Cuando Polly cerró la puerta, St. James y Lynley solo llegaron hasta el final del camino particular, porque Lynley se detuvo y concentró su atención en la silueta de la iglesia de San Juan Bautista. La oscuridad era absoluta. Las farolas callejeras estaban encendidas a lo largo de la pendiente que cruzaba el pueblo. Arrojaban rayos ocres a través de la niebla nocturna, y sus sombras caían sobre los charcos alargados de su propia luz en la húmeda calle de abajo. Junto a la iglesia, no obstante, fuera de los límites del pueblo, la luna llena, que se había alzado sobre la cumbre de Cotes Fell, y las estrellas proporcionaban la única iluminación.
—Me fumaría un cigarrillo —dijo Lynley, con aire ausente—. ¿Cuándo crees que dejaré de sentir la necesidad de encenderlos?
—Nunca, probablemente.
—Eso me tranquiliza mucho, St. James.
—Son simples probabilidades estadísticas combinadas con probabilidades médicas y científicas. El tabaco es una droga. Nadie se recupera por completo de la adicción.
—¿Cómo escapaste a ella? Todos fumábamos un pitillo nada más acabar los partidos, en el mismo instante que cruzábamos el puente del Windsor, impresionándonos, y tratando de impresionar a todos los demás, con nuestra madurez nicotínica. ¿Qué te pasó?
—Exposición a una reacción alérgica temprana, creo. —Lynley le miró—. Mi madre pilló a David con un paquete de Dunhill cuando tenía doce años. Le encerró en el lavabo y le obligó a fumarlos todos. A los demás nos encerró con él.
—¿Para fumar?
—Para mirar. Mamá siempre ha creído firmemente en el poder de las lecciones prácticas.
—Funcionó.
—Conmigo, sí, y también con Andrew. Sin embargo, Sid y David siempre consideraron la emoción de molestar a mamá más atractiva que los problemas resultantes. Sid fumó como una chimenea hasta los veintitrés. David aún fuma.
—Pero tu madre tenía razón respecto al tabaco.
—Por supuesto, pero no estoy seguro de que sus métodos educativos fueran muy acertados. Era una auténtica arpía cuando la provocaban. Sid siempre decía que era a causa de su nombre. ¿Qué se puede esperar de alguien llamado Hortense?, preguntaba Sidney después de sufrir una azotaina por una infracción u otra. Yo, por mi parte, tendía a creer que la maternidad la había abrumado más que bendecido. Al fin y al cabo, mi padre llegaba a altas horas de la noche. Estaba sola, pese a la presencia de las niñeras que David y Sid aún no habían conseguido aterrorizar para que se marcharan.
—¿Te sentiste maltratado?
St. James se abrochó el último botón del abrigo para protegerse del frío. Soplaba poca brisa, pues la iglesia actuaba como barrera contra el viento, que se canalizaba por el valle, pero la niebla era como escarcha y se pegaba a la piel como una telaraña, que parecía filtrarse por los músculos y la sangre hasta el hueso. Reprimió un estremecimiento y reflexionó sobre la pregunta.
La ira de su madre siempre había constituido un espectáculo terrorífico. Era Medea personificada cuando se enfadaba. Era veloz en pegar, más veloz en chillar, y después de una transgresión, se mostraba inabordable durante horas, incluso días. Nunca actuaba sin motivo; nunca castigaba sin una explicación. Sin embargo, sabía que a algunos ojos, sobre todo modernos, se la consideraba deficiente en extremo.
—No —contestó, y pensó que era verdad—. Éramos muy indisciplinados, en cuanto teníamos la menor oportunidad. Creo que hizo lo que pudo.
Lynley asintió y prosiguió su examen de la iglesia. En opinión de St. James, no había mucho que ver. La luz de la luna brillaba sobre el tejado almenado y teñía de plata el contorno de un árbol del cementerio. El resto, eran variaciones de sombras y oscuridad: el reloj del campanario, el tejado picudo de la puerta del cementerio, el pequeño porche norte. Se acercaba la hora de las vísperas, pero nadie estaba preparando la iglesia para las oraciones.
St. James esperó mientras observaba a su amigo. Se habían llevado del estudio la caja de cosas varias, que St. James cargaba debajo del brazo. La dejó en el suelo y sopló sobre sus manos para calentarlas. El movimiento distrajo a Lynley, que se volvió hacia él.
—Lo siento —dijo—. Deberíamos irnos. Deborah se estará preguntando dónde nos hemos metido. —Sin embargo, no se movió—. Estaba pensando.
—¿Sobre madres autoritarias?
—En parte, pero más en cómo encaja todo. Si es que todo encaja. Si es que existe la menor posibilidad de que algo encaje.
—¿Dijo algo la chica que sugiriera abusos?
—¿Maggie? No. Tampoco lo habría hecho, ¿no? Si la verdad es que reveló algo a Sage, algo que le impulsó a actuar y que le costó la vida a manos de su madre, no es probable que lo revelara por segunda vez a otra persona. Se sentiría responsable de lo ocurrido.
—No parece que te guste mucho esa idea, pese a la llamada telefónica a Servicios Sociales.
Lynley asintió. La niebla convertía la luz de la luna en una suave penumbra, y su expresión se veía sombría, con sombras bajo los ojos.
—«Cuando el hombre malvado se arrepienta de las iniquidades que haya cometido, para dedicarse a lo que es justo y licito, salvará su alma inmortal». ¿La oración de Sage se refería a Juliet Spence o a él mismo?
—Tal vez a ninguno de los dos. Puede que estés haciendo una montaña de nada. Puede que estuviera subrayada por casualidad en el libro, o que se refiriera a otra persona. Quizá era un fragmento de la Escritura que Sage utilizaba para consolar a alguien que acudía a él para confesarse. Por otra parte, como sabemos que intentaba atraer a la gente de nuevo hacia la iglesia, tal vez empleaba la oración en ese sentido. Lo que es justo y lícito: santificarás las fiestas.
—La confesión es algo en lo que no había pensado —admitió Lynley—. Oculto mis peores pecados, y soy incapaz de imaginar que alguien haga lo contrario. ¿Y si alguien se confesó con Sage y luego se arrepintió?
St. James reflexionó sobre la idea.
—Las posibilidades son tan ínfimas que lo considero improbable, Tommy. Según lo que intentas insinuar, el penitente arrepentido fue alguien que sabía lo de la cena de Sage con Juliet Spence. ¿Quién lo sabía? —Pasó lista—. Tenemos a la propia señora Spence, tenemos a Maggie…
Una puerta se cerró con estrépito y sus ecos se transmitieron por la calle. Se volvieron al oír pasos apresurados. Colin Shepherd se disponía a abrir la puerta de su Land Rover, pero vaciló cuando les vio.
—Y al agente, por supuesto —murmuró Lynley, que interceptó a Shepherd antes de que se fuera.
Al principio, St. James se quedó donde estaba, al final del camino particular, a escasos metros de distancia. Vio que Lynley se detenía un instante al borde del cono de luz proyectado por el interior del Rover. Vio que sacaba las manos de los bolsillos, y observó, con inquieta confusión, que convertía su mano derecha en un puño. St. James conocía lo bastante bien a su amigo para comprender que lo más prudente sería acudir a su lado.
—Al parecer, ha sufrido un accidente, agente —dijo Lynley, en un escalofriante tono agradable.
—No —contestó Shepherd.
—¿Y su cara?
St. James llegó al borde de la luz. El rostro del agente presentaba arañazos en la frente y las mejillas. Los dedos de Shepherd tocaron uno de los surcos.
—¿Esto? Jugando con el perro, arriba en Cotes Fell. Usted ha estado hoy allí.
—¿Yo? ¿En Cotes Fell?
—En la mansión. Se ve desde la cumbre. De hecho, desde arriba se ve todo. La mansión, la casa, el jardín. Todo. ¿Lo sabía, inspector? Si alguien quiere, puede verlo todo.
—Preferiría que no se desviara del tema, agente. ¿Intenta decirme algo, aparte de lo que le ha pasado en la cara, por supuesto?
—Se pueden ver los movimientos de todo el mundo, las idas y venidas, si la casa está cerrada con llave, quién trabaja en la mansión, todo.
—Y, sin duda —terminó Lynley por él—, cuándo está la casa vacía y dónde se guarda la llave del sótano. Creo que apunta en esa dirección, pero de una manera algo tortuosa. ¿Quiere informarme de alguna acusación?
Shepherd llevaba una linterna. La tiró en el asiento delantero del Rover.
—¿Por qué no empieza por preguntarme para qué se utiliza la cumbre? ¿Por qué no pregunta quién va de excursión a la cumbre?
—Usted mismo lo acaba de admitir. Bastante sospechoso, ¿no cree? —El agente emitió un gruñido desdeñoso y se dispuso a subir al vehículo. Lynley le detuvo con una observación—. Por lo visto, ha desechado la idea del accidente a la cual se aferraba ayer. ¿Puedo saber por qué? ¿Algo le ha impulsado a decidir que su investigación inicial fue incompleta?
—Lo dice usted, no yo. Ha venido porque ha querido, sin que nadie le llamara. Le agradeceré que no lo olvide.
Puso la mano sobre el volante, un movimiento previo a entrar en el coche.
—¿Investigó su viaje a Londres? —preguntó Lynley. Shepherd vaciló, con expresión cautelosa.
—¿De quién?
—El señor Sage fue a Londres pocos días antes de morir. ¿Lo sabía?
—No.
—¿No se lo dijo Polly Yarkin? ¿Interrogó a Polly? Al fin y al cabo, era su ama de llaves. Conocía mejor que nadie al vicario. Ella fue quien…
—Hablé con Polly, pero no la interrogué de forma oficial.
—¿Extraoficialmente? ¿Y últimamente? ¿Tal vez hoy?
Las preguntas colgaron entre ellos. Shepherd se quitó las gafas. La niebla que estaba cayendo las había entelado un poco. Las frotó contra la pechera de la chaqueta.
—Observo que también se ha roto las gafas —dijo Lynley. St. James reparó en que un poco de celo sujetaba el puente—. Menuda juerga con el perro, ¿eh? Arriba, en Cotes Fell.
Shepherd se las puso de nuevo. Rebuscó en el bolsillo y extrajo un llavero. Miró a Lynley sin pestañear.
—Maggie Spence se ha fugado —dijo—. Si no tiene nada más que decir, inspector, Juliet me está esperando. Está un poco preocupada. Evidentemente, usted no le dijo que iría a la escuela para hablar con Maggie. La directora pensó lo contrario, según tengo entendido, y usted habló con la muchacha a solas. ¿Es así como trabaja ahora el Yard?
Touché, pensó St. James. El agente no se dejaba intimidar. Poseía armas propias y el temple para utilizarlas.
—¿Buscó una relación entre ambos, señor Shepherd? ¿En algún momento buscó una verdad menos tranquilizadora que la final?
—Mi investigación fue impecable. Clitheroe lo vio así. El juez de instrucción lo vio así. Cualquier otra relación que haya pasado por alto, apuesto a que vincula a otra persona con su muerte, pero no a Juliet Spence. Ahora, si me perdona…
Entró en el coche e introdujo la llave de encendido. El motor rugió. Los faros se encendieron. Puso la marcha atrás.
Lynley se apoyó en el coche para decir unas últimas palabras, que St. James no pudo oír, a excepción de «… esto con usted…», mientras apretaba algo en la mano de Shepherd. El coche descendió hacia la calle, las marchas gimieron otra vez y el agente se alejó.
Lynley le siguió con la mirada. St. James miró a Lynley. Tenía el rostro sombrío.
—No soy lo bastante parecido a mi padre —murmuró—. Le habría sacado a rastras del coche, pisoteado la cara y roto unos seis u ocho dedos. Una vez lo hizo, frente a un pub de St. Just. Tenía veintidós años. Alguien se había burlado de los sentimientos de Augusta, y él se hizo cargo de la situación. «Nadie rompe el corazón de mi hermana», dijo.
—No es la mejor solución.
—No —suspiró Lynley—, pero siempre he pensado que debe de ser fantástico.
—Cualquier reacción atávica lo es, en su momento. Lo que sigue es el causante de las complicaciones.
Volvieron al camino particular, donde Lynley recogió la caja de cosas diversas. A eso de medio kilómetro, en la carretera, vieron las luces posteriores del Land Rover. Shepherd había parado en la cuneta por algún motivo. Sus faros iluminaban la forma mellada de un seto. Observaron un momento, para ver si continuaba su camino. Como no lo hizo, empezaron a caminar hacia el hostal.
—¿Y ahora? —preguntó St. James.
—Londres. Es la única dirección que se me ocurre en este momento, puesto que los sospechosos de peso no parecen llevarnos a ningún sitio.
—¿Utilizarás a Havers?
—Hablando de peso —rio Lynley—. No, me encargaré yo mismo. Como la he enviado a Truro a cuenta de mis tarjetas de crédito, no creo que vaya y vuelva en las veinticuatro horas prescritas en el cuerpo. Yo diría unos tres días… con hoteles de primera clase, sin duda. Por lo tanto, yo me ocuparé de Londres.
—¿Qué podemos hacer para ayudarte?
—Disfrutar de las vacaciones. Lleva a Deborah de excursión. A Cumbria, por ejemplo.
—¿Los lagos?
—Es una idea, pero tengo entendido que Aspatria es muy bonito en enero. St. James sonrió.
—Menudo viaje de un día nos vamos a pegar. Tendremos que levantarnos a las cinco. Me las pagarás. Y si no descubrimos nada sobre la Spence allí, me las pagarás dos veces.
—Como siempre.
Un gato negro salió de entre dos edificios delante de ellos, con algo gris y flácido entre sus fauces. El animal lo depositó sobre la calzada y empezó a palmearlo suavemente, con la crueldad indiferente de todos los gatos, a la espera de atormentarlo un poco más antes de acabar de un zarpazo con las infructuosas esperanzas del cautivo. Cuando se acercaron, el animal se quedó petrificado, se inclinó sobre su presa y erizó el pelaje. St. James vio que una rata parpadeaba indefensa entre las garras del gato. Pensó en ahuyentar al gato. Aquel juego era innecesariamente despiadado, pero sabía que las ratas eran portadoras de enfermedades. Era mejor, y más piadoso, dejar que el gato continuara.
—¿Qué habrías hecho si Polly hubiera nombrado a Shepherd?
—Arrestar a ese bastardo. Entregarle al DIC de Clitheroe. Despedirle de su cargo.
—¿Y cómo no le nombró?
—Tendré que enfocarlo desde otra dirección.
—¿Para pisotearle?
—De una forma metafórica. Soy hijo de mi padre en deseos, ya que no en hechos. No me siento orgulloso de ello, pero eso es lo que hay.
—¿Qué le diste a Shepherd antes de que se fuera?
Lynley ajustó la caja bajo el brazo.
—Algo en qué pensar.
Colin recordaba con perfecta claridad la última vez que su padre le había pegado. Tenía dieciséis años. Alocado, demasiado enfurecido para pensar en las consecuencias de su desafío, se había levantado como una furia para defender a su madre. Apartó su silla de la mesa (aún recordaba el arañazo sobre el suelo y el golpe que dio al chocar contra la pared) y gritó: «¡Déjala en paz, papá!». Agarró a su padre del brazo para impedir que la abofeteara otra vez.
La cólera de papá siempre se desataba por algo sin importancia, y como nunca sabían cuándo su cólera daría paso a la violencia, era mucho más aterrador. Cualquier cosa podía encenderle: el estado de un filete en la cena, un botón de la camisa extraviado, una solicitud de dinero para pagar la factura del gas, un comentario sobre la hora en que había llegado a casa la noche anterior. Aquella noche en particular fue una llamada telefónica del profesor de biología de Colin. Otro examen suspendido, retrasos en clase, ¿había algún problema en casa?, había preguntado el señor Tranville.
Su madre lo había comentado durante la cena, vacilante, como si intentara telegrafiar a su marido un mensaje que no deseaba decir delante de su hijo.
—El profesor de Colin preguntó si había problemas en casa, Ken. Dijo que un poco de asesoramiento…
Hasta ahí pudo llegar.
—¿Asesoramiento? —dijo papá—. ¿He oído bien? ¿Asesoramiento?
Su tono fue suficiente para advertir a la mujer que lo mejor habría sido cenar en silencio y guardarse la llamada para ella. En cambio, prosiguió:
—El chico no puede estudiar, Ken, si todo está hecho un caos. Lo entiendes, ¿verdad?
Su voz suplicaba comprensión, pero solo consiguió traicionar su miedo.
Papá se complacía en el miedo. Adoraba azuzarlo con un poco de intimidación. Primero, dejó el cuchillo sobre la mesa, y después el tenedor. Empujó la silla hacia atrás.
—Háblame de ese caos, Clare —dijo. Cuando ella comprendió sus intenciones y dijo que no era nada, en realidad, su padre continuó—. No, dímelo. Quiero saberlo. —Como ella no colaboró, se levantó—. Contesta, Clare.
—Nada. Come, Ken.
Entonces, papá se abalanzó sobre ella.
Solo había logrado golpearla tres veces (con una mano le retorcía el cabello y con la otra pegaba, cada vez más fuerte cuando ella gritaba), cuando Colin le sujetó. La reacción de su padre fue la misma que cuando Colin era pequeño. Las caras de mujer estaban hechas para machacarlas con la mano abierta. Con los niños, un hombre de verdad utilizaba los puños.
Esta vez, la diferencia fue que Colin era más grande. Si bien tenía miedo de su padre como siempre, estaba muy enfadado. El miedo y la cólera provocaron una descarga de adrenalina. Cuando papá le pegó, Colin le devolvió el golpe por primera vez en su vida. Su padre tardó más de cinco minutos en imponerse, con los puños, el cinturón y los pies. Pero cuando la pelea terminó, el delicado equilibrio de fuerzas había cambiado. Cuando Colin dijo:
—La próxima vez te mataré, asqueroso bastardo. Prueba y verás.
Vio por un instante, reflejado en la cara de su padre, que él también era capaz de inspirar temor.
Fue motivo de orgullo para Colin que su padre no volviera a pegar a su madre, que su madre solicitara el divorcio un mes después y, sobre todo, que se hubieran librado de aquel bastardo gracias a él. Había jurado que nunca sería como su padre. Nunca más pegaría a un ser viviente. Hasta Polly.
Colin, que había aparcado el Land Rover en la cuneta de la carretera que salía de Winslough, restregó entre sus palmas el fragmento de tela de la falda de Polly que el inspector había apretado en su mano. Qué gran placer había experimentado: notar el aguijón de la piel contra su palma, arrancar con tanta facilidad de su cuerpo la tela, saborear el gusto salado de su miedo, oír sus gritos, sus súplicas, y sobre todo sus sollozos entrecortados de dolor —nada de gemidos de excitación sexual, ¿eh, Polly?, ¿no era esto lo que querías, no era esto lo que deseabas que sucediera entre nosotros?—, y aceptar por fin el triunfo de su derrota. La golpeó, la machacó, la dominó, sin dejar de decir puta vaca guarra puerca con la voz de su padre.
Lo hizo arrastrado por una ciega oleada de rabia y desesperación, ansioso por mantener alejados el recuerdo y la verdad de Annie.
Colin apretó el trozo de tela contra sus ojos cerrados y trató de no pensar en ninguna de las dos, Polly y su mujer. A causa de la agonía de Annie, había traspasado todos los límites, violado todos los códigos, vagado en la oscuridad hasta extraviarse por completo, entre el valle de su profunda depresión y el desierto de su más negra desesperación. Los años transcurridos desde su muerte los había pasado vacilando entre tratar de reescribir la historia de su tortuosa enfermedad e intentar recordar, reinventar y resucitar la imagen de un matrimonio perfecto. Había sido mucho más fácil enfrentarse a la mentira resultante que a la realidad, y cuando Polly se esforzó por destruirla en la vicaría, Colin estalló, en un esfuerzo por preservarla y herir a la joven al mismo tiempo.
Siempre había pensado que, en tanto fuera capaz de aferrarse a la mentira, podría continuar viviendo. La mentira abarcaba lo que él llamaba la dulzura de su relación, la certeza de que con Annie había conseguido ternura, comprensión, compasión y amor. También abarcaba una versión de su enfermedad trufada de detalles sobre sus nobles sufrimientos, repleta de ilustraciones de sus esfuerzos por salvarla y la tranquila aceptación final de que era imposible. La mentira le plasmaba junto a su lecho de dolor, cogiendo su mano y tratando de memorizar el color de sus ojos antes de que los cerrara para siempre. La mentira decía que, pese a que le estaban arrebatando la vida lenta y dolorosamente, el optimismo de Annie nunca se doblegó y su fortaleza resistió los embates.
Olvidarás todo, dijo la gente en el funeral. Con el tiempo, solo recordarás lo bello que fue. Pasaste dos maravillosos años con ella, Colin. Deja que el tiempo obre su magia, y ya verás. Tu herida cicatrizará y, cuando mires atrás, verás esos dos años.
No había ocurrido así. Su herida no había cicatrizado. Se había limitado a reformar sus recuerdos del final y de cómo habían llegado a él. En su versión revisada de la historia, Annie había aceptado su sino con elegancia y dignidad, en tanto él no había dejado de prestarle su apoyo en ningún momento. De la memoria habían desaparecido sus accesos de amargura. De su existencia se había censurado su rabia implacable. Todo ello lo había sustituido por una nueva realidad que enmascaraba todo aquello que no podía afrontar: cómo la detestaba en determinados momentos, al mismo tiempo que la amaba, cómo despreciaba sus votos matrimoniales, cómo consideraba su muerte la única escapatoria posible de una vida insoportable, y cómo al final, lo único que habían compartido en un matrimonio feliz en otro tiempo era el hecho de su enfermedad y el horror diario de vivir con ella.
Cambia las cosas, se dijo después de su muerte, hazte mejor de lo que fuiste. Había dedicado los últimos seis años a dicha tarea, buscando el olvido en lugar del perdón.
Frotó la tela contra su cara y sintió que rozaba los arañazos que las uñas de Polly habían dejado. En algunos sitios estaba acartonada por la sangre de Polly y perfumada con el olor de los secretos de su cuerpo.
—Lo siento —susurró—. Polly.
Se había mantenido firme en su rechazo a ver a Polly Yarkin, a causa de lo que representaba. La joven conocía los hechos. También los había perdonado, pero solo por ese conocimiento representaba un contagio que deseaba evitar a toda costa, si pretendía seguir viviendo consigo mismo. Ella no podía comprender. Era incapaz de captar la importancia de llevar unas vidas separadas por completo. Solo veía su amor por él y el anhelo de reconfortarle. Si tan solo hubiera podido entender que compartían demasiadas cosas de Annie para conseguir algún día compartirse mutuamente, habría aprendido a aceptar las limitaciones que él había impuesto a su relación desde la muerte de su mujer. De haberlas aceptado, le habría permitido seguir su camino sin ella. En última instancia, se habría alegrado de su amor por Juliet. Así, Robin Sage continuaría vivo.
Colin sabía qué había pasado y cómo. Comprendía el motivo. Si guardar el secreto era la única forma de rectificar su comportamiento con Polly, lo haría. En cuanto Scotland Yard investigara sus visitas a Cotes Fell, todo saldría a la luz. No la traicionaría, y cargaría con la responsabilidad de su crimen.
Siguió conduciendo. Al contrario que la noche anterior, las luces de la casa estaban encendidas cuando se detuvo en el patio de Cotes Hall. Juliet salió corriendo en cuanto él abrió la puerta del coche. Luchaba por abrocharse su chaquetón de marinero. Una bufanda verde y roja colgaba de su brazo como un estandarte.
—Gracias a Dios —dijo Juliet—. Pensé que la espera me volvería loca.
—Lo siento. —Colin bajó del Land Rover—. Esos tipos de Scotland Yard me pararon cuando salía.
Ella vaciló.
—¿A ti? ¿Por qué?
—Habían estado en la vicaría.
Juliet se abrochó la chaqueta y rodeó su cuello con la bufanda. Extrajo unos guantes del bolsillo y se los puso.
—Sí, bien. Hemos de darles las gracias por esto, ¿no?
—Supongo que no tardarán en largarse. El inspector se enteró de que el vicario fue a Londres el día antes de… Ya sabes. El día antes de morir. No me cabe la menor duda de que seguirá esa pista, y después, otra diferente. Así son esos tipos. No volverá a molestar a Maggie.
—Oh, Dios. —Juliet se estaba mirando las manos y tardaba demasiado en calzarse los guantes. Frotaba la piel contra cada dedo, con un movimiento irregular que traicionaba su angustia—. He telefoneado a la policía de Clitheroe, pero no me tomaron en serio. Tiene trece años, dijeron, solo se ha ausentado tres horas, señora, aparecerá a las nueve. La juventud es así. Pero no es verdad, Colin, y tú lo sabes. No siempre aparecen, sobre todo en este caso. Maggie no volverá. Ni siquiera sé dónde empezar a buscarla. Josie dijo que huyó del patio de la escuela. Nick salió detrás de ella. Tengo que encontrarla.
Colin la cogió del brazo.
—Yo la encontraré. Espera aquí.
Ella se soltó.
—¡No! Tú no puedes. Tengo que saber… Es que… Escucha, tengo que encontrarla yo. Debo hacerlo sola.
—Tienes que quedarte aquí. Quizá telefonee. Si lo hace, querrás saber dónde ir a buscarla, ¿no?
—No puedo esperar aquí.
—No tienes otra elección.
—No lo entiendes. Intentas ser amable, pero escúchame. No va a telefonear. El inspector ha estado con ella. Le ha llenado la cabeza de ideas… Por favor, Colin, tengo que encontrarla. Ayúdame.
—Lo haré. Ya estoy en ello. Telefonearé en cuanto haya noticias. Me pasaré por Clitheroe y enviaré algunos hombres en coches. La encontraremos, te lo prometo. Ahora, vuelve dentro.
—No, por favor.
—Es la única forma, Juliet. —La condujo hasta la casa. Notó que se resistía. Abrió la puerta—. Quédate junto al teléfono.
—Le llenó la cabeza de mentiras. Colin, ¿adonde habrá ido? No tiene dinero, ni comida. Para protegerse del frío, solo lleva la chaqueta de la escuela. No es lo bastante gruesa. Hace frío y solo Dios sabe…
—No habrá ido muy lejos. Además, está con Nick, recuerda. Él la cuidará.
—Pero si han hecho autoestop… Si alguien les ha recogido… Dios mío, Colin podrían estar en Manchester a estas horas, o en Liverpool.
Colin acarició sus sienes con los dedos. Los grandes ojos oscuros de Juliet estaba anegados en lágrimas y transmitían su miedo.
—Ssss —susurró—. Olvida el pánico, amor. He dicho que la encontraré y lo haré. Confía en mí. Puedes confiar absolutamente en mí. Tranquila. Descansa. —Aflojó su bufanda y desabotonó su abrigo. Acarició su barbilla con los nudillos—. Prepara algo de cenar y consérvalo caliente sobre los fogones. Maggie estará cenando antes de lo que supones, te lo prometo. —Tocó sus labios y mejillas—. Te lo prometo.
Ella tragó saliva.
—Colin.
—Te lo prometo. Confía en mí.
—Lo sé. Has sido muy bueno con nosotras.
—Y siempre lo seré. —La besó con dulzura—. ¿Estás más tranquila, amor?
—Yo… Sí. Esperaré. No me marcharé. —Alzó la mano de Colin y la apretó contra sus labios. Luego, arrugó la frente. Le condujo hacia la luz de la entrada—. Te has herido —dijo—. Colin, ¿qué te has hecho en la cara?
—Nada por lo que debas preocuparte. Jamás.
Volvió a besarla.
Cuando le vio alejarse, cuando el ruido del motor del Rover se desvaneció y fue sustituido por el viento de la noche que gemía entre los árboles, Juliet dejó caer de los hombros la chaqueta y la dejó junto a la puerta principal. Tiró la bufanda encima. Conservó los guantes.
Los examinó. Eran de cuero viejo bordeado de piel de conejo, suave como una pluma después de tantos años de utilizarlos. Un hilo colgaba de la muñeca derecha. Los apretó contra sus mejillas. La piel estaba fría, pero no notó la temperatura de su cara a través de los guantes, y tuvo la sensación de que alguien la tocaba, como si rodeara su cara de ternura, amor, alegría o cualquier otra cosa relacionada remotamente con un vínculo sentimental.
Por culpa de aquello había empezado todo: su necesidad de un hombre. Había logrado evitar la necesidad durante años, gracias a su permanente aislamiento, solo mamá y Maggie, que soportaban a la raza humana en un lugar u otro del país. Había reprimido el anhelo interior y el dolor sordo del deseo concentrando todas sus energías en Maggie, porque Maggie era toda su vida.
Juliet sabía que había pagado por aquella noche de angustia con una moneda acuñada de una parte de la máscara que jamás traicionaba su aflicción. Desear un hombre, morir de ganas por tocar los duros ángulos de su cuerpo, anhelar yacer a su lado, a horcajadas o arrodillada, experimentar aquel momento de placer en que los cuerpos se unían… Aquellas eran las lagunas que la habían empujado hacia el desastre actual. Complacer aquel deseo físico, que jamás había conseguido erradicar por completo, pese a los años que se negó a reconocerlo, era el desencadenante de la pérdida de Maggie.
Había docenas de motivos que ladraban en su cabeza, pero se aferró a uno de ellos porque, si bien deseaba hacerlo, ya no podía mentirse acerca de su importancia. Debía aceptar que su relación con Colin había sido el desencadenante de lo sucedido con Maggie.
Polly le había hablado de él mucho antes de que le viera en persona. Se sintió a salvo en la creencia de que, como Polly estaba enamorada del hombre, como era mucho más joven que ella, como apenas le veía —como apenas veía a nadie, ahora que habían encontrado lo que parecía el lugar ideal para reemprender sus vidas—, gozaba de pocas oportunidades de relacionarse o intimar. Ni siquiera cuando acudió aquel día a la casa por un asunto oficial y le vio aparcado en la pista, leyó la patente desesperación en su cara y recordó que Polly le había contado la historia de su mujer, incluso cuando notó los primeros síntomas de que el hielo de su compostura se fundía al ver su aflicción y por primera vez en años reconocía el dolor de un extraño, no creyó que representara ningún peligro para la debilidad que creía haber dominado.
Solo notó una agitación en el corazón cuando él entró en la casa y le vio contemplar los sencillos accesorios de la cocina con una añoranza muy mal disimulada. Al principio, mientras se disponía a llenar dos vasos de vino hecho en casa, paseó la vista a su alrededor para intentar descifrar qué le había conmovido. Sabía que no podían ser los muebles —cocina, mesa, sillas, alacenas— y se preguntó si el resto le había emocionado de alguna manera. ¿Era posible que un hombre se sintiera conmovido por una hilera de especias, violetas africanas en la ventana, tarros sobre la encimera, dos hogazas de pan dejadas a enfriar, una fila de platos lavados, un paño de cocina que colgaba a secar de un cajón? ¿O se trataba del dibujo pegado con Blu-Tack a la pared, encima de la cocina, dos figuras ahusadas con faldas, una de ellas con unos pechos que parecían trozos de carbón, rodeadas por flores tan altas como ellas y coronadas por las palabras «Te quiero, mamá», escritas por una mano de cinco años? Él lo miró, la miró a ella, desvió la vista y, al final, ya no supo adonde mirar.
Pobre hombre, había pensado. Fue el principio del fin. Sabía lo de su mujer, empezó a hablar y no había sido capaz de retroceder desde aquel momento. En algún momento de la conversación había pensado: «Solo esta vez oh Dios tener a un hombre así solo esta vez una vez más sufre tanto y si yo lo controlo si solo yo actúo si solo él recibe placer sin pensar en mí no puede ser tan malo», y cuando él le preguntó sobre la escopeta y por qué la había usado y cómo, ella le había mirado a los ojos. Contestó con brevedad y concisión. Y cuando él se iba a marchar, después de haber reunido toda la información, y gracias, señora, por concederme su tiempo, decidió enseñarle la pistola para impedir que se fuera. Disparó y aguardó su reacción, a que se la quitara, para tocar su mano cuando lo hiciera, pero él no lo hizo, mantuvo las distancias, y Juliet comprendió de repente con asombro que él estaba pensando las mismas palabras. «Solo esta vez oh Dios solo esta vez».
No sería amor, decidió, porque le llevaba aquellos feos y desmesurados diez años, porque no se conocían y no habían hablado hasta entonces, porque la religión a la que había renunciado mucho tiempo atrás afirmaba que el amor no surgía de permitir a las necesidades de la carne dominar las necesidades del alma.
Retuvo aquellos pensamientos a medida que transcurría su primera tarde juntos, creyéndose a salvo del amor. Solo se trataba de puro placer, y después lo olvidarían.
Tendría que haber sido consciente del enorme peligro que él representaba cuando miró el reloj de la mesilla de noche y comprobó que habían pasado más de cuatro horas y ni siquiera había pensado en Maggie. Tendría que haberlo terminado en ese momento, la culpabilidad en sustitución de la paz amodorrada que acompañaba a sus orgasmos. Tendría que haber clausurado su corazón y expulsarle de su vida con algo brusco y ofensivo como «para ser un poli, follas bastante bien». En cambio, dijo:
—Oh, Dios mío.
Él comprendió.
—He sido egoísta —dijo—. Estabas preocupada por tu hija. Me voy a ir. Te he entretenido demasiado rato. Yo…
Cuando paró de hablar, Juliet no miró en su dirección, pero notó que su mano le acariciaba el brazo.
—No sé cómo definir lo que he sentido —siguió Colin—, o lo que siento, pero estar contigo ha sido como… No ha sido suficiente. Ni siquiera lo es ahora. No sé qué significa eso.
Ella tendría que haber contestado con sequedad: «Significa que ibas caliente, agente. Los dos. Aún lo estamos, de hecho», pero no lo hizo. Escuchó sus movimientos cuando se vistió, y trató de pensar en alguna frase breve y cortante para despedirle.
Cuando Colin se sentó en el borde de la cama y la volvió hacia él, con una expresión a caballo entre el asombro y el miedo, tuvo la oportunidad de cruzar la línea. Pero no lo hizo. En cambio, le oyó decir:
—¿Es posible que te ame con tal rapidez, Juliet Spence? ¿Así de sencillo? ¿En una tarde? ¿Es posible que mi vida cambie tanto?
Y como ella sabía que la vida puede cambiar irrevocablemente en el instante que uno comprende su capricho malicioso, contestó:
—Sí, pero no lo hagas.
—¿Qué?
—Amarme, o permitir que tu vida cambie.
Colin no comprendió. En realidad, no podía. Pensó que, quizá, estaba coqueteando.
—Nadie puede controlar eso —dijo, y cuando recorrió poco a poco su cuerpo con las manos, y su cuerpo le recibió contra su voluntad, supo que tenía razón.
La llamó aquella noche, bastante después de las doce.
—No sé qué pasa —dijo—. No sé cómo explicarme. Pensé que si oía tu voz… Es que nunca había sentido… Bueno, es lo que dicen todos los hombres, ¿no? Nunca me había sentido así, de modo que deja que te baje las bragas y lo pruebe una o dos veces más. Y se trata de eso, no quiero mentir, pero hay algo más y no sé qué es.
Juliet se la había jugado, porque adoraba ser amada por un hombre. Ni siquiera Maggie pudo detenerla. Ni con la certeza transparentada en su cara pálida, que no verbalizó cuando entró en la casa, apenas cinco minutos después de que Colin saliera, con el gato en brazos y las mejillas coloradas a causa de haberlas frotado para secarse las lágrimas; ni con su silencioso examen de Colin cuando venía a cenar o las llevaba de excursión a los páramos con su perro; ni con sus desesperadas súplicas de que no la dejara sola cuando Juliet se ausentaba una o dos horas para ir a casa de Colin. Maggie no pudo detenerla. Tampoco era necesario, pues Juliet sabía que no existía la menor esperanza de que lo suyo durara. Comprendió desde el primer momento que cada minuto era un recuerdo almacenado de cara a un futuro en que Colin y su amor por ella no tenían lugar. Se limitó a olvidar que, si bien había vivido el momento durante muchos años, al borde de un mañana que siempre prometía albergar lo peor para ambas, había procurado crear una vida para Maggie que aparentara normalidad. Por lo tanto, los temores de Maggie acerca de la instrucción permanente de Colin eran reales. Explicarle que también eran infundados equivaldría a contarle cosas que destruirían su mundo. Juliet se sentía incapaz de hacerlo, así como de abandonar a Colin. Otra semana, pensaba, te ruego, Señor, que me concedas otra semana con él y terminaré lo nuestro. Te lo prometo.
Y así había llegado a esta noche. Qué bien lo sabía.
De tal palo, tal astilla, pensó Juliet. Las relaciones sexuales de Maggie con Nick Ware eran algo más que una forma adolescente de devolver la bofetada a su madre, algo más que la búsqueda de un hombre al que poder llamar papá en la parte más oscura de su mente; era la sangre que llevaba en sus venas, por fin manifestada. No obstante, Juliet sabía que habría podido retrasar lo inevitable si no se hubiera entregado a Colin y dado a su hija un ejemplo a seguir.
Juliet se quitó los guantes dedo a dedo y los tiró sobre la chaqueta y la bufanda amontonados en el suelo. No fue a la cocina para preparar una cena que su hija no tomaría, sino a la escalera. Se detuvo al pie con una mano sobre la barandilla y trató de reunir fuerzas para subir. La escalera era un duplicado de tantas otras repetidas a lo largo de los años: la alfombra raída, paredes desnudas. Siempre había pensado que los cuadros en las paredes serían otra cosa más que debería quitar cuando abandonaran la casa, por lo cual le pareció absurdo de entrada colgarlos. Que sea sencillo, que sea vulgar, que sea funcional. Siguió aquel credo y se negó siempre a decorar de una forma que inspirara afecto por el conjunto de habitaciones en que vivían. No deseaba experimentar una sensación de pérdida cuando marcharan.
Otra aventura, llamaba a cada traslado, vamos a ver qué nos espera en Northumberland. Había intentado convertir las huidas en un juego. Solo había perdido cuando había dejado de huir.
Subió la escalera. Tuvo la impresión de que una esfera perfecta de temor se estaba formando bajo su corazón. ¿Por qué escapó, qué le dijeron, qué sabe?, se preguntó.
La puerta de Maggie estaba cerrada solo en parte, y la abrió. La luz de la luna brillaba entre las ramas del limonero que se alzaba ante la ventana y formaba una configuración ondulada sobre la cama, en la cual estaba aovillado el gato de Maggie, con la cabeza sepultada entre las patas, y fingía dormir para que Juliet se compadeciera y no lo sacara. Punkin había sido el primer compromiso que Juliet había establecido con Maggie. «¿Puedo tener un gatito, mamá, por favor?», había sido una petición sencilla de conceder. Lo que no había comprendido en su momento era que el placer de un pequeño deseo concedido conducía inexorablemente al anhelo de otros mayores. Al principio, habían sido de escasa importancia, dormir una vez al mes con sus amigas, un viaje a Lancaster con Josie y su mamá, pero habían dado lugar a una sensación de pertenencia en ciernes que Maggie jamás había experimentado. Por fin, había desembocado en la petición de quedarse. Lo cual, junto con todo lo demás, había dado como fruto Nick, el vicario y esta noche…
Juliet se sentó en el borde de la cama y encendió la luz. Punkin sepultó más la cabeza entre las patas, aunque un meneo de la cola le traicionó. Juliet acarició su cabeza y la curva móvil de su lomo. No estaba tan limpio como debería. Pasaba demasiado tiempo vagando por el bosque. Otros seis meses, y sería más feroz que dócil. Al fin y al cabo, el instinto era el instinto.
El grueso álbum de recortes de Maggie estaba caído en el suelo, junto a la cama, con la cubierta gastada y agrietada, y las páginas tan sobadas que los bordes empezaban a desmoronarse. Juliet lo cogió y lo depositó sobre su regazo. Un regalo por su sexto cumpleaños, había escrito de su puño y letra, con grandes mayúsculas, «Acontecimientos importantes de Maggie» en la primera página. A juzgar por el tacto, Juliet adivinó que la mayoría de las páginas estaban llenas. Nunca lo había mirado, pues lo había considerado una intrusión en el pequeño mundo privado de su hija, pero ahora lo hizo, no tanto por curiosidad como por sentir la presencia de su hija y comprender.
La primera parte albergaba recuerdos infantiles: la silueta de una mano grande con otra más pequeña dentro, y las palabras «Mamá y yo» garrapateadas debajo; una redacción imaginaria sobre «Mi perrito Fred», sobre la cual había escrito un profesor: «Debe de ser un animalito encantador, Margaret»; un programa de un recital de música navideña en el que Maggie había formado parte del coro infantil, que cantó —muy mal, pero con mucha ambición— el Coro del Aleluya del Mesías de Handel; la cinta otorgada al segundo premio por un proyecto científico sobre plantas, así como montones de fotos y postales de las vacaciones de camping que habían pasado juntas en las Hébridas, en Holy Island, lejos del mundanal ruido en el Distrito de los Lagos. Juliet pasó las páginas. Recorrió con las yemas de los dedos el dibujo, siguió el contorno de la cinta y examinó cada foto de la cara de su hija. Aquella era la historia real de sus vidas, una colección que daba cuenta de lo que su hija y ella habían logrado construir sobre cimientos de arena.
Sin embargo, la segunda parte del álbum documentaba el coste de haber vivido la misma historia. Comprendía una colección de recortes de periódicos y artículos de revistas sobre carreras de automóviles. También había fotos de hombres entremezcladas. Por primera vez, Juliet vio que «murió en un accidente de coche, querida» había asumido proporciones heroicas en la imaginación de Maggie, y que la reticencia de Juliet acerca del tema había creado un padre al que Maggie podía querer. Sus padres eran los ganadores de Indianápolis, Montecarlo y Le Mans. Daban volteretas entre llamas en un circuito de Italia, pero salían con la cabeza bien alta. Perdían ruedas, se estrellaban, abrían champaña y agitaban trofeos en el aire. Todos compartían una sola característica: estaban vivos.
Juliet cerró el libro y apoyó las manos sobre la cubierta. Todo giraba en torno a la protección, dijo en el interior de su cabeza a Maggie, que no se encontraba presente. Cuando se es madre, Maggie, lo más insoportable de todo cuanto se debe soportar es perder a tu hijo. Es posible soportar casi todo lo demás, y por lo general hay que hacerlo en un momento u otro, perder tus posesiones, tu casa, tu trabajo, tu amante, tu marido, hasta tu forma de vivir. Pero perder a un hijo te destroza, de modo que no corras peligros susceptibles de causar la pérdida, porque siempre eres consciente de que un solo riesgo que corras tal vez sea el que provoque la irrupción en tu vida de todos los horrores del mundo.
Aún no lo sabes, querida, porque todavía no has experimentado el momento en que la tensión insoportable de los músculos y el ansia de expulsar y de chillar a la vez dan como resultado esta diminuta masa de humanidad que berrea y jadea y descansa sobre tu estómago, desnuda sobre tu desnudez, dependiente de ti, ciega en aquel momento, con las manitas que tratan de aferrarse instintivamente a algo. Y cuando cierras aquellos dedos alrededor de uno tuyo… No, ni siquiera entonces… Cuando contemplas aquella vida que has creado, sabes que harás cualquier cosa, sufrirás cualquier cosa, por protegerla. La protegerás, casi siempre, por su propio bien, desde luego, porque se trata de vivir, de pura necesidad. Pero, en parte, la protege por ti.
Y ese es el mayor de mis pecados, querida Maggie. Invertí el proceso y mentí al hacerlo, porque era incapaz de enfrentarme a la inmensidad de la pérdida. Pero ahora te diré la verdad, aquí. Lo que hice fue en parte por ti, mi hija. Pero lo que hice hace tantos años, fue sobre todo por mí.