17

A la Spence. ¿No te has enterado?

—La directora fue a buscarla y…

—¿… visto su coche?

—Era por lo de su mamá.

Maggie vaciló en los peldaños de la escuela cuando comprendió que más de una mirada suspicaz se volvía hacia ella. Siempre le había gustado el rato comprendido entre la última clase y la salida del autobús escolar. Ofrecía la mejor oportunidad de charlar con los alumnos que vivían en otros pueblos y en la ciudad, pero jamás había pensado que, un día, las risitas y los cuchicheos propios de la tarde se centrarían en ella.

Al principio, todo había parecido de lo más normal. Los alumnos estaban reunidos delante de la escuela, como de costumbre. Algunos, se habían quedado junto al autobús escolar. Otros, estaban apoyados en los coches. Las chicas se peinaban y comparaban tonos de lápices de labios clandestinos. Los chicos peleaban entre sí o trataban de aparentar indiferencia. Cuando Maggie salió por las puertas y bajó los peldaños, buscó con la vista a Josie o Nick, pensando todavía en las preguntas que el detective londinense le había formulado. Ni siquiera se extrañó cuando una oleada de murmullos se elevó de la multitud. Se sentía bastante sucia desde la conversación sostenida en el estudio de la señora Crone, y no sabía muy bien por qué. En consecuencia, su mente estaba concentrada en dar la vuelta a todos los motivos posibles, como si fueran piedras, y era muy consciente de estar al acecho de que la babosa de una culpa antes inconsciente surgiera a la luz en cualquier momento.

Estaba acostumbrada a sentirse culpable. Seguía pecando, pero intentaba convencerse de que no pecaba. Incluso excusaba sus peores comportamientos, diciéndose que era culpa de mamá. Nick me quiere, mamá, aunque tú no. ¿Ves cuánto me quiere? ¿Lo ves? ¿Lo ves?

En respuesta, su madre jamás utilizaba el viejo «piensa-en-lo-mucho-que-he-hecho-por-ti-Margaret», como intentaba la madre de Pam Rice sin el menor éxito. Nunca hablaba en términos de profunda decepción, como Josie informaba que su madre había hecho en más de una ocasión. No obstante, antes de aquel día, su madre era la causa principal y más consistente del sentimiento de culpa de Maggie. Estaba disgustando a mamá; provocaba la ira de mamá; añadía tormento al dolor de mamá. Maggie lo sabía sin necesidad de que se lo dijeran. Siempre había sabido descifrar a la perfección las expresiones de mamá.

Por eso, Maggie había comprendido la noche anterior el poder de que gozaba en la guerra contra su madre. Tenía poder para castigarla, herirla, amonestarla, vengarse… La lista se prolongaba hasta el infinito. Quería saborear el triunfo de saber que había arrebatado el timón de su vida de las manos de mamá, pero la verdad era que se sentía preocupada por ello. Por consiguiente, cuando llegó tarde a casa la noche anterior, muy orgullosa de los morados amorosos que Nick había sembrado con la boca en su cuello, las llamas de placer que Maggie había esperado sentir cuando presenciara la preocupación de mamá se extinguieron al instante cuando vio su cara. No le hizo ningún reproche. Se limitó a caminar hasta la puerta de la sala de estar a oscuras y la escudriñó desde un punto donde era imposible distinguir su expresión. Daba la impresión de que había envejecido cien años.

—¿Mamá? —dijo Maggie.

Mamá había posado sus dedos sobre la barbilla de Maggie, dándole vuelta con ternura para dejar al descubierto los morados, para al fin soltarla y subir la escalera. Maggie oyó que la puerta se cerraba a su espalda. El ruido la hirió más que la bofetada que merecía.

Era mala. Lo sabía. Incluso cuando se sentía más cercana y unida a Nick, incluso cuando él la amaba con las manos y la boca, cuando apretaba Aquello contra ella, la abrazaba, abría su sexo, decía Maggie, Mag, Mag, era mala e impura. Estaba abrumada de culpa. Cada día se iba acostumbrando más a la vergüenza de su conducta, pero nunca había esperado que sentiría algo semejante en relación a su amistad con el señor Sage.

Experimentaba algo similar a las picaduras de ortigas, solo que escocían su alma en lugar de su piel. Seguía escuchando al detective indagar acerca de secretos, lo cual provocaba que se sintiera seca y ansiosa por dentro. Eres una buena chica, Maggie, había dicho el señor Sage, no lo olvides, créelo a pie juntillas. La confusión nos invade, había dicho, nos extraviamos, pero siempre podemos volver a encontrar el camino hacia Dios mediante la oración. Dios escucha, decía, Dios perdona todo. Hagamos lo que hagamos, Maggie, Dios perdonará.

El señor Sage era el consuelo personificado. Era comprensivo. Era la bondad y el amor.

Maggie nunca había traicionado la intimidad de los ratos que pasaban juntos. Los conservaba como algo precioso. Y ahora, se enfrentaba a las sospechas del detective londinense, muy interesado en su amistad con el vicario, como si hubiera sido la causa de su muerte.

Aquella fue la babosa que surgió de debajo de la última piedra de implicación a la que dio vuelta en su mente. La culpa era suya. Si tal era el caso, mamá sabía muy bien lo que estaba haciendo cuando sirvió la cena al vicario aquella noche.

No. Maggie discutió el punto con ella misma. Mamá no pudo saber que le estaba dando cicuta. Se preocupaba de la gente. No la perjudicaba. Preparaba ungüentos y cataplasmas. Mezclaba tés especiales. Preparaba extractos, infusiones y tinturas. Lo hacía todo para ayudar, no para perjudicar.

Entonces, los susurros de sus compañeros se alzaron a su alrededor y ocasionaron delicadas fisuras en la cascara de sus pensamientos.

—Ella envenenó al tío.

—… no se saldrá con la suya, a fin de cuentas.

—El policía vino de Londres.

—… adoradores del demonio, según me han dicho…

La súbita comprensión sobresaltó a Maggie. Docenas de ojos estaban clavados en ella. Expresiones de suspicacia iluminaban todas las caras. Apretó la mochila llena de libros contra su pecho y buscó con la vista un amigo. Sentía la cabeza ligera, como divorciada de su cuerpo. De pronto, lo más importante del mundo era fingir que no comprendía de qué estaban hablando.

—¿Habéis visto a Nick? —preguntó. Notó los labios agrietados—. ¿Habéis visto a Josie?

Una chica con cara de zorro y un enorme grano en un lado de la nariz se convirtió en portavoz del grupo.

—No quieren ir contigo, Maggie. Son lo bastante listos para comprender el riesgo.

Un murmullo de aprobación se elevó alrededor de la muchacha como una pequeña ola.

Apretó con más fuerza la mochila. La dura esquina de un libro se hundió en su mano. Sabía que estaban bromeando, los compañeros siempre aprovechaban la menor oportunidad para burlarse de alguien, y se irguió en toda su estatura para hacer frente al desafío.

—Muy bien —dijo sonriente, como si diera su aprobación a todas las bromas que tuvieran en mente—. Estupendo. Bien, ¿dónde está Josie? ¿Dónde está Nick?

—Ya se han marchado —dijo Cara de Zorro.

—Pero el autobús…

Estaba parado donde siempre, esperando la hora de salir, a escasos metros, al otro lado de la puerta. Había caras en las ventanas, pero Maggie no podía ver desde los peldaños de la escuela si sus amigos estaban en el vehículo.

—Se lo han montado a su aire, durante la comida. Cuando se enteraron.

—¿De qué?

—De quién estaba contigo.

—No estuve con nadie.

—Ah, ya. Como quieras. Mientes casi tan bien como tu mamá.

Maggie intentó tragar saliva, pero tenía la lengua pegada al paladar. Avanzó un paso hacia el autobús. El grupo la dejó marchar, pero cerró filas detrás de ella. Oyó que hablaban entre sí, pero con la intención de provocarla.

—Se fueron en coche, ¿no?

—¿Nick y Josie?

—Y esa chica que le persigue. Ya sabes a quién me refiero.

Bromas. Estaban bromeando. Maggie aceleró el paso, pero el autobús escolar se le antojó cada vez más lejano. Un resplandor luminoso brillaba frente a él. Empezó como un rayo y se transformó en puntos brillantes.

—Ahora, la dejará plantada.

—Si tiene cerebro. ¿Quién no lo haría?

—Es verdad. Si a su mamá no le gustan sus amigos, que les invite a cenar.

—Como ese cuento de hadas. ¿Quieres una manzana, querido? Te ayudará a dormir.

Risas.

—Lástima que no se despertará pronto.

Risas. Risas. El autobús estaba demasiado lejos.

—Toma, come esto. Lo he preparado especialmente para ti.

—No seas tímido y coge más. Sé que te estás muriendo de ganas.

Maggie sintió un nudo en la garganta. El autobús centelleó, se empequeñeció, adoptó el tamaño de su zapato. El aire se cerró alrededor de él y lo engulló. Solo quedaron las puertas de hierro forjado de la escuela.

—He inventado yo la receta. Pastel de chirivía. La gente dice que está de muerte.

Al otro lado de las puertas estaba la calle…

—Me llaman Crippen, pero no dejes que eso te impida cenar.

… Y la huida. Maggie se puso a correr.

Trotaba hacia el centro de la ciudad cuando oyó que alguien la llamaba. Siguió avanzando, cruzó la calle principal, en dirección al aparcamiento situado en la base de la colina. Ignoraba qué pensaba hacer allí. Lo único importante era escapar.

El corazón martilleaba en su pecho. Notó un dolor lacerante en el costado. Resbaló en el pavimento húmedo y se tambaleó, pero se sujetó a una farola y continuó corriendo.

—Cuidado, nena —advirtió un granjero que estaba saliendo de su Escort, aparcado junto al bordillo.

—¡Maggie! —gritó otra persona.

Se oyó sollozar. Vio la calle borrosa. Prosiguió.

Dejó atrás el banco, la oficina de correos, algunas tiendas, un salón de té. Esquivó a una joven que empujaba un cochecito de niño. Oyó pasos a su espalda, y otra vez su nombre. Se tragó las lágrimas y siguió adelante.

El miedo bombeó energía y velocidad a su cuerpo. La seguían, pensó. Se reían y señalaban con el dedo. Solo aguardaban la oportunidad de acorralarla y empezar a susurrar de nuevo: lo que hizo su mamá… ¿lo sabes, no? Maggie y el vicario… ¿Un vicario? ¿Aquel tío? Joder, era lo bastante viejo para ser…

¡No! Olvídalo, pisotéalo, entiérralo, destrúyelo. Maggie corrió por la calzada. No se detuvo hasta que un letrero azul que colgaba de un edificio de ladrillo la paralizó. No lo habría visto si no hubiera levantado la cabeza para reprimir las lágrimas. Incluso entonces, la palabra continuó dando vueltas, pero pudo descifrarla: «Policía». Pasó tambaleante junto a un cubo de basura. Tuvo la impresión de que el letrero aumentaba de tamaño. La palabra brillaba y latía.

Se alejó del letrero, semiacuclillada sobre la calzada, procurando respirar, pero no llorar. Tenía las manos entumecidas, los dedos enredados en las correas de la mochila. Sentía tanto frío en las orejas que aguijones metálicos de dolor estaban descendiendo por su cuello. Era el ocaso, la temperatura estaba descendiendo y nunca en su vida se había sentido tan sola.

Ella no lo hizo, no lo hizo, no lo hizo, pensó Maggie.

Un coro respondió desde alguna parte: sí lo hizo.

—¡Maggie!

Lanzó un chillido. Intentó encogerse hasta el tamaño de un ratón. Escondió el rostro entre los brazos y resbaló por el costado del cubo de basura, hasta quedar sentada en la calzada. Se encogió, como si disminuir de tamaño constituyera una forma de protección.

—Maggie, ¿qué ocurre? ¿Por qué huyes? ¿No oíste que te llamaba?

Un cuerpo se agachó a su lado. Un brazo la rodeó.

Olió la vieja chaqueta de cuero antes de asimilar el hecho de que era la voz de Nick. Pensó en absurda pero rápida sucesión cómo llevaba siempre la chaqueta embutida en la mochila durante las horas de clase, mientras tenía que utilizar el uniforme, cómo la sacaba siempre durante la comida para «airearla», cómo se la ponía en cuanto le era posible, antes y después de la escuela. Era extraño pensar que había reconocido su olor antes que su voz. Aferró su rodilla.

—Os marchasteis. Josie y tú.

—¿Que nos marchamos? ¿Adonde?

—Dijeron que os habíais marchado. Estabas con… Josie y tú. Lo dijeron.

—Estábamos en el autobús, como siempre. Te vimos salir corriendo. Parecías trastornada, de modo que te seguí.

Maggie alzó la cabeza. Había perdido en algún momento el prendedor. Su cabello colgaba alrededor de la cara e impedía en parte que le viera.

Nick sonrió.

—Estás hecha polvo, Mag. —Introdujo la mano en la chaqueta y sacó los cigarrillos—. Ni que te hubiera perseguido un fantasma.

—No volveré.

Nick inclinó la cabeza para proteger el cigarrillo y la llama, y tiró la cerilla usada a la calle.

—Eso, seguro. —Inhaló con la profunda satisfacción de alguien a quien un repentino cambio de circunstancias ha permitido fumar antes de lo que imaginaba—. El autobús ya se ha marchado.

—Me refiero a la escuela. A clase. No volveré nunca más.

Nick la miró y se apartó el pelo de las mejillas.

—¿Es por lo de ese tío de Londres, Mag, el del cochazo que revolucionó a todo el mundo?

—Dirás que lo olvide. Dirás que no les haga caso, pero no me dejarán en paz. Nunca volveré.

—¿Por qué? ¿Qué más te da lo que piensen esos imbéciles?

Maggie retorció la correa de la mochila alrededor de sus dedos, hasta que sus uñas se tiñeron de un tono azul.

—¿Qué más da lo que digan? Tú sabes la verdad. Es lo único que cuenta.

Maggie cerró los ojos a la verdad y apretó los labios para evitar anunciarla. Notó que brotaban más lágrimas de sus ojos, y se detestó por el sollozo que intentó disfrazar de tos.

—Mag, tú sabes la verdad, ¿vale? Lo que digan esos mongólicos en el patio de la escuela no vale una puta mierda, ¿vale? No es importante. Solo vale lo que tú sabes.

—No sé. —La admisión brotó de ella como una enfermedad incontenible—. La verdad. Lo que ella… No sé, no sé.

Más lágrimas. Aplastó la cara contra las rodillas.

Nick silbó entre dientes.

—Nunca lo habías dicho.

—Siempre cambiamos de domicilio. Cada dos años. Solo que esta vez yo quería quedarme. Dije que sería buena, que se sentiría orgullosa de mí, que me aplicaría en la escuela, con tal de quedarnos. Esta vez. Quedarnos. Y ella dijo sí, y después te conocí a ti, luego al vicario y… después de lo que hicimos y del comportamiento odioso de mamá y de lo mal que me sentí. Me hizo sentir mejor y… ella se enfureció.

Sollozó.

Nick tiró el cigarrillo a la calle y la enlazó con el otro brazo.

—Él me encontró. Eso es lo que pasa, Nick. Por fin me encontró. Ella no lo deseaba. Por eso siempre huíamos, pero esta vez no lo hicimos y él tuvo tiempo. Vino, como siempre supe que haría.

Nick guardó silencio un momento. Oyó que Maggie exhalaba un suspiro.

—Maggie, ¿crees que el vicario era tu papá?

—Ella no quería que le viera, pero no le hice caso. —Levantó la cabeza y agarró la chaqueta de Nick—. Y ahora no quiere que te vea, de modo que no volveré. No lo haré. No puedes obligarme. Nadie puede. Si lo intentas…

—¿Algún problema, muchachos?

Los dos se encogieron al oír la voz. Se volvieron. Una mujer policía delgada como un junco se erguía sobre ellos, muy protegida del frío y con la gorra ladeada. Sujetaba una libreta de notas en una mano y una taza de plástico humeante en la otra. Bebió mientras aguardaba la respuesta.

—Una pelea en la escuela —dijo Nick—. Nada importante.

—¿Necesitáis ayuda?

—No. Cosas de chicas. Se pondrá bien.

La policía estudió a Maggie con más curiosidad que simpatía. Desvió su atención hacia Nick. Les miró por encima de la taza, cuyo humo empañó sus gafas, mientras bebía otro sorbo de lo que fuera. Después, asintió.

—Será mejor que os vayáis a casa —dijo, sin moverse.

—Sí, vale. —Nick levantó a Maggie—. Nos vamos.

—¿Vivís por aquí? —preguntó la agente.

—Cerca de la parte alta.

—No os había visto nunca.

—¿No? Yo la he visto muchas veces. Tiene un perro, ¿verdad?

—Un gales, sí.

—¿Lo ve, agente? Lo sabía. La he visto ir de paseo. —Nick se dio un golpecito en la sien con el índice, a modo de saludo—. Buenas tardes.

Rodeó con el brazo a Maggie y la condujo hacia la calle principal. Ninguno se volvió para ver si la policía les seguía mirando.

Doblaron a la derecha en la primera esquina. Al cabo de unos pasos torcieron de nuevo a la derecha por un callejón que corría entre la parte posterior de los edificios públicos y los jardines traseros de una hilera de viviendas municipales. Descendieron una vez más la pendiente. Antes de cinco minutos desembocaron en el aparcamiento de Clitheroe. A aquella hora, casi no había coches.

—¿Cómo sabías lo de su perro? —preguntó Maggie.

—Fue un tiro al azar. Tuvimos suerte.

—Qué listo eres. Y bueno. Te quiero, Nick. Te preocupas mucho por mí.

Se detuvieron al abrigo de los retretes públicos. Nick sopló sobre sus manos y las encajó bajo los brazos.

—Esta noche hará frío —dijo. Miró en dirección a la ciudad, donde brotaba humo de las chimeneas hasta perderse en el cielo—. ¿Tienes hambre, Maggie?

Maggie leyó el deseo oculto bajo las palabras.

—Puedes irte a casa.

—No, a menos que tú…

—Yo no iré.

—Entonces, yo tampoco.

Se encontraban en un atolladero. El viento de la noche empezó a soplar y no tardó en alcanzarles. Barrió el aparcamiento, sin que ninguna barrera se lo impidiera, y diseminó restos de basura entre sus pies. Una bolsa verde de Moment se aplastó contra la pierna de Maggie. Utilizó el pie para alejarla, y dejó una franja marrón en el azul marino de sus mallas.

Nick extrajo un puñado de monedas del bolsillo. Las contó.

—Dos libras y sesenta y siete peniques. ¿Qué llevas tú?

Maggie bajó la vista.

—Nada. —Se apresuró a levantar los ojos. Intentó imprimir orgullo a su voz—. No tienes por qué quedarte. Vete. Me las arreglaré.

—Ya he dicho…

—Si ella te encuentra conmigo, será mucho peor para ambos. Vete a casa.

—Ni hablar. He dicho que me quedo.

—No. No quiero ser culpable de otra cosa. Ya he… a causa del señor Sage…

Se secó la cara con la manga del abrigo. Estaba agotada y quería dormir. Pensó en probar la puerta del retrete. Estaba cerrada con llave. Suspiró.

—Vete —repitió—. Ya sabes lo que pasará si no me haces caso.

Nick se reunió con ella en la puerta del lavabo de mujeres. Estaba adentrada unos quince centímetros, de modo que les proporcionó algo más de protección contra el frío.

—¿Crees eso, Maggie?

La muchacha hundió la cabeza. Notaba que la aflicción de su certeza pesaba sobre sus hombros, como sacos de arena.

—¿Crees que ella le mató porque era tu papá?

—Nunca habla de mi papá.

Nick tocó su cabeza con la mano. Sus dedos intentaron acariciarla, pero el pelo enmarañado frustró su intención.

—No creo que fuera tu papá, Mag.

—Seguro, porque…

—No. Escucha. —Se acercó un paso más. La rodeó con los brazos. Habló contra su cabello—. Sus ojos eran castaños, Mag, como los de tu mamá.

—¿Y?

—Que no puede ser tu papá. Por las probabilidades. —Maggie intentó hablar, pero él continuó—. Es como las ovejas. Mi papá me lo explicó. Todas son blancas, ¿verdad? Bueno, más o menos blancas, pero de vez en cuando sale una negra. ¿Nunca te has preguntado por qué? Es un gen recesivo. Algo que se hereda. La mamá y el papá de la oveja tenían un gen negro en algún sitio, y cuando se acoplaron salió un cordero negro en lugar de uno blanco, aunque ellos fueran blancos, pero las probabilidades están en contra de que ocurra. Por eso, la mayoría de las ovejas son blancas.

—Yo no…

—Tú eres como la oveja negra, porque tienes los ojos azules. Mag, ¿cuáles crees que son las probabilidades de que dos personas de ojos castaños tengan una niña de ojos azules?

—¿Cuáles?

—De un millón contra una. Tal vez más. Quizá de mil millones contra una.

—¿Tú crees?

—Lo sé, Mag. El vicario no era tu papá. Y si no era tu papá, tu mamá no le mató. Y si ella no le mató, no intentará matar a nadie más.

Había un tono de seguridad en su voz que la impulsó a creer en sus palabras. Maggie deseaba creerle. Sería mucho más sencillo vivir si sabía que aquella teoría era cierta. Podría volver a casa. Podría plantar cara a mamá. No pensaría en la forma de su nariz y sus manos (¿eran como las del vicario?), ni se preguntaría por qué la había estudiado con tanta atención. Sería un alivio saber algo con total seguridad, aunque no contestara sus oraciones. Quería creer. Y habría creído si el estómago de Nick no hubiera emitido un ruido estruendoso, si el chico no hubiera temblado, si no hubiera visto en su mente el enorme rebaño de ovejas de su padre, que se recortaba como nubes algo sucias contra el cielo de Lancashire. Le apartó de un empujón.

—¿Qué? —dijo.

—Nace más de una oveja negra en un rebaño, Nick Ware.

—¿Y qué?

—Pues que las probabilidades no son de una contra mil millones.

—No es igual que las ovejas. No exactamente. Somos personas.

—Quieres ir a casa. Hazlo. Vete a casa. Me estás mintiendo, y no quiero verte.

—No es verdad, Mag. Intento explicártelo.

—No me quieres.

—Sí.

—Solo quieres merendar.

—Solo estaba diciendo…

—Tus panecillos y tu mermelada. Bien, adelante. Ve a por ellos. Sé cuidar de mí misma.

—¿Sin dinero?

—No necesito dinero. Conseguiré trabajo.

—¿Esta noche?

—Algo haré, ya lo verás, pero no volveré a casa, ni volveré a la escuela, y no volverás a hablarme de ovejas, como si fuera tonta y no me diera cuenta de que me tomas el pelo. Porque si dos ovejas blancas pueden tener una negra, dos personas de ojos castaños pudieron tenerme, y tú lo sabes. ¿No es cierto? Dime, ¿no es cierto?

Nick se pasó la mano por el pelo.

—No dije que fuera imposible. Dije que las probabilidades…

—Me importan un bledo las probabilidades. Esto no es una carrera de caballos. Se trata de mí. Estamos hablando de mi mamá y mi papá. Y ella le mató. Tú lo sabes. Me tratas con paternalismo para conseguir que vuelva.

—No es verdad.

—Sí.

—Dije que no iba a abandonarte y no lo haré. ¿Entendido? —Miró a su alrededor. Se encogió de frío. Dio patadas en el suelo para calentar los pies—. Escucha, tenemos que comer algo. Espera aquí.

—¿Adonde vas? Ni siquiera llegamos a tres libras. ¿Qué clase de…?

—Compraremos patatas fritas, galletas y lo que podamos. Ahora no tienes hambre, pero sí dentro de un rato, y entonces todas las tiendas estarán cerradas.

—¿Hablas en plural? —Maggie le obligó a mirarle—. No hace falta que vayas —dijo por última vez.

—¿Quieres?

—¿Que te vayas?

—Y otras cosas.

—Sí.

—¿Me quieres? ¿Confías en mí?

Maggie intentó descifrar la expresión de su rostro. Ardía en deseos de marcharse, pero quizá solo estaba hambriento, al fin y al cabo. Y una vez se pusieron a caminar, entraría en calor. Hasta podrían correr.

—¿Mag?

—Sí.

Nick sonrió, rozó la boca con la suya. Tenía los labios resecos. Ni siquiera parecía un beso.

—Espera aquí —dijo el muchacho—. Vuelvo enseguida. Si vamos a fugarnos, será mejor que no nos vean juntos en la ciudad y se acuerden de nosotros, cuando tu mamá llame a la policía.

—No lo hará. No se atreverá.

—Yo no apostaría por eso. —Se subió el cuello de la chaqueta. La miró con gran seriedad—. ¿Estás bien aquí, pues?

Maggie sintió que su corazón se encendía.

—Muy bien.

—¿No te importa dormir mal esta noche?

—No, siempre que duerma contigo.