Polly se acomodó en la bañera y dejó que el agua se elevara a su alrededor. Intentó concentrarse en el calor que inyectó entre sus piernas y acarició sus muslos cuando se hundió, pero se inmovilizó en mitad de un gemido y cerró los ojos con fuerza. Vio la imagen en negativo de su cuerpo, que se desvanecía poco a poco ante sus párpados. Diminutos pozos rojos lo reemplazaron. Después, se tiñeron de negro. Eso era lo que deseaba, la negrura. La necesitaba detrás de sus párpados, pero también la quería en su mente.
Estaba mucho más dolorida que aquella tarde en la vicaría. Se sentía como si le hubieran aplicado el potro, hasta desgarrar los ligamentos de sus ingles. Los huesos de la pelvis y el pubis parecían estar rotos, destrozados. Le dolían la espalda y el cuello, pero se trataba de un dolor que, con el tiempo, desaparecería, pero temía que no ocurriría lo mismo con el otro dolor interno, que jamás la abandonaría.
Si solo veía la negrura, no tendría que ver nunca más la cara de Colin: el modo en que sus labios se curvaron, la visión de sus dientes y sus ojos como hendiduras. Si solo veía la negrura, no tendría que verle cuando se puso de pie tambaleante, después, con el pecho hinchado y borrando de su boca el sabor de Polly con el dorso de una mano. No tendría que verle apoyado contra una pared mientras se ponía los pantalones. Aún tendría que soportar el resto, por supuesto. La incansable voz gutural y la certeza de lo repugnante que le resultaba. La invasión de su lengua. La mordedura de sus dientes, los arañazos de sus manos, y por fin, los golpes. Tendría que vivir con aquello. No había píldoras para el olvido que borraran aquellos recuerdos, por mucho que quisiera confiar en su existencia.
Lo peor era saber que se lo merecía. Al fin y al cabo, su vida estaba gobernada por las leyes del Arte y ella había violado la más importante.
Ocho palabras satisfacen al Supremo Hacedor
mientras no hagas daño, haz lo que quieras.
Durante todos aquellos años estuvo convencida de que había trazado el círculo por el bien de Annie, pero en lo más profundo de su corazón había pensado, y esperado, que Annie moriría y que su fallecimiento serviría para que Colin se acercara más a ella, impulsado por un dolor que querría compartir con alguien próximo a su mujer. De aquella forma, había creído, llegarían a amarse y él olvidaría. Con este final, al que ella calificaba de noble, generoso y correcto, empezó a trazar el círculo y a celebrar el Rito de Venus. Daba igual que no hubiera cambiado ese Rito hasta casi un año después de la muerte de Annie. La Diosa no era, y nunca había sido, idiota. Siempre leía en el alma del suplicante. La Diosa oía el cántico:
Dios y Diosa de los cielos
concededme el amor de Colin.
Y recordaba que tres meses antes de la muerte de Annie Shepherd, su amiga Polly Yarkin —con sublimes poderes solo al alcance de una niña concebida de una bruja, concebida dentro del círculo mágico, cuando la luna estaba llena en Libra y su luz bañaba el altar de piedra dispuesto en la cumbre de Cotes Fell— había dejado de celebrar el Rito y cambiado al de Saturno. Polly había quemado madera de roble, vestida de negro, respirado incienso de jacinto y rezado por la muerte de Annie. Se había dicho que el miedo a la muerte era absurdo, que el final de una vida llegaba como una bendición cuando el sufrimiento había sido profundo. Así había justificado la maldad, consciente en todo momento de que la Diosa no dejaría sin castigo su perversidad.
Todo, hasta hoy, había sido un preludio a la descarga de Su ira, y la Diosa había ejercido Su venganza de una forma equivalente al mal cometido, entregando Colin a Polly en forma de lujuria y violencia, no de amor, volviendo la tríada mágica contra su creadora. Qué estupidez pensar que Juliet Spence, por no mencionar las atenciones de Colin para con ella, era el castigo de la Diosa. Verles juntos y comprender lo que significan el uno para el otro había servido de simple preludio a la mortificación que se avecinaba.
Ya había terminado. No podía suceder nada peor, excepto la muerte. Y como ya estaba más que medio muerta, ni siquiera eso se le antojaba tan terrible.
—Polly, cariño, ¿qué estás haciendo?
Polly abrió los ojos y se levantó del agua con tal rapidez que el agua se derramó por un lado de la bañera. Contempló la puerta del cuarto de baño. Detrás, oyó los resuellos de su madre. Por lo general, Rita solo subía la escalera una vez al día, para acostarse, y como nunca lo hacía hasta pasada la medianoche, Polly había supuesto que estaría a salvo cuando había anunciado, nada más entrar en el pabellón, que no quería cenar, para correr a continuación hasta el cuarto de baño y encerrarse en él. Cogió una toalla.
—¡Polly! ¿Aún te estás bañando, muchacha? He oído correr el agua desde mucho antes de la cena.
—Acabo de empezar, Rita.
—¿Acabas de empezar? Oí correr el agua en cuanto llegaste a casa. Hace más de dos horas. ¿Qué pasa, cariño? —Rita arañó la puerta con sus uñas—. ¿Polly?
—Nada.
Polly se envolvió en la toalla cuando salió de la bañera. Hizo una mueca cada vez que levantó una pierna.
—Nada, y un huevo. La higiene es necesaria, lo sé, pero te estás pasando. ¿Cuál es la historia? ¿Te estás emperifollando para algún muchachito que esta noche entrará por tu ventana? ¿Tienes una cita con alguien? ¿Quieres que te perfume con mi Giorgio?
—Estoy cansada. Me voy a la cama. Vuelve a la tele, ¿vale?
—No vale. —Volvió a tabalear sobre la puerta—. ¿Qué ocurre? ¿Te encuentras mal?
Polly se ciñó más la bata. El agua resbaló por sus piernas hasta la manchada alfombrilla verde del suelo.
—Estoy bien, Rita.
Intentó decirlo con la mayor naturalidad posible, mientras rebuscaba en sus recuerdos cómo interactuaban su madre y ella, para encontrar el tono de voz apropiado. ¿Tendría que estar ya irritada con Rita? ¿Debería reflejar impaciencia su voz? No se acordaba. Eligió un tono cordial.
—Vuelve abajo. ¿No hacen ahora tu serie policíaca favorita? ¿Por qué no te cortas un trozo de ese pastel? Córtame uno a mí también y déjalo sobre la encimera.
Aguardó la respuesta, los sonidos de la partida de Rita, pero no se oyó nada al otro lado de la puerta. Polly la contempló con cautela. Notó frío en la piel mojada que tenía al descubierto, pero no se decidía a quitarse la toalla, desnudar su cuerpo para secarlo y tener que contemplarlo de nuevo.
—¿Pastel? —preguntó asombrada Rita.
—Puede que coma un trozo.
El pomo de la puerta retembló. La voz de Rita era perentoria.
—Abre, muchacha. No has tomado pastel en quince años. Algo pasa y quiero saber qué.
—Rita…
—No juegues conmigo, cariño. A menos que pienses saltar por la ventana, ya puedes ir abriendo la puerta, porque no me moveré de aquí hasta que lo hagas.
—Por favor. No pasa nada.
El pomo de la puerta volvió a temblar. La puerta se movió.
—¿Tendré que pedir ayuda a nuestro agente de policía local? —preguntó su madre—. No me costaría nada telefonearle. ¿Por qué se me antoja que a ti no te haría ninguna gracia?
Polly cogió el albornoz y retiró el cerrojo. Se envolvió con el albornoz, y ya se estaba atando el cinturón cuando su madre abrió la puerta. Polly se dio la vuelta a toda prisa y se quitó la goma del cabello para que cayera sobre su cara.
—El señor Colin Shepherd estuvo aquí hoy —informó Rita—. Vino con el cuento de que quería encontrar herramientas para arreglar la puerta de nuestro cobertizo. Un tipo muy agradable, nuestro policía local. ¿Sabes algo de eso, cariño?
Polly meneó la cabeza y forcejeó con el nudo que había hecho en el cinturón del albornoz. Contempló los movimientos de sus dedos y aguardó a que su madre desistiera de su esfuerzo por comunicarse y saliera. Rita, sin embargo, siguió en su sitio.
—Será mejor que me lo cuentes, muchacha.
—¿Qué?
—Lo que pasó.
Entró en el cuarto de baño y dio la impresión de llenarlo con su tamaño, su perfume y, sobre todo, su energía. Polly intentó reunir fuerzas para defenderse, pero su voluntad se había debilitado.
Oyó el tintineo de los brazaletes cuando el brazo de Rita se alzó detrás de ella. No se encogió, pues sabía que su madre no tenía intención de pegarle, pero esperó con temor la reacción de Rita cuando no percibiera la menor emanación, como una ola palpable, del cuerpo de Polly.
—No tienes aura —dijo Rita—, ni tampoco calor. Date la vuelta, Polly.
—Rita, por favor. Estoy cansada. He estado trabajando todo el día y quiero irme a la cama.
—No me vengas con rollos. He dicho que te des la vuelta. Ya.
Polly hizo un nudo doble en el cinturón. Sacudió la cabeza para que el cabello la ocultara un poco más. Se volvió lentamente.
—Solo estoy cansada, y un poco molida. Esta mañana resbalé en el camino particular de la vicaría y me di un golpe en la cara. Me duele. Me pincé un músculo de la espalda o algo así, también. Pensé que un baño caliente…
—Levanta la cabeza. Ya.
Polly sintió la energía que impulsaba la orden. Derrumbó la escasa resistencia que había interpuesto. Alzó la barbilla, con la vista baja. Escasos centímetros la separaban de la cabeza de chivo que colgaba del collar de su madre. Concentró sus pensamientos en el chivo, su cabeza y en lo mucho que recordaba a la bruja desnuda que se erguía en el centro del pentagrama, donde se iniciaban los Ritos y se formulaban las súplicas.
—Apártate el cabello de la cara.
La mano de Polly cumplió el deseo de su madre.
—Mírame.
Sus ojos obedecieron.
El aliento de Rita silbó entre sus dientes cuando tomó aire, cara a cara con su hija. Sus pupilas se expandieron rápidamente sobre la superficie de los iris, y después se convirtieron en diminutos puntos negros. Levantó la mano y movió los dedos a lo largo del cardenal que surcaba la piel de Polly desde el ojo a la cara. No llegó a tocarlo, pero Polly sintió el tacto de sus dedos. Flotaron sobre el ojo hinchado. Se deslizaron desde la mejilla a la boca. Por fin, se hundieron en su cabello, con una mano a cada lado de la cara, y aquel contacto pareció enviar vibraciones a todo su cráneo.
—¿Qué más tenemos? —preguntó Rita.
Polly notó que los dedos cogían con fuerza su cabello.
—Nada. Me caí. Estoy un poco molida —dijo, sin la menor convicción en la voz.
—Abre el albornoz.
—Rita.
Las manos de Rita aumentaron su presión, no con violencia, sino como si proyectaran calor, como círculos en un estanque cuando una piedra ha golpeado su superficie.
—Abre el albornoz.
Polly deshizo el primer nudo, pero descubrió que el segundo se le resistía. Su madre lo hizo por ella, con sus largas uñas azules y manos tan inseguras como su respiración. Apartó el albornoz del cuerpo de su hija y dio un paso atrás cuando cayó al suelo.
—Santa Madre —dijo Rita—. ¿No fue él quien lo hizo, después de salir de aquí?
—Olvídalo —dijo Polly.
—¿Que lo…?
El tono de Rita expresó incredulidad.
—No le hice ningún bien. Mis deseos no eran puros. Mentí a la Diosa. Me oyó y me castigó. No fue él. Estaba en sus manos.
Rita la cogió por el brazo y la volvió hacia el espejo que colgaba sobre el lavabo. Aún estaba opaco a causa del vapor. Rita lo frotó vigorosamente con la mano, que luego secó en el caftán.
—Mírate, Polly —dijo—. Mírate bien. Ya.
Polly vio reflejado lo que ya había visto. La profunda marca de sus dientes en su pecho, los morados, las señales apaisadas de los golpes. Cerró los ojos, pero sintió que las lágrimas intentaban abrirse paso a través de las pestañas.
—¿Crees que Ella castiga así, muchacha? ¿Crees que envía a algún bastardo con intenciones de violar?
—El deseo recae tres veces en quien desea, sea cual fuese. Tú lo sabes. Mis deseos no eran puros. Deseaba a Colin, pero él pertenecía a Annie.
—¡Nadie pertenece a nadie! —exclamó Rita—. Y Ella no utiliza el sexo, el auténtico poder de la creación, para castigar a Sus sacerdotisas. Has perdido el juicio. Piensas de ti lo que pensaban aquellos santos cristianos maricones: «Pasto de gusanos… un montón de estiércol. Ella es la puerta por la que entra el diablo… Es como el aguijón del escorpión…». Eso piensas de ti, ¿eh? Algo que merece ser pisoteado. Algo maligno.
—Me porté mal con Colin. Tracé el círculo…
Rita la obligó a volverse y agarró sus manos con firmeza.
—Y volverás a trazarlo, ahora mismo, conmigo. A Marte. Como tenías que haber hecho.
—Lo tracé a Marte como tú dijiste la otra noche. Ofrecí las cenizas a Annie. Puse la piedra anular, pero yo no era pura.
—¡Polly! —Rita la agitó—. Lo hiciste bien.
—Quería que ella muriera. No puedo borrar ese deseo.
—¿Crees que ella no quería morir también? El cáncer roía sus entrañas, cariño. Se propagó desde sus ovarios hasta el estómago y el hígado. No habrías podido salvarla. Nadie habría podido salvarla.
—La Diosa sí, si se lo hubiera pedido como es debido, pero no fue así, y me castigó.
—No seas estúpida. Lo que ha pasado hoy no tiene nada que ver con el castigo. Es maldad, la maldad de él. Y pagará por lo que ha hecho.
Polly apartó las manos de su madre.
—No puedes utilizar magia contra Colin. No te lo permitiré.
—Créeme, muchacha, no pienso utilizar magia. Pienso utilizar a la policía.
Giró en redondo y se encaminó a la puerta.
—No. —Polly se estremeció de dolor cuando se agachó para coger el albornoz del suelo—. Será inútil. No hablaré con ellos. No diré ni una palabra.
Rita se volvió.
—Vas a escucharme…
—No, tú me escucharás a mí, mamá. No importa lo que hizo.
—¿Que no…? Eso es como decir que tú no importas. Polly ató con firmeza el albornoz.
—Sí, lo sé —dijo.
—Por lo tanto, la conexión con Servicios Sociales consiguió que Tommy se convenciera aún más de que existe una relación con Maggie, fueran cuales fuesen las razones de su madre para deshacerse del vicario.
—Y tú, ¿qué piensas?
St. James abrió la puerta de su habitación y la cerró con llave.
—No sé. Hay algo que todavía no encaja.
Deborah se quitó los zapatos de una patada y se derrumbó sobre la cama. Levantó las piernas a la manera hindú y se masajeó los pies. Suspiró.
—Siento los pies como si tuvieran veinte años más que yo. Creo que los zapatos de mujer están diseñados por sádicos. Deberían fusilarlos.
—¿A los zapatos?
—También.
Liberó su cabello de una peineta de carey y la tiró sobre el tocador. Llevaba un vestido de lana verde, del mismo color que sus ojos, y se onduló a su alrededor como un manto.
—Puede que tus pies se sientan como si tuvieran cuarenta y cinco años —observó Simon—, pero tú aparentas quince.
—Es la luz, Simon. Agradablemente amortiguada. Ve acostumbrándote. En los años venideros, ese tipo de luz será el que habrá cada vez más en casa.
St. James lanzó una risita y se quitó la chaqueta, así como el reloj, que dejó sobre la mesita de noche, bajo una lámpara de pantalla con borlas, cuyos extremos se habían enmarañado. Se sentó a su lado en la cama y volvió la pierna lisiada para acomodarse mejor.
—Me alegro —dijo.
—¿Por qué? ¿Te has aficionado de repente a las luces amortiguadas?
—No, pero sí a los años venideros. Que vamos a pasar juntos, quiero decir.
—¿Acaso pensabas lo contrario?
—La verdad, contigo nunca sé qué pensar.
Deborah levantó las piernas, apoyó la barbilla sobre ellas y rodeó su cuerpo con el vestido. Miró hacia el cuarto de baño.
—No vuelvas a pensar eso, mi amor. No permitas que lo que soy, o quién soy, te impulse a pensar que nos separaremos. Soy difícil, lo sé…
—Siempre lo fuiste.
—… pero nuestra unión es lo más importante de mi vida. —Como St. James no contestó, volvió la cabeza, todavía apoyada sobre las rodillas, hacia él—. ¿Me crees?
—Quiero creerte.
—¿Pero?
St. James enrolló alrededor de su dedo un rizo de Deborah y examinó cómo capturaba la luz. El color oscilaba entre el rojo, el castaño y el rubio. No supo qué nombre darle.
—A veces, el problema de vivir y su confusión general se cruzan en el camino de la unidad —empezó diciendo—. Cuando eso ocurre, es fácil olvidar dónde empezaste, adonde te dirigías y por qué te liaste con la otra persona.
—Nunca ha representado el menor problema para mí. Siempre estuviste en mi vida y siempre te quise.
—¿Pero?
Deborah sonrió y se escurrió con mayor habilidad de la que St. James pensaba.
—La noche que me besaste por primera vez dejaste de ser el señor St. James, el héroe de mi infancia, y te convertiste en el hombre con quien me propuse casarme. Así de sencillo.
—Nunca es tan sencillo, Deborah.
—Yo creo que sí, siempre que dos mentes sean una.
Le besó en la frente, en el puente de la nariz, en la boca. St. James deslizó la mano desde su cabello a la nuca, pero Deborah saltó de la cama, bajó la cremallera del vestido y bostezó.
—¿Quieres decir que perdimos el tiempo, yendo a Bradford?
Se encaminó al ropero y buscó una percha. St. James la miró, perplejo, sin captar el sentido de sus palabras.
—¿Bradford?
—Robin Sage. ¿Descubristeis algo en la vicaría sobre su matrimonio, la mujer sorprendida en adulterio, o san José?
St. James aceptó el cambio de tema, por el momento. Al fin y al cabo, facilitaba las cosas.
—Nada, pero sus cosas estaban guardadas en cajas de cartón, docenas de ellas, y puede que aún podamos descubrir algo. No obstante, Tommy lo considera improbable. Cree que la verdad está unida a la relación entre Maggie y su madre.
Deborah se quitó el vestido por la cabeza.
—De todos modos, no sé por qué habéis desechado el pasado —dijo, con la voz ahogada por los pliegues de la tela—. Parecía tan prometedor: una esposa misteriosa, un accidente náutico todavía más misterioso, todo eso. Quizá telefoneara a Servicios Sociales por razones que no tengan nada que ver con la muchacha.
—Es cierto, pero ¿para qué telefonear a Servicios Sociales de Londres? ¿Por qué no llamó a una sede local, si se trataba de un problema local?
—A ese respecto, y si sus llamadas estaban relacionadas con Maggie, ¿por qué consultar a Londres el problema de la chica?
—No querría que su madre se enterara, supongo.
—Podría haber telefoneado a Manchester, o a Liverpool, ¿no? Y si no lo hizo, ¿por qué no lo hizo?
—Esa es la cuestión. Sea como fuera, hay que descubrir la respuesta. Supón que telefoneara por algo que Maggie le había confiado. Si estaba invadiendo lo que Juliet Spence consideraba su territorio, la educación de su hija, y si lo estaba invadiendo de una forma amenazadora para ella, y si le reveló dicha invasión para forzarla de alguna forma, ¿no crees que ella tal vez se rebeló contra la situación?
—Sí. Me inclino a pensar que sí.
Deborah colgó el vestido y lo alisó en la percha. Su aspecto era pensativo.
—Pero no estás convencida.
—No es eso. —Cogió la bata, se la puso y se sentó en la cama, a su lado. Se estudió los pies—. Es que… —Frunció el ceño—. Quiero decir… Lo más probable es que si Juliet Spence le asesinó y si Maggie es el motivo de que le asesinara, lo hizo porque sentía que ella estaba amenazada. Es su hija, al fin y al cabo. No lo olvides. No olvides lo que eso significa.
St. James notó que los pelos de su nuca se erizaban, como una advertencia. Sabía que la frase final de Deborah podía conducirles hacia terrenos resbaladizos. Calló y esperó a que continuara. Deborah lo hizo, y su mano trazó una configuración en el cubrecama, entre ambos.
—Es el ser que creció en sus entrañas durante nueve meses, que escuchó los latidos de su corazón, que compartió el flujo de su sangre, que pataleó y se agitó durante los últimos meses para anunciar su presencia. Maggie surgió de su cuerpo. Mamó de sus pechos. Al cabo de unas semanas, ya reconocía su cara y su voz. Creo… —Sus dedos se detuvieron. Intentó adoptar un tono práctico, pero fracasó—. Una madre haría cualquier cosa con tal de proteger a su hijo. Quiero decir… ¿No haría cualquier cosa para proteger la vida que creó? ¿No crees que, en el fondo, es la causa de este asesinato?
—¡Josephine Eugenia! —gritó Dora Wragg en algún lugar del hostal—. ¿Dónde te has metido? ¿Cuántas veces he de decirte…?
El ruido de una puerta al cerrarse apagó sus palabras.
—No todo el mundo es como tú, mi amor —dijo St. James—. No todo el mundo siente lo mismo por sus hijos.
—Pero si es su única hija…
—¿Nacida en qué circunstancias? ¿Qué clase de impacto produjo en su vida? ¿De qué forma puso a prueba su paciencia? ¿Quién sabe lo ocurrido entre ellas? No puedes mirar a la señora Spence y a su hija a través del filtro de tus propios deseos. No puedes ponerte en su lugar.
Deborah lanzó una amarga carcajada.
—Lo sé.
St. James comprendió que había dado la vuelta a sus palabras para autoflagelarse.
—No —dijo—. No sabes lo que el futuro te depara.
—¿Cuando el pasado es su prólogo?
Deborah meneó la cabeza. St. James no pudo ver su cara, salvo un fragmento de mejilla, como un pequeño cuarto de luna, casi cubierto por el cabello.
—A veces, el pasado es el prólogo del futuro, pero otras, no.
—Aferrarse a ese tipo de creencia es una manera muy fácil de evadir la responsabilidad, Simon.
—Ya lo creo, pero también puede ser una manera de seguir adelante, ¿no? Siempre miras hacia atrás en busca de augurios, mi amor, pero eso solo te causa dolor.
—Mientras tú nunca buscas augurios.
—Eso es lo peor —admitió St. James—. No busco augurios. Para nosotros, al menos.
—¿Y para los demás? ¿Para Tommy y Helen? ¿Para tus hermanos? ¿Para tu hermana?
—Tampoco. Seguirán su camino, pese a mis meditaciones sobre lo que les guio hacia sus decisiones.
—Entonces, ¿para quién?
St. James no contestó. La verdad era que sus palabras habían traído a su recuerdo un fragmento de una conversación sobre el que deseaba pensar, pero temía cambiar de tema, no fuera que Deborah malinterpretara su actitud.
—Dime. —Su mujer empezaba a encresparse. Lo supo cuando vio que sus dedos se extendían y pellizcaban el cubrecama—. Te ronda algo por la cabeza y no me gusta nada que me dejen plantada cuando estamos hablando de…
St. James apretó su mano.
—No tiene nada que ver con nosotros, Deborah, ni con esto.
—Entonces… —Ella lo adivinó enseguida—. Con Juliet Spence.
—Tus instintos suelen ser correctos en lo tocante a personas y situaciones. Los míos no. Siempre busco los hechos escuetos. Tú te sientes más a gusto con las conjeturas.
—¿Y?
—Fuiste tú quien habló del pasado como prólogo del futuro. —Se desanudó la corbata, la pasó por encima de su cabeza y la tiró en dirección al tocador. No llegó y cayó sobre uno de los tiradores—. Polly Yarkin escuchó una conversación que Sage sostuvo el día que murió por teléfono. Estaba hablando del pasado.
—¿Con la señora Spence?
—Creemos que sí. Dijo algo acerca de juzgar… —Se detuvo en el acto de desabotonarse la camisa. Buscó las palabras exactas que Polly había recitado—. «Usted puede juzgar lo que ocurrió entonces».
—El accidente náutico.
—Creo que eso es lo que me ha estado intrigando desde que nos fuimos de la vicaría. Esa afirmación no encaja con su interés en Servicios Sociales, me parece a mí, pero algo me dice que encaja en otra parte. Polly dijo que había estado rezando todo el día. No comió.
—Ayuno.
—Sí, pero ¿por qué?
—Quizá no tenía hambre.
St. James consideró otras opciones.
—Sacrificio, penitencia.
—¿Por un pecado? ¿Cuál?
St. James terminó de desabrocharse la camisa y la tiró al igual que la corbata. También erró su objetivo y cayó al suelo.
—No lo sé —dijo—, pero apostaría cualquier cosa a que la señora Spence sí.