22

Creo que no deberíamos parar todavía, Nick —dijo Maggie, con toda la firmeza que pudo reunir.

Le dolía una enormidad la mandíbula, por culpa de apretar los dientes para impedir que castañetearan, y tenía las puntas de los dedos entumecidas, pese a que había conservado las manos en los bolsillos durante casi todo el trayecto. Estaba cansada de andar y tenía agujetas de saltar setos, muros o a la cuneta cuando oían el ruido de un coche. De todos modos, aún era temprano, si bien había oscurecido, y sabía que la oscuridad representaba su mayor esperanza de huir.

Caminaban apartados de la carretera siempre que era posible, en dirección suroeste, hacia Blackpool. Era difícil caminar por las tierras de labranza y los páramos, pero Nick no quería ni oír hablar de poner el pie en la calzada hasta que se hubieran alejado de Clitheroe ocho o nueve kilómetros. Ni siquiera entonces aceptaría salir a la carretera principal de Longridge, donde pensaban parar a un camión que les condujera a Blackpool. Insistió en que debían ceñirse a las sinuosas sendas apartadas, rodear las granjas, atravesar caseríos y campos cuando fuera preciso. La ruta que había elegido les alejaba kilómetros y kilómetros de Longridge, pero existían menos riesgos y Maggie aplaudió su decisión. En Longridge, dijo, nadie se volvería a mirarles dos veces, pero hasta entonces debían mantenerse apartados de la carretera.

No llevaba reloj, pero sabía que no podían ser más de las ocho u ocho y media. Daba la impresión de que era más tarde, pero era a causa de que estaban cansados, hacía frío y la comida que Nick había conseguido traer al aparcamiento la habían terminado hacía rato. De hecho, no había gran cosa —¿qué se podía comprar con menos de tres libras?—, y si bien la dividieron a partes iguales y hablaron de hacerla durar hasta el día siguiente, habían comido primero las patatas fritas, después las manzanas para aplacar la sed, y devorado el pequeño paquete de galletas como postre. Nick no había parado de fumar desde aquel momento, para mantener a raya el hambre. Maggie había intentado olvidar la suya, lo cual no le había costado mucho, pues era más conveniente concentrarse en el frío. Le dolían las orejas por su culpa.

—Es demasiado pronto para detenernos ahora Nick —repitió Maggie, cuando el muchacho estaba a punto de saltar otro muro de piedra seca—. Aún no nos hemos alejado lo bastante. ¿Adonde vas?

Nick señaló tres cuadrados de luz amarilla a cierta distancia, al otro lado del campo en que se encontraban, al otro lado del muro.

—Una granja —anunció—. Habrá un establo, seguro. Dormiremos allí.

—¿En un establo?

Nick se echó hacia atrás el pelo.

—¿Qué te pensabas, Mag? No tenemos dinero. No podemos alquilar una habitación, ¿verdad?

—Pero yo pensaba…

Vaciló, y entornó los ojos para observar las luces. ¿Qué había pensado? Huir, fugarse, no ver a nadie más excepto a Nick, dejar de pensar, dejar de preguntarse, encontrar un lugar donde esconderse.

Nick esperaba. Introdujo la mano en el bolsillo y sacó su Marlboro. Golpeó el paquete contra la mano. El último cigarrillo cayó en su palma. Arrugó el paquete.

—Quizá deberías guardarte el último —dijo—. Para después. Ya sabes.

—No.

Aplastó el paquete y lo tiró. Encendió el cigarrillo mientras ella trepaba por las piedras sueltas y saltaba el muro. Rescató el paquete de entre las malas hierbas y lo alisó con cuidado, dobló y guardó en el bolsillo.

—Una pista —dijo, a modo de explicación—. Si nos buscan, no vamos a dejar un rastro, ¿verdad? Por si nos buscan.

Nick asintió.

—De acuerdo. ¿Vamos, pues?

Cogió su mano y se dirigió hacia las luces.

—¿Por qué nos paramos ahora? —preguntó una vez más Maggie—. Es muy pronto, ¿no crees?

Nick contempló el cielo nocturno, la posición de la luna.

—Tal vez. —Nick fumó un momento con aire pensativo—. Escucha, descansaremos aquí un rato y dormiremos en otro sitio. ¿No te sientes hecha polvo? ¿No tienes ganas de sentarte?

Sí, pero pensaba que, si se sentaba un momento, ya no podría levantarse. Sus zapatos de la escuela no eran muy adecuados para caminar, y pensó que en cuanto su cabeza enviara a los pies el falso mensaje de que su paseo nocturno había terminado, sus pies se negarían a colaborar al cabo de una hora.

—No sé…

Se estremeció.

—Y tú necesitas un sitio caliente —afirmó sin vacilar Nick, y la guio hacia las luces.

El campo que atravesaban era un terreno de pasto, bastante irregular. Estaba sembrado de excrementos de oveja, que parecían sombras sobre la escarcha. Maggie pisó un montón, resbaló y estuvo a punto de caer. Nick la sujetó.

—Mag, vigila la mierda. Menos mal que no hay vacas por aquí —añadió con una carcajada.

Rodeó su brazo y la invitó a compartir el cigarrillo. Ella lo aceptó, chupó y expulsó el humo por la nariz.

—Acábalo tú —dijo.

Nick pareció complacido. Continuaron caminando, pero Nick se detuvo de repente cuando casi habían llegado al otro lado del campo. Un enorme rebaño de ovejas estaba acurrucado contra el muro opuesto, como montoncitos de nieve sucia en la oscuridad. Nick dijo en voz baja algo que sonó como «Hey, ay, ishhh», mientras se acercaban con cautela al perímetro del rebaño. Extendió la mano ante él. Como en respuesta, los animales se apretujaron para permitir el paso a Nick y Maggie, pero no se asustaron, balaron y no huyeron.

—Sabes lo que hay que hacer —dijo Maggie, y sintió un cosquilleo detrás de los ojos—. Nick, ¿por qué sabes siempre lo que hay que hacer?

—Solo con ovejas, Mag.

—Pero lo sabes. Es algo que me gusta mucho de ti. Sabes lo que hay que hacer.

El muchacho miró hacia la granja. Se alzaba al otro lado de un corral y otro conjunto de muros.

—Sé cómo tratar a las ovejas —dijo.

—No solo a las ovejas. De veras.

Nick se arrodilló junto al muro y apartó una oveja. Maggie se acurrucó a su lado. El chico dio vueltas al cigarrillo entre los dedos y, al cabo de un momento, exhaló un largo suspiro, como si fuera a hablar. Maggie aguardó.

—¿Qué? —dijo por fin.

Nick meneó la cabeza. Su pelo resbaló sobre la frente y la mejilla, y se concentró en terminar el cigarrillo. Maggie le cogió del brazo y se aplastó contra él. Era agradable estar allí, con la lana y el aliento de los animales, que les daban calor. Casi pensó en parar la noche en aquel mismo lugar. Levantó la cabeza.

—Estrellas —dijo—. Siempre he deseado saber sus nombres, pero solo conozco la Estrella Polar, porque es la más brillante. Es… —Giró en redondo—. Debería estar…

Frunció el ceño. Si Longridge estaba al oeste de Clitheroe, y un poquito al sur, la Estrella Polar debería estar… ¿Dónde estaba su brillante destello?

—Nick —dijo poco a poco—, no encuentro la Estrella Polar. ¿Nos hemos perdido?

—¿Perdido?

—Creo que vamos en dirección contraria, porque la Estrella Polar no está donde…

—No podemos guiarnos por las estrellas, Mag. Hemos de guiarnos por la tierra.

—¿Qué quieres decir? ¿Cómo vas a saber en qué dirección vas si te guías por la tierra?

—Porque lo sé. Porque he vivido siempre aquí. No podemos subir y bajar montañas en plena noche, cosa que haríamos si fuéramos en dirección oeste. Hemos de rodearlas.

—Pero…

Nick aplastó el cigarrillo contra la suela del zapato. Se puso en pie de un salto.

—Vamos. —Subió al muro y extendió la mano hacia ella, que le imitó—. Hemos de guardar silencio. Habrá perros.

Atravesaron el prado casi en silencio. El único ruido procedía de las suelas de sus zapatos, que crujían sobre el suelo cubierto de escarcha. Al llegar al último muro, Nick se puso de puntillas, asomó la cabeza lentamente y examinó la zona. Maggie le miró desde abajo, pegada al muro y cogiéndose las rodillas.

—El establo está al otro lado del patio —dijo Nick—. Parece de mierda sólida, sin embargo. Nos vamos a poner perdidos. Cógete a mí con fuerza.

—¿Algún perro?

—No veo, pero habrá.

—Nick, si ladran o nos persiguen, ¿qué vamos a…?

—No te preocupes. Vamos.

Trepó. Ella le siguió, se arañó la rodilla con la última piedra y notó el correspondiente tirón en el muslo. Lanzó un tenue maullido cuando sintió el fugaz calor de la erosión en su piel, pero aquello era cosa de niños, llegados a aquel punto. No se permitió el menor renqueo cuando saltó al suelo. Estaba erizado de helechos a lo largo del borde del muro, pero sembrado de surcos y estiércol a medida que se acercaban a la granja. En cuanto abandonaron la protección de los helechos, cada paso que daba emitía sonidos de succión. Maggie notó que sus pies se hundían en el estiércol, sintió que el estiércol rebasaba los lados de sus zapatos. Se estremeció.

—Nick, se me hunden los pies —susurró, justo cuando los perros aparecieron.

Primero, anunciaron su presencia mediante gañidos. Después, tres perros pastores salieron corriendo de los edificios anexos. Ladraban a pleno pulmón y enseñaban los dientes. Nick protegió con el cuerpo a Maggie. Los perros se detuvieron a menos de dos metros, entrechocaron las mandíbulas y gruñeron, dispuestos a saltar.

Nick extendió una mano.

—¡No, Nick! —susurró Maggie, y observó la granja con temor, a la espera de que una puerta se abriera y el granjero saliera hecho una furia. Gritaría, con el rostro congestionado y muy irritado. Telefonearía a la policía. Al fin y al cabo, habían violado una propiedad privada.

Los perros empezaron a aullar.

—¡Nick!

Nick se acuclilló.

—Eho, venid, perritos —dijo—. No me dais miedo. Lanzó un silbido suave.

Ocurrió como por arte de magia. Los perros se tranquilizaron, avanzaron, olfatearon su mano y, al cabo de unos instantes, ya eran amigos. Nick los acarició, rio en voz baja, tiró de sus orejas.

—No nos haréis daños, ¿verdad, perritos?

En respuesta, menearon la cola, y uno de ellos lamió la cara de Nick. Cuando este se levantó, le rodearon alegremente para escoltarles hasta el patio.

Maggie contempló a los perros maravillada, mientras avanzaba con cautela sobre el barro.

—¡Nick! ¿Cómo lo has hecho?

Él cogió su mano.

—Solo son perros, Mag.

El viejo establo de piedra formaba parte de un edificio alargado, y se alzaba al otro lado del patio, frente a la casa. Lindaba con una estrecha casita, de cuyo primer piso salía luz por una ventana encortinada. Habría sido, probablemente, la granja primitiva, un granero con un cobertizo para los carros debajo. El granero había sido reconvertido en algún momento del pasado para alojar a un trabajador y su familia, y se accedía a las dependencias mediante una escalera que ascendía hacia una puerta roja agrietada, sobre la cual brillaba una sola bombilla. Debajo, quedaba el cobertizo, con su única ventana sin cristal y el arco bostezante de una puerta.

Nick miró hacia el establo. Era enorme, una antigua vaquería que se estaba cayendo a pedazos. La luz de la luna iluminó su tejado hundido, su hilera irregular de ojos inclinados en el piso superior, sus grandes puertas de madera, combadas y llenas de boquetes. Mientras los perros olfateaban alrededor de sus pies y Maggie se encogía para protegerse del frío, a la espera de las instrucciones de Nick, el muchacho pareció sopesar sus posibilidades, y por fin se encaminó hacia el cobertizo, pisoteando una gruesa capa de estiércol.

—¿No habrá gente ahí arriba? —susurró Maggie, y señaló hacia las dependencias.

—Supongo. Tendremos que ser muy silenciosos. Ahí dentro se estará caliente. El establo es demasiado grande, y está de cara al viento. Vamos.

La guio hacia la puerta arqueada que daba acceso al cobertizo, debajo de la escalera. En el interior, la luz procedente de la puerta principal del trabajador, situada en lo alto de la escalera, proporcionaba una escasísima iluminación, como la de una cerilla, a través de la única ventana del cobertizo. Los perros les siguieron, paseando por lo que debían ser sus dominios, a juzgar por varias mantas mordidas amontonadas en una esquina del suelo de piedra, y a donde se dirigieron los perros por fin, no sin antes olfatear y patear, hasta dejarse caer sobre la áspera lana.

Daba la impresión de que las paredes y el suelo de piedra del cobertizo intensificaban el frío. Maggie intentó consolarse con la idea de que era un lugar parecido al que había sido testigo del nacimiento del Niño Jesús, solo que aquel no albergaba perros, por lo que podía recordar de sus limitados conocimientos acerca de las historias navideñas; las profundas bolsas de oscuridad concentradas en las esquinas la pusieron nerviosa.

Observó que el cobertizo se utilizaba para guardar cosas. Había grandes sacos de arpillera amontonados a lo largo de una pared, cubos sucios, herramientas que no reconoció, una bicicleta, una mecedora de madera a la que faltaba el asiento de mimbre, y un retrete tirado a su lado. Un polvoriento tocador estaba apoyado contra la pared opuesta, y Nick se acercó al mueble. Abrió el cajón superior.

—Mira esto, Mag —dijo, con cierto entusiasmo en la voz—. Hemos tenido suerte.

Maggie se abrió paso entre los restos que sembraban el suelo. Nick sacó una manta, la dobló para que sirviera de colchón y aislamiento contra el frío, y le indicó por señas que se acercara. Envolvió a ambos con la segunda.

—De momento, será suficiente —dijo—. ¿Tienes más calor?

La atrajo hacia él.

Maggie se sintió más caliente al instante, aunque toqueteó la manta y olió el fresco aroma a espliego con cierta suspicacia.

—¿Por qué guardan las mantas aquí? —preguntó—. Se les van a estropear, ¿no? ¿No se pudrirán o algo por el estilo?

—¿Qué más da? Nosotros salimos ganando y ellos pierden, ¿no? Ven, acuéstate. Se está bien, ¿verdad? ¿Tienes más calor, Maggie?

Los susurros que se repetían a lo largo de las paredes parecían más fuertes, ahora que estaba al nivel del suelo. Algún chirrido ocasional los acompañaba. Se acercó más a Nick.

—¿Qué es ese ruido? —preguntó.

—Ya te lo he dicho, la tele.

—Me refiero al otro… allí. ¿No lo has oído?

—Ah, eso. Ratas de establo, supongo.

Maggie se incorporó al instante.

—¡Ratas! ¡No, Nick! No puedo… Por favor… Tengo miedo de… ¡Nick!

—Sssh. No te molestarán. Vamos, acuéstate.

—¡Pero son ratas! ¡Si te muerden, mueres! Yo…

—Somos más grandes que ellas. Están mucho más asustadas que nosotros. Ni siquiera saldrán de su escondite.

—Pero mi pelo… Una vez leí que les gusta arrancar cabello para construir sus nidos.

—Yo las mantendré alejadas. —La obligó a tenderse a su lado—. Utiliza mi brazo como almohada. No subirán a mi brazo para morderte. Joder, Mag, estás temblando. Acércate más. Te sentirás mejor.

—¿Nos quedaremos mucho rato?

—Solo para descansar.

—¿Me lo prometes?

—Sí, te lo prometo. Ven, hace frío. —Bajó la cremallera de la chaqueta y la abrió—. Métete aquí. Calor doble.

Maggie, tras lanzar una mirada temerosa hacia el charco de tinieblas más profundo, donde las ratas se deslizaban entre los sacos de arpillera, se tendió sobre la manta y se alojó entre los confines de la chaqueta de Nick. Se sentía rígida de miedo y frío, nerviosa por la proximidad de gente. Los perros no habían alarmado a nadie, cierto, pero si el granjero hacía una última ronda por el patio antes de acostarse, les descubriría.

Nick besó su cabeza.

—¿Estás bien? —preguntó solícito—. Solo será un rato. Para descansar.

—Estoy bien.

Le rodeó con los brazos y dejó que su cuerpo y la manta la calentaran. Alejó sus pensamientos de las ratas y fingió que estaban en su primer piso. Era la primera noche oficial, como su luna de miel. La habitación era pequeña, pero la luz de la luna bañaba el bonito papel pintado rosa. Colgaban cuadros en las paredes, acuarelas de perros y gatos que jugaban, y Punkin estaba tendido al pie de la cama.

Se acercó más a Nick. Ella llevaba un hermoso vestido, largo hasta los pies, de seda rosa pálido, con encaje en las tirillas y a lo largo del corpiño. El cabello se derramaba a su alrededor, y se había aplicado perfume en el hueco de la garganta, detrás de las orejas y entre los pechos. Nick vestía un pijama de seda azul oscuro, y notaba sus huesos, sus músculos y la fuerza de su cuerpo. Quería hacerlo, por supuesto —siempre quería hacerlo—, y ella siempre quería hacerlo, también. Porque era muy íntimo y muy bonito.

—Mag —dijo Nick—. No te muevas.

—Si no hago nada.

—Sí.

—Solo me he acercado más. Hace frío. Dijiste…

—No podemos. Aquí, no. ¿Vale?

Ella se apretujó contra él. Notó Aquello dentro de sus pantalones, pese a sus palabras. Ya estaba duro. Deslizó la mano entre sus cuerpos.

—¡Mag!

—Si solo es por el calor —susurró ella, y lo frotó como Nick le había enseñado.

—¡He dicho que no, Mag!

Su respuesta susurrada fue firme.

—Pero a ti te gusta, ¿verdad?

Lo estrujó. Lo soltó.

—¡Las manos quietas, Mag!

Lo acarició en toda su longitud.

—¡No, maldita sea! ¡Basta, Mag!

La muchacha se encogió cuando Nick le dio una palmada en la mano, y notó que las lágrimas acudían a sus ojos.

—Yo solo… —Los pulmones le dolieron cuando respiró hondo—. Estaba bien, ¿no? Quería ser buena.

A la escasa luz, Nick aparentaba estar dolorido por algo.

—Está bien —dijo—. Tú eres buena, pero me entran ganas y ahora no podemos hacerlo. No podemos. Bien, estate quieta. Tiéndete.

—Quería estar más cerca.

—Estamos cerca, Mag. Ven, te abrazaré. —La atrajo hacia él—. Así está bien, los dos juntos, muy cerquita.

—Yo solo quería…

—Sssh. No pasa nada. —Abrió la chaqueta de Maggie y la rodeó con el brazo—. Se está bien así —susurró en su oído. Movió la manos hacia su espalda y empezó a acariciarla de arriba abajo.

—Yo solo quería…

—Sssh. Se está bien así, ¿eh?, solo abrazados.

Sus dedos describieron lentos y largos círculos y se inmovilizaron sobre la región lumbar, una suave presión que la relajó, la relajó, la relajó por completo. Se sumió por fin en el sueño, protegida y amada.

Fue el movimiento de los perros lo que la despertó. Se levantaron, dieron vueltas y se precipitaron hacia el exterior cuando oyeron el ruido de un vehículo que entraba en el patio. Cuando empezaron a ladrar, Maggie se incorporó, completamente despierta, y descubrió que estaba sola sobre la manta.

—¡Nick! —susurró, frenética.

El muchacho se desgajó de la oscuridad. La luz de arriba ya no brillaba. Maggie no tenía ni idea de cuánto rato había dormido.

—Ha venido alguien —anunció Nick, sin necesidad.

—¿La policía?

—No. —Miró hacia la ventana—. Creo que es mi papá.

—¿Tú papá? Pero ¿cómo…?

—No lo sé. Ven aquí y estate quieta.

Amontonaron las mantas y treparon hasta un lado de la ventana. Los perros hacían tanto ruido como si estuvieran anunciando la Segunda Venida, y empezaban a verse luces fuera.

—¡Ya basta! —gritó alguien. Unos cuantos ladridos más, y los perros enmudecieron—. ¿Qué pasa? ¿Quién anda ahí?

Unos pasos atravesaron el patio. Se entabló una conversación. Maggie se esforzó por oírla, pero hablaban en voz baja.

—¿Es Frank? —preguntó una mujer.

—Mamá, quiero ver —gritó una voz de niña. Maggie ciñó más la manta a su alrededor. Se agarró a Nick.

—¿Dónde vamos a ir? ¿Podemos huir, Nick?

—Calla. Tendría que… Maldita sea.

—¿Qué?

Entonces, lo oyó.

—No te importa que eche un vistazo por aquí, ¿verdad?

—En absoluto. ¿Has dicho que son dos?

—Un chico y una chica. Llevaban uniformes escolares. Puede que el chico utilice una chaqueta de aviador.

—No he visto ni rastro de ellos, pero ve a mirar. Voy a ponerme las botas y te echaré una mano. ¿Necesitas una linterna?

—Tengo una, gracias.

Los pasos se encaminaron hacia el establo. Maggie tiró de la chaqueta de Nick.

—¡Vámonos, Nick! Correremos hacia el muro. Nos esconderemos en el prado. Después…

—¿Y los perros?

—¿Qué?

—Nos seguirán y darán con nosotros. Además, el otro tío dijo que iba a colaborar en la búsqueda. —Nick paseó la vista por el cobertizo—. Lo mejor será escondernos ahí.

—¿Escondernos? ¿Cómo? ¿Dónde?

—Mueve los sacos y ponte detrás.

—¡Las ratas!

—No hay otro remedio. Ven, ayúdame.

El granjero atravesó el patio en dirección al padre de Nick, mientras los adolescentes dejaban caer las mantas y empezaban a apartar sacos del muro.

—Nada en el establo —oyeron que gritaba el padre de Nick.

—Probemos en el cobertizo —respondió el otro hombre.

El sonido de sus pasos al acercarse espoleó a Maggie, que se puso a alejar sacos de la pared para improvisar una madriguera. Se habían acurrucado en ella, cuando la luz de una linterna penetró por la ventana.

—Parece que no hay nadie —dijo el padre de Nick.

Una segunda luz se unió a la primera; el cobertizo quedó más iluminado.

—Los perros duermen ahí. No sé si buscaría su compañía, aunque me hubiera dado a la fuga. —El hombre apagó la antorcha. Maggie dejó escapar su aliento. Oyó pasos en el estiércol—. Será mejor asegurarnos.

La luz reapareció, más potente, y desde la puerta.

El gemido de un perro acompañó al sonido de botas mojadas sobre el suelo del cobertizo. Clavos tintinearon sobre las piedras y se acercaron a los sacos.

—No —musitó Maggie desesperada, sin emitir el menor sonido, y notó que Nick se arrimaba más.

—Fíjate en eso —dijo el granjero—. Alguien ha revuelto ese tocador.

—¿Esas mantas estaban en el suelo?

—Yo diría que no.

La luz inspeccionó el cobertizo en círculo, y del suelo al techo. Arrancó destellos del retrete abandonado y brilló sobre el polvo de la mecedora. Se detuvo en lo alto de los sacos e iluminó la pared situada sobre la cabeza de Maggie.

—Ah —dijo el granjero—. Ya los tenemos. Salid de ahí, jovencitos. Salid ahora, o enviaré a los perros para que os ayuden a tomar la decisión.

—Nick —dijo su padre—. ¿Estás ahí, muchacho? ¿La chica va contigo? Salid ahora mismo.

Maggie fue la primera en levantarse, temblorosa, y parpadeó al recibir en los ojos la luz de la linterna.

—No se enfade con Nick, señor Ware, por favor —tartamudeó—. Solo quería ayudarme.

Se puso a llorar, y pensó que no me envíen a casa, no quiero ir a casa.

—¿En qué demonios estabas pensado, Nick? —dijo el señor Ware—. Largo de aquí, Jesús, debería darte una buena paliza. ¿Sabes lo preocupada que está tu madre, muchacho?

Nick volvió la cabeza, con los ojos entornados para protegerlos de la luz que su padre le dirigía a la cara.

—Lo siento.

El señor Ware se encrespó.

—Sentirlo no va a ser suficiente. ¿Sabes que has irrumpido en una propiedad privada? ¿Sabes que esta gente podía haber llamado a la policía? ¿En qué estabas pensando? ¿Es que no tienes ni un gramo de sentido común? ¿Qué pensabas hacer con esta chica?

Nick removió los pies en silencio.

—Vas hecho un guarro. —El señor Ware movió la linterna de arriba abajo—. Dios todopoderoso, fíjate en tu aspecto. Pareces un vagabundo.

—No, por favor —lloró Maggie, y se frotó su nariz húmeda contra la manga de la chaqueta—. No es culpa de Nick, sino mía. Él solo me estaba ayudando.

El señor Ware carraspeó y apagó la linterna. El granjero le imitó. Se había mantenido apartado, con la luz apuntada en su dirección mientras miraba por la ventana.

—Vosotros dos, al coche —ordenó el señor Ware.

El granjero recogió las dos mantas del suelo y les siguió fuera. Los perros deambulaban alrededor del viejo Nova del señor Ware, olfateaban los neumáticos y el suelo por igual. Las luces exteriores de la casa estaban encendidas, y Maggie vio el estado de sus ropas por primera vez. Estaban incrustadas de barro y manchadas de tierra. En algunos puntos, el liquen de los muros saltados había depositado masas de limo verdegrisáceo. Del barro pegado a sus zapatos sobresalían helechos y pajas. El espectáculo fue un estímulo para el nuevo torrente de lágrimas. ¿Qué había imaginado? ¿Dónde iban a ir, con aquel aspecto? Sin dinero, sin ropa, sin un plan. ¿Qué había imaginado?

Aferró el brazo de Nick mientras avanzaban hacia el coche.

—Lo siento, Nick —sollozó—. Ha sido por mi culpa. Se lo diré a tu mamá. Le explicaré que no querías asustarla.

—Subid al coche, los dos —gruñó el señor Ware—. Ya decidiremos más tarde de quién es la culpa. —Abrió la puerta del conductor—. Me llamo Frank Ware —dijo al granjero—. Vivo en Skelshaw Farm, en dirección a Winslough. Si descubre que este par cometió algún desaguisado, estoy en el listín.

El granjero asintió, sin decir nada. Removió los pies en el barro, como ansioso de que se marcharan.

—Largo de aquí, perritos —dijo a los animales, y entonces se abrió la puerta de la granja. Una niña de unos seis años apareció en el umbral, con bata y zapatillas.

Rio y agitó la mano.

—Hola, tío Frank. ¿Dejarás que Nickie se quede a pasar la noche con nosotros, por favor?

Su madre salió como una exhalación y tiró de ella hacia dentro, no sin lanzar una veloz mirada de disculpa hacia el coche.

Maggie aminoró el paso, y luego se detuvo. Se volvió hacia Nick. Después, miró a su padre y al granjero. Primero, advirtió el parecido: la forma en que nacía el cabello, si bien el color era diferente; la protuberancia idéntica en el puente de la nariz, la forma de erguir la cabeza. Y después, vio el resto: los perros, las mantas, la dirección que habían tomado, la insistencia de Nick en que descansaran en aquella granja concreta, su postura en la ventana, de pie y a la espera, cuando ella había despertado…

Su interior estaba tan sereno que, al principio, pensó que su corazón había dejado de latir. Aún tenía la cara húmeda, pero las lágrimas habían desaparecido. Tropezó una vez en el estiércol, cogió el tirador de la puerta del Nova y sintió que Nick le cogía el brazo. Desde algún lugar que se le antojó muy lejano, oyó que la llamaba.

—Maggie, por favor —dijo el muchacho—. Escucha. No sabía qué otra cosa…

La niebla llenó su cabeza y no escuchó el resto. Subió al asiento trasero del automóvil. Frente a sus ojos, un montón de tejas estaban apiladas bajo un árbol, y concentró la vista en ellas. Eran grandes, mucho más de lo que había imaginado, y semejaban lápidas. Las contó poco a poco, una dos tres, y había llegado a la docena cuando notó que el coche se hundía al entrar el señor Ware y Nick sentarse a un lado. Supo que la estaba mirando, pero daba igual. Siguió contando, trece catorce quince. ¿Por qué tenía tantas tejas el tío de Nick? ¿Por qué las guardaba debajo de un árbol? Dieciséis diecisiete dieciocho.

El padre de Nick bajó la ventana.

—Vale, Kev —dijo en voz baja—. No le des más vueltas.

El otro hombre se acercó y apoyó su peso contra el vehículo. Habló a Nick.

—Lo siento, muchacho —dijo—. En cuanto la cría se enteró de que venías, fue imposible acostarla. Te quiere mucho.

—No pasa nada —contestó Nick.

Su tío palmeó con las dos manos la puerta a modo de despedida, cabeceó y se apartó del coche.

—Fuera, perritos —gritó a los animales.

El coche dio la vuelta en el patio y partió hacia la carretera. El señor Ware encendió la radio.

—¿Qué os apetece escuchar, muchachos? —preguntó.

Maggie sacudió la cabeza y miró por la ventana.

—Cualquier cosa, papá —contestó Nick—. Da igual.

Maggie sintió que la verdad de aquellas palabras alteraba su calma y caía como frías gotas de plomo en su estómago. La mano de Nick la tocó, vacilante. Ella se apartó.

—Lo siento —dijo el muchacho en voz baja—. No sabía qué otra cosa hacer. No teníamos dinero. No teníamos adonde ir. No sabía qué hacer para cuidarte.

—Dijiste que lo harías. Anoche. Dijiste que lo harías.

—Pero no pensaba que sería… —Maggie vio que Nick cerraba la mano sobre su rodilla—. Escucha, Mag. No podré cuidarte bien si no voy a la escuela. Quiero ser veterinario. Cuando acabe la escuela, estaremos juntos, pero debo…

—Mentiste.

—¡No!

—Llamaste a tu papá desde Clitheroe cuando fuiste a comprar la comida. Le dijiste dónde estábamos. ¿No es cierto?

Nick dio la callada por respuesta. El paisaje nocturno desfilaba ante la ventanilla. Los muros de piedra dieron paso a los marcos pálidos de los setos. Las tierras de labranza dieron paso al campo abierto. Al otro lado de los páramos, las montañas se alzaban hacia el cielo como negros guardianes de Lancashire.

El señor Ware había conectado la calefacción al mismo tiempo que la radio, pero Maggie jamás había sentido tanto frío. Tenía más frío que cuando caminaban por los campos, más frío que cuando estaba en el suelo del cobertizo. Tenía más frío que la noche anterior en la guarida de Josie, medio desnuda, empalada por Nick, cuyas promesas absurdas atizaban el fuego de su mutua pasión.

Todo terminó donde había empezado, con su madre. Cuando el señor Ware entró en el patio de Cotes Hall, la puerta de la casa se abrió y Juliet Spence salió. Maggie oyó que Nick susurraba con angustia: «¡Espera, Mag!», pero ella abrió la puerta del coche. Le pesaba tanto la cabeza que casi no podía levantarla. Ni siquiera podía caminar.

Oyó que mamá se acercaba, sus botas repiquetearon sobre los guijarros. Esperó, sin saber a qué. La ira, el discurso, el castigo; todo daba igual. Fuera lo que fuese, no la afectaría. Nada volvería a afectarla.

—¿Maggie? —dijo Juliet, con una voz extrañamente serena.

El señor Ware explicó lo ocurrido. Maggie oyó frases como «la llevó a casa de su tío… una buena caminata… hambrientos, supongo… reventados… Adolescentes. A veces, no se sabe qué hacer con ellos…».

Juliet carraspeó.

—Gracias —dijo—. No sé qué habría hecho si… Gracias, Frank.

—No creo que tuvieran malas intenciones —dijo el señor Ware.

—No —contestó Juliet—. Estoy segura de que no.

El coche retrocedió, dio la vuelta y desapareció por la pista. La cabeza de Maggie cayó por su propio peso. Oyó tres repiqueteos más sobre los guijarros y vio las puntas de las botas de su madre.

—Maggie.

Era incapaz de levantar la vista. Su cuerpo estaba hecho de plomo. Notó una caricia en el pelo y se apartó con temor, al tiempo que exhalaba un suspiro entrecortado.

—¿Qué pasa?

Su madre parecía confusa. Más que confusa, parecía asustada.

Maggie no entendió por qué, pues el equilibrio del poder había vuelto a cambiar, y lo peor había ocurrido: estaba sola con su madre, sin posibilidad de escapatoria. Su visión se hizo borrosa, y un sollozo empezó a formarse en su interior. Procuró reprimirlo.

Juliet se alejó.

—Entra, Maggie —dijo—. Hace frío. Estás temblando.

Se encaminó hacia la casa.

Maggie levantó la cabeza. Flotaba en la nada. Nick se había ido, y mamá se alejaba. Ya no tenía dónde acogerse. No existía ningún puerto seguro en el que pudiera fondear. El sollozo estalló. Su madre se detuvo.

—Háblame —dijo Juliet. Su tono era desesperado, inseguro—. Tienes que hablarme. Tienes que contarme lo que pasó. Tienes que decirme por qué huiste. No podemos seguir así. Tienes que hablar, porque de lo contrario, estamos perdidas.

Siguieron alejadas, su madre en la puerta, Maggie en el patio. Esta experimentó la sensación de que las separaban kilómetros. Deseaba acercarse, pero ignoraba cómo. No podía ver con claridad la cara de su madre, para saber si existía peligro. No sabía si el temblor de su voz indicaba rabia o aflicción.

—Maggie, querida. Por favor. —La voz de Juliet se quebró—. Háblame, te lo suplico.

La angustia de su madre, que parecía muy real, practicó un pequeño hueco en el corazón de Maggie.

—Nick prometió que se haría cargo de mí, mamá —sollozó—. Dijo que me quería. Dijo que yo era especial, dijo que éramos especiales, pero mintió y llamó a su papá para que viniera a buscarnos y no me lo dijo y yo todo el rato pensaba…

Lloró. Ya no sabía muy bien cuál era el origen de su pena, solo que no tenía ningún lugar a donde ir y nadie en quien confiar. Necesitaba algo, alguien, un ancla, un hogar.

—Lo siento mucho, querida.

Cuánta ternura contenían aquellas cuatro palabras. Le resultó más fácil continuar.

—Fingió amansar a los perros, encontrar mantas y…

El resto de la historia surgió a borbotones. El policía de Londres, las habladurías después de las clases, los susurros, risitas, burlas.

—Tuve miedo —concluyó.

—¿De qué?

Maggie no pudo verbalizar el resto. Se quedó inmóvil en medio del patio, mientras el viento agitaba sus ropas sucias, incapaz de avanzar o retroceder. Porque no había forma de volver atrás, como sabía muy bien, y seguir adelante significaba el desastre.

Por lo visto, no sería necesario ir a ningún sitio.

—Oh, Dios mío, Maggie… —dijo Juliet, como si lo adivinara todo—. ¿Cómo pudiste pensar…? Eres mi vida. Eres todo cuanto tengo. Eres…

Se apoyó contra el quicio de la puerta con los puños sobre los ojos y la cabeza alzada hacia el cielo. Empezó a llorar.

Fue un sonido horrible, como el de alguien a quien estuvieran arrancando las entrañas. Era grave y espantoso. Le cortó el aliento. Era como un lamento agónico.

Maggie nunca había visto llorar a su madre. Se asustó. Observó, esperó y estrujó su chaqueta porque mamá era la fuerte, mamá mantenía el tipo, mamá siempre sabía lo que debía hacer. Pero ahora, Maggie descubría que no era tan diferente de ella en lo tocante a sensibilidad. Se acercó a su madre.

—Mamá.

Juliet meneó la cabeza.

—No puedo enmendarlo. No puedo cambiar las cosas. Ahora, no. No puedo hacerlo. No me hagas preguntas.

Entró en la casa. Maggie, aturdida, la siguió hasta la cocina y vio que se sentaba a la mesa con la cara entre las manos.

Maggie no sabía qué hacer, de modo que puso la tetera al fuego y buscó alguna infusión por la cocina. Cuando estuvo preparada, las lágrimas de Juliet habían cesado, pero a la luz cruda del techo parecía vieja y enferma. Largas arrugas en zigzag partían de sus ojos. Marcas rojas moteaban su piel donde no estaba pálida. Su cabello colgaba lacio alrededor de su cara. Cogió un pañuelo y secó su cara.

El teléfono empezó a sonar. Maggie no se movió. No sabía qué hacer, y esperaba una señal. Su madre se levantó de la mesa y descolgó.

Su conversación fue breve y fría.

—Sí, está aquí… Frank Ware les encontró… No… No… Yo no… Creo que no, Colin… No, esta noche no.

Colgó poco a poco, sin apartar los dedos del auricular, como si estuviera calmando los temores de un animal. Al cabo de un momento, durante el que no hizo otra cosa que mirar el teléfono, durante el que Maggie no hizo otra cosa que mirarla, volvió a la mesa y se sentó de nuevo.

Maggie le llevó la infusión.

—Manzanilla —dijo—. Toma, mamá.

La vertió. Cayó un poco en el platillo y se apresuró a coger una servilleta para secarla. La mano de mamá se cerró sobre su muñeca.

—Siéntate —dijo.

—¿No quieres…?

—Siéntate.

Maggie obedeció. Juliet alzó la taza y la acunó entre sus manos. Miró la infusión y la hizo girar lentamente. Sus manos parecían fuertes, firmes, seguras.

Algo importante iba a suceder, adivinó Maggie. Se palpaba en el aire y en el silencio. La tetera todavía siseaba levemente sobre el fogón, y el fogón chasqueaba a medida que se iba enfriando. Oyó todo esto como fondo sonoro de la imagen de su madre, cuando levantó la cabeza y tomó la decisión.

—Voy a hablarte de tu padre —dijo.