Eran las cinco menos cuarto cuando Lynley y St. James subían por el corto camino particular que conducía a la vicaría. No había ningún coche aparcado, pero brillaba una luz en lo que podía ser la cocina. Se veía otra detrás de las cortinas de una habitación situada en el primer piso. Proyectaba un resplandor dorado, contra el cual se recortaba una silueta en movimiento, deformada cual Quasimodo por la forma en que colgaba la tela detrás del cristal. Al lado de la puerta principal, una colección de basura esperaba su traslado. Daba la impresión de consistir, sobre todo, en periódicos, recipientes vacíos de productos de limpieza y trapos sucios, los cuales desprendían el olor peculiar e irritante del amoníaco, como si dieran cuenta de la victoria de la asepsia en la guerra por la limpieza que se había librado en el interior de la casa.
Lynley tocó el timbre. St. James miró hacia el otro lado de la calle y contempló la iglesia con el ceño fruncido.
—Me parece que deberá escarbar en los periódicos locales para averiguar algo sobre esa muerte, Tommy. No creo que el obispo de Truro cuente algo más a Barbara de lo que su secretario me dijo a mí. En primer lugar, ha de conseguir verle. Podría darle largas durante días, sobre todo si hay algo que ocultar y Glennaven le informó de nuestra visita.
—Havers se las arreglará de una forma u otra. Yo, en lugar del obispo, no le pondría demasiadas trabas. Barbara se sentirá más motivada todavía.
Lynley volvió a tocar el timbre.
—Pero que Truro admita inclinaciones obscenas por parte de Sage…
—Es un problema, pero las inclinaciones obscenas solo representan una posibilidad. Ya hemos visto que hay docenas más, algunas aplicables a Sage, y otras a la señora Spence. Si Havers descubre algo sospechoso, sea lo que sea, podremos trabajar con algo más de lo que tenemos en este momento. —Lynley miró por la ventana de la cocina. La luz encendida procedía de una bombilla colgada sobre los fogones. La habitación estaba desierta—. Ben Wragg dijo que aquí trabajaba un ama de llaves, ¿no?
Apretó el timbre por tercera vez.
Por fin, una voz respondió desde el otro lado de la puerta, vacilante y apenas audible.
—¿Quién es, por favor?
—DIC de Scotland Yard —contestó Lynley—. Traigo una identificación, si quiere verla.
La puerta se abrió unos centímetros, y volvió a cerrarse en cuanto Lynley hubo entregado la tarjeta. Pasó casi un minuto. Un tractor traqueteó por la calle. Un autobús escolar vomitó seis alumnos uniformados al borde del aparcamiento situado frente a la iglesia de San Juan Bautista, antes de atacar la pendiente, con el intermitente destellando en dirección al canal de Bowland.
La puerta volvió a abrirse. Una mujer apareció en la entrada. Sujetaba la tarjeta de Lynley con una mano cerrada, en tanto la otra aferraba el cuello del jersey y procuraba subirlo lo máximo posible, como si pensara que no la cubría lo suficiente. Su cabello, una larga masa enmarañada que parecía electrizada, ocultaba más de la mitad de su rostro. Las sombras escondían el resto.
—El vicario ha muerto —murmuró—. Murió el mes pasado. El agente le encontró en el sendero peatonal. Comió algo en mal estado. Fue un accidente.
Estaba contando lo que, a todas luces, ya debían saber, como si no tuviera idea de que New Scotland Yard merodeaba por el pueblo desde hacía veinticuatro horas, investigando la muerte. Resultaba difícil creer que no se hubiera enterado de su llegada, sobre todo, comprendió Lynley mientras la examinaba, porque la noche anterior estaba sentada en el pub con un amigo, coincidiendo con la visita de St. John Townley-Young. De hecho, Townley-Young había apostrofado al hombre que la acompañaba.
No se apartó de la puerta para dejarles pasar, pero se estremeció de frío, y Lynley observó que iba descalza. También vio que llevaba pantalones, de un gris hueso elegante.
—¿Podemos entrar?
—Fue un accidente. Todo el mundo lo sabe.
—No estaremos mucho rato. Debería protegerse del frío.
La mujer apretó el cuello del jersey con más fuerza. Desvió la vista de Lynley a St. James, y luego volvió a mirarle, antes de apartarse de la puerta para que entraran.
—¿Es usted el ama de llaves? —preguntó Lynley.
—Polly Yarkin.
Lynley presentó a St. James.
—¿Podemos hablar con usted?
Experimento la curiosa necesidad de tratarla con dulzura, sin saber muy bien por qué. Su aspecto era asustado y derrotado, como un caballo que ha sido azotado por una mano colérica. Daba la impresión de que podía desbocarse de un momento a otro.
Les guio hacia la sala de estar, donde giró el interruptor de una lámpara de pie, sin éxito.
—La bombilla se ha fundido —dijo, y les dejó solos.
A la tenue luz del ocaso, observaron que las posesiones personales del vicario habían desaparecido. Quedaba un sofá, una otomana y dos sillas dispuestas alrededor de una mesa de café. Enfrente, una librería desnuda iba desde el suelo al techo. Algo brillaba en el suelo, al lado, y Lynley fue a investigar. St. James se acercó a la ventana y apartó a un lado las cortinas.
—No hay gran cosa ahí fuera. Los arbustos tienen mal aspecto. Hay plantas en el peldaño —murmuró como para sí.
Lynley recogió un pequeño globo plateado que había quedado abierto en el suelo. Esparcidos a su alrededor se veían los restos disecados de pedacitos triangulares carnosos que parecían ser fruta. También cogió uno. Carecía de olor. Tenía la textura de una esponja seca. El globo estaba sujeto a una cadena de plata a juego. El cierre estaba roto.
—Es mío. —Polly Yarkin había vuelto, con una bombilla en la mano—. Me preguntaba dónde había ido a parar.
—¿Qué es?
—Un amuleto. Para la salud. A mamá le gusta que lo lleve. Una tontería. Como el ajo, pero no se lo puedo decir a mamá. Siempre ha creído en los encantamientos.
Lynley se lo entregó. Ella le devolvió la tarjeta de identidad. El tacto de sus dedos era febril. Se acercó a la lámpara, cambió la bombilla, la encendió y retrocedió hacia una de las sillas. Se quedó detrás, con las manos aferradas al respaldo.
Lynley caminó hacia el sofá. St. James le imitó. La mujer les indicó con un cabeceo que tomaran asiento, aunque estaba claro que no tenía la menor intención de sentarse. Lynley señaló la silla:
—No tardaremos mucho —y esperó a que Polly se moviera.
Lo hizo de mala gana, con una mano sobre el respaldo de la silla, como si fuera a refugiarse de nuevo detrás. Se sentó, más a plena luz, y dio la impresión de que no deseaba evitar su compañía, sino precisamente, la luz.
Lynley observó por primera vez que los pantalones correspondían a un traje de hombre. Le iban demasiado largos. Se había subido el dobladillo.
—Son del vicario —explicó vacilante—. No creo que a nadie le importe, ¿verdad? Tropecé con el peldaño trasero hace un ratito. Me rompí la falda. Torpe, como una vaca vieja, eso es lo que soy.
Lynley alzó los ojos hacia su cara. Un verdugón de un rojo furioso surgía bajo la cortina protectora de su pelo, dibujando un sendero curvo que terminaba en una comisura de su boca.
—Torpe —repitió, y lanzó una breve carcajada—. Siempre tropiezo con las cosas. Mamá debió darme un amuleto para conservar el equilibrio.
Se echó el pelo hacia delante un poco más. La piel de su frente, lo poco que se veía, brillaba. Sudor, causado por los nervios o alguna enfermedad. No hacía suficiente calor en la casa para que la película de sudor se debiera a otra cosa.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Lynley—. ¿Quiere que llamemos a un médico?
Bajó el dobladillo de los pantalones hasta que cubrieron sus pies y los envolvió con la parte sobrante.
—No he ido al médico desde hace diez años. Me caí. Estoy bien.
—Pero si se golpeó en la cabeza…
—Me golpeé en la cara con la estúpida puerta.
Se reclinó en la silla poco a poco y apoyó una mano sobre cada brazo. Sus movimientos eran lentos, casi deliberados, como si estuviera rebuscando en su memoria la manera apropiada de sentarse y comportarse cuando alguien venía de visita. Sin embargo, algo en sus ademanes —tal vez la forma en que se movían sus brazos, como extensiones mecánicas de su cuerpo, o el modo en que sus dedos se extendían con un esfuerzo y se apoyaban sobre el tapizado de la silla— insinuaba que solo deseaba mecerse, doblarse en dos, hasta que algún padecimiento interior desapareciera.
—Los capilleros de la iglesia me pidieron que conservara limpia y preparada la casa hasta que llegara el nuevo vicario —dijo, cuando vio que ni Lynley ni St. James hablaban—. He estado limpiando. Trabajo demasiado y me duele un poco el cuerpo. Eso es todo.
—¿Ha trabajado en esta casa desde que el vicario murió?
Parecía improbable. La casa no era tan grande.
—Se tarda mucho en seleccionar las cosas y ordenarlas cuando alguien fallece.
—Ha hecho un buen trabajo.
—Es que los nuevos siempre examinan la casa de arriba abajo, ¿no? Les ayuda a tomar la decisión, si les han ofrecido el trabajo.
—¿Fue así en el caso del señor Sage? ¿Vino a ver la vicaría antes de tomar posesión?
—No le importaba cómo era. Supongo que, como no tenía familia, no le importaba mucho la casa. Solo iba a vivir él.
—¿Habló alguna vez de una esposa? —preguntó St. James.
Polly extendió la mano hacia el amuleto que descansaba sobre su regazo.
—¿Esposa? ¿Pensaba casarse?
—Había estado casado. Era viudo.
—Nunca lo dijo. Yo pensaba… Bien, no parecía muy interesado en las mujeres.
Lynley y St. James intercambiaron una mirada.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Lynley.
Polly cogió el amuleto y lo rodeó con los dedos. Devolvió su mano al brazo de la silla.
—Trataba por igual a las señoras que limpiaban la iglesia y a los tíos que tocaban las campanas. Siempre pensé… Pensé, bien, quizá el vicario es demasiado santo. Quizá no piensa en mujeres y esas cosas. Al fin y al cabo, leía mucho la Biblia. Rezaba. Quería que rezara con él. Siempre decía, empecemos el día con una oración, querida Polly.
—¿Qué clase de oración?
—Dios, ayúdanos a comprender Tu voluntad y a encontrar el camino.
—¿Esa era la oración?
—Más o menos, pero era más larga. Siempre me pregunté qué camino debía encontrar. —Frunció los labios un instante—. Encontrar la manera de cocinar bien la carne, supongo, aunque el vicario nunca se quejaba de mis guisos. Decía, cocinas como San-no-sé-cuántos, querida Polly. He olvidado como quién. ¿San Miguel? ¿Cocinaba?
—Creo que luchó con el demonio.
—Ah. Bien, no soy religiosa. Me refiero a la clase de religión relacionada con la iglesia y todo eso. El vicario no lo sabía, menos mal.
—Si admiraba sus guisos, debió decirle que no vendría a cenar la noche que murió.
—Solo dijo que no quería cenar. Yo no sabía que iba a salir. Pensé que se encontraba mal.
—¿Por qué?
—Se había pasado todo el día encerrado en el dormitorio, y no comió. Salió una vez a la hora del té para utilizar el teléfono del estudio, pero volvió a su cuarto en cuanto terminó.
—¿A qué hora fue?
—A eso de las tres, me parece.
—¿Escuchó su conversación?
Abrió la palma y miró el amuleto. Lo rodeó con los dedos.
—Estaba muy preocupada por él. Era impropio del señor Sage dejar de comer.
—Por lo tanto, escuchó la conversación.
—Un momento, y solo porque estaba preocupada por él. No fue que quisiera escuchar. Quiero decir, el vicario no dormía bien. Por la mañana, su cama siempre estaba revuelta, como si hubiera luchado con las sábanas. Además…
Lynley se inclinó hacia delante y apoyó los codos sobre las rodillas.
—No pasa nada, Polly. Su intención era buena. Nadie la juzgará por haber escuchado detrás de una puerta.
No parecía muy convencida. La desconfianza aleteaba tras los tímidos movimientos de sus ojos, que oscilaban entre Lynley y St. James.
—¿Qué es lo que dijo? —preguntó Lynley—. ¿Con quién estaba hablando?
—Usted no puede juzgar lo que ocurrió entonces. No sabe lo que es justo ahora. No está en sus manos, sino en las de Dios.
—No hemos venido a juzgar. Eso le corresponde a…
—No —interrumpió Polly—. Eso es lo que oí, lo que dijo el vicario. Usted no puede juzgar lo que ocurrió entonces. No sabe lo que es justo ahora. No está en sus manos, sino en las de Dios.
—¿Fue la única llamada telefónica que hizo aquel día?
—Yo no supe de otra.
—¿Estaba enfadado? ¿Gritó, alzó la voz?
—Parecía cansado, más que nada.
—¿Le vio después?
Polly meneó la cabeza. Después, dijo, le llevó la merienda al estudio, y descubrió que había vuelto a su dormitorio. Subió, llamó a la puerta y le ofreció la comida que había rehusado.
—Dije, no ha probado bocado en todo el día, señor vicario, y ha de comer algo. No me moveré de aquí hasta que haya probado estas estupendas tostadas que le he traído. Al final, abrió la puerta. Estaba vestido, y la cama hecha, pero adiviné qué había estado haciendo.
—¿Qué?
—Rezar. Se había improvisado un rinconcito en la habitación, con una Biblia y un sitio donde arrodillarse. Es lo que había estado haciendo.
—¿Cómo lo sabe?
Polly frotó los dedos sobre la rodilla a modo de explicación.
—Por los pantalones. La raya se había borrado en esta parte. También había arrugas donde dobló la pierna para arrodillarse.
—¿Qué le dijo él?
—Que yo era un alma bondadosa, pero no debía preocuparme. Le pregunté si estaba enfermo. Contestó que no.
—¿Le creyó?
—Dije, se está agotando, señor vicario, con tantos viajes a Londres. Había regresado el día anterior, y cada vez que iba a Londres regresaba peor que la última vez. Cada vez que iba, volvía a casa y rezaba. A veces, me preguntaba… Bien, ¿a qué se dedicaba en Londres, para volver tan cansado y demacrado? Como iba en tren, pensaba que quizá se debía al cansancio del viaje. Ir a la estación, comprar los billetes, cambiar de tren, esas cosas. Un viaje así cansa.
—¿A qué se dedicaba en Londres?
Polly no lo sabía, ni tampoco lo que hacía. Tanto si eran asuntos de la Iglesia como personales, el vicario se guardaba la información. Lo único que Polly pudo decirles con seguridad fue que se alojaba en un hotel cercano a la estación de Euston. El mismo hotel cada vez. Se acordaba. ¿Querían que les diera el nombre?
Sí, en caso de que lo tuviera.
Polly empezó a levantarse y contuvo el aliento, como sorprendida, cuando le costó efectuar el movimiento. Tosió para disimular un gemido. No sirvió para ocultar su dolor.
—Lo siento —dijo—. Ha sido una caída tonta. Me di un buen golpe. Torpe vaca vieja.
Se echó hacia delante en la silla con lentitud y se incorporó cuando llegó al borde.
Lynley la contempló con el ceño fruncido, observó la extraña manera de sujetar el jersey por delante con ambas manos. No se mantuvo recta. Cuando anduvo, se apoyó sobre la pierna derecha.
—¿Quién ha venido a verla hoy, Polly? —preguntó con brusquedad.
Ella se detuvo con la misma brusquedad.
—Nadie. Que yo recuerde, al menos. —Fingió que meditaba sobre la pregunta, arrugó el entrecejo y se concentró en la alfombra, como si contuviera la respuesta—. No. Nadie en absoluto.
—No la creo. No se cayó, ¿verdad?
—Sí, ahí atrás.
—¿Quién fue? ¿Ha venido a verla Townley-Young? ¿Quería hablar con usted sobre las gamberradas de Cotes Hall?
Polly aparentó auténtica sorpresa.
—¿La mansión? No.
—¿Sobre lo de anoche en el pub, entonces, sobre el hombre que la acompañaba? Era su yerno, ¿verdad?
—No. Quiero decir, sí. Era Brendan, cierto, pero el señor Townley-Young no ha venido.
—En ese caso, ¿quién…?
—Me caí. Me di un buen golpe. Eso me enseñará a ser más precavida.
Salió de la sala.
Lynley se levantó y caminó hacia la ventana. Desde allí, se acercó a la librería. Volvió otra vez a la ventana. Un radiador de pared siseaba al pie, insistente e irritante. Intentó girar el mando. Parecía atorado. Lo agarró, forcejeó con él, se quemó la mano y maldijo.
—Tommy.
Se volvió hacia St. James, que no se había movido del sofá.
—¿Quién? —preguntó.
—Quizá sea más importante ¿por qué?
—¿Por qué? Por el amor de Dios…
St. James habló con voz pausada.
—Considera la situación. Scotland Yard llega y empieza a hacer preguntas. Todo el mundo piensa ceñirse a la línea establecida. Tal vez Polly no quiere. Tal vez alguien lo sabe.
—Joder, St. James, esa no es la cuestión. Alguien la pegó, alguien que anda por ahí, alguien…
—Estás muy ocupado y ella no quiere hablar. Quizá tenga miedo. Quizá esté protegiendo a alguien. No lo sabemos. Lo más importante es saber si lo que le ha pasado está relacionado con lo ocurrido a Robin Sage.
—Hablas como Barbara Havers.
—Alguien ha de hacerlo.
Polly volvió con una hoja de papel en la mano.
—Hamilton House —dijo—. Aquí tienen el teléfono.
Lynley guardó la hoja en el bolsillo.
—¿Cuántas veces fue el señor Sage a Londres?
—Cuatro. Tal vez cinco. Puedo mirar en su agenda, si quiere saberlo con seguridad.
—¿Su agenda sigue aquí?
—Con todas sus cosas. Su testamento decía que todas sus cosas iban a la caridad, pero no aclaraba cuáles. El consejo eclesiástico dijo que lo empaquetara todo hasta decidir dónde lo enviarían. ¿Quieren echar un vistazo?
—Si nos lo permite.
—En el estudio.
Les guio por el pasillo, al otro lado de la escalera. Por lo visto, se había dedicado a limpiar algunas manchas de la alfombra aquel mismo día, porque Lynley reparó en manchas de humedad que no había visto al entrar en la casa, cerca de la puerta, y un rastro irregular hasta la escalera, donde una pared también se veía lavada. Un pedazo de tela multicoloreado asomaba bajo un jarrón sin flores que se erguía frente a la escalera. Mientras Polly continuaba caminando, distraída, Lynley lo recogió. Descubrió que era frágil, similar a la gasa, trenzado con hilos de un dorado metálico. Le recordó los vestidos y faldas indias que solían venderse en los mercadillos. Lo enrolló alrededor de su dedo, pensativo, notó que poseía una rigidez extraña y lo alzó hacia la luz del techo, que Polly había encendido mientras avanzaba hacia la parte delantera de la casa. Una enorme mancha rojiza cubría el fragmento. Estaba deshilachado en los bordes, arrancado de una pieza más grande, pero no cortado con tijeras. Lynley lo examinó con escaso asombro. Lo guardó en el bolsillo y siguió a St. James hasta el estudio.
Polly se paró junto al escritorio. Había encendido la lámpara que descansaba sobre el mueble, de forma que su cabello arrojaba una sombra oblicua sobre su cara. La habitación estaba llena de cajas de cartón, todas etiquetadas. Una de ellas estaba abierta. Contenía prendas de vestir, y de ella debían proceder los pantalones de Polly.
—Tenía muchas posesiones —comentó Lynley.
—Nada importante. Le gustaba guardar cosas. Cuando yo quería tirar algo, lo dejaba sobre su escritorio para que decidiera. Guardaba cosas de Londres, sobre todo. Billetes de entrada a los museos, un pase de metro valedero por un día. Como si fueran recuerdos. Coleccionaba cosas raras. Muchas personas lo hacen.
Lynley paseó entre las cajas y leyó las etiquetas. «Solo libros», «retrete», «asuntos de la parroquia», «sala de estar», «hábitos», «zapatos», «estudio», «escritorio», «dormitorio», «sermones», «revistas», «cosas sueltas»…
—¿Qué hay ahí dentro? —preguntó por fin.
—Cosas de sus bolsillos, trozos de papel… Programas de teatros, cosas así.
—¿Dónde encontró la agenda?
Polly señaló las cajas etiquetadas «estudio, escritorio y libros». Lynley empezó a moverlas de sitio para tener el acceso más fácil.
—¿Quién ha tocado las pertenencias del vicario, aparte de usted? —preguntó.
—Nadie. El consejo eclesiástico ordenó que lo empaquetara todo y lo etiquetara, pero aún no ha examinado las cajas. Supongo que querrá quedarse la de los asuntos parroquiales, ¿verdad?, y quizá deseen dar sus sermones al nuevo vicario. Las ropas puede que le vayan…
—¿Y antes de que guardara las cosas en cajas? —interrumpió Lynley—. ¿Quién examinó sus pertenencias?
Polly vaciló. Estaba cerca de él. Lynley captó el olor a sudor que impregnaba la lana de su jersey.
—¿Alguien examinó sus pertenencias —aclaró Lynley— durante la investigación, después de la muerte del vicario?
—El agente.
—¿Registró las cosas del vicario a solas? ¿Le acompañó usted o su padre?
Polly se humedeció con la lengua el labio superior.
—Le llevaba té cada día. Entraba y salía.
—¿Trabajó a solas? —Polly asintió—. Entiendo. —Abrió la primera caja, mientras St. James hacía lo propio con otra—. Maggie Spence solía visitar al vicario, según tengo entendido. El vicario la apreciaba mucho.
—Supongo que sí.
—¿Se encontraban a solas?
—¿A solas?
Polly se pellizcó un padrino del pulgar.
—El vicario y Maggie. ¿Se encontraban a solas? ¿Aquí? ¿En la sala de estar? ¿En algún otro sitio? ¿Arriba?
Polly paseó la vista por el estudio, como si intentara recuperar la memoria.
—Sobre todo aquí, diría yo.
—¿A solas?
—Sí.
—¿La puerta estaba abierta o cerrada?
Polly empezó a abrir una caja.
—Cerrada. Casi siempre. —Continuó, antes de que Lynley pudiera formular otra pregunta—. Les gustaba hablar sobre la Biblia. Les encantaba. Yo les entraba té. El vicario estaba sentado en aquella butaca —señaló una butaca almohadillada sobre la que descansaban tres cajas más—, y Maggie se acomodaba en el taburete, allí, frente al escritorio.
A un discreto metro, observó Lynley. Se preguntó quién la había colocado allí, Sage, Maggie o la propia Polly.
—¿Se reunía el vicario con otros jóvenes de la parroquia? —preguntó.
—No. Solo con Maggie.
—¿Lo consideraba usted extraño? Al fin y al cabo, había un club social de adolescentes, según me han dicho. ¿Se reunía alguna vez con ellos?
—Cuando llegó, hubo una asamblea de jóvenes, para fundar el club. Recuerdo que les hice panecillos.
—¿Solo Maggie venía aquí? ¿Qué pensaba su madre?
—¿La señora Spence? —Polly removió el contenido de la caja. Fingió que lo examinaba. En apariencia, consistía sobre todo en papeles mecanografiados—. La señora Spence nunca venía.
—¿Telefoneaba?
Polly meditó la respuesta. St. James se dedicaba a examinar un fajo de papeles y una pila de folletos.
—Una vez. Casi a la hora de cenar. Maggie seguía aquí. La señora Spence quería que volviera a casa.
—¿Estaba enfadada?
—Hablamos muy poco, así que no sé decirle. Solo preguntó si Maggie estaba aquí, con cierta brusquedad. Dije que sí y fui a buscarla. Maggie habló por teléfono, sí, mamá, no, mamá, y escucha, por favor, mamá. Después, se fue a casa.
—¿Disgustada?
—Un poco compungida y arrastrando los pies, como si la hubieran sorprendido haciendo algo que no debía. Apreciaba mucho al vicario, y él a ella, pero a su mamá no le gustaba, de modo que Maggie le veía a escondidas.
—Y su madre lo descubrió. ¿Cómo?
—La gente ve cosas. Habla. No existen secretos en un pueblo como Winslough.
A Lynley se le antojó una afirmación precipitada. Por lo que había podido observar, Winslough albergaba montones de secretos, y casi todos estaban relacionados con el vicario, Maggie, el agente de policía y Juliet Spence.
—¿Es esto lo que andamos buscando? —preguntó St. James, y Lynley vio que sostenía una pequeña agenda de plástico y lomo en espiral. St. James se la dio y continuó registrando la caja que había abierto.
—Les dejaré solos —dijo Polly, y salió. Al cabo de un momento, oyeron que abría el grifo de la cocina.
Lynley se caló las gafas y pasó las páginas de la agenda, desde diciembre hacia atrás. Observó, en primer lugar, que si bien el veintitrés contenía la referencia a la boda de los Townley-Young, y la mañana del veintidós tenía garrapateado «Power/Townley-Young» a las diez y media, no había referencias en el mismo día a la cena con Juliet Spence. No obstante, vio una anotación en el día anterior, el apellido «Yanapapoulis» escrito en diagonal sobre las líneas.
—¿Cuándo le conoció Deborah? —preguntó Lynley.
—Cuando tú y yo estábamos en Cambridge. En noviembre. Un martes. ¿Un veintipico, tal vez?
Lynley pasó las páginas hacia atrás. Estaban plagadas de anotaciones sobre la vida del vicario. Reuniones con los fieles, visitas a los enfermos, la asamblea del club juvenil, bautismo, tres funerales, dos bodas, sesiones que parecían de asesoramiento matrimonial, presentaciones ante el consejo eclesiástico, dos reuniones sacerdotales en Bradford.
Encontró lo que buscaba el martes dieciséis, «SS», al lado de la una del mediodía. La pista se enfriaba a partir de aquel momento. Más atrás, había nombres apuntados junto a horas, hasta la llegada del vicario a Winslough. Nombres propios, y también apellidos. Era imposible deducir si pertenecían a feligreses o a conocidos de Sage en Londres. Lynley levantó la vista.
—SS —dijo a St. James—. ¿Te sugiere algo?
—Las iniciales de alguien.
—Tal vez, solo que no emplea iniciales en ningún otro sitio. Siempre apellidos, excepto esta vez. ¿Qué te sugiere?
—¿Una organización? —St. James adoptó un aire pensativo—. Me vienen los nazis a la mente.
—¿Robin Sage, un neonazi? ¿Un skinhead camuflado?
—¿Servicio Secreto, tal vez?
—¿Robin Sage, el James Bond particular de Winslough?
—No, en ese caso pondría MI5 o 6, ¿verdad? O SIS. —St. James empezó a devolver objetos a la caja—. Poca cosa más, a excepción de la agenda. Papel de carta, tarjetas, incluida la suya, parte de un sermón sobre los lirios del valle, tinta, plumas, lápices, guías agrícolas, dos paquetes de semillas de tomate, un archivo de correspondencia con cartas de despedida, cartas de solicitud de empleo, cartas de aceptación. Una solicitud para…
St. James frunció el ceño.
—¿Qué?
—Cambridge. Llenada en parte. Doctor en teología.
—¿Y?
—No es eso. Es la solicitud, cualquier solicitud. Llenada en parte. Me recuerda lo que Deborah y yo hemos… Da igual. Me trae a la mente SS. ¿Qué te parece Servicios Sociales?
Lynley captó la relación que su amigo había establecido con su vida.
—¿Quería adoptar un niño?
—¿O colocar a un niño?
—Joder. ¿Maggie?
—Quizá consideraba a Juliet Spence una madre inepta.
—Eso pudo empujarla a la violencia. —Buena idea.
—Pero nadie lo ha insinuado en ningún momento.
—Suele pasar, cuando la situación es extremada. Ya sabes cómo es. El niño tiene miedo de hablar, no confía en nadie. Cuando por fin encuentra a alguien en quien puede confiar…
St. James bajó las tapas de la caja y apretó el celo para volver a pegarlo.
—Puede que hayamos examinado a Robin Sage desde un punto de vista equivocado —dijo Lynley—. Todos esos encuentros con Maggie a solas. En lugar de seducirla, quizá intentaba llegar al corazón de la verdad. —Lynley se sentó en la silla del escritorio y dejó la agenda sobre él—. Esto no son más que especulaciones gratuitas. No sabemos lo suficiente. Ni siquiera sabemos cuándo iba a Londres, porque la agenda no nos dice dónde estaba. Hay listas de nombres y horas, montones de citas, pero aparte de Bradford, no se menciona ningún otro lugar.
—Guardaba las facturas —anunció Polly Yarkin desde la puerta. Sujetaba una bandeja sobre la que había amontonado una tetera, dos tazas con sus platillos y un paquete medio aplastado de galletas de chocolate. Depositó la bandeja sobre el escritorio—. Facturas de hoteles. Las guardaba. Pueden compararlas con las fechas.
Encontraron las facturas de hotel de Robin Sage en la tercera caja que probaron. Daban cuenta de cinco visitas a Londres, que empezaban en octubre y terminaban justo dos días antes de su fallecimiento, el 21 de diciembre, donde estaba escrito «Yanapapoulis». Lynley comparó las fechas de las facturas con la agenda, pero solo obtuvo tres datos más que se le antojaron algo prometedores: el nombre «Kate» al lado de las doce del mediodía, el 11 de octubre, fecha de la primera visita de Sage a Londres; un número de teléfono en la segunda, y «SS» de nuevo en la tercera.
Lynley marcó el número. Era una central telefónica de Londres.
—Servicios Sociales —anunció una voz exhausta, después de una larga jornada de trabajo.
Lynley sonrió y alzó un pulgar en dirección a St. James. Sin embargo, no obtuvo nada productivo de la conversación. No hubo manera de averiguar el propósito de cualquier llamada a Servicios Sociales que Robin Sage pudo efectuar. Nadie apellidado Yanapapoulis trabajaba en la institución, ni tampoco fue posible seguir el rastro del funcionario con quien Robin Sage había hablado cuando llamó, si es que llegó a telefonear. Para colmo, si visitó Servicios Sociales durante uno de sus desplazamientos a Londres, se había llevado el secreto a la tumba. Al menos, ya tenían algo con qué trabajar, por mínimo que fuera.
—¿Le mencionó alguna vez el señor Sage Servicios Sociales, Polly? —preguntó Lynley—. ¿Alguna vez le telefonearon de Servicios Sociales?
—¿Servicios Sociales? ¿Se refiere a los que se ocupan de ancianos y así?
—Por cualquier motivo. —La mujer meneó la cabeza—. ¿Dijo Sage que se proponía visitar Servicios Sociales cuando iba a Londres? ¿Alguna vez trajo consigo documentos o papeles?
—Quizá haya algo en cosas sueltas.
—¿Cómo?
—Si trajo algo y lo guardó en el estudio, estará en la caja de cosas sueltas.
Cuando lo abrió, Lynley descubrió que la caja de cosas sueltas era como una muestra dispersa de la vida de Robin Sage. Contenía de todo, desde planos del metro de Londres anteriores a la línea del Jubileo, hasta una colección amarillenta del tipo de folletos históricos que se puede comprar por diez peniques en iglesias rurales. Una pila de críticas literarias recortadas del Times parecían lo bastante frágiles para sugerir que habían sido coleccionadas a lo largo de muchos años, y su examen reveló que los gustos del vicario tendían hacia las biografías, la filosofía y lo que hubiera sido nominado para el premio Booker en un año determinado. Lynley pasó un montón de papeles a St. James y se hundió en la silla del escritorio para examinar otro. Polly deambuló con cautela a su alrededor, reordenó unas cajas, comprobó el celo de otras. Lynley sintió que su mirada se posaba en él repetidas veces, para luego desviarse.
Inspeccionó su montón. Explicaciones de exposiciones museísticas; una guía de la Galería Turner, de la Tate; facturas de comidas, cenas y meriendas; manuales de instrucciones para utilizar una sierra eléctrica, montar una cesta de bicicleta, limpiar una plancha a vapor; anuncios que ensalzaban las ventajas de inscribirse en un gimnasio; folletos que se van acumulando al pasear por las calles londinenses. Consistían en anuncios de peluquerías —El Cabello Aparente, Calle Clapham High, Pregunte Por Sheelah—; fotos granuladas de automóviles —Conduzca El Nuevo Metro De Lambeth Ford—; propaganda política —Mitin Laborista A Las Ocho De Esta Noche En El Auditorio De Camden Town—. Además, diversos anuncios y solicitudes de caridad, desde la RSPCA hasta Médicos Sin Fronteras. Un folleto de los Hare Krishna servía de punto en un ejemplar del Libro de la Liturgia. Lynley lo abrió y leyó la oración subrayada, de Ezequiel: «Cuando el hombre malvado se arrepiente de las iniquidades que haya cometido, para dedicarse a lo que es justo y lícito, salvará su alma inmortal». La volvió a leer, en voz alta, y miró a St. James.
—¿Qué dijo Glennaven sobre las obsesiones del vicario?
—La diferencia entre lo que es normal, prescrito por la ley, y lo que es justo.
—Sin embargo, según esto, la Iglesia considera que son cosas equivalentes.
—Eso es lo bueno de las iglesias, ¿no?
St. James desdobló una hoja de papel, la leyó, apartó y volvió a coger.
—¿No era una elección lógica por su parte hablar de lo moral enfrentado a lo justo? ¿No era una forma de esquivar el bulto, enzarzar a sus compañeros de religión en discusiones absurdas?
—Eso pensaba el secretario de Glennaven.
—¿O se encontraba en un dilema? —Lynley dedicó a la oración un segundo vistazo— «… salvará su alma inmortal».
—Aquí hay algo —dijo St. James—. Hay una fecha en la parte de arriba. Solo pone once, pero el papel parece reciente, y podría coincidir con alguna de sus visitas a Londres.
Se lo dio.
Lynley leyó las palabras garrapateadas.
—De Charing Cross a Sevenoaks, High Street a la izquierda hasta… Parecen direcciones, St. James.
—¿Coincide la fecha con alguna de las visitas a Londres?
Lynley consultó la agenda.
—Con la primera. El 11 de octubre, donde consta el nombre Kate.
—Quizá fue a verla. Quizá la visita desencadenó los demás viajes. A Servicios Sociales. Incluso a… ¿Cuál era aquel nombre de diciembre?
—Yanapapoulis.
St. James lanzó un rápido vistazo a Polly Yarkin.
—Cualquiera de esas visitas habría podido servir de instigación.
Todo eran conjeturas, globos llenos de aire, y Lynley lo sabía. Cada entrevista, dato, conversación o paso en la investigación empujaba sus pensamientos en una nueva dirección. Carecían de pruebas de peso, y por lo que había podido ver, y a menos que alguien las hubiera eliminado, no habían existido pruebas de peso en ningún momento. Ningún arma abandonada en el lugar del crimen, ninguna huella dactilar acusadora, ni un cabello. No existía nada, de hecho, que relacionara al presunto asesino con su víctima, salvo una llamada telefónica que Maggie había escuchado, corroborada sin saberlo por Polly, y una cena tras la cual enfermaron los dos comensales.
Lynley sabía que St. James y él estaban empeñados en tejer un tapiz de culpabilidad a partir de hilos finísimos. Aquello no le gustaba, ni tampoco las señales de interés y curiosidad que Polly Yarkin trataba de disimular, a base de remover cajas de un sitio a otro y frotar la base de la lámpara con su manga para quitar manchas de polvo inexistentes.
—¿Fue a la encuesta? —le preguntó.
Polly retiró el brazo de las cercanías de la lámpara, como si la hubieran sorprendido portándose mal.
—¿Yo? Sí. Todo el mundo fue.
—¿Por qué? ¿Tenía que declarar?
—No.
—¿Entonces?
—Es que… Quería saber qué había pasado. Quería oír.
—¿Qué?
Polly alzó los hombros levemente, y luego los dejó caer.
—Lo que ella iba a decir. En cuanto me enteré de que el vicario había estado con ella aquella noche. Todo el mundo fue —repitió.
—¿Porque se trataba del vicario y una mujer? ¿O esa mujer en particular, Juliet Spence?
—No sé.
—¿Sobre usted, o sobre los demás?
Polly bajó la vista. Aquel simple movimiento fue suficiente para revelar a Lynley por qué les había llevado té, y por qué, después de servirlo, se había quedado en el estudio, removiendo cajas de cartón de un lado para otro, mientras contemplaba su registro de las posesiones personales del vicario mucho más tiempo del necesario.