—Echa un vistazo a estas.
Lynley pasó la carpeta de fotografías a St. James. Cogió su pinta de Guinness y pensó en enderezar Los comedores de patatas, o en quitar el polvo del marco y el cristal de La catedral de Ruán, para comprobar si estaba en realidad «a pleno sol», tal como parecía. Dio la impresión de que Deborah había leído su mente, al menos en parte.
—Me está volviendo loca —murmuró, y se encargó de la reproducción de Van Gogh antes de dejarse caer en el sofá, al lado de su marido.
—Dios te bendiga, hija mía —dijo Lynley, y esperó la reacción de St. James al material reunido por el equipo encargado de investigar el escenario del crimen, y que había traído con él de Clitheroe.
Dora Wragg había tenido la amabilidad de servirles en el salón de los huéspedes. Como el pub ya estaba cerrado para la última parte de la tarde, dos mujeres de edad avanzada, ataviadas con gruesas ropas de tweed y botas de excursión, continuaban sentadas junto a los restos del fuego cuando Lynley regresó de sus visitas a Maggie, la policía y el médico forense. Si bien las dos mujeres estaban enzarzadas en una sombría pero entusiástica discusión acerca de «la ciática de Hilda… ¿No te parece que es una mártir, querida?», y daba la impresión de que no escuchaba otra conversación que no estuviera relacionada con las caderas de Hilda, Lynley escrutó sus rostros ansiosos y astutos, y decidió que la discreción era la mejor virtud a la hora de hablar con franqueza sobre la muerte de alguien.
Aguardó a que Dora depositara una Guinness, una Harp y un zumo de naranja sobre la mesita de café del salón y se alejara hacia las regiones interiores del albergue, antes de tender la carpeta a su amigo. St. James estudió primero las fotografías. Deborah les dedicó una mirada, sufrió un escalofrío y apartó al instante la vista. Lynley no la culpó.
Las fotografías de esta muerte concreta parecían más inquietantes que muchas otras vistas a lo largo de su carrera, y al principio no comprendió por qué. Al fin y al cabo, estaba familiarizado con las numerosas formas que adopta la muerte inesperada. Estaba acostumbrado al desenlace de los estrangulamientos: el rostro cianótico, los ojos saltones, la espuma sanguinolenta en la boca. Había visto una buena cantidad de golpes en la cabeza. Había examinado infinidad de cuchilladas, desde gargantas cortadas hasta un virtual destripamiento, muy similar al de Mary Kelly, en Whitechapel. Había visto víctimas de bombardeos y tiroteos, los miembros arrancados y los cuerpos mutilados. Pero existía algo horripilante en aquella muerte, y no sabía concretarlo. Deborah lo hizo por él.
—Duró y duró —murmuró—. Tardó un rato, ¿verdad? Pobre hombre.
Había dado en el clavo. La muerte de Robin Sage no había sido instantánea, un momento de violencia perpetrado por una pistola, un cuchillo o el garrote vil, seguido de la inconsciencia. Había tardado lo bastante para que Sage comprendiera lo que ocurría y para que sus sufrimientos físicos fueran agudos. Las fotografías así lo desvelaban.
La policía de Clitheroe las había tomado en color, pero lo que captaban era, fundamentalmente, en blanco y negro. Lo primero consistía en unos quince centímetros de nieve recién caída que cubría la tierra y empolvaba la pared junto a la que yacía el cadáver. Lo segundo era el cadáver en sí, vestido con atuendo clerical bajo un abrigo negro que se veía abultado alrededor de la cintura, como si el vicario hubiera intentado quitárselo. El negro, ni siquiera en este caso, lograba imponerse por completo al blanco, puesto que el cuerpo, como el muro hacia el que extendía las manos, estaba cubierto por una fina pero sólida membrana de nieve. Así lo documentaban siete fotos, antes de que los especialistas hubieran introducido la nieve del cuerpo en los tarros que, más tarde, serían considerados irrelevantes, considerando las circunstancias de la muerte. En cuanto el cuerpo quedó libre de nieve, el fotógrafo se puso a trabajar de nuevo.
Las demás fotos desvelaban la naturaleza de la agonía y muerte de Robin Sage. Docenas de profundas depresiones en el suelo, una gruesa capa de barro en sus talones, tierra y rastros de hierba debajo de las uñas daban cuenta de la forma en que había intentado escapar de las convulsiones. Sangre en la sien izquierda, tres surcos en la mejilla, un globo ocular destrozado y una piedra ensangrentada bajo su cabeza sugerían la violencia de aquellas convulsiones y lo poco que había podido hacer para dominarlas, una vez comprendió que no había escapatoria. La posición de su cabeza y cuello, tan echados hacia atrás que parecía inconcebible que las vértebras no se hubieran roto, indicaban una frenética lucha en busca de aire. Y la lengua, una masa hinchada casi partida en dos, sobresalía de la boca en una elocuente demostración de los últimos minutos del hombre.
St. James repasó las fotografías dos veces. Apartó dos, un primer plano de la cara y un segundo de una mano.
—Con suerte, ataque al corazón —dijo—. De lo contrario, asfixia. Pobre bastardo. Tuvo tanta mala suerte como el demonio.
Lynley no necesitó examinar las fotografías que St. James había elegido para darle la razón. Había visto el tono azulino de los labios y las orejas. Había notado lo mismo en las uñas. El ojo sano sobresalía. La lividez se había extendido bastante. Todas las señales indicaban paro respiratorio.
—¿Cuánto crees que tardó en morir? —preguntó Deborah.
—Demasiado. —St. James miró a Lynley por encima del informe de la autopsia—. ¿Hablaste con el patólogo?
—Todo coincidía con envenenamiento por cicuta. No existían lesiones específicas en la membrana mucosa del estómago. Irritación gástrica y edema pulmonar. La muerte tuvo lugar entre las diez de aquella noche y las dos de la madrugada.
—¿Qué dijo el sargento Hawkins? ¿Por qué aceptó con tanta rapidez el DIC de Clitheroe la conclusión de envenenamiento accidental, y se retiró de la investigación? ¿Por qué permitieron que Shepherd la condujera solo?
—El DIC se había presentado en el lugar de los hechos cuando el cuerpo de Sage aún estaba allí. Quedó claro que, dejando aparte las heridas externas que se había hecho en la cara, la muerte había sido provocada por algún tipo de ataque. No sabían cuál. El detective que vio el cadáver pensó que era epilepsia cuando observó la lengua…
—Santo Dios —murmuró St. James.
Lynley asintió en señal de acuerdo.
—Después de tomar las fotografías, dejaron que Shepherd reuniera los detalles relativos a la muerte de Sage. Él lo pidió. En aquel momento, ni siquiera sabían que Sage había pasado toda la noche en la nieve, pues nadie informó de su desaparición hasta que no acudió a celebrar la boda de la Townley-Young.
—Pero ¿por qué no intervinieron cuando averiguaron que había ido a cenar a la casa?
—Según Hawkins, que se mostró bastante más cooperador cuando me presenté ante él, tarjeta de identificación en mano, que cuando hablamos por teléfono, tres factores influyeron en la decisión: la implicación del padre de Shepherd en la investigación, la visita de Shepherd a la casa la noche que murió Sage, pura coincidencia en opinión de Hawkins, y ciertos datos del forense.
—¿La visita no fue una coincidencia? —preguntó St. James—. ¿Shepherd no estaba haciendo la ronda?
—La señora Spence le telefoneó para que acudiera a su lado —explicó Lynley—. Me dijo que quiso revelarlo en la encuesta, pero Shepherd insistió en declarar que había pasado durante la ronda. La Spence dijo que él había mentido porque quería protegerla de las habladurías y especulaciones gratuitas del pueblo después del veredicto.
—Da la impresión de que le salió el tiro por la culata, a juzgar por lo que pasó la otra noche en el pub.
—En efecto, pero eso es lo que me intriga, St. James. Cuando hablé con ella esta mañana, admitió que había telefoneado a Shepherd. ¿Qué necesidad tenía? ¿Por qué no se ciñó a la historia que habían acordado, una historia aceptada y creída, aunque a los lugareños no les guste?
—Quizá no estuvo de acuerdo con la historia de Shepherd desde el primer momento —sugirió St. James—. Si testificó antes que ella en la encuesta, dudo que se hubiera plegado a dejarle como un perjuro al decir la verdad.
—¿Por qué no se ciñó a la historia? Su hija no estaba en casa. Si solo Shepherd y ella sabían que le había telefoneado, ¿qué motivo pudo tener para contarme algo diferente, aunque sea la verdad? Admitir eso equivale a condenarse.
—Tú no pensarás que soy culpable si admito que lo soy —murmuró Deborah.
—Pero eso es muy peligroso, joder.
—Funcionó con Shepherd —dijo St. James—. ¿Por qué no contigo? La Spence grabó en su mente la imagen de ella vomitando. La creyó y se puso de su parte.
—Ese fue el tercer factor que influyó en la decisión de Hawkins de llamar de vuelta al DIC. La indisposición. Según el forense… —Lynley dejó el vaso sobre la mesa, se caló las gafas y cogió el informe. Examinó la primera página, la segunda, y encontró lo que buscaba en la tercera—. Ah, ya lo tengo. «El envenenamiento por cicuta tiene buen pronóstico cuando la víctima logra vomitar». El hecho de que ella se encontrara mal apoya la declaración de Shepherd de que ingirió algo de cicuta accidentalmente.
—A propósito. O no la tomó, lo más probable. —St. James cogió su pinta de Harp—. «Logra» es la palabra clave, Tommy. Indica que el vómito no es una consecuencia natural de la investigación. Ha de ser provocado. Debió tomar algún purgante, lo cual implica que sabía lo del veneno. Si ese es el caso, ¿por qué no telefoneó a Sage para avisarle, o envió a alguien en su busca?
—¿Pudo darse cuenta de que le pasaba algo, pero no lo relacionó con cicuta? ¿Pudo suponer que era otra cosa? ¿Leche o carne en mal estado?
—Si es inocente, pudo suponer cualquier cosa. Hay que tener en cuenta esa posibilidad.
Lynley dejó el informe sobre la mesa, se quitó las gafas y pasó la mano por su pelo.
—Bien, no hemos avanzado ni un milímetro. Es un caso de sí-lo-hiciste, no-yo-no, a menos que descubramos algún móvil. ¿Te proporcionó alguno el obispo de Bradford?
—Robin Sage estaba casado —dijo St. James.
—Quería hablar con sus compañeros de sacerdocio sobre la mujer sorprendida en adulterio —añadió Deborah.
Lynley se inclinó hacia delante.
—Nadie dijo…
—Lo cual parece significar que nadie lo sabía.
—¿Qué le pasó a su mujer? ¿Sage estaba divorciado? Una circunstancia muy extraña en un clérigo.
—Murió hace unos diez o quince años. Un accidente náutico en Cornualles.
—¿De qué tipo?
—Glennaven, el obispo de Bradford, no lo sabía. Telefoneé a Truro, pero no conseguí hablar con el obispo. El secretario no nos proporcionó otra cosa que el dato básico: un accidente náutico. Dijo que no podía dar información por teléfono. Qué clase de embarcación era, cuáles fueron las circunstancias, dónde ocurrió el accidente, qué tiempo hacía, si Sage la acompañaba cuando sucedió… Nada de nada.
—¿Protegía a uno de los suyos?
—Al fin y al cabo, no sabía quién era yo. Y aunque lo supiera, no se puede decir que yo tuviera derecho a la información. No soy de ningún DIC. Y aunque lo fuera, no se trata de una misión oficial.
—¿Qué opinas?
—¿Sobre la idea de que estaba protegiendo a Sage?
—Y de paso la reputación de la Iglesia.
—Es una posibilidad. Es difícil desechar la relación con la mujer sorprendida en adulterio, ¿verdad?
—Si él la mató… —musitó Lynley.
—Quizá alguien esperó la oportunidad de vengarse.
—Dos personas solas en un velero. Un día tormentoso. Una ráfaga repentina. El viento agita la botavara, que golpea a la mujer en la cabeza, y cae por la borda al instante.
—¿Podría fingirse ese tipo de muerte? —preguntó St. James.
—¿Te refieres a un asesinato disfrazado de accidente? ¿Un golpe en la cabeza, en lugar de la botavara? Por supuesto.
—Un caso perfecto de justicia poética —apuntó Deborah—. Un segundo asesinato disfrazado de accidente. Simétrico, ¿no?
—La venganza perfecta —admitió Lynley—. Es cierto.
—Entonces, ¿quién es la señora Spence? —preguntó Deborah.
St. James enumeró las posibilidades.
—Una antigua ama de llaves que conocía la verdad, una vecina, una antigua amiga de la mujer.
—La hermana de la mujer —dijo Deborah—. La hermana de Sage.
—¿Azuzada a volver a la Iglesia, aquí en Winslough, descubre que Sage es un hipócrita insufrible?
—Tal vez una prima, Simon, o alguien que también trabajaba para el obispo de Truro.
—¿Alguien que estuviera liada con Sage? El adulterio puede afectar a los dos cónyuges, ¿no?
—Mató a su mujer para estar con la señora Spence, pero cuando ella descubrió la verdad, huyó.
—Las posibilidades son infinitas. El pasado de la señora Spence es la clave.
Lynley dio vueltas a la pinta sobre la mesa con aire pensativo. Anillos concéntricos de humedad indicaban cada posición. Había estado escuchando, pero se sentía inclinado a desechar todas sus conjeturas anteriores.
—¿Algo peculiar en el pasado de Sage, St. James? —preguntó—. ¿Alcohol, drogas, un interés desmesurado en algo vergonzoso, inmoral o ilegal?
—Tenía pasión por las Sagradas Escrituras, pero eso es normal en un clérigo. ¿Qué andas buscando?
—¿Algo sobre niños?
—¿Pedofilia? —Lynley asintió—. Ni la menor insinuación.
—¿Y si la Iglesia le estuviera protegiendo para salvar su reputación? ¿Te imaginas al obispo admitiendo que Robin Sage tenía debilidad por los niños del coro, que tuvieron que trasladarle…?
—Se trasladaba de un sitio a otro continuamente, según el obispo de Bradford —apuntó Deborah.
—¿… porque no podía tener las manos quietas? Le prestaron ayuda, insistieron en ello. ¿Admitirían la verdad en público?
—Supongo que es tan probable como cualquier otra cosa, pero se me antoja la menos plausible de las explicaciones. ¿Quiénes son los niños del coro en este caso?
—Quizá no eran chicos.
—Estás pensando en Maggie, y en que la señora Spence le mató para poner fin a… ¿qué? ¿Abusos? ¿Seducción? Si ese es el caso, ¿por qué no lo dijo?
—Sigue siendo asesinato, St. James. Es la única pariente de la muchacha. ¿Se atrevería a confiar en que un jurado comprendiera su punto de vista, la absolviera y permitiera que siguiera al cuidado de una niña que depende de ella? ¿Correría ese riesgo? ¿Lo correría alguien? ¿Lo correrías tú?
—¿Por qué no le denunció a la policía, o a la Iglesia?
—Es su palabra contra la de él.
—Pero la palabra de la hija…
—¿Y si Maggie decidió proteger al hombre? ¿Si fue ella quien alentó la relación? ¿Y si se imaginaba enamorada de él, o a él enamorado de ella?
St. James se masajeó la nuca. Deborah hundió la barbilla en la palma de la mano. Ambos suspiraron.
—Me siento como la Reina Roja de Alicia —dijo Deborah—. Necesitamos correr dos veces más deprisa, y me he quedado sin aliento.
—Tiene mal aspecto —admitió St. James—. Hemos de saber más, y a ellos les basta con callar y dejarnos a oscuras de manera permanente.
—No necesariamente —dijo Lynley—. Aún hay que pensar en Truro. Nos permite un amplio margen de maniobra. Hay que investigar la muerte de la mujer, así como el pasado de Robin Sage.
—Dios, menuda excursión. ¿Irás tú, Tommy?
—No.
—Entonces, ¿quién?
Lynley sonrió.
—Alguien que esté de vacaciones. Como dos que yo me sé.
En Acton, la sargento detective Barbara Havers encendió la radio montada sobre la nevera e interrumpió a Sting en mitad de la canción sobre las manos de su padre.
—Sí, nene —dijo—. Canta, cariño.
Rio para sí. Le gustaba escuchar a Sting. Lynley afirmaba que su interés se basaba exclusivamente en el hecho de que Sting parecía afeitarse cada quince días, en una exhibición de supuesta virilidad cuyo objetivo era atraer a un buen número de seguidoras. Barbara se burlaba de la teoría. Aducía que Lynley era un esnob en lo tocante a la música, que no exponía sus aristocráticos oídos a cualquier pieza compuesta durante los últimos ochenta años. Barbara no tenía predilección auténtica por el rock, pero dadas sus preferencias, siempre se decantaba por clásica, jazz, blues o lo que el agente Nkata definía como «las canciones de la abuelita», por lo general algo de los cuarenta interpretado por una gran orquesta que ponía especial énfasis en los violines. Nkata era un devoto del blues, aunque Havers sabía que vendería su alma, por no mencionar su creciente colección de compactos, por cinco minutos a solas con Tina Turner.
—Da igual que sea lo bastante vieja para ser mi mamá —decía a sus compañeros—. Con una mamá así, nunca me habría ido de casa.
Barbara subió el volumen y abrió la nevera. Confiaba en que algo de lo que viera dentro estimulara su apetito. En cambio, el olor de una bandeja de cinco días de antigüedad la obligó a retroceder hacia el otro extremo de la cocina.
—Por los clavos de Cristo —murmuró con cierta reverencia, mientras pensaba en cómo deshacerse del paquete de pescado sin necesidad de tocarlo.
Se preguntó cuántas sorpresas malolientes más descubriría, envueltas en papel de plata, guardadas en recipientes de plástico o traídas a casa en cajas de cartón con la intención de comerlas a toda prisa, para luego olvidarlas. Desde su refugio, espió algo verde que trepaba por los bordes de un recipiente. Quiso creer que se trataba de guisantes abandonados. El color parecía correcto, pero la consistencia fibrosa sugería moho. Al lado, una nueva forma de vida parecía evolucionar de lo que había sido un plato de espaguetis. De hecho, toda la nevera recordaba a un desagradable experimento, dirigido por Alexander Fleming con la vista puesta en otro viaje a Estocolmo.
Con la mirada clavada en aquel desastre y el dedo índice apretado contra la nariz para respirar lo menos posible, Barbara se encaminó al fregadero. Rebuscó entre productos de limpieza, salvauñas, cepillos y unas masas informes apelmazadas que en otro tiempo habían sido paños de cocina. Desenterró una caja de bolsas de basura. Armada con una bolsa y una espátula, se encaminó a la batalla. Lo primero que fue a parar a la bolsa fue la bandeja, que chocó contra el suelo y envió un olor que provocó escalofríos a Barbara. Los guisantes cum antibiótico vinieron a continuación, seguidos de los espaguetis, un trozo de Gloucester que parecía haber desarrollado una interesante barba, un plato de salchichas con puré petrificadas y una caja de pizza que no tuvo valor para abrir. Un chow mein olvidado se unió a sus compañeros de desgracia, así como los restos esponjosos de medio tomate, tres gajos de pomelo y un cartón de leche que, como recordaba muy bien, había comprado en junio del año anterior.
Una vez se hubo entregado Barbara al ritmo de aquella catarsis de comestibles, decidió llevarlo hasta su conclusión lógica. Todo cuando no estaba sellado en un tarro, en conserva o anunciado como imperecedero (ketchup sí, mayonesa no), se reunió con la bandeja y demás. Cuando terminó, los estantes de la nevera estaban vacíos de la menor promesa de comida, pero no lloró las pérdidas. El apetito que había intentado estimular con aquel viaje sentimental por el territorio de la tomaína había desaparecido.
Cerró la puerta de la cocina y ató la bolsa de basura. Abrió la puerta posterior, tiró la bolsa fuera y esperó a ver si le crecían patas y corría en busca de las demás bolsas de basura que habían dejado los vecinos. Como no fue así, Barbara tomó nota mental de eliminarla más tarde.
Encendió un cigarrillo. El olor de la cerilla y del tabaco quemado disiparon el hedor de la comida estropeada. Encendió dos cerillas más, sin dejar de dar profundas caladas al cigarrillo.
No todo se había perdido, pensó. Nada para merendar o cenar, pero míralo así: un trabajo menos. Bastaría con limpiar los estantes, lavar el único cajón, y la nevera estaría preparada para ser puesta a la venta, un poco vieja, de no mucha confianza, pero el precio estaría acorde. No se la podía llevar a Chalk Farm, el estudio era demasiado diminuto para acomodar algo cuyo tamaño excediera el de un mendrugo, de modo que debería limpiarla tarde o temprano… cuando estuviera dispuesta a mudarse…
Se acercó a la mesa y tomó asiento. Un pie metálico desnudo rechinó sobre el pringoso suelo de linóleo. Sujetó el extremo del cigarrillo entre el índice y el pulgar y contempló la progresión del papel al quemarse, mientras el tabaco que contenía seguía ardiendo. La oportunidad de deshacerse de aquella putrefacción refrigerada había actuado en su contra. Comprendió. Un trabajo menos significaba otro punto tachado de la lista, lo cual significaba a su vez un paso más hacia la clausura de la casa, su venta y la entrada en una vida nueva y desconocida.
Cada tantos días se sentía preparada para la mudanza y, al mismo tiempo, aterrorizada del cambio que implicaba. Ya había estado media docena de veces en Chalk Farm, había pagado el depósito del pequeño estudio, había hablado con el casero sobre cambiar las cortinas e instalar el teléfono. Incluso había divisado a uno de sus vecinos, sentado en un agradable cuadrado de sol, tras la ventana de su piso de la planta baja. En tanto que aquella parte de su vida, etiquetada futuro, la empujaba sin cesar hacia delante, la parte mayor, etiquetada pasado, la inmovilizaba. Sabía que no había vuelta atrás cuando la casa de Acton se vendiera. Se cortaría uno de los últimos lazos que la ataban a su madre.
Barbara había pasado la mañana con ella. Pasearon hasta el ejido de Greenford, bordeado de espino, y se sentaron en uno de los bancos que rodeaban el parque infantil. Contemplaron las evoluciones de una joven madre con su risueño hijo, que apenas comenzaba a andar.
Había sido uno de los días buenos de su madre. Reconoció a Barbara, y si bien se equivocó tres veces y la llamó Doris, no discutió cuando Barbara le recordó con ternura que tía Doris había muerto casi cincuenta años antes.
—Lo había olvidado, Barbara —dijo con una sonrisa—, pero hoy me siento bien. ¿Volveré pronto a casa?
—¿No te gusta estar aquí? —preguntó Barbara—. La señora Fio te aprecia, y también te llevas bien con la señora Pendlebury y la señora Salkild, ¿verdad?
Su madre removió la tierra con los pies, y después extendió las piernas, como una niña.
—Me gustan mis zapatos nuevos, Barbie.
—Eso pensaba.
Eran zapatos de tacón alto, color espliego con franjas plateadas al lado. Barbara los había encontrado en el mercado de Camden Lock. Había comprado otro par para ella, rojos y dorados (sonriente al pensar en la expresión horrorizada del inspector Lynley cuando los viera), y si bien no tenían la talla de su madre, había comprado los espliegos porque eran espantosos y, por lo tanto, los más adecuados a sus gustos. Había introducido en su interior dos pares de medias púrpuras y negras, para llenar el espacio existente entre los pies de su madre y los zapatos, y había sonreído al ver con qué placer desenvolvía el paquete la señora Havers y buscaba su «sorpresa».
Havers había adoptado la costumbre de llevar un detalle cada vez que iba a Hawthorn Lodge, dos veces a la semana, donde su madre vivía desde hacía dos meses con otras dos ancianas y la señora Florence Magentry, la señora Fio, que cuidaba de ellas. Barbara se decía que lo hacía para ver la cara de alegría de su madre al sacar el regalo, pero sabía que cada paquete era como una moneda que servía para intercambiar su sensación de culpabilidad por libertad.
—Te gusta estar con la señora Fio, ¿verdad, mamá? —repitió.
La señora Havers estaba mirando al niño, que jugaba en el tiovivo. Se mecía al compás de alguna melodía interior.
—La señora Salkild se lo hizo encima anoche —dijo en tono confidencial—, pero la señora Fio ni siquiera se enfadó, Barbie. Dijo: «Son cosas que pasan, querida, a medida que envejecemos, de modo que no debe preocuparse en lo más mínimo». Yo no me lo hago encima.
—Estupendo, mamá.
—También ayudé. Fui a buscar el paño de lavar y el orinal de plástico y lo sujeté así, para que la señora Fio pudiera lavarla. La señora Salkild lloró. Dijo: «Lo siento, no me di cuenta. No me enteré». Me supo mal por ella. Después, le di algunas chocolatinas de las mías. Yo no me lo hice encima, Barbie.
—Ayudaste mucho a la señora Fio, mamá. Es probable que no pudiera salir adelante sin ti.
—Eso dice ella, ¿sabes? Se pondrá triste cuando me vaya. ¿Volveré a casa hoy?
—Hoy no, mamá.
—¿Pronto?
—Pero no hoy.
A veces, Barbara se preguntaba si sería mejor dejar a su madre en las muy capaces manos de la señora Fio, con tal de que pagara sus gastos, desapareciera y confiara en que su madre olvidara con el tiempo que tenía una hija no demasiado lejos. Se preguntaba a menudo sobre la eficacia de aquellas visitas a Greenford. Oscilaba entre creer que solo servían como parches de su sentimiento de culpabilidad, a expensas de alterar la rutina de la señora Havers, a convencerse de que su presencia continuada en la vida de su madre impediría su completa desintegración mental. No existía literatura asequible a cada posibilidad, por lo que Barbara sabía. Aunque tratara de encontrarla, lo cual no se decidía a hacer, ¿qué diferencia aportarían algunas teorías científicas convenientemente acotadas? Al fin y al cabo, se trataba de su madre. No podía abandonarla.
Barbara aplastó el cigarrillo en el cenicero de la cocina y contó las colillas. Había fumado dieciocho cigarrillos desde la mañana. Tenía que dejarlo. Era sucio, antihigiénico y desagradable.
Desde su silla, veía todo el pasillo hasta la puerta principal. Veía la escalera a la derecha, la sala de estar a la izquierda. Era imposible dejar de observar las restauraciones llevadas a cabo en la casa. El interior estaba pintado. Había una alfombra nueva. Se habían renovado o cambiado las instalaciones del cuarto de baño y la cocina. La cocina y el horno estaban más limpios que nunca en veinte años. Aún era necesario arrancar el suelo de linóleo y volver a encerarlo, y debía colocar el papel pintado. Una vez terminados aquellos dos trabajos, además de lavar o sustituir las cortinas que nunca habían sido tocadas desde que la familia se mudó a la casa en su infancia, podría dedicar sus esfuerzos al exterior.
El jardín trasero era una pesadilla. El jardín delantero no existía. Y la casa necesitaba una dedicación intensiva. Había que reparar tuberías, pintar maderas, limpiar ventanas y completar una puerta delantera. Pese a que sus ingresos disminuían rápidamente y tenía el tiempo limitado a causa del trabajo, su plan original avanzaba con lentitud. Si no hacía algo por enlentecer todo el proyecto, que en un principio consideraba la garantía de que tendría fondos suficientes para mantener a su madre en Hawthorn Lodge por tiempo indefinido, el momento de mudarse a su propia casa se precipitaría sobre ella.
Barbara deseaba aquella independencia, y no paraba de repetírselo. Tenía treinta y tres años, nunca había vivido sola, ligada a su familia y sus infinitas necesidades. El que ahora pudiera hacerlo debería ser motivo de júbilo, pero no era así, y no lo había sido desde aquella mañana en que había trasladado a su madre a Greenford para que iniciara una nueva vida con la señora Fio.
La señora Fio había preparado un recibimiento que evitara toda preocupación. Un letrero de bienvenida sobre el pasamanos de la estrecha escalera y flores en la entrada. En la habitación de su madre, un tiovivo de porcelana giraba lentamente a los alegres acordes de The Entertainer.
—¡Oh, Barbie! ¡Mira, mira! —había exclamado con voz entrecortada su madre. Apoyó la barbilla sobre el tocador y contempló los diminutos caballos que subían y bajaban.
También había flores en el dormitorio, lirios en un jarrón alto.
—Pensaba que necesitaría una acogida especial —dijo la señora Fio, mientras pasaba las manos sobre el corpiño de su blusa camisera a rayas—. Tratarla con dulzura para que sepa que queremos darle la bienvenida. He preparado café y pastelillos de simiente de amapola. Un poco pronto para el refrigerio, pero he pensado que usted tendría que marcharse enseguida.
Barbara asintió.
—Estoy trabajando en un caso en Cambridge. —Paseó la vista por la habitación. Estaba muy limpia y pulcra, recalentada por el sol que caía sobre la alfombra con dibujos de margaritas—. Gracias.
No se estaba refiriendo al café y las pastas.
La señora Fio palmeó su mano.
—No se preocupe por mamá. La cuidaremos bien, Barbie. ¿Puedo llamarla Barbie?
Barbara quiso decirle que solo sus padres habían utilizado aquel nombre, que la hacía sentir como una niña, necesitada de cuidados. Estaba a punto de corregirla con un «Barbara, por favor», cuando comprendió que significaría romper la ilusión de que aquella casa era un hogar, y de que aquellas mujeres —su madre, la señora Fio, la señora Salkild y la señora Pendlebury, una de las cuales era ciega y la otra víctima de la demencia— constituían una familia, en la cual se le ofrecía ingresar si le apetecía. Y así lo hizo.
Por lo tanto, no era la perspectiva de abandonar de forma permanente a su madre el motivo de que Barbara removiera los pies de vez en cuando, a medida que alumbraba la comprensión de que su sueño de vivir sola estaba a punto de convertirse en realidad. Era la perspectiva de su propio abandono.
Desde hacía dos meses, volvía cada día a una casa desierta, algo que había anhelado durante los años que su padre había pasado enfermo, algo que consideró indispensable cuando se dedicó a la tarea de cargar con su madre, una vez muerto su padre. Durante lo que se le antojaban años había buscado una solución para el problema de su madre, y ahora que había aparecido una como diseñada en el cielo (Dios, ¿existiría otra señora Fio en algún lugar de la tierra?), el objetivo de sus planes había pasado de cargar con su madre a cargar con la casa. Y como la casa no le ofrecía nada más con qué cargar, debía enfrentarse a la realidad de cargar con ella misma.
Sola, tendría que empezar a pensar en el aislamiento. Cuando sus compañeros marchaban del King’s Arms por la noche —cuando MacPherson volvía a casa con su mujer y sus cinco hijos, cuando Hale se dirigía a librar una batalla cada vez más dudosa con el abogado que se encargaba de su divorcio, cuando Lynley desaparecía como un rayo para cenar con Helen, y Nkata iba en busca de alguna de sus seis novias para llevarla a la cama—, caminaba con parsimonia hacia la estación de St. James’s Park, propinando patadas a la basura que se cruzaba en su camino. Viajaba hasta Waterloo, cambiaba a la línea del Norte y se acurrucaba en un asiento con un ejemplar del Times, fingiendo interés por los acontecimientos nacionales y mundiales para disimular su creciente pánico a la soledad.
No es un crimen sentirse así, se decía. Has estado dominada por alguien durante treinta y tres años. ¿Qué otra cosa esperabas sentir, cuando la presión desapareciera? ¿Qué sienten los prisioneros cuando abandonan la cárcel? Pues sentirme liberada, se contestaba, bailar por las calles, ir a uno de esos peluqueros elegantes de Knightsbridge, que cubren las ventanas con cortinas negras para exhibir instantáneas de mujeres sensuales cuyos peinados geométricos nunca se enmarañan o son alterados por el viento.
Cualquier otra persona en su situación, decidió, haría miles de planes, trabajaría febrilmente para poner a punto su casa, con el fin de venderla y empezar una nueva vida, que sin duda se iniciaría con un cambio de ropa, una modificación del cuerpo cortesía de un preparador parecido a Arnold Schwarzenegger, pero con mejor dentadura, un repentino interés por el maquillaje y un contestador automático para no perderse ni una llamada de los cientos de admiradores deseosos de compartir la vida con ella.
Pero Barbara siempre había sido un poco más práctica. Sabía que, si los cambios se presentaban, eran de forma lenta. Ahora, el traslado a Chalk Farm solo representaba tiendas desconocidas a las que acostumbrarse, calles desconocidas que recorrer, vecinos desconocidos que conocer. Todo debería hacerlo sola, sin oír otra voz que la suya por las mañanas, sin los ruidos amigables de alguien que trasteara cerca y, sobre todo, sin algún compañero comprensivo que estuviera dispuesto a escuchar ansioso cómo le había ido el día.
Claro que nunca había tenido un compañero comprensivo en su vida anterior, solo sus padres, que la esperaban por la noche, no para entablar una amena conversación, sino para devorar la cena y reintegrarse a la tele, donde contemplaban una sucesión de melodramas norteamericanos.
Aun así, sus padres habían constituido una presencia humana a lo largo de treinta y tres largos y continuados años. Si bien no habían llenado su vida de alegría, con la sensación de que el futuro era una pizarra virgen, habían estado a su lado, la habían necesitado. Y ahora, nadie la necesitaba.
Comprendió que no tenía tanto miedo de la soledad como de convertirse en uno de los seres invisibles de la nación, una mujer cuya presencia en la vida de cualquiera carecía de una importancia especial. La casa de Acton, sobre todo si su madre regresaba, eliminaría la posibilidad de descubrir que era un elemento innecesario en el mundo, que comía, dormía, se bañaba y excretaba como el resto de la humanidad, pero sacrificable, por lo demás. Cerrar la puerta con llave, entregar la llave al agente inmobiliario y seguir su camino significaba arriesgarse a descubrir su íntima importancia. Deseaba evitarlo tanto tiempo como pudiera.
Aplastó su cigarrillo, se puso en pie y estiró los miembros. Ir a un restaurante griego sonaba mejor que fregar y encerar el suelo de la cocina. Cordero souvlakia con arroz, dolmades y beber media botella de vino de Aristides, que se podía soportar, más o menos. Pero antes, la bolsa de basura.
Estaba donde la había dejado, junto a la puerta posterior. Barbara se alegró de comprobar que su contenido no había logrado salvar el estadio evolucionario que separaba el moho y las algas de algo con patas. La levantó y caminó por el sendero invadido de malas hierbas hasta los cubos de basura. Justo cuando introducía la bolsa en su interior, sonó el teléfono.
—¿Quién lo iba a decir? —murmuró—. Mi cita para la próxima Nochevieja. Muy bien, ya voy —añadió, como si quien llamaba telegrafiara impaciencia.
Lo levantó al octavo timbrazo.
—Ah, estupendo —oyó que decía una voz de hombre—. Está ahí. Pensaba que no la iba a encontrar.
—¿Quiere decir que me echa de menos? —preguntó Barbara—. Y yo que estaba preocupada por si usted no podía dormir, separados como estamos por tantos kilómetros.
Lynley lanzó una risita.
—¿Cómo van las vacaciones, sargento?
—A trancas y barrancas.
—Lo que necesita es un cambio de paisaje para olvidar las preocupaciones.
—Tal vez, pero ¿por qué me parece que esto conduce en una dirección que tal vez luego me arrepienta de haber tomado?
—¿Si la dirección es Cornualles?
—No suena tan mal. ¿Quién invita?
—Yo.
—Así me gusta, inspector. ¿Cuándo he de salir?