15

Cerca de la cumbre de Cotes Fell, desde más arriba de la piedra erguida que llamaban Gran Norte, Colin Shepherd comprobó lo que aún no había añadido a las circunstancias recogidas sobre la muerte de Robin Sage: cuando la niebla se disipaba o el viento la empujaba, se podían ver con toda claridad los terrenos de Cotes Hall, sobre todo en invierno, cuando los árboles habían perdido las hojas. Unos metros más abajo, apoyado contra la piedra para fumar o descansar, solo se podía ver el tejado de la vieja mansión, con su batiburrillo de chimeneas, buhardillas y veletas, pero bastaba con subir un poco más hasta la cumbre y sentarse en el refugio que proporcionaba aquel afloramiento de piedra caliza, que se curvaba como el signo de interrogación de una pregunta que nadie formulaba, para verlo todo, desde la mansión en sí, en toda su siniestra decrepitud, hasta el patio que la rodeaba por tres lados, desde los terrenos que se alejaban de ella, reclamados por la naturaleza, hasta los edificios exteriores que debían servir a sus necesidades. Entre estos últimos se contaba la casa, y Colin había visto al inspector Lynley entrar en el jardín de la casa.

Mientras Leo corría de un punto de interés canino a otro en la cumbre de la montaña, guiado por su nariz en una jubilosa exploración de olores, Colin siguió los movimientos de Lynley a través del jardín hasta que entró en el invernadero, mientras se maravillaba de la excelente vista de que gozaba. Desde abajo, la niebla semejaba una muralla sólida, impenetrable a la visión e inmóvil por completo. Sin embargo, desde las alturas, lo que parecía opaco e impenetrable revelaba su sustancia deshilachada. Hacía frío y humedad, pero, por lo demás, no existían otros inconvenientes.

Lo observó todo, contó los minutos que pasaron en el invernadero, tomó nota de la exploración llevada a cabo en el sótano. Archivó el dato de que no cerraron con llave la puerta de la cocina cuando cruzaron los terrenos, al igual que no se había cerrado con llave mientras Juliet trabajaba en la soledad del invernadero y cuando la abrió para coger la llave del sótano. Vio que se detenían a conversar en la terraza, y cuando Juliet señaló hacia el estanque, adivinó lo que seguiría a continuación.

Mientras tanto, también pudo oír, no la conversación, sino el sonido de la música. Incluso cuando una repentina ráfaga de viento alteró la densidad de la niebla, oyó el ritmo de la marcha.

Cualquiera que se tomara la molestia de subir a Cotes Fell conocería las idas y venidas en la mansión y la casa. Ni siquiera era necesario correr el riesgo de adentrarse en la propiedad de los Townley-Young. La excursión a la cumbre se efectuaba mediante un sendero público, al fin y al cabo. Mientras la subida era empinada en algunas ocasiones, sobre todo en el último tramo, tras rebasar el Gran Norte, no era suficiente para entibiar los ánimos de los nacidos y criados en Lancashire, ni de una mujer acostumbrada al ascenso.

Cuando Lynley dio vuelta a su monstruoso coche y salió del patio, con la intención de regresar por los baches y el barro que mantenían alejados a casi todos los visitantes, Colin se encaminó hacia el afloramiento de piedra caliza en forma de señal de interrogación. Se agachó, recogió con aire pensativo un puñado de guijarros y lo dejó caer sobre la tierra. Leo se acercó a él, no sin dedicar al exterior del afloramiento un completo examen olfativo y provocar un minidesprendimiento de esquisto. Colin extrajo del bolsillo de la chaqueta una pelota de tenis masticada. La agitó de un lado a otro ante el morro de Leo, la tiró hacia la niebla y vio que el perro salía alegre en su persecución. Se movía con perfecta seguridad. Dominaba su trabajo y lo ejecutaba sin la menor dificultad.

A escasa distancia del afloramiento, Colin distinguió una cicatriz de tierra que marcaba el límite de la hierba autóctona de los páramos y laderas. Formaba un círculo de unos tres metros de diámetro, y su circunferencia estaba delineada mediante piedras separadas por unos treinta centímetros de distancia. Un rectángulo de granito descansaba en el centro del círculo, y no necesitó acercarse a examinarlo para saber que albergaba los restos de cera derretida, las marcas dejadas por un caldero de hierro y el claro dibujo de una estrella de cinco puntas.

No constituía un secreto para nadie del pueblo que la cumbre de Cotes Fell era un lugar sagrado. Así lo proclamaba el Gran Norte, que poseía desde hacía mucho tiempo la fama de proporcionar respuestas psíquicas a las preguntas, si quien las formulaba preguntaba y escuchaba con un corazón puro y una mente receptiva. Algunos consideraban el extraño afloramiento de piedra caliza un símbolo de fertilidad, el estómago de una madre, henchido de vida. Y su florón de granito, tan parecido a un altar que no era fácil desechar las similitudes, había sido definido como peculiaridad geológica en las primeras décadas del siglo pasado. Por lo tanto, se trataba de un lugar donde perduraban las viejas costumbres.

Los Yarkin habían sido destacados practicantes del Arte y adoradores de la Diosa desde tiempos inmemoriales. Nunca lo habían ocultado. Se entregaban a los cánticos, rituales, hechizos y encantamientos con una devoción que les había granjeado, si no el respeto, al menos el máximo grado de tolerancia que cabía esperar de unos aldeanos cuyas vidas restringidas y experiencia limitada solían impulsar a una tendencia conservadora hacia Dios, la monarquía, la patria, y nada más. No obstante, en tiempos de desesperación, era frecuente dar la bienvenida a cualquiera que tuviera influencia con el Todopoderoso. Por lo tanto, si un niño querido caía víctima de una dolencia, si las ovejas enfermaban, si un soldado era destinado a Irlanda del Norte, nadie rechazaba la oferta de Rita o Polly Yarkin de trazar el círculo y suplicar a la Diosa. Al fin y al cabo, ¿quién sabía en realidad qué deidad escuchaba? ¿Por qué no acudir a todas las posibilidades religiosas, abarcar cada una de las bases sobrenaturales y esperar lo mejor?

Hasta él había caído en la tentación, una y otra vez, cuando permitía que Polly subiera a la colina por el bien de Annie. Vestía una túnica dorada. Llevaba ramas de laurel en una cesta. Las quemaba junto con clavos de especia para producir incienso. Mediante un alfabeto que él no sabía leer, y en cuya realidad tampoco creía, grababa su petición en una gruesa vela naranja y la encendía; suplicaba un milagro, le explicaba que todo era posible si el corazón de la bruja era puro. A fin de cuentas, ¿acaso no tenía cuarenta y nueve años la madre de Nick Ware cuando le dio a luz? ¿No había concedido el señor Townley-Young una pensión a los hombres que trabajaban en sus granjas? ¿No se había construido el embalse de Fork y proporcionado nuevos puestos de trabajo al condado? Aquellas eran las dádivas de la Diosa, decía Polly.

Nunca permitía que Colin contemplara un ritual. Al fin y al cabo, no era un practicante, ni tampoco un iniciado. Algunas cosas no podían permitirse, afirmaba. En honor a la verdad, Colin ignoraba qué hacía la joven cuando llegaba a la cumbre de la colina. Ni siquiera la había oído formular una petición.

Sin embargo, desde lo alto de la colina, Polly podía ver Cotes Hall, y Colin sabía que seguía practicando el Arte, a juzgar por las marcas de cera en el altar de granito. Podía observar todo cuanto sucedía en el patio, la propiedad y el jardín de la casa. Tomaría nota de todas las idas y venidas, y aunque alguien se dirigiera hacia la casa por el bosque, le vería.

Colin se levantó y llamó a Leo con un silbido. El perro salió correteando de la niebla. Llevaba la pelota de tenis en la boca y la dejó caer a los pies de Colin, con el morro a escasos centímetros, dispuesto a cogerla en cuanto su amo extendiera la mano hacia ella. Colin jugó con el perdiguero un rato, divertido por la artificialidad de los gruñidos protectores del perro. Por fin, Leo soltó la pelota, retrocedió unos pasos y esperó a que su amo la tirara. Colin la arrojó en dirección a la mansión, y contempló al animal cuando corrió en su persecución.

Colin le siguió con parsimonia, sin apartarse del sendero. Se detuvo junto al Gran Norte y apoyó la mano sobre la piedra. Notó el veloz mordisco del frío, que los ancianos habrían llamado el poder mágico de la roca.

—¿Lo hizo? —preguntó, y cerró los ojos para aguardar la respuesta. La sintió en los dedos. «Sí… Sí…».

La bajada no era muy pronunciada. La senda estaba helada, pero no imposible. Tantos pies la habían hollado a lo largo de los siglos que la hierba, resbaladiza a causa de la escarcha en otras zonas, se confundía con la tierra y las piedras. La fricción contra las suelas de los zapatos eliminaba el peligro. Cualquiera podía subir a Cotes Fell. Cualquiera podía recorrer la senda con niebla. Cualquiera podía recorrerla de noche.

Describía tres zigzagues, de modo que el panorama cambiaba sin cesar. La vista de la mansión se transformaba en la del valle, con Skelshaw Farm a lo lejos. Un momento después, la panorámica de Skelshaw Farm daba paso a la iglesia y las casas de Winslough. Por fin, cuando la pendiente enlazaba con el prado situado al pie de la colina, el sendero bordeaba el perímetro de Cotes Hall.

Colin se detuvo en aquel punto. No había escalera en el muro de piedra seca que permitiera a un excursionista acceder con facilidad a la mansión, pero como muchas zonas descuidadas del campo, el muro estaba bastante deteriorado. Crecían zarzas en algunos sectores. Otros presentaban enormes boquetes, donde se amontonaban pirámides de basura. No costaría mucho pasar por la hendidura. Colin lo hizo, y silbó al perro para que le siguiera.

La tierra se hundía por segunda vez, en una pendiente gradual que terminaba en el estanque, a unos veinte metros de distancia. Cuando llegó, Colin miró hacia atrás. Solo podía ver hasta el Gran Norte. La niebla y el cielo eran monocromos, y la escarcha que cubría la tierra impedía los contrastes. Desaparecían sin necesidad de ocultarse. Un observador no habría podido pedir más.

Rodeó el estanque, seguido de Leo. Se acuclilló para examinar la raíz que Juliet había arrancado. Frotó la superficie, dejó la piel de un marfil sucio al descubierto, y hundió la uña del pulgar en el tallo. Brotó un tenue reguero aceitoso, de la anchura de un alfiler. «Sí… Sí».

La tiró al centro del estanque y vio cómo se hundía. El agua onduló en círculos cada vez más grandes que lamieron los bordes del hielo sucio.

—No, Leo —dijo, cuando la reacción instintiva del perro le acercó demasiado a la orilla del agua. Cogió la pelota de tenis, la lanzó hacia el terraplén y el perro corrió tras ella.

Juliet habría vuelto ya al invernadero. La había visto regresar cuando Lynley se marchó, y sabía que estaría buscando el alivio que surgía de cuidar las macetas, podar y trabajar en sus plantas. Pensó en ir a verla. Experimentó la necesidad de revelarle lo que había averiguado, pero Juliet no querría escucharle. Protestaría, consideraría repugnante la idea. En lugar de cruzar el patio y entrar en el jardín, siguió por la senda. Cuando llegó a la primera hendidura del espliego que ejercía de frontera, se deslizó por ella con el perro y salió al bosque.

Una caminata de quince minutos le condujo a la parte posterior del pabellón. No tenía jardín, sino una extensión de tierra despejada que albergaba hierba, barro y un anémico ciprés italiano, cuyo aspecto sugería que anhelaba el trasplante. Se inclinaba hacia la única dependencia del pabellón, un cobertizo destartalado de techo agrietado.

La puerta carecía de cerradura, pomo o asa; tan solo contaba con una argolla, superviviente del descuido y las vicisitudes del clima. Cuando la empujó, un gozne se desprendió del marco, cayeron tornillos de la madera podrida, y la puerta se encajó en una estrecha depresión de la tierra húmeda, como si fuera su lugar natural. El resquicio resultante era lo bastante amplio para que pudiera pasar.

Esperó a que sus ojos se adaptaran al cambio de luz. No había ventanas, solo la luz grisácea del día, que se filtraba por las paredes y la puerta. Oyó que el perro olfateaba la base del ciprés. En el interior, solo oyó el ruido de su respiración, amplificada cuando rebotó en la pared opuesta.

Empezaron a tomar cuerpo formas. Lo que al principio era una plancha de madera que le llegaba a la cintura, cubierta por una peculiar variedad de otras formas, se convirtió en una mesa de trabajo sobre la que descansaban botes cerrados de pintura, entre los cuales yacían pinceles acartonados, rodillos petrificados y una pila de bandejas de aluminio. También había dos cajas de clavos y un tarro volcado, que había desparramado tornillos, tuercas y pernos. Todo estaba cubierto por una década de mugre, como mínimo.

Una telaraña colgaba entre dos botes de pintura. Tembló con sus movimientos, pero no había araña al acecho en su centro. Colin la atravesó con la mano y notó el roce fantasmal de los hilos sobre su piel. No dejaron huellas del mucílago producido para atrapar insectos voladores. El solitario arquitecto de la telaraña había emigrado mucho tiempo antes.

Daba igual. Se podía entrar en el cobertizo sin alterar su apariencia de desuso y su atmósfera decadente. Él lo había hecho.

Paseó la vista por las paredes, donde herramientas y útiles de jardinería colgaban de clavos: una sierra oxidada, una azada, dos palas y una escoba desmochada. Debajo, se retorcía una manguera verde. En el centro, se alzaba un cubo mellado. Colin examinó su interior. El cubo solo contenía un par de guantes de jardinería, con el pulgar y el índice de la mano derecha agujereados. Eran grandes, de hombre. Se amoldaban a sus manos. En el fondo del cubo, el metal brilló a la luz. Devolvió los guantes a su lugar y reanudó la búsqueda.

Un saco de semillas de césped, otro de fertilizante y un tercero de turba estaban apoyados contra una carretilla negra, que estaba colocada verticalmente en la esquina más alejada. Apartó los sacos y la carretilla para inspeccionar la pared. Una pequeña caja de madera llena de andrajos desprendía un tenue olor a roedores. Volcó la caja, vio que dos diminutos animales buscaban refugio bajo el banco de trabajo y removió los andrajos con la punta de la bota. No encontró nada, pero la carretilla y los sacos se veían tan inalterados como los demás objetos del cobertizo, lo cual no le sorprendió, pero acicateó sus pensamientos.

Había dos posibilidades, y les dio vueltas en la cabeza mientras devolvía todo a su lugar. Una se desprendía de la inconfundible ausencia de herramientas pequeñas. No había visto martillos para los clavos, destornilladores para los tornillos, ni llaves inglesas para las tuercas y pernos. Más aún, no había visto desplantadores ni extirpadores, pese a la presencia de rastrillo, azada y palas. Desembarazarse del desplantador o el extirpador habría resultado demasiado descarado, desde luego, pero desembarazarse de ambos era muy astuto.

La segunda posibilidad consistía en que no hubiera herramientas pequeñas desde un principio, que el señor Yarkin, desaparecido mucho tiempo atrás, se las hubiera llevado consigo, en su apresurada huida de Winslough, veinticinco años antes. Habrían constituido un extraño complemento de su equipaje, sin duda, pero quizá las necesitaba para su trabajo. ¿Qué era?, intentó recordar Colin. ¿Carpintero? ¿Por qué dejó la sierra, en ese caso?

Amplió el campo de sus elucubraciones. Si no había herramientas pequeñas en el pabellón, a ella no le habría costado mucho pedir prestadas las que necesitaba. Habría sabido dónde obtenerlas, puesto que habría podido aguardar el momento desde su puesto de vigilancia en Cotes Fell. Hasta habría podido esperar la ocasión en el pabellón. Al fin y al cabo, estaba asentado en el límite de la propiedad. Habría oído el ruido de un coche al pasar, y un rápido desplazamiento hasta la ventana habría revelado quién conducía.

Era lo más sensato. Aunque contara con sus propias herramientas, ¿para qué iba a correr el riesgo de utilizarlas, cuando podía coger las de Juliet y devolverlas después a su sitio, sin que nadie se enterara? Habría tenido que entrar en el jardín para llegar al sótano. Sí, así fue. Tenía el móvil, los medios y la oportunidad, y pese a que Colin notó que la certeza aceleraba su pulso, sabía que necesitaba pruebas más sólidas en qué basar sus sospechas.

Cerró la puerta y caminó sobre el barro en dirección al pabellón. Leo salió trotando del bosque, la imagen tópica del perro feliz, con el pelaje cubierto de pequeños terrones de humus y las orejas adornadas con hojas muertas ennegrecidas. Era un día especial para el animal: un paseo colina arriba, un poco de juego, la oportunidad de ensuciarse en el bosque. Nada de cobrar piezas, cuando podía hocicar alrededor de los robles como un cerdo en busca de trufas.

—Quédate ahí —ordenó Colin, y señaló un montón de hojas muertas próximo a la puerta. Llamó con los nudillos y esperó que él también pudiera celebrar algo aquel día.

La oyó antes de que abriera la puerta. Sus pasos resonaron sobre el suelo. El ruido de su respiración asmática acompañó la acción de descorrer los pestillos. Después, la mujer apareció ante él como una morsa sobre un pedazo de hielo, con una mano extendida sobre su enorme busto, como si la presión facilitara su respiración. Colin observó que la había interrumpido cuando se pintaba las uñas. Dos eran de color de aguamarina, y las otras tres no. Todas tenían una longitud inhumana.

—Por el sol y las estrellas —dijo la mujer—, si es el mismísimo señor C. Shepherd en persona.

Le miró de arriba abajo, y sus ojos se demoraron más rato en la entrepierna. Acosado por su mirada, Colin experimentó cierto calor en los testículos. Como si lo supiera, Rita Yarkin sonrió y emitió un suspiro de algo cercano al placer.

—Bien. ¿Qué deseas, señor C. Shepherd? ¿Ha venido cual respuesta venturosa a las plegarias de una doncella? Yo soy la doncella, por supuesto. No quisiera que malinterpretara mis palabras.

—Me gustaría pasar, si no tiene inconveniente.

—¿De veras?

La mujer apoyó su peso sobre el quicio de la puerta. La madera gimió. Extendió la mano (una docena de esclavas, como mínimo, tintinearon como esposas alrededor de la muñeca) y acarició su pelo. Colin hizo un esfuerzo para no encogerse.

—Telarañas —dijo Rita Yarkin—. Ummmm. Aquí hay otra. ¿Dónde ha metido su bonita cabeza, cariño?

—¿Puedo entrar, señora Yarkin?

—Rita. —Le miró de arriba abajo—. Dependerá de lo que quiera decir con «entrar». Hay montones de mujeres que le recibirían con los brazos abiertos donde y cuando a usted le apeteciera. Pero ¿yo? Bien, soy un poco especial con respecto a mis chicos. Siempre lo he sido.

—¿Está Polly?

—Viene a por Polly, ¿verdad, señor C. Shepherd? Me pregunto por qué. ¿Le conviene, así de repente? ¿Le dio un revolcón en el sendero?

—Escuche, Rita, no quiero pelearme con usted. ¿Va a dejarme entrar, o he de volver más tarde?

La mujer jugueteó con uno de los tres collares que llevaba. Era de cuentas y plumas, con una cabeza de cabra tallada en madera como colgante.

—No se me ocurre qué puede interesarle.

—Quizá haya algo. ¿Cuándo llegó este año? —Se dio cuenta de su error de vocabulario cuando vio que la mujer torcía la boca—. ¿Cuándo llegó a Winslough? —rectificó.

—El veinticuatro de diciembre. Como siempre.

—Después de la muerte del vicario.

—Sí. No llegué a conocer al pobre hombre. A juzgar por lo que Polly decía de él y todo lo que ocurrió, me habría gustado leerle la palma. —Cogió la mano de Colin—. ¿Le leo la suya, cariño? —Él se soltó—. Tiene miedo de conocer el futuro, ¿eh? Como la mayoría de la gente. Echemos un vistazo. Si las noticias son buenas, usted paga. Si las noticias son malas, mantengo la boca cerrada. ¿Le parece un buen trato?

—Permítame entrar.

La mujer sonrió y se apartó de la puerta.

—Adelante, cariño. ¿Ha empujado alguna vez a una mujer que pese ciento veinte kilos? Tengo más sitios donde me la puede meter de los que imagina.

—Perfecto —dijo Colin. Pasó junto a ella. Llevaba suficiente perfume para impregnar todo el pabellón. Se proyectaba en oleadas, como el calor de un fuego. Procuró no respirar.

Estaban de pie en una angosta entrada que hacía las veces de porche auxiliar. Colin se desató las botas manchadas de barro y las dejó entre las botas de agua, paraguas e impermeables. Procedió con parsimonia con el fin de observar lo que contenía el porche. Tomó nota en especial de lo que se erguía al lado de un cubo de basura lleno de coles de bruselas podridas, huesos de cordero, cuatro paquetes vacíos de Custard Cremes, los restos de un desayuno compuesto por pan frito y bacón, y una lámpara rota sin pantalla. Se trataba de una cesta, que contenía patatas, zanahorias, tuétanos y una lechuga.

—¿Polly ha ido al mercado? —preguntó.

—Anteayer. Lo trajo a mediodía.

—¿Suele traer chirivías para cenar?

—Claro, y más cosas. ¿Por qué?

—Porque no hace falta comprarlas. Se encuentran silvestres en algunas partes. ¿Lo sabía?

Rita tocó con una larguísima uña el colgante en forma de cabeza de cabra. Jugueteó con un cuerno, después con el otro. Dedicó una caricia sensual a la barba. Contempló a Colin con aire pensativo.

—¿Qué pasa si lo sé?

—Me preguntaba si se lo había contado a Polly. Sería tirar el dinero comprar en la verdulería lo que se puede sacar del suelo.

—Es verdad, pero a mi Polly no le gusta mucho escarbar, señor agente. Nos gusta la vida natural, no se equivoque, pero Polly no es de las que van gateando por el bosque, como una que yo me sé. Polly tiene cosas mejores que hacer.

—Pero conoce las plantas. Forma parte del Arte. Es necesario conocer los diferentes tipos de madera para quemar, y también las hierbas. ¿No exige su uso el ritual?

Rita adoptó una expresión indiferente.

—El ritual exige utilizar más cosas de las que usted sabe o comprende, señor C. Shepherd, y no pienso revelarle ninguna.

—¿Las hierbas son mágicas?

—Muchas cosas son mágicas, pero todas proceden de la voluntad de la Diosa, alabado sea Su nombre, tanto si se utiliza la luna, las estrellas, la tierra o el sol.

—O las plantas.

—O el agua, el fuego, lo que sea. La magia surge de la voluntad del suplicante y la voluntad de la Diosa. No basta con preparar pociones y beberías.

Entró en la cocina, abrió el grifo y empezó a llenar una tetera.

Colin aprovechó la oportunidad para completar su examen del porche. Albergaba una extravagante variedad de posesiones de las Yarkin, desde dos ruedas de bicicleta sin los neumáticos hasta un ancla oxidada a la que faltaba una punta. La cesta de un gato huido mucho tiempo atrás ocupaba una esquina, y estaba abarrotada de libros en rústica, en cuyas portadas aparecían mujeres de busto impresionante ceñidas en los brazos de hombres que se disponían a violarlas. La desesperación salvaje del amor relumbraba en una portada. El hijo perdido de la pasión adornaba otra. Si una colección de herramientas estaba oculta en el porche, entre las cajas de cartón llenas de ropa vieja, la antigua aspiradora Hoover y la tabla de planchar, sería necesario el decimotercer trabajo de Hércules para encontrarla.

Colin se reunió con Rita en la cocina. La mujer se había sentado a la mesa, donde entre los restos del café de mediodía y los bollos, había vuelto a pintarse las uñas. El olor de la laca se esforzaba con valentía por imponerse a su perfume y al olor a grasa de bacón, que parecía crujir en una sartén colocada sobre el fogón. Colin sustituyó la sartén por la tetera. Rita le dio las gracias con un gesto del pincel para las uñas, y Colin se preguntó qué le había inspirado su elección de color y dónde había conseguido comprarlo.

—He venido por atrás —dijo, con el fin de plantear con cautela el propósito de su visita.

—Ya me he dado cuenta, bombón.

—Por el jardín, quiero decir. Eché un vistazo al cobertizo. Está en mal estado, Rita. Los goznes de las puertas están sueltos. ¿Quiere que los repare?

—Vaya, una idea excelente, señor agente.

—¿Tiene herramientas?

—Las habrá en algún sitio.

Extendió el brazo derecho con languidez y examinó sin interés aparente su mano.

—¿Dónde?

—No lo sé, amor.

—¿Y Polly?

La mujer agitó la mano.

—¿Ella las utiliza, Rita?

—Tal vez sí, tal vez no. Da la impresión de que no tengamos mucho interés en la mejora de la casa, ¿verdad?

—Es muy típico, diría yo. Cuando las mujeres no tienen a un hombre en casa durante un largo período de tiempo…

—No me refería a Polly y a mí, sino a usted y yo. ¿O forma parte de su trabajo en los últimos tiempos colarse por jardines traseros, husmear en cobertizos y ofrecerse a repararlos a damas indefensas?

—Somos viejos amigos. Me encantaría ayudarlas.

La mujer estalló en carcajadas.

—Apuesto a que sí. Encantado como un carnero en celo, señor agente, de prestar su ayuda. Apuesto a que si se lo pregunto a Polly, me dirá que se ha dejado caer por aquí una o dos veces a la semana desde hace años, con la intención de ayudarla en sus tareas.

Posó la mano izquierda sobre la mesa y cogió la laca.

La tetera empezó a hervir: Colin fue a buscarla. Rita ya había preparado dos tazas gruesas para el agua. En el fondo de cada una se veía un montoncito de lo que aparentaban ser cristales de café instantáneo. Una taza ya había sido utilizada, a juzgar por la mancha de lápiz de labios. La otra, decorada con la palabra Piscis, sobre la cual nadaba un pez verde plateado en una corriente de barniz azul agrietado, debía ser para él. Vaciló un instante antes de verter el agua, e inclinó la taza hacia él para examinarla, lo más subrepticiamente posible.

Rita le guiñó el ojo.

—Adelante, corazón. Arriésguese un poquito. Todos hemos de hacerlo alguna vez, ¿no?

Rio y agachó la cabeza para seguir pintándose las uñas.

Colin vertió el agua. Solo había una cuchara sobre la mesa, ya utilizada, a juzgar por su aspecto. Su estómago se revolvió al pensar que debería introducirla en el agua, pero supuso que el agua hirviente actuaría como agente esterilizante, la hundió con rapidez y le dio unas cuantas vueltas veloces. Bebió. Era café, sin duda.

—Voy a buscar esas herramientas —dijo, y se llevó la taza al comedor, donde la dejó sobre la mesa y procuró olvidarla.

—Busque lo que quiera —dijo Rita—. Lo único que ocultamos está debajo de nuestras faldas. Avíseme si desea echarle un vistazo.

La carcajada de la mujer le siguió desde el comedor, donde una apresurada exploración en un aparador reveló un juego de platos y varios manteles que olían a bolas de naftalina. Al pie de la escalera, un estragado revistero contenía copias amarillentas de un periódico londinense. Una rápida ojeada demostró que una de las Yarkin solo había salvado los artículos más suculentos, que versaban sobre bebés de dos cabezas, cadáveres que daban a luz en el interior de ataúdes, niños lobo de los circos y el relato verídico de visitantes extraterrestres en un convento de Southend-on-Sea. Tiró del único cajón y se encontró investigando pequeños pedazos de madera. Reconoció el olor a cedro y pino. Una hoja seguía sujeta al laurel. Le habría costado identificar los demás, pero no sucedería lo mismo a Polly y su madre. Los reconocerían por el color, la densidad y el aroma.

Subió la escalera a toda prisa, sabiendo que Rita pondría fin a su búsqueda en cuanto descubriera el límite de la diversión que le proporcionaba. Miró a derecha e izquierda, calculó las posibilidades que ofrecían un baño y dos dormitorios. Frente a él se alzaba un arcón forrado de piel, sobre el cual descansaba una estatua de bronce rechoncha y carente de todo atractivo, que plasmaba a un ser masculino erecto y cornudo. Al otro lado del pasillo bostezaba un aparador, del que sobresalían mantelerías y diversos objetos. Decimocuarto trabajo de Hércules, pensó. Se dirigía hacia el primer dormitorio cuando Rita le llamó.

No hizo caso, llegó a la puerta y blasfemó. La mujer era una perezosa. Llevaba en el pabellón más de un mes y aún no había deshecho del todo su gigantesca maleta. Lo que no se derramaba de ella estaba tirado en el suelo, sobre el respaldo de dos sillas y al pie de la cama revuelta. Un tocador cercano a la ventana tenía todo el aspecto de haber sido el decorado de una investigación policial. Cosméticos y un muestrario circular de laca para las uñas invadían su superficie, con una impresionante pátina de polvo de tocador extendida sobre todo, como polvo para tomar huellas dactilares. Del pomo de la puerta colgaban collares, y también de los postes de la cama. Varias bufandas serpenteaban sobre el suelo entre zapatos descartados. Cada centímetro de la habitación parecía desprender el olor de Rita: fruta madura a punto de pudrirse, en parte, y mujer de edad necesitada de un baño, por otra.

Llevó a cabo una inspección superficial del tocador. Siguió con el ropero, y después se arrodilló para mirar debajo de la cama. Su único descubrimiento fue que allí se almacenaban rollos de lana, un gato negro de peluche con el lomo arqueado y el pelaje erizado, y «Rita sabe y ve», impreso en una pancarta sujeta a la cola.

Fue al baño. Rita le llamó por segunda vez. Colin no contestó. Revolvió una pila de toallas que descansaba sobre un estante, junto con productos de limpieza, trapos de fregar, dos clases de desinfectantes, la reproducción medio rota de alguna lady Godiva erguida sobre una concha de almeja (se cubría las partes pudendas y su aspecto era tímido) y un sapo de cerámica.

Tenía que haber algo en alguna parte del pabellón. Lo presentía con tanta solidez como poseía el suelo de linóleo verde que pisaba. Si no eran herramientas, sería otra cosa y comprendería su significado.

Abrió el cristal del botiquín y rebuscó entre aspirinas, enjuagues, pasta de dientes y laxantes. Investigó los bolsillos de un albornoz que colgaba detrás de la puerta. Alzó un montón de libros en rústica abandonados sobre la cisterna del retrete, los ojeó y los dejó en el borde de la bañera. Entonces, lo encontró.

Primero, fue el color lo que llamó su atención: una franja color espliego que destacaba contra la pared amarilla del cuarto de baño, encajada detrás de la cisterna para ocultarla a la vista. Un libro, no muy grande, de unos doce por veintidós centímetros, y delgado, con el título borrado del lomo. Utilizó un cepillo de dientes cogido del botiquín para empujar el libro hacia arriba. Cayó al suelo, junto a un trapo de franela enrollado, y por un momento se limitó a leer el título, saboreando la sensación de que sus sospechas se hubieran confirmado.

Magia alquímica: hierbas, especias y plantas.

¿Por qué habría pensado que la prueba sería un desplantador, un extirpador de tres púas o una caja de herramientas? Si ella las hubiera utilizado, si las hubiera tenido, para empezar, habría sido muy sencillo deshacerse de ellas. Enterrarlas en algún lugar de la propiedad, quemarlas en el bosque. Sin embargo, aquel delgado volumen de incriminación revelaba la verdad de lo ocurrido.

Abrió el libro al azar, leyó los títulos de los capítulos, cada vez más seguro. «El potencial mágico de la cosecha», «Planetas y plantas», «Cualidades y aplicaciones de la magia». Sus ojos cayeron sobre las instrucciones de uso. También leyó las advertencias añadidas.

—«Cicuta, cicuta» —murmuraba mientras pasaba las páginas.

Su ansia de información aumentó, y los datos sobre la cicuta aparecieron como si hubieran estado esperando la oportunidad de saciarle. Leyó. Volvió más páginas, leyó de nuevo. Las palabras saltaban a sus ojos, y brillaban como un fluorescente en el cielo nocturno. Por fin, la frase «cuando la luna está llena» le detuvo.

La miró, indefenso ante los recuerdos, y pensó no, no, no. Experimentó rabia, dolor y una opresión en el pecho.

Ella estaba acostada, le había pedido que abriera las cortinas, contempló la luna. Era el anaranjado sangriento del otoño, un disco lunar tan grande que parecía al alcance de la mano. La luna de la cosecha, Col, había susurrado Annie. Y después, apartó la vista de la ventana y se sumió en el coma que la había conducido a la muerte.

—No —susurró Colin—. Annie, no. No.

—¿Señor C. Shepherd? —le llamó Rita desde abajo, más cerca que antes. Estaba a punto de subir la escalera—. ¿Se divierte mucho con mi ropa interior?

Colin forcejeó con los botones de su camisa de lana, deslizó el libro en el interior, lo aplastó contra su estómago y lo encajó bajo la cintura de sus pantalones. Se sentía mareado. Lanzó una mirada hacia el espejo y vio que sus mejillas se habían ruborizado. Se quitó las gafas y aplicó agua helada a su cara, hasta que, gracias al dolor provocado por el frío, se produjo la anestesia.

Se secó la cara y estudió su reflejo. Pasó las dos manos por el pelo. Miró su piel y examinó los ojos, y cuando se sintió preparado para hacer frente a Rita con ecuanimidad, se encaminó hacia la escalera.

La mujer aguardaba al pie, y descargó su puño sobre la barandilla. Sus cuentas repiquetearon. Su triple papada osciló.

—¿A qué se dedica, señor agente Shepherd? No parece que sea a las puertas de los cobertizos, y tampoco se trata de una visita de cortesía.

—¿Conoce los signos del zodíaco? —preguntó mientras bajaba. La serenidad de su voz le asombró.

—¿Por qué? ¿Quiere saber si usted y yo somos compatibles? Claro que los conozco. Aries, Cáncer, Virgo, Sagi…

—Capricornio.

—¿Es el suyo?

—No, yo soy Libra.

—Las balanzas. Es muy bueno. Apropiado para su profesión.

—De octubre. ¿Cuándo empieza Capricornio? ¿Lo sabe, Rita?

—Pues claro. ¿Con quién cree que está hablando, con algún mendigo callejero? En diciembre.

—¿Cuándo?

—Empieza el veintidós y dura un mes. ¿Por qué? ¿Le ha causado ella más problemas de los que suponía?

—Es un capricho.

—Yo también tengo un par.

Rita transportó su enorme peso hasta la cocina, donde se paró ante la puerta que daba al porche y agitó los dedos en dirección a Colin, con el típico gesto de «ven-con-mamá», entorpecido por el cuidado que puso en evitar que sus uñas recién pintadas se estropearan.

—Su parte del trato —dijo.

Cuando comprendió a qué se refería, las piernas de Colin flaquearon.

—¿Trato? —preguntó.

—Venga aquí, cariño. No hay nada que temer. Solo me cepillo a los tauros. Extienda la palma. Colin recordó.

—Rita, no creo en…

—La palma.

Repitió el ademán, en esta ocasión con más energía.

Colin colaboró. Al fin y al cabo, la mujer bloqueaba su única vía de escape.

—Oh, qué mano más bonita.

Rita recorrió con los dedos su palma, casi rozándola. Dejó un círculo de caricias en su muñeca.

—Muy bonita —repitió, con los ojos cerrados—. Muy, muy bonita. Manos de hombre. Manos perfectas para un cuerpo femenino. Manos de placer. Encienden hogueras en la carne.

—No me parece una gran suerte.

Intentó soltarse. Rita aumentó la presión, con una mano sobre la muñeca de Colin y la otra sujetando sus dedos. No tenía escapatoria.

Rita dio vuelta a su mano y la posó sobre uno de sus montículos de carne. Colin supuso que era un pecho. Rita le apretó fuertemente los dedos.

—Como esto, ¿no, señor agente? Nunca había tocado algo semejante, ¿verdad?

Era cierto. No percibía el tacto de una mujer, sino que tuvo la impresión de aplastar una capa cuádruple de masa de pan apelmazada. La caricia poseía el atractivo de aferrar un puñado de arcilla seca.

—¿Quiere que estimule su deseo, cariñín, ummm?

Las pestañas de Rita estaban cargadas de rímel. Creaban una media luna de patas de gallo sobre sus mejillas. Su pecho subió y bajó con un suspiro tembloroso, y Colin percibió un fuerte olor a cebolla.

—Que el Dios con cuernos le prepare —murmuró Rita—. El hombre para la mujer, el arado para el campo, dispensador de placer y fuerza vital. Aaaa-iiii-oooo-uuuu.

Colin notó el pezón, grande y erecto, y su cuerpo reaccionó, pese a la repugnante perspectiva de los dos… Rita Yarkin y él… Aquella ballena con un turbante rosa y escarlata… Aquella bola de grasa cuyos dedos ascendían por su brazo, que arrojaba un hechizo a su cara, e iniciaban un sugestivo descenso hacia su pecho…

Soltó la mano. Los ojos de Rita se abrieron de repente. Su aspecto era confuso y desenfocado, pero un movimiento de su cabeza los serenó. Rita estudió su rostro y leyó lo que Colin era incapaz de ocultar. Lanzó una risita, luego una carcajada, se apoyó en la encimera y aulló.

—Pensaba… Pensaba… que usted y yo… —Más carcajadas interrumpieron las palabras. Se formaron lágrimas en los surcos que cercaban sus ojos. Por fin, se controló—. Ya le he dicho, señor C. Shepherd, que cuando deseo a un hombre, ha de ser un Tauro. —Se sonó con un paño de cocina y extendió la mano—. Traiga. Deme la mano. Se han terminado las oraciones que revuelven su estómago.

—He de irme.

—Pero no lo hará.

Chasqueó los dedos y señaló su mano. Seguía impidiendo su huida, de modo que se la entregó. Hizo lo posible para que su expresión comunicara lo poco que le gustaba aquel juego.

Rita le arrastró hacia el fregadero, donde había mejor luz.

—Estupendas líneas —dijo—. Indican a la perfección el nacimiento y el matrimonio. El amor… —Vaciló, frunció el ceño y enarcó una ceja—. Póngase detrás de mí —ordenó.

—¿Qué?

—Obedezca. Deslice su mano bajo mi brazo, para que pueda ver mejor. —Colin vaciló—. No se trata de ninguna treta. Hágalo, ahora mismo.

Colin obedeció. Debido a la envergadura de la mujer, no pudo ver qué hacía, pero notó que las yemas de sus dedos recorrían su palma. Por fin, Rita cerró su mano y la soltó.

—Bien —dijo en tono desenvuelto—, no hay mucho que ver, pese a sus protestas. Solo lo normal. Nada importante. Nada preocupante.

Abrió el grifo del fregadero y se dedicó a lavar tres vasos en que los residuos de leche habían formado una película.

—Está cumpliendo su parte del trato, ¿verdad? —dijo Colin.

—¿Cuál es, bombón?

—Mantener la boca cerrada.

—¿Qué más da? Al fin y al cabo, no cree en eso.

—Pero usted sí, Rita.

—Yo creo en montones de cosas, lo cual no significa que sean reales.

—Aceptado. Bien, infórmeme. Yo decidiré.

—Creía que tenía cosas importantes que hacer, señor agente. ¿No estaba a punto de marcharse?

—Me está dando largas.

La mujer se encogió de hombros.

—Quiero una respuesta.

—No puede obtener todo lo que desea, dulzura, pese a que en este momento lo está consiguiendo.

Rita alzó el vaso hacia la luz que entraba por la ventana. Estaba casi tan sucio como cuando había empezado. Cogió el detergente y dejó caer unas gotas. Lo colocó bajo el agua y lo frotó vigorosamente con una esponja.

—¿Qué quiere decir?

—No haga preguntas imbéciles. Es un tío bastante listo. Piense.

—¿Es esa la interpretación? Muy conveniente para usted, Rita. ¿Eso es lo que explica a los crédulos que le pagan fortunas en Blackpool?

—Basta.

—Usted y Polly siempre utilizan la misma patraña. Piedras, palmas y cartas de tarot. Un simple juego. Buscan una debilidad y se aprovechan de ella para ganar dinero.

—Su ignorancia no merece el esfuerzo de una respuesta.

—Una excelente maniobra, ¿verdad? Ofrece la otra mejilla, pero saca algo a cambio. ¿Va de eso el Arte? ¿Mujeres amargadas cuyo único objetivo es torturar a los demás? Un hechizo aquí, una maldición allí, y qué más da, porque si alguien sale perjudicado, solo lo sabrá uno de los miembros del gremio. Y todos callan como muertos, ¿verdad, Rita? Es la ventaja de pertenecer a un cónclave de brujas.

Rita siguió lavando los vasos. Se rompió una uña. Cogió otro vaso.

—Amor y muerte —dijo—. Amor y muerte. Tres veces.

—¿Qué?

—Su palma. Un único matrimonio, pero amor y muerte tres veces. Muerte. Por todas partes. Usted es un sacerdote de la muerte, señor agente.

—Oh, ya lo creo.

Rita volvió la cabeza, sin dejar de lavar.

—Lo dice su palma, muchachito. Y las líneas no mienten.