18

Colin merendaba ante el fregadero de la cocina. Tostada de sardinas, cuyo aceite resbalaba entre sus dedos y manchaba la porcelana. No tenía nada de hambre, pero se había sentido mareado y débil durante la última media hora. Comer parecía la solución obvia.

Había regresado al pueblo por la carretera de Clitheroe, más cercana al pabellón que el sendero peatonal de Cotes Fell. Caminó a buen paso. Se dijo que era a causa del ansia de venganza. No cesaba de repetir su nombre mientras caminaba: Annie, Annie, Annie, mi chica. Era la forma de evitar oír las palabras «amor y muerte tres veces», que latían junto con la sangre en su cráneo. Cuando llegó a casa, tenía calor en el pecho, pero frío en las manos y pies. Oyó el errático latido de su corazón en los oídos, y tuvo la impresión de que sus pulmones no recibían suficiente aire. Hizo caso omiso de los síntomas durante unas buenas tres horas, pero cuando no mejoraron, decidió comer. La hora de la merienda, pensó, en reacción irracional al comportamiento de su cuerpo. Un poco de comida me hará bien.

Acompañó las sardinas con tres botellas de Watney’s. Bebió la primera mientras el pan se tostaba. Tiró la botella a la basura y abrió otra mientras registraba el aparador en busca de sardinas. La lata le causó problemas. Abrir la tapa exigía un pulso que no lograba controlar. La había enrollado a medias, cuando sus dedos resbalaron y el afilado borde de la tapa se hundió en su mano. Brotó sangre. Se mezcló con el aceite del pescado, empezó a caer y formó cuentas perfectas que flotaron como cebos escarlatas para el pescado. No sintió dolor. Envolvió la mano con una servilleta de té, utilizó el extremo para sorber la sangre de la superficie del aceite, y se llevó la botella a la boca con la mano libre.

Cuando la tostada estuvo preparada, sacó el pescado de la lata con los dedos. Las colocó sobre el pan. Añadió sal, pimienta y un grueso corte de cebolla. Se puso a comer.

No percibió ningún sabor u olor especiales, lo cual le extrañó, porque recordaba muy bien que su mujer se había quejado en una ocasión del olor de las sardinas. Me hace llorar, dijo, ese olor a pescado en el aire, Col, me pone malo el estómago.

El reloj en forma de gato hacía tictac en la pared. Meneaba la cola y movía los ojos. Daba la impresión de que repetía su nombre con el ruido del mecanismo. Ya no era tic-tac, sino An-nie, An-nie, An-nie. Colin se concentró en el sonido. Al igual que el ritmo de sus pasos al caminar, la repetición de su nombre ahuyentó otros pensamientos.

Utilizó la tercera botella para eliminar de su boca el sabor a pescado que no notaba. Después, se sirvió un whisky corto que bebió de dos tragos, para intentar desentumecer sus miembros. No fue suficiente para expulsar el frío. Se quedó confuso, porque la caldera estaba encendida, seguía con el chaquetón puesto y debería estar sudando de calor.

Y así era, en cierto modo. Su cara estaba tan congestionada que la piel le ardía, pero el resto de su cuerpo temblaba como una caña azotada por el viento. Bebió otro whisky. Se acercó a la ventana de la cocina. Miró hacia la casa del vicario.

Y entonces, lo oyó de nuevo con toda claridad, como si Rita estuviera delante de él. «Amor y muerte tres veces». Las palabras eran tan claras que se volvió en redondo con un grito que estranguló cuando comprobó que estaba solo. Maldijo en voz alta. Las cabronas palabras no significaban nada. Eran una especie de estímulo utilizado por todos los lectores de manos del mundo, que proporcionaban una pequeña muestra de vida inexistente y acicateaban el deseo de conseguir más.

«Amor y muerte tres veces» no necesitaba ninguna aclaración, en lo que a Colin concernía. Se traducía como «libras y peniques cada semana», monedas ganadas con el sudor de la frente que solteronas marchitas, amas de casa ingenuas y viudas solitarias apretaban en la palma del lector, en busca de la absurda confirmación de que sus vidas no eran tan inútiles como parecían.

Se volvió hacia la ventana. Al otro lado de su camino particular, al otro lado del camino particular del vicario, la casa le devolvió la mirada. Polly estaba dentro, como en las semanas posteriores a la muerte de Robin Sage. Sin duda, estaba haciendo lo de siempre: fregar, limpiar, sacar el polvo y encerar, en un fervoroso despliegue de sus habilidades. Pero eso no era todo, como había comprendido por fin. Porque Polly se estaba tomando su tiempo, aguardando pacientemente el momento en que Juliet Spence necesitara culparse, y acabara así en la cárcel. Juliet en la cárcel no era lo mismo que Juliet muerta, pero era mejor que nada. Y Polly era demasiado inteligente, a su manera, para atentar de nuevo contra la vida de Juliet.

Colin no era un hombre religioso. Había renunciado a Dios durante el segundo año de la agonía de Annie. De todos modos, debía reconocer que la mano de un poder más grande que el suyo había actuado en la casa de Cotes Hall aquella noche de diciembre, cuando el vicario murió. Lo normal habría sido que Juliet cenara sola. En ese caso, el juez de instrucción habría dictaminado «envenenamiento accidental autoadministrado», sin que nadie hubiera sabido cómo se había producido el accidente.

Polly se habría precipitado a consolarle. Sobresalía en compasión y amor fraterno, más que nadie.

Se lavó las manos para eliminar el aceite de las sardinas y utilizó dos tiritas para cubrir la herida. Se sirvió otro trago de whisky, que bebió de golpe antes de encaminarse a la puerta.

Puta, pensó. Amor y muerte tres veces.

No respondió a la puerta cuando llamó, así que apretó el dedo contra el timbre y no lo apartó. El estrépito que produjo le causó cierta satisfacción. Era un ruido que erizaba los nervios.

La puerta interior se abrió. Vio su forma detrás del cristal opaco. Tetuda e hinchada por demasiadas prendas, parecía una miniatura de su madre.

—Dios, deje en paz el timbre, por favor —oyó que decía. Abrió de un tirón la puerta, dispuesta a hablar.

Cuando le vio, no lo hizo, sino que miró hacia su casa, y él se preguntó si le habría estado espiando como de costumbre, si se habría apartado un momento de la ventana y por eso no le había visto venir. Había pasado por alto pocas cosas durante los últimos años.

No esperó a que le invitara a entrar. Se coló por la rendija. Polly cerró las dos puertas.

Colin siguió el estrecho pasillo a la derecha y entró en la sala de estar. Polly había estado trabajando allí. Los muebles relucían. Una lata de cera de abeja, una botella de aceite de limón y una caja llena de trapos descansaban sobre una librería vacía. No se veía ni una mota de polvo. Había aspirado la alfombra. Las cortinas de encaje colgaban limpias e inmaculadas.

Se volvió hacia ella y bajó la cremallera del chaquetón. Ella seguía de pie en la puerta, la suela de un pie apretada sobre el tobillo del otro, los dedos moviéndose como si rascaran de una forma inconsciente, y seguía sus movimientos con los ojos. Colin tiró la chaqueta sobre el sofá. Falló y cayó al suelo. Polly avanzó, ansiosa por ponerlo todo en el lugar debido.

—Déjala donde está.

Polly se detuvo. Sus dedos aferraron el borde de su abultado jersey marrón. Colgaba hasta sus caderas, suelto y deforme.

Entreabrió los labios cuando él empezó a desabrocharse la camisa. Colin vio que su lengua asomaba entre los labios. Sabía muy bien lo que pensaba y deseaba, y se recreó en el placer de saber que iba a decepcionarla. Sacó el libro que llevaba encajado entre el pantalón y el estómago y lo arrojó entre ambos. Ella no lo miró, sino que sus dedos aferraron los pliegues de la camisa gitana que llevaba debajo del jersey. Sus colores, rojo, dorado y verde vivos, captaron la luz de una lámpara de pie erguida al lado del sofá.

—¿Es tuyo? —preguntó Colin.

Magia alquímica: Hierbas, especias y plantas. Vio que los labios de Polly formaban las dos primeras palabras.

—Dios. ¿De dónde has sacado esa reliquia? —preguntó, en un tono de confusión y curiosidad al mismo tiempo.

—De donde tú lo dejaste.

—¿Donde yo…? —Su mirada se desvió desde el libro a él—. Col, ¿qué pasa?

«Col». Notó que su mano temblaba con el deseo de pegar. Su demostración de inocencia era más ofensiva que la familiaridad implicada por el uso de su nombre.

—¿Es tuyo?

—Lo era. Bueno, supongo que lo sigue siendo, pero hace años que no lo veía.

—Me lo suponía. Estaba bien escondido.

—¿Qué quieres decir?

—Detrás de la cisterna.

La luz de la lámpara osciló; una bombilla al borde de la extinción. Emitió un leve siseo y se apagó, de manera que la oscuridad del exterior se filtró por las cortinas de encaje. Polly no reaccionó, como si no se hubiera dado cuenta. Daba la impresión de que estaba meditando sobre sus palabras.

—Tendrías que haberlo tirado. Como las herramientas.

—¿Herramientas?

—¿O utilizaste las suyas?

—¿Qué herramientas? ¿Para qué has venido, Colin?

Su tono era cauteloso. Se alejó de él apenas unos milímetros, pero Colin se dio cuenta porque estaba vigilando cada señal de culpabilidad. Sus dedos se paralizaron en el acto de flexionarse. Colin lo consideró interesante. Tuvo la precaución de no cerrar la mano.

—Quizá no utilizaste herramientas. Quizá aflojaste la planta, con suavidad, ya sabes a qué me refiero, sabes cómo hacerlo, y después la arrancaste del suelo, con raíces y todo. ¿Hiciste eso? Porque tú conoces las plantas, las reconoces tan bien como ella.

—Todo esto es por la señora Spence.

Habló lentamente, como para sí, y daba la impresión de que no le veía, aunque mirara en su dirección.

—¿Utilizas el sendero peatonal muy a menudo?

—¿Cuál?

—No juegues conmigo. Ya sabes por qué he venido. No te lo esperabas. Parecía improbable que alguien viniera en tu busca, porque Juliet se echaba la culpa, pero yo te he descubierto, y quiero la verdad. ¿Utilizas con frecuencia el sendero?

—Estás loco.

Consiguió alejarse otro centímetro. Daba la espalda a la puerta, y fue lo bastante lista como para saber que una mirada hacia atrás denunciaría sus intenciones y proporcionaría a Colin la ventaja que, hasta el momento, creía suya.

—Yo diría que una vez al mes, como mínimo. ¿No es cierto? ¿No posee más poder el ritual si se realiza en luna llena? ¿Y no es más potente el poder si el ritual se celebra a la luz de la luna? ¿No es verdad que la comunicación con la Diosa es más profunda si se celebra el ritual en un lugar sagrado, como la cumbre de Cotes Fell?

—Ya sabes que rindo culto en la cumbre de Cotes Fell. No intento ocultarlo.

—Pero sí que ocultas otras cosas, ¿no? Este libro, por ejemplo.

—No. —Su voz era débil. Como si comprendiera lo que aquella debilidad implicaba, dijo con más fuerza—: Me estás asustando, Colin Shepherd.

—Hoy he estado allí.

—¿Dónde?

—En Cotes Fell. En la cumbre. Hace años que no iba, desde lo de Annie. Había olvidado la buena vista que hay, Polly, y lo que se puede ver.

—Subo a la cumbre a rendir culto. Eso es todo, y tú lo sabes muy bien. —Se alejó otro centímetro—. Quemé aquel laurel para Annie —se apresuró a decir—. Dejé que la vela se derritiera. Utilicé clavos. Recé…

—Y ella murió. Aquella misma noche. Muy conveniente.

—¡No!

—Durante la luna de la cosecha, mientras rezabas en Cotes Fell. Antes de que rezaras, le llevaste una sopa, ¿te acuerdas? La llamaste tu sopa especial. Recomendaste que se la tomara toda.

—Era de verduras, para los dos. ¿Qué te piensas? Yo también tomé. No estaba…

—¿Sabías que las plantas son más potentes en luna llena? Eso dice el libro. Hay que recolectarlas en ese período, incluida la raíz.

—Yo no uso las plantas de esa manera. Ningún adepto al Arte lo hace. No es magia negra, ya lo sabes. Quizá buscamos hierbas para el incienso, sí, pero eso es todo. Incienso. Es una parte del ritual.

—Todo está en el libro. Lo que se debe utilizar para la venganza, para alterar la mente, para envenenar. Lo he leído.

—¡No!

—El libro estaba detrás de la cisterna, donde lo habías escondido… ¿desde cuándo?

—No estaba escondido. Si estaba allí, es porque se cayó. Había montones de cosas sobre la cisterna, ¿no? Una pila de libros y revistas. Yo no escondí este… —Lo tocó con los dedos de los pies y retrocedió otro centímetro—. Yo no escondí nada.

—¿Qué me dices de Capricornio, Polly?

La joven se quedó petrificada. Repitió la palabra sin emitir el menor sonido. Colin observó que el pánico empezaba a apoderarse de ella, a medida que se acercaba más y más a la verdad. Era como un perro vagabundo acorralado. Intuyó la rigidez de su espalda, la debilidad de sus piernas.

—La cicuta es potente en Capricornio —prosiguió.

Polly pasó la lengua sobre el labio inferior. El miedo era como un olor en ella, agrio y fuerte.

—El veintidós de diciembre —dijo Colin.

—¿Qué?

—Ya lo sabes.

—No, Colin. No.

—¿Qué puedes decirme del primer día de Capricornio? La noche en que el vicario murió.

—Eso es…

—Y algo más. Había luna llena aquella noche, y la anterior. Todo encaja. Sabías las instrucciones y el método del asesinato gracias al libro: extrae la raíz cuando la planta duerme; es más fuerte en Capricornio; es un veneno mortal; es más eficaz en luna llena. ¿Quieres que te lo lea, o prefieres leerlo tú misma? Busca la C en el índice. La C de cicuta.

—¡No! La señora Spence te dio la idea, ¿verdad? Lo leo en tu cara. Dijo, ve a ver a Polly, pregúntale lo que sabe, pregúntale dónde estuvo. Dejó que tú imaginaras el resto. Fue así, ¿verdad, Colin?

—No te atrevas a pronunciar su nombre.

—Oh, ya lo creo que sí. Eso, y mucho más. —Se agachó y recogió el libro del suelo—. Sí, es mío. Sí, yo lo compré. También lo utilicé. Y ella lo sabe, maldita sea, porque una vez fui lo bastante tonta, hace más de dos años, cuando llegó a Winslough, para pedirle que me enseñara a hacer una solución de brionia. Tan imbécil fui, que hasta le expliqué para qué. —Agitó el libro en su dirección—. Amor, Colin Shepherd. La brionia es para el amor. Y también la manzana es un amuleto. ¿Quieres verlo? —Sacó una cadena de plata de debajo del jersey. Un pequeño globo colgaba de ella, con la superficie afiligranada. Se lo arrancó del cuello y lo tiró al suelo. Rebotó contra los pies de Colin, quien vio pedazos de fruta seca en su interior—. Y áloe para los saquitos perfumados y benjuí para el perfume, cincoenrama para una poción que ni siquiera querrías beber. Todo está en el libro, junto con lo demás, pero tú solo ves lo que quieres ver, ¿verdad? Así son las cosas, y así eran, incluso con Annie.

—No pienso hablar de Annie contigo.

—Ah, ¿no? AnnieAnnieAnnie con un halo alrededor de la cabeza. Hablaré de ella lo que me dé la gana, porque sé cómo eran las cosas. Yo la conocía tanto como tú, y no era una santa. No era una noble paciente que sufría en silencio contigo al lado, mientras le ponías paños calientes sobre la frente. No fue así.

Colin avanzó un paso, pero ella no se movió.

—Annie dijo, adelante, Col, preocúpate de ti, mi precioso amor. Y nunca permitió que lo olvidaras cuando lo hiciste.

—Nunca dijo…

—No era necesario. ¿Es que no lo comprendes? Estaba tendida en la cama con todas las luces apagadas. Decía, estoy demasiado débil para llegar a la lámpara. Decía, hoy pensé que iba a morir, Col, pero ahora ya estoy bien porque tú estás en casa y no debes preocuparte para nada por mí. Decía, comprendo que necesites una mujer, mi amor, haz lo que debas y no pienses en mí en esta casa, en esta habitación, en esta cama. Sin ti.

—No fue así.

—Y cuando el dolor aumentaba, no se comportaba como una mártir. ¿No te acuerdas? Chillaba, te maldecía, maldecía a los médicos, tiraba cosas contra las paredes. Cuando empeoró, dijo, ha sido culpa tuya, me estoy pudriendo por tu culpa, y voy a morir y te odio, te odio, ojalá estuvieras en mi lugar.

Colin no contestó. Tenía la sensación de que una sirena sonaba en su cabeza. Polly estaba muy cerca, a escasos centímetros, pero era como si hablara desde detrás de un velo rojo.

—Por eso recé en la cumbre de Cotes Fell. Al principio, por su salud, y después por… Y después por ti, cuando ella murió, con la esperanza de que comprendieras… de que te dieras cuenta… Sí, compré este libro —lo agitó de nuevo—, pero porque te quería y deseaba que tú me correspondieras y deseaba hacer cualquier cosa por llenarte. Porque Annie no te llenaba. Su muerte fue una bendición para ti, pero no quieres admitirlo, porque entonces también deberías admitir lo que fue vivir con ella. No fue perfecto, porque nada lo es.

—No sabes nada sobre la agonía de Annie.

—Que vaciabas los orinales y solo de pensarlo te estremecías. ¿No sé eso? Que le secabas el culo con el estómago revuelto. ¿No lo sé? Que cuando más necesitabas huir de casa para respirar un poco, ella lo intuía y gritaba y empeoraba, y tú siempre te sentías culpable porque no estabas enfermo, ¿verdad? No tenías cáncer. No ibas a morir.

—Ella era mi vida. Yo la quería.

—¿Al final? No me hagas reír. Al final solo había amargura y rabia, porque nadie vive sin alegría durante tanto tiempo y siente otra cosa al final.

—Puta de mierda.

—Sí, claro. Eso y más, si quieres, pero yo planto cara a la verdad, Colin. No la enmascaro con corazones y flores como tú.

—Entonces, demos otro paso hacia la verdad, ¿eh?

Redujo la distancia que les separaba en unos cuantos centímetros más cuando apartó de una patada el amuleto. Chocó contra la pared y se abrió, y su contenido se diseminó sobre la alfombra. Los trozos de manzana parecían piel reseca. Piel humana. No le importaba nada su contenido. No le importaba nada de Polly Yarkin.

—No rezaste para que viviera, sino para que muriera. Como no sucedió enseguida, echaste una mano, y cuando su agonía no dio lo que querías en el momento que lo querías… ¿Cuándo fue, Polly? ¿Pensabas que iba a follarte el día del funeral? Probaste con pociones y encantamientos. Después, apareció Juliet. Echó tus planes por tierra. Intentaste utilizarla, y fue muy inteligente por tu parte informarla de que yo no estaba muy disponible, por si a ella se le despertaba el interés y se interponía en tu camino. No obstante, Juliet y yo nos encontramos, y tú no pudiste soportarlo. Annie había muerto. La última barrera que se interponía entre la felicidad y tú estaba enterrada en el cementerio, cuando de repente aparecía otra. Comprendiste lo que pasaba entre nosotros, ¿verdad? La única solución era enterrarla a ella también.

—No.

—Sabías dónde encontrar la cicuta. Pasabas junto al estanque cada vez que ibas a Cotes Fell. La desenterraste, la colocaste en el sótano y esperaste a que Juliet la comiera y muriera. Y si Maggie moría también, habría sido una pena, pero es sacrificable, ¿no? Todo el mundo lo es. No contaste con la presencia del vicario. Fue una desgracia. Imagino que pasaste unos días intranquilos cuando resultó envenenado, mientras esperabas a que las culpas recayeran sobre Juliet.

—Si fue así, ¿qué conseguí? El juez de instrucción dijo que fue un accidente, Colin. Juliet está libre, y desde entonces la has protegido como un granjero encargado de vigilar las ovejas de su padre. ¿Qué he ganado?

—Lo que esperabas y anhelabas desde que el vicario murió por error: la policía de Londres. La reapertura del caso, con todas las pruebas apuntando a Juliet. —Arrebató el libro de sus dedos—. Excepto esto, Polly. Lo olvidaste. —Ella extendió la mano hacia el libro. Colin lo tiró a un rincón de la habitación y agarró su brazo—. Cuando Juliet haya sido encerrada, obtendrás lo que deseas, lo que intentaste conseguir cuando Annie vivía, lo que suplicabas cuando rezabas por su muerte, el motivo de que prepararas pociones y llevaras amuletos, lo que has perseguido durante años.

Se acercó un paso más. Ella intentó soltarse. Colin experimentó un cosquilleo de placer al pensar en su miedo. Descendió por sus piernas. Provocó un efecto inesperado en sus ingles.

—Me estás haciendo daño en el brazo.

—Esto no tiene nada que ver con el amor. Nunca lo ha tenido.

—¡Colin!

—El amor no tiene nada que ver con lo que has perseguido desde aquel día…

—¡No!

—Te acuerdas, ¿verdad? ¿Verdad, Polly?

—Suéltame.

Se retorció bajo su presa. Jadeaba como una niña. Era tan fácil de dominar como una niña. Se retorcía y contorsionaba. Lágrimas en sus ojos. Sabía lo que se avecinaba. Le gustó que lo supiera.

—En el suelo del establo. Como animales. ¿Te acuerdas?

Polly se soltó y dio media vuelta para huir. Colin atrapó su falda al vuelo. Tiró hacia él. La tela se rasgó. La enrolló alrededor de su mano y tiró con más fuerza. Polly se tambaleó, pero no cayó.

—Con mi polla dentro y gimiendo como una puerca. Te acuerdas, ¿no?

—No, por favor.

Polly empezó a llorar y la visión de aquellas lágrimas inflamó a Colin más que su miedo. Era una pecadora penitente. Él era el dios de la venganza. Su castigo sería justicia divina.

Tiró con furia de la falda, y oyó el ruido placentero de la tela al romperse. Otro tirón. Otro. Cada vez que Polly intentaba escapar, la falda se rasgaba más.

—Como aquel día en el establo. Justo lo que tú deseas.

—No. Así no, Col, por favor.

El nombre. El nombre. Lanzó las manos hacia delante y arrancó el resto de la falda. Polly aprovechó aquel momento para soltarse y huir. Se encaminó al pasillo. Estaba cerca de la puerta. Un metro más y escaparía.

Colin saltó y la apresó cuando su mano forcejeaba con el pomo de la puerta interior. Cayeron al suelo. Polly empezó a abofetearle, sin hablar, agitando las piernas y los brazos, el cuerpo tembloroso.

Colin luchó por inmovilizar sus brazos.

—Te… voy a… follar… bien —gruñó.

—¡Colin, no! —gritó Polly, pero él la calló con la boca.

Introdujo la lengua entre sus labios, mientras una mano apretaba su cuello y la otra desgarraba su ropa interior. Utilizó la rodilla para separar sus piernas. Las manos de Polly arañaron su cara. Encontró sus gafas y se las quitó de un manotazo. Buscó sus ojos, pero Colin aplastó la cara contra la suya, llenó su boca con la lengua, y después escupió, escupió y se inflamó cada vez más con el deseo de demostrar, dominar, castigar. Ella se retorció y suplicó. Pidió clemencia. Invocó a su Diosa. Pero él era su dios.

—Puta —gruñó Colin contra su boca—. Pendón, vaca.

Se quitó los pantalones mientras ella forcejeaba, chillaba y pataleaba. Lanzó la rodilla hacia delante y erró sus testículos por un centímetro. Él la abofeteó. Le gustó la sensación de vida y poder que comunicaba a su mano. La golpeó de nuevo, con más fuerza. Usó los nudillos y admiró el tono rojo que proporcionaba a su piel.

Polly lloraba, muy fea de repente. Tenía la boca abierta, los ojos cerrados. Brotaban mocos de su nariz. Le gustó lo que veía. Quería que llorara. Su terror era como una droga. Separó sus piernas con fuerza y se tendió sobre ella. Celebró su castigo como el dios que era.

Es como morir, pensó ella. Seguía tendida como él la había dejado, con una pierna doblada y la otra extendida, el jersey subido hasta las axilas, el sujetador roto, con un pecho al descubierto, donde aún sentía sus mordiscos como un hierro al rojo vivo. Un pedazo de nailon bordeado de encaje («Veo que te has comprado algunos antojos», había reído Rita. «¿Es para algún tipo que le gusta bien envuelto?»), enredado alrededor de su tobillo. Una tira de su falda sobre el cuello.

Miró hacia arriba y siguió el surco de una grieta que empezaba sobre la puerta y se extendía como venas sobre la piel del techo. En algún lugar de la casa se oía un ruido metálico, seguido de un zumbido persistente y bajo. La caldera, pensó. Se preguntó por qué estaba calentando agua, si no recordaba haberla utilizado en todo el día. Repasó todo lo que había hecho en la vicaría, todas las actividades de una en una, pues se le antojaba muy importante saber por qué la caldera estaba calentando agua. Al fin y al cabo, no podía saber lo sucia que se sentía. Era una simple máquina. Las máquinas no intuyen las necesidades corporales.

Hizo una lista. Primero, los periódicos. Los había atado como se había prometido y tirado al cubo de la basura. Había telefoneado para cancelar las suscripciones. A continuación, las macetas. Solo había cuatro, pero tenían mal aspecto y una había perdido casi todas las hojas. Las había regado religiosamente cada día, y no podía comprender por qué se estaban poniendo amarillas. Las había trasladado al porche del jardín trasero, pensando que tal vez querrían un poco de sol, si alguna vez se decidía a salir. Después, las camas. Había cambiado las sábanas de todas las camas, dos sencillas, una de matrimonio, como hacía cada semana desde que había empezado a trabajar. Daba igual que nadie utilizara las camas. Había que cambiarlas para que no se estropearan, pero no había hecho ninguna lavadora, de modo que el calentador no tenía por qué funcionar. ¿Cuál era el motivo?

Trató de recordar todos sus movimientos del día. Intentó que se materializaran entre las grietas del techo. Periódicos. Teléfono. Macetas. Y después… Le costaba mucho pensar en aquel después. ¿Por qué? ¿Por el agua? ¿La asustaba el agua? ¿Había ocurrido algo relacionado con el agua? No, qué tontería. Piensa en habitaciones llenas de agua.

Recordó. Sonrió, pero sintió dolor, porque notaba la piel como cola seca, y se apresuró a pasar de los dormitorios a la cocina. Porque era eso. Había lavado todos los platos, vasos, ollas y sartenes. También había limpiado los aparadores. Por eso el calentador estaba funcionando. En cualquier caso, ¿no funcionaban siempre los calentadores? ¿No se encendían por sí solos cuando notaban que el agua de su interior empezaba a enfriarse? Nadie los conectaba. Funcionaban, simplemente. Como por arte de magia.

Magia. El libro. No. No debía pensar en esas cosas. Reproducían escenas de pesadilla en su mente. No quería verlas.

La cocina, la cocina, pensó. Lavar platos y aparadores, y luego a la sala de estar, que ya estaba limpia y ordenada, pero sacó brillo a los muebles, porque no podía decidirse a abandonar aquella casa, encontrar otra manera de vivir, y luego apareció él. Había una expresión extraña en su cara. Tenía la espalda demasiado rígida. Sus brazos no colgaban, se limitaban a esperar.

Polly rodó de costado, elevó las piernas y trató de mecerse. Duele, pensó. Era como si le hubieran arrancado las piernas del cuerpo. Un martillo repiqueteaba donde él la había golpeado una y otra vez. Y en su interior, el ácido quemaba su piel. Se sentía dolorida y lacerada. No era nada.

Fue tomando conciencia poco a poco del frío, una leve corriente de aire que chocaba con insistencia contra su piel desnuda. Se estremeció. Se dio cuenta de que él había dejado la puerta interior abierta después de marcharse, y la puerta exterior no estaba bien encajada. Sus dedos tiraron sin éxito del jersey, intentó bajarlo como una sábana, pero se rindió cuando llegó por debajo de sus pechos. La lana abrasaba su piel.

Desde donde estaba podía ver la escalera, y empezó a arrastrarse hacia ella, con la única idea de alejarse de la corriente, ponerse a salvo en la oscuridad, pero cuando apoyó la cabeza sobre el peldaño inferior, levantó la vista y pensó que la luz era más brillante arriba. Brillo significa calor, pensó, mejor que oscuridad. Se estaba haciendo tarde, pero el sol saldría por última vez. Sería un sol invernal, lechoso y lejano, pero si caía sobre la alfombra de algún dormitorio, se refugiaría entre sus fronteras doradas y continuaría su agonía.

Empezó a subir. Descubrió que sus piernas no respondían, de modo que se impulsó con las manos sobre la barandilla. Sus rodillas tropezaban con los peldaños. Cuando se apoyó en un costado y su cadera golpeó contra la pared, vio la sangre. Interrumpió su ascensión para mirarla con curiosidad, tocó con un dedo la mancha carmesí, se maravilló de la rapidez con que se secaba, cómo se ennegrecía al contacto con el aire. Vio que fluía de entre sus piernas, y que había manado durante el tiempo suficiente para dibujar configuraciones en la parte interna de sus muslos y riachuelos serpenteantes sobre una pierna.

Sucia, pensó. Tendría que bañarse.

La idea tomó cuerpo en su mente y expulsó las escenas de pesadilla. Se aferró a la idea del agua y su calor, llegó a lo alto de la escalera y se arrastró hacia el baño. Cerró la puerta y se sentó sobre el suelo blanco y frío, con la cabeza apoyada contra la pared, las rodillas alzadas, mientras la sangre mojaba el puño que apretaba entre las piernas.

Al cabo de un momento, apretó los hombros contra la pared, se impulsó medio metro y llegó a la bañera. Asomó la cabeza por un lado y extendió la mano hacia el grifo. Sus dedos lucharon por hacerlo girar, fracasaron y luego resbalaron.

Sabía que se recuperaría si conseguía lavarse. Si conseguía eliminar el olor de él y el roce de sus manos, si el jabón limpiaba el interior de su boca. Mientras pensara en lavarse, en la sensación, en el agua que caería sobre sus pechos, en el rato que pasaría en la bañera, solo dedicada a soñar, no tendría que pensar en otras cosas. Si podía girar el grifo.

Extendió la mano de nuevo, y volvió a fallar. Lo hacía al tacto, porque no quería abrir los ojos y tener que verse en el espejo, que colgaba en la puerta del cuarto de baño. Si veía el espejo, tendría que pensar, y estaba decidida a no volver a pensar. Excepto en lavarse.

Se metería en la bañera y no saldría nunca más, dejaría que el agua subiera y bajara. Contemplaría sus burbujas, escucharía el sonido. La sentiría deslizarse entre los dedos de sus pies y manos. La mimaría, conservaría, bendeciría. Eso haría.

Solo que nada duraba eternamente, ni siquiera el lavado, y cuando terminara se vería obligada a sentir, lo único que no deseaba hacer, soportar o vivir. Porque aquello significaba la muerte, por más que fingiera, el fin de todo. Resultaba extraño pensar que siempre la había imaginado en su vejez, tendida en una cama de sábanas blancas como la nieve, rodeada de nietos, con la mano estrechada por alguien que la amaba, para que no se marchara sola. Ahora, comprendía que vivir significaba estar sola. Y si vivir significaba estar sola, la muerte no sería diferente.

Soportaría morir sola, pero solo en aquel preciso momento. Porque después, todo terminaría. No tendría que incorporarse, meterse en el agua, eliminar los vestigios de él y salir por la puerta. Nunca tendría que volver a casa (oh, Diosa, aquel largo paseo) y enfrentarse a su madre. Más aún, no tendría que verle nunca más, mirarle a los ojos y recordar una y otra vez, como una película que se proyectara en su cerebro, el momento en que adivinó sus intenciones.

No sé lo que significa amar a alguien, comprendió. Pensaba que era bueno, el deseo de compartir. Pensaba que era como cuando extiendes la mano y alguien la coge, la aprieta y te salva del río. Hablas. Le cuentas cosas de tu vida. Dices, esto es lo que me hace daño, y se lo das, y él lo coge, y te da a cambio lo que le hace daño, y tú lo coges, y así se aprende a querer. Te apoyas en su fortaleza. Él se apoya en su fortaleza. Se forja un vínculo. Pero no es así, no como ha sido hoy, aquí, en esta casa, no es así.

Aquello era lo peor, la suciedad de amarle, que nada podría lavar. Pese al terror, incluso en el instante que adivinó sus intenciones, incluso cuando suplicó sin éxito, cuando la golpeó, arrancó la piel y la dejó tirada en el suelo como un trapo usado, lo peor era que se trataba del hombre al que amaba. Y si el hombre al que amaba sabía que ella le amaba, era capaz de hacerle aquello, gruñir de placer cuando le demostró quién dominaba y quién se sometía, entonces, lo que ella creía amor no era nada. Porque, en su opinión, si amas a alguien y la persona sabe que la amas, procurará no hacerte daño. Aunque no te quiera tanto como tú, tendrá en consideración tus sentimientos, los guardará en su corazón y experimentará cierta ternura. Así se comporta la gente.

Pero si aquella no era la verdad de la vida, ya no quería vivir. Se metería en el baño y dejaría que el agua se la llevara. Que la lavara, matara y disolviera.