St. James se había sentido muy desorientado la noche anterior. Tendido en la cama, mientras miraba las estrellas por la claraboya, pensaba en la demencial inutilidad del matrimonio. Conocía bien aquella plasmación cinematográfica de las relaciones, a cámara lenta, la-pareja-corriendo-por-una-playa-desde-lados-opuestos-hasta-encontrarse-en-un-abrazo-apasionado-antes-del-fundido-en-negro, capaz de convencer al romántico oculto en cada persona de que le aguardaba toda una vida de felicidad. También sabía que la realidad demostraba, con despiadada precisión, que si existía algún tipo de felicidad, nunca duraba demasiado, y cuando alguien le abría la puerta, se enfrentaba a la posibilidad de dar paso a la amargura, la irritación, o algún invitado similar que exigiera a gritos sus atenciones. En ocasiones, resultaba muy descorazonador hacer frente a la mezquindad de la vida. Había estado a punto de decidir que la única forma razonable de tratar con una mujer no era en absoluto como cuando Deborah se deslizaba hacia él desde el otro lado de la cama.
—Lo siento —había murmurado su mujer, antes de apoyar la mano sobre su pecho—. Eres mi chico favorito.
Se volvió hacia ella, y Deborah apretó la frente contra su hombro. Él posó la mano sobre su nuca y percibió el peso considerable de su cabello, y también la suavidad infantil de su piel.
—Me alegro —susurró a modo de respuesta—, porque tú eres mi chiquilla favorita. Siempre lo has sido, y siempre lo serás.
Oyó que bostezaba.
—Me resulta muy difícil —murmuró Deborah—. Veo el sendero, pero el primer paso me cuesta mucho. Siempre me da problemas.
—La vida es así. Quizá no exista otra forma de aprender.
La acunó. Se dio cuenta de que el sueño se estaba apoderando de ella. Experimentó el deseo de reanimarla, pero besó su frente y la soltó.
No obstante, durante el desayuno, había mantenido la cautela, diciéndole que, aunque era su Deborah, también era una mujer, más veleidosa que la mayoría. En parte, lo que más disfrutaba de su vida en común era lo inesperado. El editorial de un periódico que insinuara la posibilidad de que la policía hubiera inventado una acusación contra un sospechoso de pertenecer al IRA bastaba para que Deborah montara en cólera y decidiera organizar una odisea fotográfica hasta Belfast o Derry para «averiguar la verdad, por Dios». Un reportaje sobre el trato cruel a los animales la arrastraba a la calle para manifestar su repulsa. La discriminación contra los enfermos del sida la disparaba hacia el primer hospital que encontraba donde aceptaban a voluntarios que leyeran, hablaran y ofrecieran amistad a los pacientes. Por ello, St. James nunca estaba seguro de qué humor la encontraría cuando salía del laboratorio y bajaba la escalera para comer o cenar con ella. La única certidumbre de su vida en común con Deborah era que no existía ninguna certidumbre.
Por lo general, aplaudía su naturaleza apasionada. Era la persona más vital que conocía, pero vivir a tope también exigía que ella se sintiera a tope, de manera que si sus puntos álgidos eran delirantes y apasionados, sus depresiones rechazaban toda esperanza. Lo que más le preocupaba eran esos momentos bajos, que le impulsaban a aconsejar cierto control. «Procura no dejarte llevar por tus sentimientos», era el consejo que siempre acudía a su mente. Idéntica receta se autoprescribía, lección aprendida mucho tiempo atrás. Decirle que no sintiera era tan efectivo como decirle que no respirara. Además, se había aficionado al torbellino de sentimientos en que Deborah vivía. Al menos, le impedía aburrirse.
Deborah liquidó los gajos de pomelo y le miró.
—Lo que pasa es que necesito centrarme en algo —anunció—. No me gusta mi forma de fluctuar. He de centrar mi campo de visión. He de adoptar un compromiso y serle fiel.
—Estupendo. Eso es muy importante —contestó St. James, mientras se preguntaba de qué demonios estaba hablando.
Aplicó mantequilla a una tostada triangular. Ella reaccionó a su aprobación con vigorosos asentimientos y, con entusiasmo gastronómico, golpeó el huevo duro con la cuchara. Como no parecía dispuesta a proporcionar más información. St. James prosiguió.
—Fluctuar te hace sentir como si carecieras de base, ¿no crees? —ensayó.
—Simon, has dado en el clavo. Siempre me comprendes.
St. James se palmeó mentalmente en la espalda.
—Una decisión acerca del deseo concreto proporciona una base, ¿verdad? —dijo.
—Desde luego.
Deborah atacó con alegría su tostada. Miraba por la ventana el día gris, la calle mojada, los edificios sucios y tristes. Sus ojos se iluminaron a causa de las oscuras posibilidades que ofrecían el frío reinante y el deprimente entorno.
—Bien —dijo St. James, con el fin de recabar más información—, ¿sobre qué has centrado tu campo de visión?
—Aún no lo he decidido por completo.
—Oh.
Deborah cogió la mermelada de fresa y dejó caer una cucharada sobre el plato.
—Excepto revisar lo que he hecho hasta el momento. Paisajes, bodegones, retratos. Edificios, puentes, interiores de hoteles. He sido el eclecticismo personificado. Es lógico que no me haya granjeado una reputación. —Esparció mermelada sobre la tostada y la agitó hacia él—. La cuestión es que debo tomar una decisión sobre qué clase de fotografías me satisfacen más. He de seguir mi instinto. Se acabó hacer cualquier cosa cuando alguien me ofrece trabajo. No sobresalgo en nada. Nadie lo consigue, en realidad, pero puedo sobresalir en algo. Al principio, cuando iba al colegio, pensé que serían los retratos. Después, me decanté por los paisajes y los bodegones. Ahora, me lanzo a cualquier propuesta comercial que me sale. Eso no es bueno. Ha llegado el momento de adquirir un compromiso.
Durante su paseo matutino al ejido, donde Deborah entregó a los patos los restos de su tostada, y mientras examinaban el monumento conmemorativo de la Primera Guerra Mundial, con su soldado solitario, la cabeza gacha y el rifle extendido, Deborah habló de arte. Los bodegones proporcionaban abundantes posibilidades —¿sabía St. James lo que los norteamericanos estaban haciendo con flores y pintura? ¿Había visto los estudios de metal cortado, calentado y tratado con ácido? ¿Conocía las pinturas de frutas de Yoshida?—, pero por otra parte, resultaban muy distantes, ¿no? Fotografiar un tulipán o una pera no implicaba un excesivo riesgo emocional. Los paisajes eran adorables —qué reto el de ser fotógrafo viajero, trabajar en África u Oriente, ¿a que sería estupendo?—, pero solo exigían buen ojo para la composición, tacto para la iluminación, conocimiento de los filtros y la película, simple técnica. Mientras que los retratos… Bien, existía el factor confianza, que debía establecerse entre artista y modelo. Y la confianza exigía riesgo. Los retratos obligaban a ambas partes a exponer su interior. La fotografía de un cuerpo, si el fotógrafo era bueno, capturaba la personalidad oculta. Cautivar el corazón y la mente del modelo, ganarse su confianza, capturar su autenticidad, eso era plasmar la realidad de la vida.
St. James, siempre algo cínico, no habría invertido dinero en la posibilidad de que la mayoría de la gente poseyera mucha «autenticidad» bajo su superficie exterior, pero se sentía muy satisfecho de la conversación con Deborah. Cuando ella empezó a hablar, intentó calibrar sus palabras, tono y expresión, por si suponían otra maniobra destinada a evitar confrontaciones. Anoche, cuando había invadido su territorio, Deborah se había disgustado. No desearía que se repitiera la situación. Sin embargo, cuanto más hablaba —sopesando esta posibilidad, rechazando aquella, analizando sus motivos en cada ocasión—, más tranquilizado se sentía St. James. Su esposa hacía gala de una energía ausente durante los últimos diez meses. Fueran cuales fuesen sus motivos de hablar sobre su futuro profesional, el estado de ánimo que, al parecer, inspiraba era mucho más agradable que su anterior depresión. De modo que cuando Deborah montó la Hasselblad sobre el trípode, dijo: «Hay buena luz ahora», y quiso que posara en la desierta terraza al aire libre de Crofters Inn, con el fin de poner a prueba su buen ojo para los retratos, permitió que le fotografiara desde todos los ángulos posibles, durante más de una hora a pesar del frío, hasta que recibió la llamada de Lynley.
—Me parece que no quiero hacer retratos de estudio convencionales —estaba diciendo Deborah—. No quiero gente que pose para sus fotos de aniversario. No me importaría que me solicitaran para algo especial, pero quiero trabajar sobre todo en la calle y en sitios públicos. Quiero descubrir rostros interesantes, y desarrollar mi arte a partir de ahí.
Entonces, Ben Wragg anunció desde la puerta trasera del hostal que el inspector Lynley deseaba hablar con el señor St. James.
El resultado de aquella conversación —Lynley gritaba para imponerse al ruido de unas obras en la carretera, que al parecer incluían explosivos de escasa potencia— fue una excursión a la catedral de Bradford.
—Buscamos una relación entre ellos —dijo Lynley—. Quizá el obispo nos la pueda proporcionar.
—¿Y tú?
—Tengo una cita con el DIC de Clitheroe. Después, con el patólogo forense. Formalidades, sobre todo, pero hay que hacerlo.
—¿Viste a la señora Spence?
—Y a la hija también.
—¿Y?
—No sé. Estoy inquieto. No me caben demasiadas dudas de que la Spence lo hizo y sabía lo que estaba haciendo. Dudo mucho más que se trate de un asesinato convencional. Hemos de saber más sobre Sage. Hemos de descubrir el motivo de que abandonara Cornualles.
—¿Alguna corazonada?
Oyó el suspiro de Lynley.
—En este caso, espero que no, St. James.
Y así, con Deborah al volante del coche alquilado y tras una llamada telefónica para confirmar que serían recibidos, recorrieron la considerable distancia hasta Bradford, después de bordear Pendle Hill y desviarse hacia el norte de Keighley Moor.
El secretario del obispo de Bradford les recibió en la residencia oficial, no lejos de la catedral del siglo quince que era la sede de su ministerio. Era un joven dentudo que llevaba una agenda encuadernada en cuero marrón bajo el brazo y pasaba continuamente las páginas de borde dorado, como para recordarles que el obispo tenía el tiempo limitado y la suerte de que les hubiera concedido una entrevista de media hora. No les condujo a un estudio, biblioteca o sala de conferencias, sino hasta una escalera trasera que descendía a un pequeño gimnasio privado. Además de un espejo que abarcaba una pared, la sala albergaba una bicicleta de ejercicios, una máquina de remar y un complicado artefacto para levantar pesas. También albergaba a Robert Glennaven, obispo de Bradford, que estaba ocupado en empujar, forcejear, trepar y, por lo demás, atormentar su cuerpo en una cuarta máquina, consistente en ruedas y bastones móviles.
—Señor obispo —dijo el secretario.
Se encargó de las presentaciones, se volvió en redondo y se sentó en una silla de respaldo recto, al pie de la escalera. Enlazó las manos sobre la agenda, abierta significativamente ahora en la página apropiada, se quitó el reloj de la muñeca, lo colocó sobre su rodilla y posó sus estrechos pies en el suelo.
Glennaven les saludó con un brusco cabeceo y se secó el sudor de su cabeza calva y brillante. Llevaba pantalones gris de chándal y una camiseta negra desteñida, con la inscripción «Décimo maratón de la UNICEF» por encima de la fecha 4 de mayo. Manchas y círculos de sudor aparecían en los pantalones y la camiseta.
—Es la hora de ejercicios de su Gracia —anunció de manera innecesaria el secretario—. Tiene otra cita dentro de una hora, y querrá ducharse antes. Les ruego que lo tengan presente.
No había más asientos en la sala que los proporcionados por los aparatos. St. James se preguntó cuántos invitados inesperados o indeseables se habrían sentido impulsados a limitar sus visitas al obispo después de estar de pie todo el rato.
—El corazón —dijo Glennaven, y señaló su pecho con el pulgar antes de tocar un mando de la máquina. Resoplaba y hacía muecas mientras hablaba. No era un entusiasta del ejercicio, sino un hombre al que no cabía otra opción—. Me queda otro cuarto de hora. Lo siento. No puedo parar, o su efecto benéfico disminuye. Eso me dijo el cardiólogo. A veces, creo que recibe comisión de los sádicos que inventaron estas máquinas infernales. —Saltó, embistió y continuó sudando—. Según el diácono —ladeó la cabeza en dirección al secretario—, Scotland Yard desea información, al estilo habitual de la gente que desea algo en nuestra era moderna. Para ayer, si es posible.
—Muy cierto —dijo St. James.
—No sé si podré decirles algo útil. Dominic —otro movimiento de cabeza hacia la escalera— quizá les diga algo más. Él asistió a la encuesta.
—Atendiendo a su solicitud, si no me equivoco.
El obispo asintió. Gruñó a causa del esfuerzo suplementario. Las venas se destacaban sobre su frente y brazos.
—¿Su procedimiento habitual es enviar a la encuesta a otra persona?
El obispo sacudió la cabeza.
—Nunca habían envenenado a uno de mis vicarios. Carecía de procedimiento.
—¿Lo haría de nuevo si otro sacerdote muriera en circunstancias dudosas?
—Dependería del vicario. Si fuera como Sage, sí.
El hecho de que el obispo sacara el tema a colación facilitó el trabajo de St. James. Para celebrarlo, tomó asiento en el banco de la máquina de pesas. Deborah se acomodó sobre la bicicleta de ejercicios. Cuando se movieron, Dominic dirigió una mirada de censura al obispo. Nuestros planes se han frustrado, decía su expresión. Tabaleó sobre el reloj, como para asegurarse de que todavía funcionaba.
—Se refiere a un hombre proclive a ser envenenado de manera deliberada —dijo St. James.
—Queremos clérigos que se dediquen a su ministerio —respondió el obispo entre gruñidos—, sobre todo en parroquias donde las recompensas terrenales sean mínimas, en el mejor de los casos, pero el celo acarrea consecuencias negativas. La gente lo considera ofensivo. Los fanáticos esgrimen espejos y piden a los feligreses que miren su reflejo.
—¿Sage era un fanático?
—En opinión de algunos.
—¿De usted?
—Sí, pero hasta cierto punto. Soy muy tolerante con el activismo religioso, incluso cuando no es políticamente aconsejable. Era un tipo decente. Tenía una buena mente. Quería utilizarla, pero el celo causa problemas. Así que envié a Dominic a la encuesta.
—Según tengo entendido, quedó satisfecho con lo que oyó —dijo St. James al diácono.
—Ningún testimonio recogido por la parte declarante indicó que el ministerio del señor Sage fuera deficiente.
El tono sosegado y neutro del diácono debía serle de mucha utilidad en los círculos político-religiosos en que se movía. Sin embargo, no añadió gran cosa a lo que ya sabían.
—¿Y en lo concerniente al propio señor Sage? —preguntó St. James.
El diácono pasó la lengua sobre sus dientes salidos y eliminó un hilo de la solapa de su chaqueta negra.
—¿Sí?
—¿Era deficiente?
—En lo que concierne a la parroquia, y por la información que reuní debido a mi asistencia a la encuesta…
—En su opinión, quiero decir. Debía conocerle bastante bien.
—Nadie es capaz de alcanzar la perfección —fue la meliflua respuesta del diácono.
—La verdad, los non sequitur son muy poco eficaces a la hora de investigar una muerte prematura —comentó St. James.
Dio la impresión de que el cuello del diácono se alargaba cuando alzó la barbilla.
—Si espera algo más, tal vez algún comentario crítico, debo comunicarle que no tengo la costumbre de juzgar a mis hermanos clérigos.
El obispo lanzó una risita.
—No digas disparates, Dominic. Casi siempre te pones a emitir juicios como el mismísimo san Pedro. Dile a ese hombre lo que sabes.
—Su Gracia…
—Dominic, chismorreas como una colegiala de diez años. Siempre lo has hecho. Ahora, abandona los rodeos antes de que me baje de esta condenada máquina y te suelte un capón. Perdón, querida señora —dijo a Deborah, que sonrió.
Dio la impresión de que el diácono hubiera olido algo desagradable, pero se viera obligado a fingir que eran rosas.
—Muy bien —dijo—. Me parecía que el señor Sage era algo estrecho de miras. Todos sus puntos de referencia eran exclusivamente bíblicos.
—Yo diría que eso no es un defecto en un clérigo —observó St. James.
—Tal vez sea el peor defecto de un clérigo a la hora de ejercer su ministerio. Una estricta interpretación y la consiguiente adhesión a la Biblia pueden resultar muy cegadoras, además de repelentes para el rebaño cuyo número de miembros se pretende incrementar. No somos puritanos, señor St. James. Ya no arengamos desde el púlpito, ni alentamos la devoción religiosa mediante el miedo.
—Nada de lo que hemos averiguado sobre Sage indica que incidiera en ambos defectos.
—En Winslough, puede que todavía no, pero nuestra última reunión con él aquí, en Bradford, es la prueba fundamental de la dirección que estaba decidido a tomar. Ese hombre siempre levantaba polémica a su alrededor. Era solo cuestión de tiempo que provocara serios problemas.
—¿Problemas? ¿Entre Sage y la parroquia, o con un miembro de la parroquia? ¿Sabe algo concreto?
—Para alguien que había dedicado años al ministerio, no comprendía bien los problemas a que se enfrentaban sus feligreses, o quien fuera. Por ejemplo: participó en una conferencia sobre el matrimonio y la familia ni un mes antes de que muriera, y mientras un profesional, un psicólogo de Bradford, intentaba proporcionar a nuestros hermanos algunas directrices sobre cómo tratar con los feligreses que tuvieran problemas matrimoniales, el señor Sage quiso enzarzarse en una discusión sobre la mujer sorprendida en adulterio.
—¿La mujer…?
—San Juan, capítulo ocho —intervino el obispo—. «Y los escribas y fariseos llevaron ante él a una mujer sorprendida en adulterio…», etcétera, etcétera. Ya conoce la historia: si no has pecado, tienes derecho a lanzar piedras.
El diácono continuó como si el obispo no hubiera hablado.
—Allí estábamos, en plena discusión sobre la mejor forma de abordar a una pareja cuya capacidad de comunicación está ensombrecida por la necesidad de controlarse mutuamente, y Sage quería hablar sobre lo que era moral contra lo que era justo. Como las leyes de los hebreos así lo declaraban, era moral lapidar a aquella mujer, dijo, pero ¿era necesariamente justo? ¿No es eso acaso lo que analizamos en nuestras conferencias, hermanos, el dilema que existe entre lo que es moral a los ojos de nuestra sociedad y lo que es justo a los ojos de Dios? Un montón de tonterías. No quería hablar sobre algo concreto porque carecía de la habilidad necesaria. Si podía llenarnos la cabeza de pájaros y ocupar nuestro tiempo con discusiones nebulosas, sus deficiencias como clérigo, por no mencionar sus deficiencias como hombre, nunca saldrían a la luz. —Para concluir, el diácono agitó una mano frente a su cara, como si ahuyentara a una mosca pesada. Lanzó una risita desdeñosa—. La mujer sorprendida en adulterio. ¿Debemos o no debemos lapidar a los pecadores en la plaza del mercado? Dios mío. Qué bobada. Estamos en el siglo veinte, a las puertas del veintiuno.
—Dominic siempre tiene tomado el pulso a lo evidente —comentó el obispo. El diácono pareció ofenderse.
—¿No está de acuerdo con su descripción del señor Sage?
—Sí. Es exacta. Infortunada, pero cierta. Su fanatismo poseía un claro aroma bíblico. Con toda franqueza, eso es repulsivo, incluso en los clérigos.
El diácono inclinó la cabeza un instante, como si aceptara con humildad la lacónica aprobación del obispo.
Glennaven continuó sus ejercicios, y aparecieron más manchas de sudor en su ropa. La máquina zumbaba y chasqueaba. Mientras el obispo jadeaba, St. James pensó en la singularidad de la religión.
Todas las formas del cristianismo surgían de la misma fuente, la vida y palabras del Nazareno. No obstante, las maneras de honrar aquella vida y palabras parecían tan variadas en número como individuos participaban en la celebración. Si bien St. James reconocía el hecho de que los ánimos podían exaltarse y las antipatías desatarse en lo tocante a interpretaciones y estilos del culto, consideraba mucho más normal que sustituyeran a un sacerdote cuyo estilo de devoción irritaba a los feligreses antes que eliminarle. Cabía la posibilidad de que St. John Townley-Young encontrara al señor Sage demasiado progresista para su gusto. Cabía la posibilidad de que el diácono le considerara demasiado fundamentalista. Cabía la posibilidad de que su apasionamiento hubiera irritado a la parroquia. Sin embargo, ninguna parecía razón suficiente para asesinarle. La verdad debía encontrarse en otra dirección. El fanatismo bíblico no aparentaba ser la relación que Lynley esperaba descubrir entre asesino y víctima.
—Tengo entendido que vino aquí desde Cornualles —dijo St. James.
—Exacto. —El obispo utilizó un paño para secarse el sudor de la cara y el cuello—. Pasó casi veinte años en aquella zona. Tres meses aquí. Una parte conmigo, mientras se sucedían las entrevistas. El resto en Winslough.
—¿El procedimiento habitual consiste en que el sacerdote se quede aquí mientras dura el proceso de entrevistas?
—Un caso especial —indicó Glennaven.
—¿Por qué?
—Un favor a Ludlow.
St. James frunció el ceño.
—¿La ciudad?
—Michael Ludlow —precisó Dominic—. Obispo de Truro. Solicitó a su Gracia que el señor Sage fuera… —El diácono demostró exageradamente que buscaba un eufemismo afortunado—. Pensaba que el señor Sage necesitaba un cambio de aires. Pensó que una nueva localidad aumentaría sus posibilidades de éxito.
—No tenía ni idea de que un obispo pudiera interesarse tanto en el trabajo de un clérigo. ¿Es habitual?
—En el trabajo de este clérigo, sí. —La máquina emitió un zumbido—. Alabados sean los santos —suspiró Glennaven, y giró un botón en sentido contrario a las agujas del reloj. Disminuyó el ritmo para un período de descanso. Su respiración empezó a normalizarse—. Al principio, Robin Sage era el archidiácono de Ludlow. Dedicó los cinco primeros años de su ministerio a alcanzar ese puesto. Solo tenía treinta y dos años cuando fue nombrado. Su éxito fue absoluto. Hizo de carpe diem su lema personal.
—Eso no concuerda con el hombre de Winslough —murmuró Deborah.
Glennaven asintió para darle la razón.
—Llegó a ser indispensable para Michael. Formaba parte de comités, se implicó en la política…
—En la actividad política aprobada por la Iglesia —añadió Dominic.
—Daba clases en facultades de teología. Recaudó miles de libras para el mantenimiento de la catedral y las iglesias locales. Fue capaz de integrarse sin el menor esfuerzo ni causar problemas a ningún nivel de la sociedad.
—Una joya. Un verdadero hallazgo, en otras palabras —dijo Dominic, aunque no parecía nada complacido por la idea.
—Es extraño pensar que un hombre semejante se sintiera satisfecho repentinamente de vivir como un sacerdote de pueblo —comentó St. James.
—Eso mismo pensaba Michael. Detestaba perderle, pero le dejó ir a petición de Sage. Su primer destino fue Boscastle.
—¿Por qué?
El obispo se secó las manos en el paño y lo dobló.
—Quizá había estado de vacaciones en el pueblo.
—Pero ¿a qué vino ese cambio tan súbito, el deseo de pasar de un puesto poderoso e influyente a otro de relativa oscuridad? No es lo normal. Ni para un sacerdote, diría yo.
—Recorrió su propio camino de Damasco poco antes. Perdió a su mujer.
—¿Su mujer?
—Murió en un accidente náutico. Según Michael, Sage no volvió a ser el mismo. Consideró que Dios le había castigado por sus intereses terrenales, y decidió desecharlos.
St. James miró a Deborah. Adivinó que ella estaba pensando lo mismo. Todos habían llegado a una misma conclusión, basada en información limitada. Habían supuesto que el vicario era soltero porque nadie había hablado en Winslough de que existiera una esposa. Intuyó, por la expresión pensativa de Deborah, que estaba pensando en aquel día de noviembre, cuando había mantenido su única conversación con el hombre.
—Supongo que sustituyó su ansia de éxito por un ansia de purificar su pasado —dijo St. James al obispo.
—El problema fue que la nueva ansia no se tradujo tan bien como la primera. Pasó por nueve destinos distintos.
—¿En qué período de tiempo?
El obispo miró a su secretario.
—Entre diez y quince años, ¿no?
Dominic asintió.
—¿Sin éxito en ninguno? ¿Un hombre de su talento?
—Como ya he dicho, el ansia no se tradujo bien. Se convirtió en el fanático de que hablábamos antes, vehemente en todos los temas, desde la disminución de la asistencia a la iglesia hasta lo que él llamaba la secularización del clero. Vivía el Sermón de la Montaña, y no aceptaba que otro sacerdote, o incluso un feligrés, fuera distinto. Si esto no era suficiente para causarle problemas, creía firmemente que Dios manifiesta Su voluntad mediante lo que ocurre en la vida de la gente. Con franqueza, es una medicina difícil de tragar para alguien que haya sido víctima de una tragedia absurda.
—Como él.
—Y que creía bien merecida.
—«Era egoísta», decía —recitó el diácono—. «Solo me importaba mi necesidad de gloria. La mano de Dios se movió para cambiarme. Vosotros también podéis cambiar».
—Por desgracia, pese a que sus palabras pudieran ser ciertas, no constituyeron la receta del éxito —dijo el obispo.
—Cuando se enteró de que había muerto, ¿pensó que existía una relación?
—No pude por menos que pensarlo. Por eso Dominic fue a la encuesta.
—El hombre tenía demonios interiores —dijo Dominic—. Se decantó por luchar contra ellos en público. La única manera de expiar su espíritu mundano era castigar a toda persona conocida por el suyo. ¿No es suficiente motivo para asesinarle?
Cerró con un golpe seco la agenda del obispo. Estaba claro que la entrevista había concluido.
—Supongo que depende de cómo se reacciona ante un hombre que, al parecer, pensaba que aquella era la única forma correcta de vivir.
—Nunca ha sido mi fuerte, Simon, ya lo sabes.
Habían parado a descansar por fin en Downham, al otro lado del bosque de Pendle. Aparcaron junto a la oficina de correos y bajaron por el camino empinado. Rodearon un roble alcanzado por un rayo, que había quedado reducido al tronco y unas cuantas ramas truncadas, y regresaron hacia el estrecho puente de piedra que acababan de atravesar en coche. Las laderas verde-grisáceas de Pendle Hill se cernían a lo lejos. Dedos de escarcha resbalaban desde la cumbre, pero no tenían la intención de pasear hasta la montaña. En cambio, habían observado un pequeño prado en el lado más cercano al puente, donde un río describía una curva a lo largo del sendero y corría detrás de una pulcra hilera de casas. Un banco destartalado estaba apoyado contra un muro de piedra seca, y unas dos docenas de patos silvestres graznaban alegremente sobre la hierba, exploraban la cuneta y chapoteaban en el agua.
—No te preocupes. No estás en un concurso. Recuerda lo que puedas. El resto ya llegará.
—¿Por qué eres tan poco exigente?
St. James sonrió.
—Siempre he pensado que era parte de mi encanto.
Los patos salieron a recibirles con la esperanza de comida en sus mentes. Graznaron y se dedicaron a examinar su calzado; investigaron y rechazaron las botas de Deborah, y luego se desplazaron a los cordones de los zapatos de St. James, que despertaron cierto interés, al igual que la pieza metálica de su abrazadera. Sin embargo, como no obtuvieron de ello ni un triste bocado, los patos se esponjaron y devolvieron las plumas a su sitio con aire de reproche. Desde aquel momento, exhibieron una disgustada hosquedad hacia toda presencia humana.
Deborah se sentó en el banco. Saludó con la cabeza a una mujer ataviada con una parka y botas de agua rojas, que pasó a su lado con un vivaz terrier negro sujeto a una correa. St. James tocó con los dedos la loma que Deborah había formado entre sus cejas.
—Estoy pensando —dijo ella—. Trato de recordar.
—Ya me he dado cuenta. —St. James se subió el cuello del abrigo—. Solo me preguntaba si es necesario llevar a cabo el proceso a una temperatura mínima de diez grados bajo cero.
—Qué infantil eres. No hace tanto frío.
—Díselo a tus labios. Se están poniendo azulados.
—Bah. Ni siquiera tiemblo.
—No me sorprende. Ya has sobrepasado el límite. Estás en las fases terminales de la hipotermia, y ni siquiera lo sabes. Vamos a aquel pub. Sale humo por la chimenea.
—Demasiadas distracciones.
—Deborah, hace frío. ¿No te apetece un coñac?
—Estoy pensando.
St. James hundió las manos en los bolsillos del abrigo y concentró su helada atención en los patos. Parecían indiferentes al frío. Claro que tenían todo el verano y el otoño para engordar con el fin de protegerse. Por otra parte, contaban con el aislamiento natural del plumón, ¿no? Pequeños demonios afortunados.
—San José —anunció por fin Deborah—. Ya me acuerdo. Era devoto de san José, Simon.
St. James enarcó una ceja con aire escéptico y se encogió más en el abrigo.
—Algo es algo, supongo.
Intentó inyectar aliento en sus palabras.
—No, de veras. Es importante. Tiene que serlo. —Deborah explicó a continuación su encuentro con el vicario en la sala 7 de la Galería Nacional—. Yo estaba admirando el Da Vinci… Simon, ¿por qué no me has llevado nunca?
—Porque odias los museos. Lo intenté cuando tenías nueve años. ¿No te acuerdas? Preferiste ir a remar al lago Serpentine, y te enfadaste mucho cuando, en cambio, te llevé al Museo Británico.
—Pero es que eran momias, Simon, querías que viera las momias. Tuve pesadillas durante semanas seguidas.
—Y yo.
—Bien, no debiste permitir que una pequeña demostración de temperamento te derrotara con tanta facilidad.
—No lo olvidaré, de cara al futuro. Volvamos a Sage.
Deborah introdujo las manos en las mangas del abrigo.
—Dijo que en el cuadro de Da Vinci no estaba san José. Dijo que san José casi nunca salía en los cuadros de la Virgen, y que era muy triste. Bueno, algo por el estilo.
—José solo era el que trabajaba para dar de comer a la familia, al fin y al cabo. El hombre bueno, el elemento indispensable.
—Pero Sage parecía tan… tan triste por eso. Como si se lo tomara como algo personal.
St. James asintió.
—Es el síndrome de la fuente de ingresos. Los hombres prefieren pensar que son algo más que eso en el programa general de la vida de sus mujeres. ¿Qué más recuerdas?
—No quería estar allí —dijo Deborah hundiendo la barbilla en el pecho.
—¿En Londres?
—En la Galería. Se dirigía a otro sitio… ¿tal vez Hyde Park?, cuando empezó a llover. Le gustaba la naturaleza. Le gustaba el campo. Dijo que le ayudaba a pensar.
—¿Sobre qué?
—¿San José?
—Hay que pensar a fondo en ese tema.
—Te dije que no era mi especialidad. No tengo buena memoria para las conversaciones. Pregúntame qué llevaba, qué aspecto tenía, el color de su pelo, la forma de su boca, pero no me pidas que repita lo que dijo. Aunque pudiera recordar todas y cada una de las palabras, nunca sería capaz de sondear los significados ocultos. No soy especialista en sondeos verbales. No soy especialista en ningún tipo de sondeo. Conozco a alguien. Hablamos. Me gusta o no. Pienso, esta persona podría ser amiga mía. Y eso es todo. No imagino que esté muerta cuando vaya a visitarla, de modo que no recuerdo hasta el último detalle de nuestro primer encuentro. ¿Y tú? ¿Te acordarías?
—Solo si estoy hablando con una mujer hermosa. Incluso en ese caso, me distraigo con detalles que no tienen nada que ver con lo que ella dice.
Deborah le miró fijamente.
—¿Qué clase de detalles?
St. James ladeó la cabeza con aire pensativo y examinó su rostro.
—La boca.
—¿La boca?
—Considero de lo más interesante la boca de las mujeres. Durante los últimos años me he estado preparando para desarrollar una teoría científica al respecto.
Apoyó la espalda contra el banco y contempló a los patos. Notó que Deborah se encrespaba. Reprimió una sonrisa.
—Bien, ni siquiera voy a preguntarte qué teoría es. Tú quieres que lo haga. Lo adivino por tu expresión. Así que no lo haré.
—Me parece muy bien.
—Estupendo.
Deborah se acurrucó a su lado e imitó su postura. Extendió los pies y examinó sus botas. Juntó los talones. Hizo lo mismo con las puntas.
—Muy bien, de acuerdo —exclamó—. Maldita sea. Dímelo. Dímelo.
—¿Existe una correlación entre el tamaño y el significado de lo que se dice? —preguntó St. James con solemnidad.
—¿Estás bromeando?
—En absoluto. ¿Te has dado cuenta de que las mujeres que tienen la boca pequeña dicen cosas de escasísima importancia, invariablemente?
—Eso es basura machista.
—Piensa en Virginia Woolf. Era una mujer de boca generosa.
—¡Simon!
—Fíjate en Antonia Fraser, Margaret Drabble, Jane Goodall…
—¿Margaret Thatcher?
—Bueno, siempre hay excepciones, pero la regla general, y afirmo que los datos son absolutamente demostrativos, es que la correlación existe. Tengo la intención de investigarla.
—¿Cómo?
—En persona. De hecho, pensaba que ya había empezado contigo. Tamaño, forma, dimensiones, flexibilidad, sensualidad. —La besó—. ¿Por qué será que te considero la mejor del lote?
Deborah sonrió.
—Creo que tu madre no te pegó bastante cuando eras pequeño.
—Estamos a la par. Sé de buena tinta que tu padre nunca te ha puesto la mano encima. —Se levantó y ofreció la mano a su mujer. Ella la aceptó—. ¿Qué te parece un coñac?
Deborah afirmó que le parecía bien, y volvieron sobre sus pasos. Al igual que en Winslough, el terreno que se extendía al otro lado del pueblo formaba suaves colinas, sembradas de granjas. Donde terminaban las granjas, empezaban los páramos. Las ovejas pastaban en aquel punto. Entre ellas, se movía algún perro pastor. Algún granjero trabajaba.
Deborah se detuvo en el umbral del pub. St. James, que sujetaba la puerta para que pasara, se volvió y vio que estaba contemplando los páramos y se daba golpecitos con el dedo índice en la barbilla, pensativa.
—¿Qué pasa?
—Caminar, Simon. Dijo que le gustaba caminar por los páramos. Le gustaba salir al aire libre cuando debía tomar una decisión. Por eso quería ir al parque. El parque de St. James. Pensaba dar de comer a los gorriones del puente. Conocía el puente. Habría estado en otras ocasiones, Simon.
St. James sonrió y la arrastró hacia el pub.
—¿Crees que es importante? —preguntó, Deborah.
—No lo sé.
—¿Crees que tal vez tenía algún motivo para hablar sobre los hebreos que querían lapidar a aquella mujer? Porque ahora sabemos que estaba casado. Sabemos que su esposa sufrió un accidente… ¡Simon!
—Ahora sí que estás sondeando.