuando murió, según tengo entendido.
—Justo tres meses. Murió en la cuna. Susanna fue a despertarle una mañana, pensando que había dormido toda la noche de un tirón por primera vez. Llevaba horas muerto. Ya había empezado el rigor mortis. Le rompió tres costillas, mientras le hacía el boca a boca y le oprimía el tórax. Hubo una investigación, por supuesto, y hubo preguntas relativas a malos tratos cuando se supo lo de las costillas.
—¿Preguntas de la policía? —se sorprendió Lynley—. Si los huesos se rompieron después de la muerte…
—Lo habrían averiguado, lo sé. No fue la policía. La interrogaron, por supuesto, pero en cuanto tuvieron el informe del patólogo, se quedaron satisfechos. De todos modos, hubo rumores en el pueblo. Susanna quedó en una posición muy delicada.
Kate se levantó, caminó hacia la ventana y descorrió las cortinas. La lluvia golpeteaba el cristal.
—Yo le culpé a él —dijo con aire ausente, pero sin excesiva ferocidad—. Todavía lo hago. En cambio, Susanna solo se culpaba a sí misma.
—Yo diría que fue una reacción bastante normal.
—¿Normal? —Kate rio por lo bajo—. Su situación no era en absoluto normal.
Lynley aguardó, sin preguntar ni contestar. Riachuelos de lluvia resbalaban sobre los cristales. Un teléfono sonó en la oficina de abajo.
—Joseph durmió en su habitación los dos primeros meses.
—Muy poco anormal.
Kate no pareció escucharle.
—Después, Robin insistió en que tuviera su propia habitación. Susanna quería tenerle cerca, pero accedió a la petición de Robin. Ella era así. Y él era muy convincente.
—¿Por qué?
—Siempre insistía en que un niño, por pequeño que fuera, aun en su más tierna infancia, sufriría daños irreversibles si era testigo de lo que Robin, con su infinita sabiduría, llamaba «la escena primaria» entre sus padres. —Kate se volvió y bebió más caldo—. Robin se negó a mantener relaciones sexuales mientras el niño durmiera en la habitación. Cuando Susanna quiso… reanudar las relaciones, tuvo que acceder a los deseos de Robin. Ya puede imaginar el efecto de la muerte de Joseph sobre las futuras escenas primarias entre ellos.
El matrimonio se fue al traste enseguida, dijo Kate. Robin se sumió en su trabajo para distraerse. Susanna se hundió en los abismos de la depresión.
—En aquel tiempo, yo trabajaba y vivía en Londres, y la convencí de que se quedara conmigo. La envié a las galerías de arte. Le di libros para que identificara a los pájaros de los parques. Le marqué paseos a pie en el plano de la ciudad, para que cada día siguiera uno. Alguien tenía que hacer algo, a fin de cuentas. Intenté…
—¿Qué?
—Devolverla a la vida. ¿Qué se cree? Se revolcaba en el dolor. Destilaba culpabilidad y odio hacia sí misma. No era bueno para ella, y Robin tampoco contribuía a mejorar la situación.
—Yo diría que debía sufrir lo suyo, también.
—Ella no lo superaba. Cada día volvía a casa y me la encontraba sentada en la cama, con la foto del niño apretada contra el pecho, con el deseo de hablar y revivirlo todo. Día tras día. Como si hablar de ello hubiera servido de algo. —Kate volvió al sofá y dejó la taza sobre un redondel de mosaico que hacía las veces de posavasos en la mesita auxiliar—. Se estaba mortificando. No quería olvidar. Yo le decía que debía hacerlo. Era joven. Tendría otro hijo, al fin y al cabo. Joseph había muerto. Lo habían enterrado. Si no salía de aquel círculo vicioso y se preocupaba por ella, la enterrarían con él.
—Como así sucedió.
—También le culpé a él por eso, con sus escenas primarias y su miserable creencia en la intervención de Dios en nuestras vidas. Eso le decía, que la muerte de Joseph era obra de la mano de Dios. Qué bestia de hombre. Solo le faltaba a Susanna escuchar aquella basura. Solo le faltaba creer que Dios la había castigado. ¿Por qué? ¿Por qué?
Kate sacó el pañuelo por segunda vez. Lo apretó contra la frente, aunque no daba la impresión de que estuviera sudando.
—Lo siento —dijo—. Es insoportable recordar algunas cosas de la vida.
—¿Por eso vino Robin Sage a verla, para compartir recuerdos?
—Le entró un súbito interés por ella. Se había desentendido de su vida durante los seis meses previos a su muerte, pero de repente le entró la curiosidad. ¿Qué hacía cuando estaba contigo?, quiso saber. ¿Adonde iba? ¿De qué hablaba? ¿Cómo se comportaba? ¿A quién conoció? —Kate lanzó una amarga carcajada—. Después de tantos años. Me entraron deseos de hacerle una cara nueva. Las ganas que tenía de verla enterrada.
—¿Qué quiere decir?
—Se dedicaba a identificar los cadáveres que la marea arrojaba a la costa. En dos o tres ocasiones dijo que se trataba de Susanna, se equivocaba de estatura, de color del cabello cuando quedaba cabello, de peso… Daba igual. Siempre tenía esa desagradable prisa.
—¿Por qué?
—No lo sé. Al principio, pensé que deseaba casarse con otra mujer y necesitaba que declararan muerta oficialmente a Susanna a tal efecto.
—Pero no se casó.
—No. Supuse que la mujer, fuera quien fuese, le había dejado plantado.
—¿Significa algo para usted el nombre de Juliet Spence? ¿Habló Sage de una mujer llamada Juliet Spence cuando vino a verla? ¿Susanna mencionó alguna vez a Juliet Spence?
La mujer meneó la cabeza.
—¿Por qué?
—Envenenó a Robin Sage. El mes pasado, en Lancashire.
Kate alzó una mano, como para tocar su cabello perfectamente cepillado. Sin embargo, la dejó caer antes de que entrara en contacto. Sus ojos adquirieron un brillo distante.
—Qué extraño. Creo que me alegro.
Lynley no se sintió sorprendido.
—¿Habló su hermana de otros hombres cuando se alojó con usted? ¿Vio a otros hombres cuando su matrimonio comenzó a desmoronarse? ¿Es posible que su marido lo descubriera?
—No hablaba de hombres, solo de bebés.
—Existe una relación indiscutible entre ambos.
—Una desafortunada peculiaridad de nuestra especie, en mi opinión. Todo el mundo ansia el orgasmo sin pararse a pensar que es una mera trampa biológica diseñada a efectos de la reproducción. Qué absurdo.
—Las personas se involucran mutuamente. Buscan comunicación, además de amor.
—Aún más imbéciles.
Lynley contempló a la mujer, y se preguntó cuánto habría sufrido su hermana. Lastimosas peticiones de aceptación y comprensión. No era extraño que se considerara aislada de la humanidad.
—¿Tiene idea de para qué Robin Sage podría llamar a Servicios Sociales de Londres?
Kate capturó un cabello que había caído en la solapa de su bata.
—Me estaría buscando, sin duda.
—¿Les proporciona trabajadoras eventuales?
—No. Estoy en este negocio desde hace ocho años, pero antes trabajé en Servicios Sociales. Debió ser el primer sitio al que telefoneó.
—Pero su nombre estaba en su agenda antes de sus visitas o llamadas a Servicios Sociales. ¿Por qué?
—No lo sé. Quizá quería examinar los papeles de Susanna, en el curso de ese viaje al pasado que había emprendido. Puede que Servicios Sociales de Truro interviniera cuando el niño murió. Quizá estaba siguiendo el rastro de los papeles de Susanna hasta Londres.
—¿Por qué?
—¿Para leerlos? ¿Para aclarar las cosas de una vez por todas?
—¿Para descubrir si Servicios Sociales sabía lo que otra persona afirmaba saber?
—¿Sobre la muerte de Joseph?
—¿Es posible?
La mujer cruzó los brazos bajo los pechos.
—No veo cómo. Si hubo algo sospechoso en su muerte, habría sido investigado, inspector.
—Quizá se trató de algo ambiguo, algo susceptible de interpretarse de otra manera.
—¿Por qué ese interés repentino? Desde el momento en que Joseph murió, Robin no demostró el menor interés por otra cosa que no fuera su ministerio. «Superaremos esto por la gracia de Dios», dijo a Susanna. —Kate apretó los labios en una mueca de desagrado—. La verdad, no la hubiera culpado en lo más mínimo si hubiera tenido la suerte de encontrar a otro hombre. Solo olvidar a Robin unas cuantas horas se le habría antojado el paraíso.
—¿Cabe la posibilidad de que lo hiciera? ¿Usted intuyó algo?
—Por sus conversaciones, no. Cuando no hablaba de Joseph, intentaba que le contara mis casos. Era una forma más de castigarse.
—Eso quiere decir que usted era una asistenta social. Yo pensaba…
Hizo un ademán, en dirección a la escalera.
—Que era una secretaria. No. Mis aspiraciones eran bastante más ambiciosas. En un tiempo, llegué a creer que podía ayudar a la gente, cambiar vidas, mejorar las cosas. Qué ridiculez. Diez años en Servicios Sociales dio buena cuenta de mis fantasías.
—¿Qué clase de trabajo hacia?
—Madres y niños. Visitas a domicilio. Cuanto más lo hacía, más comprendía qué mito había creado nuestra cultura alrededor del parto, describiéndolo como el acto más noble al que puede aspirar una mujer. Mentiras espantosas, todas fabricadas por hombres. La mayoría de mujeres que veía eran desgraciadas, cuando no demasiado incultas o ignorantes para comprender el alcance de su situación.
—Pero su hermana creía en el mito.
—En efecto. Y eso la mató, inspector.